CAPÍTULO VII

¡TIERRA…! ¡TIERRA…!

Si los dos marineros del «Pilcomayo» y el agente del gobierno no hubieran estado haciendo sus primeras armas en materia de aerostación, hubiera sin duda comprendido en seguida que aquellos extraños fenómenos no eran debidos sino a la excesiva altitud a que habla subido el globo a causa del repentino desprendimiento de todo el lastre, fenómenos que podían acarrear gravísimas consecuencias, que acaso hubieran llegado a ser funestas.

El mal de los aeronautas, que en un tiempo se creyó producido por una acción física, o sea por la disminución de la presión atmosférica y que es en cambio debido a la disminución de la proporción del oxígeno que a cierta altura no penetra en la sangre en cantidad suficiente para mantener la combustión vital en su estado de energía normal, ha sido durante largo tiempo objeto de estudios y ha dado lugar a las más extrañas explicaciones. Se han dicho toda especie de cosas, y se han contado muchas tonterías acerca de este mal, que también se ha llamado «de las montañas», porque sus fenómenos se manifiestan también en las alias cumbres.

Algunos aeronautas han contado hasta que a cierta altura la sangre salía en gotitas por los poros de la piel de la cara y de las orejas. Robertson ha dicho que se le hinchó la cabeza de tal modo que no se podía poner el sombrero.

Estudios más concienzudos y más recientes han modificado en parte aquellos cuentos, lo cual no excluye, empero, que a una gran elevación la muerte pueda herir al aeronauta.

Según estas observaciones, los primeros fenómenos del mal de los aeronautas se manifiestan a los 2150 metros, altitud correspondiente a la meseta de Méjico. La presión es de 590 milímetros y el pulso late a 70 pulsaciones por minuto.

A 4150 metros, la presión es de 450 milímetros y el pulso marca ochenta y cuatro pulsaciones por minuto; se manifiesta un principio de náuseas, el vientre comienza a hincharse, se experimentan vértigos y se nota congestión en la cara.

A 6000 metros, el pulso, extraño fenómeno, desciende a setenta pulsaciones: se experimenta atontamiento, la vístanse ofusca, las tuerzas comienzan a faltar, y cuesta trabajo hasta mover la cabeza; la lengua se paraliza.

A 7000 metros se cae desvanecido, si no se llevan balones de oxígeno. A 8000 metros la sangre brota de los labios y se muere, tal vez por causa del frío que a aquella altura es verdaderamente terrible.

Afortunadamente, el señor Calderón, que aunque desmayado conservaba todavía un poco de lucidez, con las últimas palabras había impedido al globo subir a tan inmensa altura, donde los tres hubieran encontrado la muerte.

El maestro, que, más vigoroso que los demás, bahía resistido la terrible prueba, ni después de caído había soltado la cuerda, dejando así escapar el gas. El globo, después de subir todavía unos metros, había comenzado a descender con una rapidez tan notable que tres o cuatro minutos después se hallaba tan sólo ya a cinco mil metros.

Aquel regreso a las regiones del aire respirable produjo prontos y maravillosos efectos. El maestro, que pocos minutos antes parecía muerto, bien pronto se estremeció, se restregó los ojos, abrió la boca aspirando rumorosamente el aire, después se incorporó sobre las rodillas, mirando a los compañeros, que parecían dormir tranquilamente.

—¡Oh!… —exclamó con estupor—. ¿Estoy vivo o muerto? Si no me encontrase todavía en esta barquilla, con el globo sobre la cabeza, y con mi Cardoso al lado, diría que había vuelto a la vida desde el otro mundo… Pero ¿qué ha ocurrido? ¡Que el diablo se me lleve si entiendo esto!… El capitán debía habernos avisado las malas partidas que le juegan a uno estos navíos del aire… Pero ¿dónde estamos?

A distancia de dos mil o dos mil quinientos metros, distinguió una gran masa negra, que de cuando en cuando se iluminaba de azul o rojo y que era surcada en todas direcciones por lenguas de fuego que parecían rayos por lo veloces. Sordos gruñidos subían acompañados de extraños rugidos que parecían producidos por un viento furioso.

—Deben ser nubes —dijo él—. Todavía estamos muy altos; pero, si no me engaño, el globo baja con gran rapidez. Temo haberle sangrado con exceso.

Dejó el sitio, se inclinó sobre Cardoso y le levantó delicadamente, llamándole varias veces. El mozo abrió en seguida los ojos y lanzó un sonoro estornudo.

—¿Cómo te encuentras, hijo mío? —le preguntó con interés el maestro.

—Muy bien, marinero —respondió Cardoso—, pero ¿he dormido yo acaso?

—No; te has desmayado.

—Sí, sí…, ahora me acuerdo…, estaba muy malo, la cabeza me daba vueltas, el pulso me latía furiosamente, el vientre se me hinchaba; Pero ahora experimento un gran bienestar.

—Lo creo.

—¿Y el señor Calderón, dónde está?

—Aquí —respondió el agente, que se incorporaba lentamente.

—Me felicito de verle a usted todavía vivo, señor —le dijo Diego—. ¿Me explicaría usted lo que nos ha ocurrido?

—¿El globo desciende?

—Sí, señor.

—El descenso nos ha salvado.

—¿Por que? —preguntaron a una el maestro y Cardoso.

—Nuestro desvanecimiento ha sido producido por la gran elevación a que había llegado el aeróstato —dijo el agente—. ¡Siete mil metros!… A semejante altitud no se puede vivir.

—¿Y por qué no lo dijo usted antes? —preguntó el maestro—. Hubiera hecho la sangría a tiempo oportuno.

El agente se encogió de hombros y no respondió. Se levantó, miró tranquilamente el barómetro, dirigió una mirada al exterior, después se acomodó entre los saquetes y volvió a cerrar los ojos.

—Señores —dijo el maestro—, estarnos bajando.

—Pues no sé qué hacer —respondió el agente.

—Dentro de poco estaremos entre las nubes.

—Tanto peor.

—Entonces, buenas noches. ¡Uf! ¡Qué oso!

—¡Bah! Ya sabremos salir del apuro sin él, cuando llegue el momento oportuno —elijo Cardoso.

—¡Eh, amigo! No hay que tomarlo a broma. El globo desciende con mucha rapidez.

—Todavía tenemos objetos que arrojar: las mantas, los víveres, el agua, el barrilillo de whisky.

—Unos sesenta kilogramos en total. Poca cosa, Cardoso.

—Después, soltaremos la barquilla y nos agarraremos a la red.

—Espero que no llegará ese caso.

¡Ay de mí! Habían de llegar a este extremo, y antes de lo que creían. El globo, que ya había sufrido abundantes sangrías, aunque continuaba marchando con notabilísima velocidad hacia la costa americana, descendía aún de trescientos a cuatrocientos metros por hora. Bien es verdad, también, que de cuando en cuando daba saltos de algunos centenares de pies como si tomase nuevas fuerzas, pero luego volvía a caer y más pronto que antes.

A las once, Cardoso, que se había sentado junto al barómetro, comprobó que no se encontraban más que a mil quinientos metros. Las nubes estaban vecinísimas y se veían amontonarse confusamente, desgarrarse y volverse a cerrar por efecto de los violentísimos golpes de viento, bajar y volver a subir, y teñirse de luces vividas y rojizas.

En su seno los rayos se cruzaban en todas direcciones, produciendo truenos formidables que ensordecieron a los dos marineros, pero que no parecían ser lo suficientemente fuertes para el flemático y taciturno agente que continuaba durmiendo tranquilamente, como si se encontrase en una cómoda estancia.

A las 11,15 el globo, que se había elevado bruscamente, se precipitó entre la masa de vapores. No había momento que perder si no querían correr el peligro de ser abrasados por el rayo.

El maestro cogió el barrilillo que contenía una veintena de litros de whisky y lo arrojó fuera. El aeróstato se elevó rápidamente hasta cinco mil metros, donde se sostuvo por dos lloras, pero luego volvió lentamente a caer.

A las dos de la mañana, el maestro, que miraba debajo de sí coa inquietud, ya no vio nubes. Unicamente hacia el Este, distinguió todavía rápidos fulgores que debían ser relámpagos.

El viento había calmado un poco, pero se mantenía bastante fresco, empajando continuamente al aeróstato hacia la costa americana.

—El huracán ha cambiado de camino —dijo a Cardoso—. Bien, al menos no corremos el peligro de recibir un rayo en medio del cuerpo.

—Pero la situación no ha mejorado, mi buen Diego —respondió el muchacho—. Siempre bajamos.

—¿Cuántos metros?

—Mil doscientos.

—¿Solamente?

—Ni uno más. Estamos bastante mal, marinero, y si no mandamos a nuestro globo a cualquier hospital, mañana por la mañana nos hará beber en el gran vaso.

—Pero antes de que nos chapuce en el mar, tiraremos todo, hasta las armas si nuestra salvación lo exige. En tanto, ahora que tenemos tiempo, pensemos en poner en seguridad el tesoro.

Se sacó del pecho una llavecita, abrió una cajilla de acero que estaba tapada con las mantas y sacó dos largos cinturones de malla de seda que mostraban hinchazones desiguales.

—¡Quién diría que aquí dentro hay siete millones en diamantes! —dijo—. ¡A fe mía, una hermosa suma! Toma y esconde esta bolsa entre tus ropas.

—Estará segura, Diego —respondió el chico con voz emocionada—. Tendrán que matarme para arrancarme el tesoro de nuestro valeroso presidente. Pero ¿no lo reclamará el señor Calderón? El es un hombre y yo soy un muchacho.

—El capitán nos ha encomendado el tesoro a los dos y no al señor Calderón.

—¿Acaso desconfía?

—¿Quién sabe?… Esa cara, por otro lado, no es para inspirar confianza a nadie, y mucho menos sus extraños modales.

—Si…

Se interrumpió y pareció escuchar con profunda atención.

—¿Qué pasa? —preguntó Carnoso.

—¿Oyes? —exclamó el marinero cogiéndole por un brazo.

Entre los silbidos del viento que se engolfaba entre los pliegues del aeróstato, Cardoso oyó, no sin estremecerse, lejanos mugidos que so elevaban entre las tinieblas.

—¡El Océano! —exclamó.

—Sí; es nuestro antiguo amigo que nos llama —respondió el maestro, intentando bromear, poro poniéndose muy pálido—. ¡Mal amigo en este momento! ¡Tira cualquier cosa!

Cardoso cogió la cocina portátil y la lanzó al espacio en unión de la provisión de alcohol.

El globo volvió a elevarse a tres mil metros; pero fue cosa de pocos momentos, porque volvió a caer. Las provisiones de carne y de pesca salada, las mantas, buena parte de las existencias de galleta, siguieron el mismo camino un poco más tarde.

Aquel peso, no indiferente, hizo subir el aeróstato a seis mil metros, pero eran esfuerzos vanos. El gas no era ya bastante para sostener a tres hombres, y los pliegues de la envoltura iban en aumento. Sin duda se escapaba a través de los poros y acaso por la misma válvula que no cerraba bien.

A las tres de la mañana, se volvieron a oír los mugidos del Océano. Diego y Cardoso, que no pensaban en cerrar los ojos, creyeron divisar entre las tinieblas la espuma de las olas.

—El momento terrible se acerca —dijo el maestro, secándose el frío sudor que bañaba su frente—. Dentro de pocas horas las ondas nos darán su primer beso. ¡Oh! ¡Si al menos se divisase la tierra!

—Esperemos, marinero —dijo Cardoso que conservaba admirable sangre fría a pesar de sus pocos años—. Somos hombres acostumbrados a desafiar la muerte y ya hemos visto otras más duras en nuestros viajes.

—No digo que no.

—¡Qué sorpresa para el señor Calderón cuando abra los ojos!

—¡Bah! Es uno de esos hombres que de nada se sorprenden. Duerme como si estuviera en un cómodo lecho, a cubierto de todo peligro.

—¡Qué tipo más extraños marinero!

—Digno de envidia, muchas veces, Cardoso…

—¡Oh!

—¿Qué pasa?

—¡Mira allí abajo…, hijo mío! —exclamó el marinero con voz tremola.

—¡Una luz!

—¡Sí, una luz!

—¡Estamos salvados!

El marinero no se equivocaba. A través de las tinieblas y a gran distancia, hacia el horizonte, brillaba un punto rojizo que no debía ser una estrella porque parecía estar a flor de agua. ¿Era un fuego encendido en tierra, o mejor, el fanal de una nave? Lo uno o lo otro, para los desgraciados aeronautas representaba la salvación.

—¡Pronto! ¡Las señales! —exclamó Cardoso.

—¡Sí, sí, señales! —respondió el maestro, que parecía alborotado por aquel inesperado descubrimiento—. Dame una carabina.

Cardoso tomó el arma que había sido recargada y se la dio. El marinero hizo fuego en la dirección del punto luminoso.

Al estampido que se propagó límpidamente a gran distancia el agente del gobierno se despertó.

—¿Qué pasa? —preguntó con su acostumbrada media voz.

—Hay un barco o una tierra a la vista —respondió Cardoso.

—Dame la otra carabina —dijo el maestro.

Se encaró la segunda arma e hizo fuego: después disparó las dos pistolas.

Pasó un largo minuto de angustia para los dos marineros.

—¿Oyes algo? —preguntó el maestro a Cardoso.

—Nada.

—Sin embargo debían haber respondido.

—O puede ser que no hayan oído.

—Es imposible.

—¡Diego!

—La luz se aleja.

—Y el globo desciende —dijo con voz fúnebre el agente del gobierno.

—¡Miserable! —exclamó el maestro amenazando con el puño cerrado al punto luminoso que poco a poco desaparecía hacia el Sur—. ¡Nos abandonan!

Volvió a cargar las anuas y volvió a disparar, pero también estas detonaciones quedaron sin respuesta. Pocos minutos después, la luz, que debía ser un fanal de posición, desaparecía.

Diego arrojó las armas a la barquilla y se enjugó el sudor que bañaba su frente.

—Todo ha terminado —dijo con voz sombría.

—Tengamos esperanza, marinero —respondió Cardoso.

—Pero el globo signe bajando y caeremos en el mar —dijo el agente del gobierno, que sonreía lúgubremente, como si estuviera contento por aquel desenlace.

De pronto, el maestro, que se había dejado caer en un rincón de la barquilla, se puso en pie de un salto, dando un grito.

Aferrado a las cuerdas sacó el cuerpo fuera, todo lo mas que pudo, y escuchó con atención con la vista fija en Occidente. ¿Qué había oído? ¿Qué escudriñaban aquellos ojos?

—¡Cardoso! —exclamó con voz emocionada.

—¿Qué ves? —preguntó el muchacho.

—¿No oyes un estruendo?

—Sí, parece que las olas se estrellan en alguna parte —respondió Cardoso después de escuchar con profundo recogimiento.

—¡Es la resaca!

—¡Tenemos una tierra delante!

En aquel instante, un rayo de luna, abriéndose paso a través de la masa de vapores que poco a poco iba invadiendo aquella porción del cielo, iluminó el Océano.

El maestro dio un grito:

—¡Tierra!… ¡Tierra!… ¡Estamos salvados!