EL COMBATE
¡Ya era tiempo!
La escuadra aliada se echaba a toda velocidad encima del valiente crucero que se encontraba completamente inmóvil con los fuegos apagados, en la absoluta imposibilidad de maniobrar ni escaparse con una rápida fuga.
Estaba la escuadra compuesta de tres fragatas y cuatro corbetas, armada de treinta y nueve piezas de artillería, casi todas de grueso calibre, y de varias ametralladoras, y montada por tres mil doscientos hombres; una fuerza imponente, invencible para el pobre «Pilcomayo», que tenía un armamento muy escaso, una tripulación poco numerosa aunque valerosísima y dispuesta a todo, basta a saltar por el aire antes que entregar las armas y las municiones que constituían su cargamento. Al divisar el globo que se lanzaba rápidamente a la atmósfera y subía con una velocidad extraordinaria, una explosión de furor estalló a bordo de las naves enemigas. Sin duda los contrarios sospechaban la partida que les jugaba el capitán Candel, ya que no ignoraban que el «Pilcomayo» llevaba además de las armas los millones regalados al presidente López.
Sobre cada puente de mando se oyó igual grito:
—¡Fuego sobre aquel globo!
A aquella orden varias descargas partieron de las naves. Los marineros, encaramándose rápidamente a las cofas, a las crucetas y basta sobre las vergas, descargaban sus carabinas mientras las ametralladoras con los cañones hacia arriba vomitaban sin interrupción sus mensajeros de muerte. Dos naves llegaron a parar su marcha adelante y volvieron a salir mar afuera; tiraron al aire algunos cañonazos, pero ya era demasiado tarde.
El globo estaba ya muy alto y continuaba subiendo con creciente rapidez. En pocos instantes desapareció entre las tinieblas.
Había llegado a los dos mil quinientos metros de altura y encontrando una corriente favorable corría por encima del Océano con una velocidad no inferior a cincuenta o sesenta kilómetros por hora.
Maestro Diego, Cardoso y el mismo agente del gobierno, salidos los tres sanos y salvos de entre aquel huracán de hierro y plomo, presas aún de viva emoción, se habían curvado sobre el borde de la costilla, concentrando toda su atención sobre los puntos luminosos que surcaban el Océano. En aquel momento ninguno se ocupaba del aeróstato, que los llevaba quién sabe hacia qué tierras o hacia qué mares; no pensaban más que en el pobre «Pilcomayo», al que habían abandonado en tan terribles circunstancias, acosado por todas partes por la escuadra de los aliados y con los fuegos apagados.
A las violentas descargas de fusilería dirigidas al aeróstato, había sucedido profundo silencio. Ningún ruido llegaba a los oídos de los aeróstatas, ni siquiera los mugidos de las máquinas que, sin embargo, debían funcionar, ni las voces de mando de los capitanes que, no obstante, debían resonar a bordo de todos los barcos.
De pronto, empero, un relámpago resplandeció sobre el mar y una fuerte detonación se difundió por los aires. Después otro, luego un tercero y por fin otros muchos, seguidos de violentas explosiones y de largo tableteo que parecía producido por fusiles o ametralladoras. Líneas de fuego se cruzaban por doquier, lanzando al aire nubes de humo que de vez en cuando se teñían de rojo; después en medio de aquel violento cañoneo se oyeron gritos que iban siendo cada vez más flojos a medida que el aeróstato se alejaba del teatro de la refriega.
De improviso un gran relámpago hendió las tinieblas subiendo alto y lanzando por dondequiera puntos luminosos, seguido a breve distancia de un profundo tableteo que duró algunos minutos; después todo calló y todo quedó sumido en la oscuridad.
Maese Diego y Cardoso, que habían seguido las diversas fases de la batalla con el corazón oprimido y la frente humedecida de frío sudor, se reincorporaron mirándose fijamente a las caras respectivas.
—Han saltado —dijo el maestro con viva emoción.
—¿Lo crees así? —preguntó Cardoso en cuyos ojos brillaban sendos lagrimones.
—Lo temo.
—También puede haber saltado algún barco enemigo.
—¡Ay! ¿Quién pudiera saberlo?
—El viento nos aleja rápidamente, y cuando aparezca el alba, quién sabe a qué distancia estaremos de la embocadura del Río de la Plata.
—Pero un día sabremos la suerte cabida a nuestros desgraciados compañeros.
—Lo espero, con tal que no seamos más desgraciados que ellos.
—¿Quiere usted decir, Diego?
—No quiero dejar que te hagas ilusiones, mi buen Cardoso. No quiero ocultarte que nosotros nos encontramos, acaso, en peores condiciones que nuestros compañeros.
—¿Por qué?
—¿Sabes tú cómo terminaremos nosotros?, Debajo tenemos el mar que acaso nos tragará.
—¿Pero no corremos hacia la costa americana?
—Hace una hora que el viento nos arrastra hacia el Sur.
—Pero podremos encontrar mi buque y descender. ¿Tú no has maniobrado nunca barcos de esta clase?
—¿Y el señor Calderón?
—Creo que no sepa de esto más que yo.
—Para esto no se requieren grandes conocimientos; basta con dar mi tirón a esta cuerda que llega de arriba y se abrirá la válvula.
—Ya que conoces la maniobra necesaria para descender, no te pregunto más, Diego.
—Ya veremos si es bastante, Cardoso.
—¿A qué altura nos encontraremos?
—A tres mil metros —respondió el maestro—, pero tendremos que subir todavía porque veo que el barómetro baja.
—¡Bueno! No me disgustaría llegar al cielo.
—Eso no ocurrirá, puedes estar seguro, hijo mío. Antes, ya verás como no tardamos en descender. El gas se escapa constantemente por muy bueno que sea el tejido que le retiene prisionero.
—Di, ¿no te parece que el globo está poco-lleno? Veo que tiene muchas arrugas.
—Si lo hubieran llenado completamente, a estas lloras habría reventado, porque, aunque no entiendo mucho de estos navíos del aire, sé que el gas se va dilatando a medida que el globo sube, y disminuye la presión atmosférica, en virtud de su fuerza expansiva, y sé que bastantes aeróstatos han estallado por haberlos llenado demasiado.
—Esperemos que no nos quepa una suerte semejante ¡Demonio! ¡Vaya una voltereta que daríamos, viejo lobo de mar!
—Un saltito de tres mil metros.
—Menos mal que tenemos el mar debajo.
—Pero ninguno de nosotros llegaría con vida a tocarlo; te lo aseguro, Cardoso.
—¿Andamos mucho? Es extraño, porque me parece que estamos parados completamente.
—En cambio, yo creo que corremos con grandísima velocidad. Al amanecer veremos a cuánto nos hemos alejado de la costa americana. ¡Oh! ¡Si pudiésemos cruzar la República Argentina y caer en medio del Paraguay entre las valientes tropas de nuestro bravo presidente! Aquél sería el día más hermoso…
Una risita seca e irónica le cortó la frase. El viejo marinero se volvió con ojos llameantes y la frente arrugada, y se encontró frente al agente del gobierno, el cual, apoyado en el borde de la barquilla, con los brazos cruzados sobre el pecho, le miraba de extraña manera.
—¿Qué le pasa a usted, para reírse de este modo? —le preguntó con rudeza.
—Me río porque hablan ustedes de descender en el Paraguay, cuando el viento nos empuja sobre el Océano Atlántico —respondió el agente con voz lenta y mesurada.
—¡Es imposible, señor! —exclamó el maestro—. Hace poco el viento soplaba del Este y nos echaba a la costa.
El agente se encogió de hombros y les señaló la brújula sin decir palabra.
Los dos marineros se precipitaron al instrumento y volvieron a incorporarse, murmurando:
—¡Marchamos mar adentro!
Por algunos instantes reinó en la barquilla un profundo silencio, interrumpido únicamente por el aleteo de los pliegues del aeróstato, que el viento agitaba.
No obstante su valentía poco común, los dos marineros del «Pilcomayo» se sentían dominados por un vago temor, por saber bien cuán desastrosas consecuencias podía atraerles aquella carrera sobre el Océano Atlántico.
—¿No podríamos hacer nada para retroceder? —preguntó Diego al agente.
—Nada —contestó éste sin demostrar la menor emoción.
—¿Cuánto tardará el globo en descender?
El agente bajó la cabeza y después se volvió de espaldas, apoyándose en el borde de la barquilla y; mirando afuera.
—¡Uf! —exclamó el maestro enjugándose algunas gotas de frío sudor—. Empiezo a ver muy negra muestra situación que hace poco me parecía de color de rosa. ¡Bah! Después de todo estábamos destinados a morir como nuestros compañeros del «Pilcomayo».
—¡Quizá el viento cambie, Diego! —dijo Cardoso.
—Esperémoslo, pequeño mío… Dime, ¿tienes miedo?
—No; te lo juro. He pasado un poco de emoción, pero nada más.
—Eso me gusta, Cardoso. Ahora acuéstate, que debes estar cansado, y déjame a mí el cuidado de velar. Si tuviese necesidad de tus brazos ya te despertaré, no te preocupes.
—Te obedezco; pero en cuanto amanezca, tírame de las piernas.
—Te lo prometo, hijo mío. Echate sobre esos sacos de arena y duerme tranquilo, que, por ahora, no hay peligro.
Cardoso, al que costaba trabajo mantener los ojos abiertos, se envolvió en una manta para resguardarse del frío que se agudizaba mucho en aquellas alturas, y no tardó en dormirse. Diego, después de dar un nuevo vistazo a la brújula y otro al barómetro que señalaba una altitud de tres mil metros, se metió en la boca un pedazo de tabaco y se apoyó en el borde de la barquilla, mirando las espesas tinieblas que se extendían sobre el Océano.
Un silencio casi absoluto reinaba en tomo de1 globo, el cual continuaba su rápida carrera con mi balanceo apenas sensible. No se oía ni el mugido de las olas, que acaso el viento que reinaba en aquellas altas regiones dejaba tranquilas, ni una detonación que denunciase la vecindad de la escuadra aliada, ni algún rumor que señalase el paso de algún buque de vapor, ni una voz humana, ni un grito de cualquier ave.
Y si el silencio era profundo, la oscuridad no lo era menos. Espesas tinieblas envolvían la superficie de la tierra, que ahora parecía completamente desaparecida, ni se divisaba por más que el maestro aguzase la vista, alguna luz en ninguna dirección, que indicase la presencia de una costa o por lo menos de algún ser humano. Sólo por encima del globo chispeaban soberbiamente los astros a millones y millones entre los cuales se destacaba vivamente la admirable cruz del Sur que en el hemisferio meridional señala el polo antártico.
Pero, poco a poco, hacia el Este, comenzó a manifestarse una vaga claridad, que bien pronto hizo palidecer a los astros y huir a las tinieblas. Abajo, en el fondo, hacia la tierra, comenzó a aparecer una superficie grisácea primero, azul después, que se perdía con ciertos reflejos de acero hacia el Norte, el Sur y el Poniente.
A la luz blanquecina sucedió una luz rosacea que tiñó espléndidamente la superficie del globo y que hizo brillar aquí y allá la azul superficie del mar, salpicándola de pajitas encendidas; después una ola de luz brillante apuntó por el horizonte y el sol apareció en medio de dos nubes brillantes.
El maestro, que estaba adormilado con la cabeza apoyada en el borde de la barquilla, se incorporó, se restregó los ojos y miró durante un rato por debajo de sí. Nada, absolutamente nada; la superficie del mar estaba completamente desierta, y sobre el horizonte occidental, donde se debía encontrar la tierra americana, ninguna tierra aparecía.
—¡Caray! ¿Dónde estamos? —murmuró, masticando enérgicamente su cigarro—. Se diría que el mar, en estas pocas horas se ha tragado la flota de los aliados y que ha cubierto la América entera.
Se volvió y miró al interior de la barquilla; el agente del gobierno estaba todavía apoyado en el borde con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada fija delante de sí, siempre calmado, siempre frío. Su cara pálida y nada simpática no manifestaba ni sorpresa ni reprensión.
Tendido sobre los saquetes de lastre, el joven Cardoso dormía tranquilamente con los puños cerrados, pero con la sonrisa en los labios.
—El pequeño sueña, sin duda… —murmuró el marinero, mirándole amorosamente—. ¡Qué lástima que yo le haya metido en este feo viaje, que puede mandarnos a beber agua al fondo del Océano!
Miró la brújula y lanzó una sorda imprecación:
—¡Todavía hacia el Este! —exclamó con ira—. ¿Dónde iremos a parar?
Miró al barómetro y vio que señalaba dos mil ochocientos metros. Este descubrimiento, todavía más grave que el otro, le desconcertó.
—¡Ya descendemos!… ¡Y en vez de acercarnos a la costa nos alejamos más aún!… ¿Dónde estaremos dentro de cuarenta y ocho horas?
Se acercó al agente del gobierno y le dio una ligera palmada sobre la espalda.
—¿Qué quiere usted? —le preguntó Calderón sin volverse.
—¿Sabe usted, señor, que estamos descendiendo?
—Lo sé… —respondió el otro, siempre con calma.
—¿Y no le espanta a usted esto?
—¿Acaso tengo yo algún medio para elevarnos?
—No… pero…
—En cuanto el sol comience a calentar, el gas se dilatará y superaremos los tres mil metros.
—¿Es eso verdad, señor?
El agente se encogió de hombros y no contestó.
—¡Hum! ¡Este hombre es una especie de oso! —gruñó el maestro—. El capitán ya le quería como humo en los ojos y tenía sus motivos para ello. Pero ¡bah!, ya se domesticará.
Se acercó a Cardoso y le despertó. El muchacho se frotó los ojos, estiró los miembros y se puso ágilmente en pie.
—¡Ah! ¿Eres tú, mi buen Diego? —exclamó—. Yo soñaba que estaba en casa en lugar de estar en el globo. ¡Ah! ¡Ya ha salido el sol! Entonces, ¿dónde estamos? ¿Se ve la costa?
—No te podré decir dónde estamos porque no creo que aquí haya un sextante para tomar la altura, pero creo que la costa debe estar tan lejos que es mejor no pensar en ello, al menas por ahora.
—De modo que la escuadra de los aliados…
—Ha desaparecido.
—Si, al menos, se la hubiera tragado el mar.
—En cambio, yo digo que navega alegremente, llevando consigo las reliquias del pobre «Pilcomayo». Pero dejemos irse a aquellos bribones y busquemos, por el pronto, alguna corteza de pan en que clavar el diente, porque yo creo que el capitán no se habrá olvidado de nuestro estómago.
—Busquemos, Diego. Aquí veo un montón de sacos y saquitos y cajas que deben contener alguna cosa útil.
—Haremos el inventario.
El previsor capitán había pensado en todo. Los dos marineros encontraron en la barquilla una cantidad de objetos que les habían de llegar a ser de gran utilidad, así en el mar como en la tierra.
Un centenar de kilogramos de galleta, suficiente para más de cuatro semanas, una abundante provisión de carne en conserva y de pescado salado, algunos paquetes de chocolate, ropas de recambio, mantas de lana, dos carabinas de precisión y dos pistolas, así como abundantes municiones, un hacha, un par de cuchillos, tres cinturones de salvamento que debían rendirles grandes servicios en el caso de que el globo fuese a caer en el mar; después, dos barómetros, dos termómetros y dos brújulas. Por último, una pequeña cocina portátil con una discreta cantidad de alcohol.
—Ya decía yo que el pobre capitán era una gran persona —dijo Diego después de haber examinado todas aquellas cosas—. Aunque fuésemos a parar a una isla desierta, podríamos vivir un discreto número de días y tendríamos con qué procurarnos alguna caza.
—Di, marinero, ¿podríamos, por el pronto, meter el diente a alguna cosa?
—Iba a proponértelo, hijo mío.
En aquel mismo momento el señor Calderón, que no había abandonado su observatorio, exclamó:
—¡Un punto en el Océano!