CAPÍTULO VI

UNA NOCHE TERRIBLE

La noche llegaba con extremada rapidez.

Los últimos fulgores del ocaso hablan al momento desaparecido como ahogados por la brusca invasión de las nubes, que ahora se amontonaban hacia el horizonte occidental. El mar había perdido sus reflejos sanguíneos o nacarados, y se había puesto negro como la tinta.

Una calma absoluta había sucedido al primer relámpago. El viento, como si quisiera reconcentrar su fuerza para la gran lucha que iba a empeñarse, había cesado, y las nubes habían detenido su carrera.

El globo, no empujado ya, permanecía ahora perfectamente inmóvil a unos quinientos metros de la superficie del mar como si un ancla le retuviese. Sus pliegues, que poco antes se inflaban y se deshinchaban, caían ahora inertes, sin producir rumor alguno.

El maestro, Cardoso y el agente del gobierno, presas de vaga inquietud, se hablan quedado silenciosos y miraban con ansiedad aquel cielo, calmado sí, pero que parecía que de un momento a otro debiera transtornarse todo y pelear con el Océano que estaba a punto de despertarse.

Pasaron dos horas durante las cuales ningún rumor vino a turbar el silencio que reinaba en la atmósfera, que se sentía todavía cargada de electricidad; después, un relámpago cegador hendió el cielo de Oriente a Occidente como una inmensa cimitarra, y en la profundidad de las nubes retumbó el trueno.

Aquello pareció una señal. Un impetuoso golpe de viento que pareció salido por el desgarrón producido por la primera descarga, eléctrica, se precipitó sobre el Océano, arrugando la tranquila superficie, y sacudió rudamente al aeróstato, arrastrándolo delante de sí con extrema rapidez.

—Ya está aquí —dijo Cardoso, que trataba de aparecer tranquilo—; el señor Eolo quiere divertirse un poco y nos hará bailar un rato bruscamente.

—Con. tal que no estropee demasiado el traje de nuestro vehículo —dijo Diego que observaba con cierta inquietud los pliegues del aeróstato.

—Es de esperar que resista, Diego, pero…, mira: Me parece que volvemos atrás.

—Tienes razón, Cardoso —dijo el maestro mirando la brújula—. El viento ahora proviene del Este.

—Entonces nos empuja hacia América.

—Sí; nos conduce a nuestra casa.

—¡Sea bienvenida la tempestad!

—Despacio, hijo mío. Tenemos un buque muy frágil y que lleva dentro una verdadera santabárbara.

—¿Una santabárbara? No llevamos más que cinco kilogramos de pólvora, marinero.

—Pero llevamos sobre la cabeza no sé cuántos centenares de litros cúbicos de gas inflamable. Si un rayo le pone fuego, todos habremos terminado.

—¡Caramba! No había pensado en ello. Sería preciso poner un pararrayos sobre la cúpula.

—¿Y si en cambio pusiéramos los rayos por debajo de nosotros? ¿Qué te parecería, Cardoso?

—¿Alzándonos por encima de las nubes?

—Tú lo has dicho, muchacho. Tenemos un buen quintal de arena para tirarla, y descargándonos de este inútil peso, yo te aseguro que daremos un buen salto.

—Esta remos preparados para aligerarnos, marinero. Pero… ahora el viento empieza a decaer.

—Está reuniendo fuerzas, Cardoso.

—¡Caray! ¿Habrá que darle un vasito de vino?

—No tiene necesidad. ¡Cuerpo de un navío reventado! ¡Qué oscuridad! Ya no veo el mar.

—Pero lo oirás gruñir.

—Más que antes.

—¿Acaso bajamos?

—¡Truenos y rayos! —exclamó el maestro, que se había acercado al barómetro—. ¡Bajarnos, hijo mío!

—Mala señal.

—Estamos únicamente a cuatrocientos metros.

—¿Tiramos lastre?

—Ahorrémoslo por ahora; siempre habrá tiempo para aligerarnos.

La calma, por algunos instantes interrumpida, bahía vuelto. El viento, después de los primeros golpes de prueba había nuevamente cesado, y los relámpagos no volvían a aparecer, pero los tres aeronautas oían, bajo sus pies, mugir sordamente al Océano y sobre sus cabezas rumorear, de cuando en cuando, el trueno.

La oscuridad era tal que no se distinguían ni siquiera las nubes, ni la superficie del mar; pero de cuando en cuando, encima y debajo del globo brillaban misteriosas luces que aparecían y desaparecían rápidamente, producidas acaso por la aparición de moluscos fosforescentes, que las olas revolvían en su carrera o por la electricidad.

A las diez el huracán no había estallado todavía, y el viento no había reanudado sus soplos. Cardoso y el agente del gobierno, que se sentían cansados y querían estar frescos para la gran lucha, se acostaron sobre los sacos, procurando dormirse.

El maestro, hecho a todas las fatigas, acostumbrado a las largas veladas, quedó de guardia, teniendo los ojos fijos en el barómetro que lentamente iba subiendo a medida que el aeróstato descendía.

Pero después de algunas horas, acaso a causa de la electricidad de que estaba saturada la atmósfera, sea por la vigilia anterior, sea por la tranquilidad que todavía reinaba, poco a poco, cerró los ojos y se dejó caer al lado de sus compañeros que ya roncaban sonoramente.

Cuánto tiempo durmió, no lo supo nunca. Una intensa claridad, acompañada de furiosa tronada y de un endiablado silbar y ensordecedores mugidos, le arrancó violentamente del sueño.

Se puso en pie de un brinco y miró. El cielo parecía encendido, surcado en todas direcciones por vividos relámpagos azules y rojizos; el viento, desencadenándose de improviso, soplaba con extremada violencia, sacudiendo desordenadamente al aeróstato, que huía medio tumbado; en lo alto las descargas eléctricas tronaban horrendamente, y, debajo, el mar, elevándose a prodigiosa altura, mugía y remugía, lanzando en todas direcciones nimbos de blanquecina espuma.

—¡Alerta!… —gritó el maestro, aferrándose a las cuerdas para no caer—. ¡El huracán!

Cardoso y el agente abandonaron precipitadamente sus petates.

—¡Oh! ¡Qué música! —exclamó el muchacho—. El director ha dado la señal de empezar el concierto.

—¿Dónde estarnos? —pregunto el señor Calderón, agarrándose a la balaustrada de la barquilla.

—Sé tanto como usted, señor —respondió el maestro—; pero no me parece que estemos sobre un lecho de rosas.

Un golpe de mar se levantó delante de la barquilla y arrojó dentro una gran rociada.

—¡Truenos y relámpagos! —exclamó el maestro echándose atrás—. ¿Vamos a zozobrar?

Se precipitó al borde de la barquilla y miró. Solamente a veinte o veinticinco pasos, el Océano, levantado por furiosos golpes de viento, rompía con horribles mugidos amenazando tragarse al aeróstato.

—¡Pronto! ¡Pronto! ¡Elevémonos o estamos perdidos! —gritó.

—¡Fuera la arena! —mandó el agente del gobierno.

Una cinta de fuego pasó a pocas brazas del globo hundiéndose en el espumeante Océano, seguida de una descarga tan violenta como el disparo simultáneo de varias piezas de artillería.

El maestro, que estaba a punto de tirar los saquetes, se detuvo titubeando.

—Señor —dijo volviéndose a Calderón—, si tiro toda esta arena saltaremos por encima de las nubes.

—Lo sé —respondió el agente.

—¿No nos abrasará un rayo al atravesarlas?

—¿Quién sabe?

—¿Entonces?…

—El mismo peligro corremos aquí.

—Pero…

Otra ola se abalanzó contra la barquilla y la sacudió violentamente. El maestro no vaciló más.

—¡Fuera la arena, Cardoso!

Cogieron los saquetes y los lanzaron, al mar.

—¡Firmes en las piernas! —gritó el agente.

El globo, aligerado de ochocientos kilogramos, dio un salto enorme y se elevó con vertiginosa rapidez hacia las nubes.

—¡Diego! —exclamó Cardoso, que se sostenía aferrado a las cuerdas con desesperada energía—. ¡Me falta la respiración!

—Sostente firme, muchacho —respondió el maestro.

—¡Que se tumba el globo!

—No temas; subirá, sin ningún daño.

—No veo el mar.

—¡Tanto mejor!

El globo, medio tumbado por la fuerza del viento que rugía y silbaba a través de la red y las cuerdas, subía siempre zarandeando desordenadamente la barquilla, la cual, en ciertos momentos parecía que iba a volcarse. Ahora parecía que tendía a detenerse y acortaba el movimiento ascensional, pero después, como si hubiese adquirido nuevas fuerzas, saltaba en medio de las tinieblas con inesperadas sacudidas que sacaban de sus sitios las cajas y barriles arrojando a los hombres unos contra otros.

De pronto una espesísima niebla lo envolvió todo; mientras debajo y encima violentísimas descargas, unas cortas y otras largas, interminables, se sucedían con rapidez extraordinaria ensordeciendo a los aeronautas.

—¡Diego! —exclamó Cardoso, que comenzaba a tener miedo porque no veía nada a su alrededor, tan espesa era la niebla—. ¿Dónde estás?

—Aquí estoy, hijo mío —respondió el maestro con voz ligeramente trémula y que denunciaba que no estaba tranquilo.

—Pero ¿dónde estamos? No veo nada.

—Hemos entrado en las nubes —respondió una voz que reconocieron como la del señor Calderón.

—¡En las nubes! —exclamó Diego—. Pero esta niebla no moja.

—En las altas regiones de la atmósfera es raro que los vapores acuosos sean húmedos —respondió el agente—. Subimos.

De improviso la masa negra que parecía agitarse con rapidez se iluminó con una luz vivísima y una inmensa lengua de fuego la surcó de arriba abajo, seguida de una aguda detonación que hizo oscilar violentamente el aeróstato y las cuerdas de la barquilla.

—¡El rayo! —exclamó el maestro palideciendo—. ¡Dios nos proteja!

—¡Descendamos, Diego! —dijo Cardoso.

—¡No! —exclamó el agente del gobierno, que basta en aquellos azarosos momentos conservaba su calma habitual—. ¡Más arriba, más arriba!

—Pero el globo se desgarrará, señor.

—Tanto peor… Si se debe…

Un violentísimo estallido sofocó su voz. Cardoso dio un grito.

—¿Qué sucede? —preguntó el maestro, al que el corazón se le oprimió—. ¿Ha estallado el globo?

Tres o cuatro lenguas de fuego resplandecieron a diestra y siniestra y desaparecieron en el seno de las nubes, dejando detrás emanaciones asfixiantes. Un estampido formidable, comparable solamente a la explosión de un polvorín, sacudió furiosamente las capas atmosféricas, hundiendo con choque irresistible las nubes, que se desgarraron por mil sitios.

El globo se alargó, después se ensanchó como si fuese a estallar, osciló violentamente a diestra y siniestra, y en seguida dio un brinco en el aire, tan repentino que derribó a los aeronautas unos sobre otros.

Cuando se levantaron, ya no les envolvía la espesa niebla. El globo se cernía en una atmósfera purísima, transparente, dulcemente iluminada por los azules rayos de la luna, la cual navegaba entre miríadas de chispeantes estrellas. La temperatura se había puesto bruscamente frigidísima, y el barómetro continuaba bajando rápidamente.

—¿Dónde estaremos? —se preguntaba Diego, que iba de sorpresa en sorpresa—. ¿Habremos ido a parar sobre el polo, o dónde?

—Subimos, marinero —respondió Cardoso.

—¿Todavía?

—Cuatro mil metros y el barómetro se precipita.

—¿Pero este globo no se parará nunca?

—Le haremos otra sangría, Diego.

—¿Para volver a las nubes?

—No, hijo mío; no volveremos más allí en medio. Te confieso que he pasado bastante miedo.

—Yo ya me daba por muerto. Pero ¿dónde se han ido las nubes que ya no las veo?

—Por lo menos están a mil quinientos metros por debajo de nosotros. ¿No oyes esos truenos?

—Subimos muy aprisa. ¡Cuatro o cinco mil metros!… ¡Vaya una voltereta si el globo perdiese de pronto su fuerza ascensional!

—Pero, afortunadamente, se porta bien constantemente, ¿no es verdad, señor agente?

—Demasiado bien —respondió el señor Calderón—. Si continúa subiendo, ya nos dará qué pensar.

—¡Bah! A mi no me da, cuidado del frío. Pero ¡por un navío reventado!… ¡Ya comienza a helar!…

—Seis grados bajo cero —dijo Cardoso.

—Será necesario echar mano de las mantas si esto continúa, Pero ¿qué es esto?…

¿Es el frío o qué cosa es?… Se diría que el pulso se ha puesto al galope, y que…

—Nuestra máquina funciona mal —dijo Cardoso—; me parece estar… ¡Es extraño! Se diría que he bebido una botella de caña.

—En efecto, también a mí me da vueltas la cabeza y mis ojos ven las cosas dobles. ¿Qué nos va a pasar?

—Dime, Diego. ¿Estoy yo pálido?

—Palidísimo, hijo mío.

—Y tú también.

—¡Oh!… ¡Un marinero como yo, ponerse válido!… Sin embargo, no tengo miedo, te lo juro.

—Alguna causa habrá, Diego.

—¿No será acaso el gas?

—Pero yo no siento ningún olor. ¡Brrr! ¡Qué frío de perros!… Cuanto más subimos más frío está el aire. ¡Cinco mil quinientos metros!…

—¡Y todavía subimos!… Se diría que el globo quiere ir a parar a la luna.

—¿Quizá sea atraído por las estrellas?…

—¡Oh!

—¿Qué pasa, hijo mío? Comienzo a sentir un miedo vago.

—Siento que las fuerzas se me escapan, marinero, y me asalta una especie de mareo… Sin embargo, yo nunca me he mareado en la mar.

—¡Caray!… Será cosa de hacer algo. La lengua se me traba y no puedo hablar, el pulso galopa cada vez más, tengo la cara congestionada y experimento vértigos… ¡Señor Calderón!

El agente no contestó; sin que sus compañeros se dieran cuenta se había echado sobre una caja, apretándose la cabeza con las manos y parecía dormir, aunque sus ojos estaban abiertos y hasta pudiera decirse desorbitados.

—¡Señor Calderón! —repitió el maestro, que experimentaba verdadero miedo al ver al agente en aquel estado—. ¿Se siente usted mal?…

No obteniendo respuesta hizo ademán de acercarse a él, pero un grito del muchacho le detuvo.

—¡Diego! ¡Diego!… —exclamaba Cardoso con tono de vivo terror—. ¡Socorro!… ¡Pierdo el sentido!…

—¡Hijo mío!… ¿Qué tienes?… ¿Qué te pasa? ¡Dios mío! ¡Sangre!

En efecto, el pobre muchacho, que se había puesto pálido como un cadáver y que respiraba afanosamente como si le faltase el aire, tenía sangre en los labias y en el cerco de los ojos.

—¡Señor Calderón!… —exclamó Diego—. ¡Auxilio!… ¡Cardoso se muere!…

De pronto sintió que le faltaban las fuerzas, \ y que la vista se le enturbiaba y le pareció como si el vientre se le hinchase. Dejó al muchacho, que no daba señal de vida, y se aferró desesperadamente al borde de la barquilla.

—¡Auxilio…, au…xi…lio!… —balbuceó; pero su voz se perdió sin respuesta en la helada atmósfera—. ¡Me ahogo! ¡Se…ñor… Cal…de…ron…, au…xilio!… —repitió.

Una voz apenas perceptible llego a su oído:

—¡Abrir…, a…brir la vál…vula!…

Era la del agente del gobierno.

El maestro comprendió. Haciendo un esfuerzo desesperado agarró la cuerda y con un tirón violento abrió la válvula, pero pronto le faltaron las fuerzas y cayó hacia atrás desvanecido, mientras el gas huía crepitando por la abertura.