CAPÍTULO VIII

LOS SALVAJES DE LAS PAMPAS

La última hora no había sonado aún para los aeronautas. El Océano, que parecía ansioso de tragarlos, debía haber quedado desengañado.

A cinco o seis millas de distancia había repentinamente aparecido una raya oscura que se perdía hacia el Norte y hacia el Sur. ¿Era una isla o era el continente americano? Eso era lo que por el momento ignoraban; pero los aeronautas no se preocupaban por esto; a ellos les bastaba encontrar un punto sólido en donde apoyar los pies; y nada más, lo demás, ya lo resolverían después.

El globo descendía continuamente, pero aún había objetos en la barquilla, y que en conjunto constituían un peso no indiferente. Por añadidura el viento continuaba soplando de Levante y le empujaba hacia aquella tierra bendita.

—Cardoso —dijo el maestro, que parecía rejuvenecido de diez años—; no nos ahogaremos. Dentro de una hora pondremos el pie en esa costa.

—Nos hemos escapado de buena, marinero —contestó el valiente muchacho—. Hace poco, no hubiera dado una piastra por mi pellejo.

—Y yo, menos todavía, hijo mío. ¡Que el diablo so lleve a todos los globos del universo!… ¡Caramba!… En estas pocas horas he experimentado más emociones que en treinta y seis años de navegación por todos los mares del mundo.

—Pero ¿dónde descenderemos?

—¿Quién lo sabe? Yo supongo que esa tierra sea la costa americana, porque desde mediodía ele ayer marchamos constantemente hacia Occidente.

—¿Te parece que habremos derivado hacia el Sur?

—Sí; y no poco.

—Entonces, esa es la costa de Patagonia.

—Ya tejo diré cuando haya salido el sol.

—¿Conoces tú esa costa?

—Naufragué en ella una vez y he vivido seis meses entre los gigantes que la pueblan. Si un viajero inglés no me hubiese arrancado de las manos de aquellos bárbaros, apuesto que no estaría aquí ahora.

—¿Y si fuese la costa argentina?

—Tanto mejor.

—¿Y el tesoro?

—¡Bah!… ¿Quién descubriría en nosotros a unos marineros del «Pilcomayo», crucero de la República Paraguaya?… Podremos inventar una historia cualquiera; por ejemplo, que venimos de Europa.

—¡Hum!…

—Te garantizo un éxito enorme, Cardoso. ¡Por Baco!

—¡Vaya un recibimiento que tendrán unos aeronautas que llegan de la otra orilla del Océano!

—Los periódicos publicarán nuestras peripecias y se venderán, en las calles nuestros retratos.

—No seas guasón.

—¡Las olas! —exclamó en aquel momento el agente del gobierno.

—¡Ah, demonio! —dijo Diego—. Me había olvidado de que nuestro enfermo pierde fuerzas constantemente. ¡Tira cualquier cosa, Cardoso!

El muchacho cogió lo que restaba de la provisión de galleta y la arrojó a los peces. El globo se volvió a elevar a los mil trescientos metros, y encontrando una comente de viento más rápida voló hacia la costa, que ya se distinguía claramente.

Comenzaba a alborear. El mar perdía su tinte sombrío, los astros palidecían, las tinieblas se desvanecían y por el aire se veía volar y se oía chillar a las aves costeras anunciando la aparición del sol.

A las cuatro, el globo se encontraba a pocos centenares de brazas de la costa. Diego, Cardoso y el agente del gobierno clavaban sus miradas en aquella tierra que parecía prolongarse.

Poco después el globo dejaba definitivamente el mar y corría sobre aquel litoral desconocido que se extendía hasta perderse de vista hacia el Norte, el Sur y el Oeste, descendiendo lentamente en forma de concha, cubierta aquí y allá de una hierba, bastante alta, de un verde brillante, y de grandes macizos de cañas de fuste finísimo, terminado en un penacho sedoso en forma de escoba y de grandes mazos de alcachofas silvestres.

En lontananza, aparecían diseminados aquí y allá árboles gigantescos de forma de desmesuradas sombrillas. Pero ni una habitación, ni una cabaña, ni un campamento, ni un ser viviente de cualquier especie. El paraje aquél parecía completamente despoblado.

El maestro, que desde hacía algunos instantes daba señales de cierta inquietud, observaba minuciosamente aquellas hierbas y aquellos árboles como si intentase encontrar los nombres en su memoria. De repente se volvió a Cardoso.

—Yo conozco este paraje —dijo—. Han pasado muchos años, pero recuerdo haber pisado esa brillante alfombra, que se extiende ante nosotros y que nos acompañará centenares y centenares de millas.

—¿Dónde estaremos? —preguntó el muchacho.

—¿Ves aquella hierba corta, robusta y brillante? Se llama cortadera. ¿Ves aquéllas masas enmarañadas? Son las pajas. Conozco también aquellas ortigas, aquellas alcachofas silvestres, aquellas jacas, aquellos cactus y también aquellos árboles, semejantes a las encinas: es el ombú de las pampas.

—¿Estamos entonces en la costa de la Patagonia? —preguntó Cardoso.

—Tú lo dices.

—No me disgusta, marinero. Pero ¿en qué punto nos hallamos?

—No es cosa fácil de saber. Sé que dos ríos de poca longitud, pero muy anchos, recorren estas tierras, el Colorado, al Norte, y el Negro, al Sur, pero ¿dónde están? Si yo viese uno te podría decir dónde estamos.

—Ya encontraremos algún ser humano que podrá decírnoslo.

—Guardémonos bien de los habitantes de esta región, Cardoso. Quién más, quién menos, todos son feroces y odian mortalmente a los extranjeros, y especialmente a los españoles y a sus descendientes.

—Ya encontraremos algún blanco.

—Sí, sí, no estamos muy lejos de la República Argentina.

—Pero ¿qué es aquello que se ve allí abajo?

—¿Un campamento?

—No; más bien parece un recinto derruido.

—Es un corral, hijo mío.

—¿Y qué es eso?

—Un recinto donde los gauchos recogen el ganado para ponerlo al resguardo de los ataques de las bestias feroces.

—Ya te lo diré más tarde, porque el viento empuja al globo en esa dirección.

En efecto, el aeróstato, que se mantenía a una altura de doscientos cincuenta metros, tendiendo siempre a caer, marchaba en dirección al corral que de minuto en minuto se hacía más visible. Cardoso, el maestro y el mismo agente del gobierno se habían encaramado a los cordajes para ver mejor, izándose sobre los bordes de la barquilla.

Bien pronto, el globo, que avanzaba con una velocidad de nueve o diez kilómetros por hora, estuvo a breve distancia del recinto, formado sencillamente con estacas. No sin extrañeza, los aeronautas observaron que el corral estaba en muchas partes hundido como si hubiese sufrido un violento asalto, y descubrieron en su interior bastantes cadáveres de caballos y de toros, sobre los cuales revoloteaban algunos buitres.

—Mala señal —dijo el maestro moviendo la cabeza—. Aquí debe haberse librado un combate.

—¿Entre quiénes?

—Acaso entre los indios y los propietarios del corral. ¡Ah! ¡Un cadáver!

—¿Dónde?

—Allí, en medio de aquel grupo de cactus.

Cardoso miró en la dirección indicada y descubrió en medio de los cactus un cadáver completamente desnudo, y en parte descarnado por las aves de rapiña. Yacía sobre un costado, y su cabeza parecía que hubiese sido aplastada por una poderosa clava, no presentando más que una masa informe de sangre, de masa encefálica y de cabellos.

—Es un blanco —dijo Cardoso.

—Acaso un gaucho —respondió el maestro, que se había puesto pensativo.

—Asesinado, ¿por quién?

—Por los indios y estoy seguro de no engañarme.

—¿Cómo lo sabes?

—La cabeza ha sido despedazada por una bola perdida y esa arma únicamente la poseen los indios.

—¿Qué es la bola perdida? Ya he oído hablar vagamente de ella alguna vez, y siempre con cierto terror.

—Es una piedra puntiaguda, envuelta en un pedazo de cuero, y que el indio lanza, por medio de una cuerda de un metro de longitud, formada de tendones de avestruz o de guanaco, entrelazadas y que se usa a manera de honda. Algunas veces en lugar de piedra, la bola es de metal blanco que conservan siempre muy bruñido para que brille y se pueda encontrar fácilmente entre la hierba. Sea de piedra o de metal, es siempre un arma terrible en las manos de los guerreros rojos, los cuales, con ella, a cincuenta o sesenta metros de distancia revientan la cabeza del enemigo como si fuese una calabaza.

—¿La emplearán también para cazar?

—No; para la caza del avestruz tienen el chume, que está formado por dos bolas más pequeñas, y para la del guanaco el achicho, que tiene tres. Para cazar los caballos salvajes emplean el lazo que manejan con maravillosa habilidad.

—¡Un rancho! —dijo en aquel momento el agente del gobierno que estaba en observación, sentado en el borde de la barquilla.

Cardoso y el maestro dirigieron sus miradas hacia la pampa y divisaron a cosa de un kilómetro de distancia una especie de cabaña que parecía medio destruida. Mirando con más atención, vieron un gran número de pajarracos revoloteando en torno de la mísera construcción, elevándose y descendiendo.

—Allí hay dos cadáveres —dijo Diego moviendo la cabeza—. Esto acabará mal.

No se equivocaba. El rancho, al igual que el corral, primeramente encontrado, mostraban las huellas de un asalto. Las paredes de adobes secos del sol, estaban en parte derrumbadas, los techos hundidos, la puerta no existía y a breve distancia, casi oculto entre las espesas hierbas, se veían bultos rojizos que debían ser cadáveres de toros y caballos.

Todo alrededor, la hierba estaba pisoteada como si por allí hubiera desfilado una numerosa tropa a caballo, y el maestro, que observaba con profunda atención, descubrió en el suelo una larga lanza con punta de hierro, muy aguda y adornada con plumas de rhea.

—Es una lanza indiana —dijo—, una verdadera waiché. Amigos, estemos sobre aviso y procuremos mantenemos en lo alto, porque temo que los indios no andan lejos.

—Ya. no tenemos casi nada que arrojar —respondió Cardoso recorriendo la barquilla con una melancólica mirada—. ¿Quieres acaso tirar las armas?

—No, porque ahora son necesarias para mantener a raya a los ladrones de las pampas.

—Pero ¿se tratará de una verdadera insurrección de los indios o de una sencilla correría?

—No puedo decírtelo, hijo mío pero temo que se trate de una insurrección. Sin duda los indios han tenido noticia de la guerra que se libra al otro lado del Plata y se aprovechan, para violar la frontera de la República Argentina, llevándolo todo a sangre y fuego.

—Yo querría que llegasen hasta Buenos Aires.

El agente del gobierno a aquella ocurrencia del muchacho sonrió, pero con una risa que parecía una mueca.

—¿No le gustaría a usted, señor? —preguntó Cardoso, extrañado de que estuviese conforme, tratándose de los enemigos de su patria.

El señor Calderón no respondió y volvió la cabeza a otra parte.

Cardoso y el maestro cambiaron una mirada de asombro.

—Se diría que no odia bastante a los argentinos que tanto daño nos han causado —murmuró el maestro—. ¿Quién entiende a este hombre?… ¡Eh, Cardoso! Bajamos. Tira cualquier cosa.

—No tenemos mas que el ancla, alguna galleta, y pocos litros de agua.

—Tira el ancla; será una imprudencia que acaso lamentaremos luego, pero ahora es absolutamente preciso remontamos.

Cardoso obedeció. El globo, que se encontraba a unos sesenta metros de la pradera solamente, se elevó bruscamente hasta seiscientos, y corrió hacia el Sur. por haber encontrado a aquella altura una nueva corriente de aire.

Pero también en aquella dirección se notaban las trazas de la guerra que debía encarnizarse por aquella ilimitada extensión de hierba. Ora se veían ranchos destruidos por el incendio, ora corrales hundidos o con las empalizadas derribadas y deshechas, ora tambos o pequeñas cabañas donde se recogen las vacas para ordeñarlas, desechadas y con las paredes desplomadas, después chacras —huertas cultivadas— devastadas, con los cercados de zarzas arrancados, y, por fin, acá y allá cadáveres de bueyes y caballos semidevorados y sobre los cuides revoloteaban en gran número, disputándose las carnes putrefactas, los chiniangos, las gallinazas y los carranchos, especie de buitres que se alimentan de carroñas. Tal vez, a través de la espléndida pradera de verbenas melindres de flores escarlata, de los macizos de la purpúrea flor morada, de las amarillas romerillas y de las azules nemófilas, que se extienden en grandes trayectos entre las hierbas, se divisan especies de anchas cintas oscuras donde las flores aparecían como arrancadas por el paso de una impetuosa tromba, pero que lo que delataban era el paso de los saqueadores y de sus indómitos corceles.

A mediodía, cuando el globo empezaba a descender, el maestro, que observaba por delante de él con profunda atención, columbró unas formas todavía no bien distintas, que corrían desordenadamente a través de la pradera, medio tapadas por las altas hierbas.

—¡Caray! —exclamó arrugando la frente—. ¿Son caballos salvajes que galopan o son indios? Cardoso, hijo mío, me parece que vamos a pasar un mal rato.

—¿Son indios? —preguntó el muchacho sin mostrar ninguna preocupación.

—Lo temo —respondió el maestro, que continuaba observando con viva atención.

—¿Qué recibimiento nos harán? Apostaría a que toman nuestro globo por la luna.

—Tengo mis dudas, hijo mío. Ya verás cómo nos dan caza y nos abrumarán a balazos y a bolas.

—¡Bah! Me río yo de sus terribles bolas. Todavía estamos muy altos, marinero.

—Pero bajamos rápidamente.

—Desgraciadamente es verdad, pero todavía tenemos algo que tirar.

—¿Qué cosa? La barquilla está completamente vacía.

—Ya te lo diré cuando llegue el momento. ¡Por vida de mil millones de diablos! ¡Aquellos son hombres!

—¡Indios, Cardoso! ¿Están las armas preparadas?

—Están cargadas y con buenos confites.

—Señor Calderón, tome usted las pistolas —dijo el maestro—. Nosotros haremos hablar a las carabinas.

El agente del gobierno, que no había perdido una línea de su calma habitual, tomó las armas, se aseguró de que estaban cargadas y se las puso en el cinto sin hablar palabra.

El globo, con un viento discreto, adelantaba hacia el Sur manteniéndose a una altura de ciento a ciento cincuenta metros, y en breve estuvo a poca distancia de los indios, que galopaban desordenadamente a través de la pradera volviendo la espalda a los aeronautas.

Eran cincuenta o sesenta, montados en aquellos rápidos caballos de la pradera que se llaman mustangs animales altos, robustos, de jarretes sólidos, capaces de correr treinta leguas al día, contentándose con mía poca hierba y un sorbo de agua. Al maestro le bastó una mirada para identificar a aquellos hombres.

—¡Los pampas! —exclamó—. ¡Dios nos proteja!

En el mismo instante, entre los jinetes, se alzaran gritos de furor, y se detuvieron con las miradas fijas en el aeróstato, que volaba sobre sus cabezas. Parecían estupefactos; pero su estupor fue de breve duración, porque se lanzaron adelante, espoleando vigorosamente sus cabalgaduras y agitando frenéticamente las armas.

¡La caza de los desgraciados aeronautas comenzaba!