LA DESAPARICIÓN DEL AGENTE DEL GOBIERNO
Eran las cuatro de la tarde.
El aeróstato, después de recorrer un centenar de millas en el espacio de cuatro horas, volvió a empezar a descender, y esta vez, como con sazón había dicho el maestro, para no elevarse de nuevo, porque ya no había nada que arrojar, dado que hasta la barquilla había sido precipitada a la pradera.
Medio desinflado, todo convertido en pliegues, no adelantaba sino a costa de esfuerzos, más empujado por el viento que sostenido por el gas, ahora reducido a una cantidad exigua. Pero descendía gradualmente, metro a metro, intentando alguna vez volver a elevarse, pero para caer en seguida más bruscamente.
Dentro ele un cuarto de hora o, a lo más, de media hora, todo habría terminado.
—No hay que desesperarse —dijo Cardoso—. Demasiado ha durado el pobre globo y esto río tenía más remedio que suceder; ninguno de nosotros lo ignoraba.
—¡Ah! —exclamó el maestro—. Si encontrásemos algún medio de regenerarle.
—No veo par aquí ningún gasógeno; por más que miro a todas partes. Creo, marinero, que hay que preparar las piernas y cargar los fusiles para no caer inermes en cualquier emboscada. ¿Yes algo?
—La pradera me parece desierta, por fortuna.
—Se equivoca usted —dijo el agente del gobierno.
—¿Qué ves? ¿Acaso indios?
—Me parece que veo un rancho.
—¿No esconderá indios? —preguntó Cardoso.
—No lo creo —respondió Diego, que observaba con atención la cabaña, la cual se levantaba en medio de una espesura de cardos a cerca de seis kilómetros hacia el Sur.
—Pues, ¿quién la habitará?
—¡Quién sabe! Acaso pastores argentinos, aunque me parece un poco extraño que se hallen a tanta distancia de la frontera. También veo un corral en buenas condiciones, si la vista no me engaña.
—Y también dos caballos —añadió el agente del gobierno.
—Preparemos las armas y esperemos —respondió el maestro—. El viento nos lleva precisamente sobre el rancho e iremos a caer en sus cercanías. Ahora veo salir humo do la cabaña, ¡mira!
—Estarán preparando la cena. Te aseguro, marinero, que le liaría honor si me convidasen. ¡Oh! ¡Oh! ¡Firme, globo mío! ¡Qué demonio! No tenemos tanta prisa por descender.
—¡Nos precipitamos! —exclamó el maestro—. ¡Sosténganse firmes en las cuerdas!
El aeróstato, en efecto, caía con rapidez como si el gas se fugase por alguna abertura grande. Descendió como unos treinta metros, después se detuvo un momento y volvió a caer otros trescientos en pocos instantes, y se puso a cabecear, describiendo con la cola círculos concéntricos.
—¡Ah, demonio! —exclamó Cardoso—. Parece que el globo tiene una terrible borrachera.
—Gira como un barco cogido por un tifón —dijo el maestro—. Mala señal, hijo mío.
—¿Qué temes?
—¡Qué sé yo! Pero tengo miedo de que esto no acabe bien.
—¿Irá a tumbarse?
—Esperemos que no. ¡Ahora!… ¡Mantengámonos firmes!
El globo había; vuelto a descender con gran rapidez y esta vez parecía que no hubiera de detenerse. El maestro, Cardoso, y hasta el impávido señor Calderón, comenzaban a inquietarse.
—Nos coparán —dijo el muchacho, que no se sentía en vena de bromear.
—O mejor, nos estrellaremos contra el suelo —añadió el agente del gobierno—. ¿No hay ya nada que tirar?
—Cinco cajas de galleta, las armas y las municiones —respondió el maestro.
—No serán suficientes para detener la caída.
—¡Yo de las armas no me deshago a ningún coste, señor! ¡Oh! Una idea.
—Echala fuera, marinero —dijo Cardoso—. Despáchate, que la pradera se acerca con velocidad espantosa.
—Trepemos hasta la red. Cuando toquemos tierra, lo hará primero el globo, y entonces nos dejaremos caer en la hierba, que es alta y muy espesa.
—Con tal de que el aeróstato no se desequilibre y se tumbe.
—No temas, muchacho. Ya haremos de modo que se mantenga en equilibrio.
—Entonces, ¡a la red y que Dios nos proteja!
Abandonaron precipitadamente el aro y trepando par las cuerdas se encaramaron a la red, que cubría más de la mitad del aeróstato.
—¿Están ustedes ahí? —preguntó el maestro, que no podía ver a los compañeros que estaban al otro lado.
—Sí —respondieron a una el muchacho y Calderón.
—Estén preparados para soltarse a mi voz de mando, o el globo se llevará por el aire a alguno de nosotros.
—Estaremos dispuestos —respondió Cardoso.
El globo descendía constantemente sin refrenarse, como si tuviera prisa por descansar en la verde pradera. Parecía que una gran columna de aire lo empujase contra la tierra y que otra lo aspirase por debajo. La distancia disminuía con fantástica velocidad. No estaban ya más que a cien metros y caían con igual aceleración.
—Marinero —exclamó Cardoso, que miraba con cierto terror la pradera que parecía venir rolando a su encuentro.
—Presente —respondió el maestro.
—Me parece que la cabeza me da vueltas.
—¡Manténte firme, hijo mío! ¡No ocurrirá nada…, la pradera es blanda! ¡Atención!…
Los cien metros desaparecieron en un relámpago. El aeróstato se hundió entre las hierbas que alcanzaban dos metros de altura. La cola se chafó, ensanchándose hacia los costados casi hasta reventar. Estuvo un momento inmóvil, pero aquel momento bastó.
—¡A tierra! —tronó el maestro.
Dos cuerpos rodaron por la hierba, pero otro quedó entre las mallas de la red.
El globo, descargado de aquel peso, dio un salto en el aire, llevándose al hombre que no se había dejado caer a tiempo y que se agitaba desesperadamente como si tratase de desembarazarse de alguna ligadura.
Un grito resonó en el aire.
—¡Auxilio! ¡Auxilio!…
Los dos cuerpos que habían rodado por el suelo se levantaron prontamente; eran el maestro y el joven Cardoso.
—¡Señor Calderón! —llamaron a gritos.
Pero el señor Calderón ya no podía oírles. El globo no era más que un punto oscuro que desaparecía rápidamente hacia el Sur.
—¡Gran Dios!… —exclamó el maestro.
—¡Perdido! —exclamó Cardoso.
—Perdido no, porque le volveremos a encontrar, hijo mío. Perseguir al globo sería una locura, y además estamos tan derrengados que nos tendríamos que detener a una milla de aquí.
—¿Y por qué no habrá descendido a tu voz de mando?
—Porque se había liado entre la red. Me pareció que había metido los pies entre las mallas.
—¿Y adónde irá a parar ahora?
—¿Quién podría decirlo? Afortunadamente, no ignora que el globo tiene válvula y estoy seguro de que a estas horas el gas estará escapándose.
—Pero caerá muy lejos de aquí.
—Ya lo encontraremos, hijo mío, te lo juro. No podemos abandonar así a un compañero que ha compartido con nosotros tantos peligros.
—Con tal de que no caiga entre los indios.
—Tiene sus pistolas y sabrá defenderse. Es hombro de pocas palabras, pero que ha demostrado ser valiente.
—¡Pobre señor Calderón! Le compadezco de corazón, aunque no me es muy simpático.
—Te digo que le buscaremos, Cardoso, aunque tuviésemos que caminar hasta el estrecho de Magallanes.
—¿Y entre tanto, qué vamos a hacer?
—La noche llega rápidamente, y el hambre llama a nuestras puertas; busquemos el rancho y pediremos hospitalidad. ¿Tú puedes andar?
—Me parece que nada se me ha roto en las piernas.
—Tanto mejor. ¿Te acuerdas hacia dónde está el rancho? Metido entre esas hierbas no veo más allá de la punta de mis narices.
—Me parece que cuando caíamos estaba a nuestra derecha, pero no puedo asegurarlo. En aquel momento la cabeza me daba vueltas como si hubiera bebido una botella de ron.
—Súbete sobre mis hombros y echa una mirada por encima de este mar de vegetación.
Cardos o trepó con la agilidad de un mono sobre los hombros del marinero y se puso en pie manteniéndose en equilibrio.
—Allí abajo está —dijo.
—¿Muy lejos?
—Apenas a quinientos pasos, pero…
—¿Qué ves?
—Me parece que alguien se acerca, porque veo la hierba moverse delante de nosotros.
—¿Hombre o animal?
—Es imposible saberlo porque lo oculta la hierba y además empieza a oscurecer.
—Baja y tomemos las armas. En este feo país no se sabe nunca la sorpresa que nos acecha.
—¿Hay animales carnívoros?
—Hay caguarés y jaguares muy feroces.
Cardoso saltó al suelo y recogió la carabina mientras Diego montaba la suya.
A poca distancia se oía un roce, al cual, de vez en cuando se unía un tintineo como producido por el choque de monedas, o por el retemblar de espuelas.
—Es un hombre —dijo el maestro.
—¿Quién podrá ser?
—Algún habitante del rancho, que sin duda ha presenciado nuestra voltereta y viene a buscamos.
—¡Silencio!… Aquí está.
Las altas hierbas se habían separado a pocos pasos de ellos y un hombre bizarramente vestido y formidablemente armado había aparecido y miraba vivamente sorprendido a los dos marineros. Era de alta estatura, bastante delgado, con piel bronceada, cabellos largos, negros y cayentes sobre los hombros. Los ojos hundidos, pero muy brillantes.
Portaba una blusa de lana de vivos colores, sujeta a los costados por un ancho pedazo de tela a rayas encarnadas, con un chiripá y un ancho cinturón de cuero, llamado el tirador, adornado con monedas de plata. Sus piernas asaz corvadas desaparecían dentro de anchos calzones de algodón, ornamentados con flancos manchados y despedazados, y dentro de un par de extraños zapatos anchos, que parecían de piel de caballo sin curtir y que dejaban asomar el dedo gordo. Un par de desmesuradas espuelas, cuyas ruedas tenida un diámetro de más de diez centímetros, un amplio chambergo de fieltro, una gran navaja española, sujeta por el tirador y un trabuco de chispa, de gran calibre, completaban el atavío del desconocido.
Durante algunos instantes miró con sus ojillos vivos y negrísimos, a los dos marineros que no se habían movido, después bajó el trabuco, que había dirigido antes hacia ellos, y quitándose el sombrero, dijo con exquisita cortesía.
—Buenas noches, caballeros[5].
—Buenas noches, señor —respondieron Diego y Cardoso.
—Si los señores quieren seguirme, tendré mucho gusto en ofrecerles mi cabaña y mi mesa —continuó el desconocido.
—No pediríamos nada mejor —respondió el maestro.
—Tengan la bondad de seguirme, entonces. Mi rancho no está más que a dos pasos de aquí.
Se colocó el trabuco en bandolera y abriendo la formidable navaja, se puso a cortar Las altas hierbas a diestra y siniestra para abrir paso a los dos marineros que se habían enredado entre ellas.
—Diego —murmuró Cardoso, que estaba en el colmo de la sorpresa—, ¿dónde hemos caído?
—En medio de la pampa, hijo mío.
—Eso ya lo veo; pero nunca hubiera esperado bailar en medio de este horrible país, infestado de feroces indios, personas tan educadas y corteses.
—¿Educadas?… ¡Hum!…
—¿Acaso será ese hombre un granuja?
—Mejor dirías un bribón.
—Eso sí que no lo diría jamás.
—Si te hubieras encontrado otras veces en este país no hablarías así.
—Pero ¿quién es, entonces, ese hombre que nos convida tan galantemente y nos saluda con tanta cortesía y es un bribón?
—Un gaucho.
—Lo entiendo menos todavía.
—Ya te lo explicaré más tarde.
—¿Tenemos que temer algo?
—¡Si y no!
—He allí un enigma inexplicable.
—Quiero decir que si están de buen humor nos harán compañía y emplearán la mayor amabilidad, pero ¡no te descuides, hijo mío! Son hombres muy susceptibles, violentos, pendencieros, y que regalan una cuchillada como si regalasen un azucarillo.
—Hombre prevenido…
—¡Pss…!
—¿Qué ocurre?
—Alguien nos sigue.
—En efecto, las hierbas ondulan.
El gaucho se había también dado cuenta de ello y había bruscamente detenido la marcha montando rápidamente su trabuco.
—¡Ramón! —exclamó.
—Aquí estoy —respondió una voz.
Las hierbas se abrieron rápidamente, y otro gaucho apareció.
Iba vestido y armado como el primero y también se le parecía en las facciones.
Al divisar a Diego y al muchacho hizo un gesto de asombro, y después saludó cortésmente con un «Buenas noches, señores».
—Mi hermano —dijo el gaucho que guiaba, mientras el otro hacía una inclinación de cabeza.
—Bien venido, señor —contestó Diego quitándose la gorra—, y acepte usted también nuestro agradecimiento.
—Me felicito de verles todavía vivos —contestó Ramón—. ¡Caray! Hubiera jurado que ya se habían ustedes matado.
—¿Nos ha visto usted caer del cielo?
—Sí; estaba observando los caballos en el corral cuando vi al globo caer en la pradera, y luego volverse a elevar y desaparecer hacia el Sur. Pero me pareció que eran tres los hombres. ¿Ha muerto su compañero de ustedes?
—No, señor. Ha quedado en el globo.
—¿Acaso él no quería volver al suelo?
—También tenía deseos; pero me parece que se enredó en las mallas de la red.
—¿Y dónde está ahora?
—¿Quién lo sabe? Sin duda, muy lejano de aquí.
—¿Y no descenderá?
—Espero que sí.
—¿Le buscarán ustedes?
—En cuanto podamos.
—Y nosotros les ayudaremos a ustedes. ¿No es cierto, Pedro?
—Si los señores lo permiten —dijo el compañero.
—Se lo agradecemos, desde: luego —respondió el maestro.
—¿De dónde vienen ustedes? —preguntó Ramón.
—Del mar.
—¡Del mar! —exclamaron a dúo los gauchos estupefactos.
—O, mejor dicho, de una gran isla.
—¿Por pura diversión?
—Para hacer estudios sobre las corrientes atmosféricas.
—Se necesita valor, digo yo. Pero basta por ahora; adelante, señores, que la cena nos espera.
Cinco minutos después, los cuatro hombres llegaban ante el rancho.