CAPÍTULO IX

LA PERSECUCIÓN

En la inmensa pradera que se extiende de la frontera de la República Argentina a los confines de la región patagónica, limitada al Este por el Océano Atlántico y al Oeste por la gran cadena de los Andes, se agita constantemente una población revoltosísima, de pura raza índica, que no tiene nada de común con los patagones ni con los araucanos.

Si estas dos últimas razas se limitan, una a cazar todo el año para proveer el propio sustento, y a la doma de caballos, y la segunda a custodiar celosamente sus montañas y defender su Independencia constantemente amenazada por los chilenos, la de las grandes llanuras argentinas, dedica todo su tiempo y todos sus esfuerzos al saqueo.

Los pampas o penks, tal es el nombre que llevan estos audaces bandidos de las praderas, poseen el atrevimiento de los araucanos y la astucia de los patagones. No son muchos, pero dan mucho que hacer a los hispanoamericanas; y lo sabe el gobierno argentino que de vez en cuando ve violadas las propias fronteras por aquellos intrépidos jinetes. Nunca establecidos, nunca quietos, lineen, correrías por las pampas en todos sentidos, vivaqueando un día aquí, otro allá, a su capricho, bajo sencillas tiendas de piel. Como sus hermanos del Gran Chaco, enemigos irreconciliables de los brasileños, y sus hermanos del Norte, enemigos juramentados de los rostros pálidos, odian profundamente a los argentinos, a los que miran como usurpadores de su territorio y no dejan escapar ocasión alguna para infligir a sus poderosos vecinos castigos sangrientos.

Cuando se los cree más lejanos y la calma y la esperanza comienzan a volver al espíritu de los atrevidos colonos que se internan en las pampas, de pronto irrumpen en ellas los rojos guerreros. Es un meteoro espantoso que pasa y que en pocos días transforma las pampas en un desierto.

Caen como buitres sobre los numerosos rebaños, asesinan sin piedad a los gauchos y se llevan el ganado; asaltan los poblados aprovechándose generalmente de las tinieblas; hacen una matanza en los defensores, raptan las mujeres y los niños, saquean las viviendas y luego las incendian; ni siquiera los fuertes militares de la frontera fuertes, que, por otra parte, no tienen condiciones para resistir a una compañía de soldados europeos, hacen retroceder a aquellos temerarios ladrones y sucumben como los poblados.

Cuando la alarma llega a tiempo y la sorpresa se hace difícil, porque acuden las tropas gubernamentales, entonces escapan al desierto a lugares casi inaccesibles para los soldados de la República, llevándose consigo los frutos del saqueo y gran número de prisioneros que más tarde serán sometidos a esclavitud degradante. ¡Y cuántos son los desgraciados! Basta decir que, cuando el general Rocha libró de dichos forajidos el territorio de Buenos Aires, rescató más de quinientos cautivos que habían sido apresados en los poblados de las pampas.

Sin duda enterados de la guerra que la República sostenía del otro lado del Río de la Plata, los pampas habían salido de sus desiertos y, seguros de la impunidad, se habían lanzado a las fronteras, destruyéndolo todo a su paso, como lo demostraban las chacras, los ranchos y los corrales, arruinados o incendiados y los numerosos cadáveres encontrados por los aeróstatas en su vuelo por encima de la inmensa llanura.

Una de sus partidas, que operaba hacia la costa, había descubierto el globo y después de la primera impresión de sorpresa que había de producir en aquellas imaginaciones primitivas la vista, de aquella gran bola, montada por hombres y que cruzaba por el espacio, so había puesto encarnizadamente a perseguirla indudablemente con la esperanza de no perder nada con ello.

Afortunadamente el aeróstato, aunque reducido y semivacío, se sostenía todavía en el aire y fuera del alcance de las terribles bolas de los perseguidores.

—¿Qué me dices de esto, Cardoso? —preguntó el maestro, que observaba con inquietud el avance de aquellos jinetes.

—Pues digo que si no encontramos el modo de mantenernos altos, recibiremos una lluvia de proyectiles —respondió el muchacho—. Me parece que esos paganos de hocico pintado están decididos a perseguirnos durante un buen rato.

—¿Y no te asustan?

—Por ahora no; pero ya veremos más tarde cuando el globo se tumbe sobre la hierba.

—Si nos cogen nos harán cautivos.

—Ya escaparíamos.

—Te desafío a hacerlo. Esos malditos poseen medios especiales para inutilizar los pies de los prisioneros… ¡Oh!

—¡Caray!

—Caemos.

—Ya lo veo.

—¡Torna! ¡Otro salto! Muy pronto daremos de narices en el suelo.

Desgraciadamente, era verdad. El aeróstato, que se mantenía a quinientos metros de los jinetes, exhausto de fuerzas, había repentinamente descendido hasta veinte metros de tierra.

Los indios, que no le perdían de vista y que acaso adivinaban la triste condición en que se encontraban los aeronautas, espolearon sus cabalgaduras y en breves instantes llegaron a doscientos pasos.

Durante unos momentos los aeronautas pudieron examinarlos a su sabor. Eran de estatura mediana, pero sólidos, de poderosa musculatura, de piel indefinible, cubierta enteramente de rayas de colores que se cruzaban en sus rostros en todos sentidos, a más de puntos, líneas y dibujos a cual mas abigarrados.

Sus atavíos pintorescos se adaptan bien a aquellos fieros tipos do bandidos. Anillos de piala y collares de igual metal adornaban sus orejas y cuello, produciendo un campanilleo gracioso; espléndidos ponchos de vivos colores, semejantes a casullas, cubrían sus cuerpos dejando, no obstante, ver los anchos cinturones adornados con perlas y colgantes de piala, llamados quiripiqué, en cuyos dobleces brillaban largos cuchillos, y portaban los largos zapatos de piel de guanaco o de potro armados de espuelas colosales.

Llegados al alcance de la voz, los guerreros renovaron sus vociferaciones agitando las largas lanzas adornadas con plumas y haciendo ondear sus bolas, de las que se sirven para romper la cabeza de los enemigos.

De pronta, uno de los jinetes, que parecía un jefe a juzgar por la riqueza de sus vestidos, de estatura más elevada que los otros, con la cara horriblemente pintarrajeada de colores, se lanzó a toda carrera hacia el globo, y llegado casi debajo, pronunció algunas palabras.

—¿Qué desea ese pagano? —preguntó Cardo so, que por precaución había preparada una carabina, dispuesto a servirse de ella.

—Nos invita sencillamente a descender —dijo el maestro.

—Es un poco exigente ese señor del hocico pintado.

—Nos amenaza con fusilarnos si nos negamos.

—Dile que, no pudiendo hacerlo por ahora, le rogamos que suba él aquí, si es capaz. ¿Qué dice usted, señor Calderón?

—No encuentro respuesta mejor.

—Pero ¿no piensan ustedes, señores, que muy pronto tocaremos tierra? —dijo el maestro.

—Podríamos entrar en negociaciones con estos canallas, aunque no se puede esperar mucho, ni fiarse de ellos.

—Podremos probar —respondió el agente.

El maestro intentó parlamentar, pero a las pocas palabras comprendió que no había que esperar nada de aquellos desalmados. El jefe se cerraba a la banda sin aceptar ninguna condición; quería la rendición absoluta, amenazando con empezar las hostilidades, en caso contrario.

—Manda al diablo a ese sinvergüenza —dijo Cardoso—. Si quieres, yo me encargo de meterle un confite por la boca.

—Y en seguida nos harían pedazos, hijo mío. ¡Oh, si soplase un buen viento y pudiéramos aligerarnos!

—Tiremos la barquilla encima de esos canallas —dijo el muchacho—. ¿Y por qué no?

Como la red es fuerte podemos agarrarnos a ella o ponernos a horcajadas en el aro de madera y subiremos hasta perder de vista la pradera.

—¡Bien dicho, muchacho! —exclamó el maestro—. ¡A la obra sin perder un minuto!

—¡Señor Calderón! ¿Padece usted de vértigo? —preguntó Cardoso.

—No —respondió el agente.

—¡A la obra, pues!

En aquel instante el globo experimentaba un nuevo descenso, llegando a tocar con el fondo de la barquilla las hierbas de la pradera; pero en seguida se volvió a levantar una treintena de metros.

Los indios, que se habían parado en espera del jefe, se precipitaron delante, llenando el aire con alaridos que no tenían nada de pacíficos, levantando las lanzas y sacando del cinto las navajas de hoja larga y ligeramente curvada.

El jefe, que se encontraba más cercano al aeróstato y que, sin duda, temía que la presa se le escapase, echó mano de la bola perdida a la que hizo girar alrededor de su cabeza describiendo con ella círculos vertiginosos.

—¡Atención, amigos! —exclamó Diego, que no perdía de vista a los indios—. ¡Cuidado con las bolas!

—¡El primero que tire una es hombre muerto! —respondió resueltamente Cardoso, echándose a la cara el fusil y apuntando con él hacia los jinetes.

—Muy bien, hijo mío; pero no perdamos un momento si apreciamos el pellejo. Usted, señor Calderón, tome las pistolas y estas pocas municiones y súbase al aro. Tenga usted cuidado de no caer, porque no podríamos recogerle.

—No tengáis miedo —respondió el agente.

—Y tú, Cardoso —continuó el maestro, sacando su faca marinera—, toma las carabinas y estas municiones y júntate al señor Calderón, mientras yo me ocupo en cortar las cuerdas. Si los indios se acercan demasiado, mándales un par de píldoras.

—Los curaré para siempre, marinero; yo te lo aseguro —respondió el muchacho.

Se encaramó por las cuerdas y llegó al aro de madera, en el cual ya se había instalado el agente del gobierno.

Los indios, imaginándose, sin duda, que se trataba de hacerles una jugarreta, redoblaron, sus gritos y espolearon furiosamente sus caballos.

De improviso una cosa reluciente atravesó el aire silbando y pasó entre las cuerdas de la barquilla, yendo a caer a la pradera.

—¡Una bola! —exclamó Cardoso.

—¡Y de hierro! —respondió el maestro, que, manteniéndose agarrado al aro con una mano, con la otra, armada del cuchillo, cortaba rápidamente las cuerdas.

Otra bola lanzada por el jefe, que precedía a los guerreros, hizo pedazos con ímpetu irresistible una de las esquinas de la barquilla a pocas pulgadas del maestro.

—¡Caray! —exclamó éste—. ¡Si da un poco más arriba me casca la cabeza como una calabaza!

—¡Ahora sí que voy a cascar yo la calabaza del jefe! —exclamó una voz a su lado—. ¡Ten atención, marinero!

Cardoso, porque era él quien hablaba, apoyándose en las cuerdas y apretando el aro entre sus piernas, apuntaba cuidadosamente al indio.

Se oyó una detonación, seguida de un alarido de dolor. El jefe indio, tocado en la frente por la hala del valiente muchacho, cayó desplomado de la silla, yendo a parar al suelo.

Los indios, dando gritos de furor, se lanzaron adelante, clavando las espuelas en los caballos hasta hacerles sangre. Seis o siete bolas silbaron en torno de los aeronautas, perdiéndose en diversas direcciones. Cardoso y el agente del gobierno descargaron la segunda carabina y las dos pistolas contra el centro del grupo. Cayó otro caballo y otro jinete fue a caer en medio de la hierba.

Los indios, hechos más circunspectos por aquellos golpes maestros, contra los cuales no podían oponer más que las bolas, refrenaron su marcha, pero continuaron sus espantosas vociferaciones.

Aquel momento de tregua bastó al maestro, que cortaba con una especie de furor las numerosas cuerdas que sostenían la barquilla.

—¡Atención! —exclamó—. ¡Sosteneos firmes!

—Ya lo estamos —respondió Cardoso.

El maestro se pasó al aro y con dos cuchilladas cortó las dos últimas cuerdas. La barquilla se precipitó pesadamente a tierra, hundiéndose entre las altas hierbas.

El globo, bruscamente aligerado de aquel peso que se aproximaba a los cien kilogramos, se elevé con gran rapidez. En Breves instantes los jinetes que se habían precipitado hacia el sitio donde había caído la barquilla, apenas eran visibles, y sus gritos llegaban tan debilitados que a duras penas se oían.

—¡Tres mil…, cuatro mil…, cinco mil metros! —exclamó el maestro, que había llevado consigo el barómetro—. Los pampas no nos cogerán. ¡Ah, hijo mío! Has tenido la gran idea y te lo agradezco de corazón.

—Se trataba de salvar la piel, marinero, y yo tengo mucho interés en conservarla. ¡Qué mala cara habrán puesto los indios al vemos subir tan rápidamente, cuando ya creían tenernos en la mano!

—Si llegan a cogernos, te aseguro que nos harán pagar la estratagema y nos costara sangre la muerte de su jefe. ¡Hijo mío, vaya una puntería que tienes! Has despachado al pobre salvaje como si fuera un pajarillo, y le has plantado la bala en la misma frente. ¡Eres un Bersagliere[4]!

—Se hace lo que se puede —respondió modestamente el muchacho.

—Y espero que habrá que repetir estos golpes si la mala suerte nos vuelve a llevar entre esta canalla.

—¿Crees que volveremos a encontrar otros indios?

—Si todos se han sublevado será cosa segura.

—¿Y continuarán persiguiéndonos esos que galopan allí abajo?

—Sin duda, pero pronto nos perderán de vista. El globo ha encontrado una corriente de aire rápida y volamos hacia el Sur a razón de sesenta millas por hora.

—Nos alejaremos entonces de los países civilizados, marinero.

—Acaso sea mejor, visto que las fronteras de la Argentina están infestadas de indios.

—Pero caeremos en manos de los patagones —dijo el agente del gobierno con desaliento.

—¿Acaso preferiría usted caer en manos de los argentinos, señor Calderón? —preguntó el maestro.

—Acaso.

—Pues, yo no.

El agente del gobierno se encogió de hombros y miró a otra parte, no sin hacer un gesto de despecho que no escapó a la observación de los dos marineros.

—A veces tiene este señor ideas estrambóticas —dijo Diego a Cardoso—. Sin embargo, debía interesarle que el tesoro no caiga en manos de nuestros enemigos.

—Si así no le acomoda que mande al globo que se dirija al Norte —dijo Cardoso—. ¿Y nuestros indios, dónde están?

—Han desaparecido, hijo mío. ¿No ves una cosa que brilla allí abajo, delante de nosotros?

—Sí, ¡mil diablos! Se diría que es una cinta de plata tirada por la llanura.

—Es un río.

—Verdad, Cardoso.

—Y se agranda rápidamente. ¿Qué río será?

—O el río Colorado, o el río Negro.

—Pero lo más probable es que sea el primero.

El viento empujaba al globo hacia aquel río que ahora se distinguía claramente, no obstante la gran altura a que se hallaban los aeronautas. Era bastante grande y corría de Oeste a Este con amplias circunvoluciones, entre dos orillas bastante elevadas.

Bien pronto el aeróstato estuvo completamente encima. Diego y Cardoso dirigieran sus miradas a las orillas, pero no divisaron ni una habitación, ni una criatura viviente.

Apenas lo habían cruzado, Diego lanzó una sorda interjección.

—¿Qué pasa?

—Bajamos.

—¿Todavía?

—Sí; y esta vez para no volvemos a levantar.