LA CAJA DEL CAPITÁN CANDEL
A la voz de mando de «avante a toda máquina» dada por el intrépido capitán Candel, el «Pilcomayo» había redoblado su carrera, poniendo la proa a la embocadura del Río de la Plata. Filaba con una velocidad de catorce nudos, cosa no común a todas las naves, en aquellos tiempos, y que debía reportarle una inmensa ventaja sobre los barcos de los aliados, de los cuales la velocidad no superaba los doce nudos.
Su tripulación, preparada para el combate desde hacía tres noches y que ya había dado pruebas de indudable valor, estaba en sus puestos de combate; los fusileros detrás de la amurada con las carabinas en la mano y el sable de abordaje al costado y los artilleros en tomo de la pieza gruesa, puesta en batería en la torreta acorazada y detrás de la ametralladora.
El capitán en el puente de mando, con el portavoz en una mano y un revólver en la otra, tenía a su lado a los oficiales, mientras el maestro Diego estaba en pie tras la rueda del timón, pronto a virar de bordo o a dirigir al crucero dentro de la boca del río.
En el barco reinaba profundo silencio, interrumpido solamente por los golpes precipitados de los émbolos de la máquina y por los mugidos del vapor.
Después de las señales hechas, ningún otro cohete había surcado las tinieblas ni en el mar, ni en la costa, pero todos tenían la sensación de que el enemigo estaba próximo. Las naves señaladas parecían haberse evaporado, pero ya se debían haber lanzado tras la estela del fugitivo, prontas a cortarle el camino por el Sur o por el Norte, en el caso en que várase de bordo para ganar la alta mar.
Media hora hacía que corría el «Pilcomayo» sin desviarse en una línea del rumbo establecido, cuando a trescientos metros de su proa apareció imprevistamente y casi a flor de agua un punto luminoso que se movía con gran velocidad.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó maese Diego, que en el acto dio media vuelta a la rueda—. ¿Quién quiere dejarse cortar por nuestro espolón? Ten cuidado, querido, que es muy sólido y hará de ti una tortilla.
—¡Hola! ¡Lancha de vapor a proa! —gritó un vigía colocado en la cruceta mayor.
—¡Que nadie haga fuego! —gritó el comandante.
La lancha señalada, apenas se dio cuenta de la presencia del buque, había virado rápidamente de bordo, corriendo hacia el Sur y en pocos instantes desapareció entre las tinieblas.
—Diego, ¿qué crees que habrá venido a hacer aquí? —preguntó una voz.
El marinero que así hablaba ora un muchacho de dieciséis a diecisiete años, delgado y nervioso, que parecía dotado de la extraordinaria agilidad de los monos, moreno como un indio, pero de facciones bellas y con ciertos ojos en los que se leía ya un valor más que extraordinario.
—¡Ah! ¿Eres tú, muchacho? —dijo el maestro—. Aquella lancha es un ave de rapiña que ha venido a espiarnos.
—Entonces, es que nos han descubierto.
—¿Ahora te enteras?
—Lo había sospechado, Diego. ¿Y cómo saldremos de ésta?
—Si no supiese que tienes buena sangre en las venas y que a pesar de tus pocos años has dado ya pruebas de indudable valor, me guardaría bien de decirte la verdad.
—Tú quieres decir, entonces, que nuestra piel corre peligro.
—Temo que dentro de un par de horas todo se haya ido a pique, muchacho.
—No tengo miedo, Diego —dijo el hombrecillo con soberbia—. Me has de ver combatir como viejo marinero y morir como valiente.
—Lo sé; tú eres de buena raza. Tu padre murió como un héroe sobre el puente de su barco con la bandera paraguaya en la mano, y tu hermano ha mostrado a los brasileños cómo saben morir los hijos de nuestra patria… ¿Qué dolor para tu madre si tú también llegaras a faltarle?
—Diego —dijo el muchacho con viva emoción—, no es éste el momento de recordar a la familia, ni que una madre adorada me aguarda con Dios sabe cuánta ansiedad.
—Tienes razón, Cardoso; ciertas cosas hacen más daño que bien, cuando se tiene necesidad de conservar toda la audacia. Pero yo velaré sobre ti como si fueses mi hijo, y sea lo que quiera lo que te ocurra me encontrarás siempre a tu lado.
—Gracias, Diego —dijo el muchacho sonriendo—. Con tal que una bala no te mande a dormir antes que a mi. ¿No te gusta, viejo lobo?
—Todo lo contrario, hijo mío, porque eso indica que no tienes miedo.
—¡Maestro Diego! —gritó en aquel momento el comandante.
—¡A sus órdenes, señor! —respondió el timonel.
—Apoya al Sur para evitar el encuentro con los aliados. ¿Los divisas?
—Perfectamente.
—¡Está bien! ¡Marineros: preparados para hacer hablar el cañón y posiblemente responded en seguida y pegad fuerte!
—Entonces, adiós, buena noche; ya habrá alguien que cuida de ti. El comandante te quiere bien y no fe olvidará… ¡Ah! ¡Ya estamos!
—¿Qué ves?
—Veo luces delante de nosotros.
—¿La escuadra enemiga?
—Sin duda y vigila precisamente ante La desembocadura del Río de la Plata.
—Preparemos los oídos a la música, porque dentro de poco va a celebrarse aquí un concierto.
—¿Todavía tienes ganas de bromas?
Las luces de la escuadra estaban alejadas seis o siete millas, pero se distinguían perfectamente sobre la oscura línea del horizonte. Por su número era fácil deducir que los barcos eran muchos y dispuestos en forma que cerraban gran parte de la grandísima desembocadura del río gigante.
El «Pilcomayo», que devoraba su ruta con creciente velocidad, dobló hacia el Sur, donde no se veía brillar ninguna luz, y en menos de media hora llegaba a las aguas del río.
—¿Se ve algo? —preguntó el capitán a los vigías de la cruceta.
—¡Buque a babor! —gritó una voz.
Todos los anteojos y todos los ojos se volvieron hacia la dirección señalada. Una masa negra, de enormes dimensiones, había aparecido a pocos cables de distancia y corría sobre el crucero con la intención de echarlo a fondo de un espolonazo.
—¡A toda máquina! —gritó el capitán Candel—. ¡Diego, toda la caña, a la orza!
Un instante después y a sólo pocas brazas de la popa del «Pilcomayo», pasaba la nave enemiga, la cual, llevada por su propio impulso, pasó al otro lado, desapareciendo en las tinieblas.
—¡Uf! —exclamó el maestro, enjugándose la frente con el dorso de la mano—. ¡Un momento de retraso y estábamos perdidos!
—¿Lo has visto bien, viejo lobo? —preguntó Cardoso, que no se había apartado de su lado.
—Sí, hijo mío, y puedo decirte que era una fragata de las mayores. Si llega a tocarnos nos despanzurra.
—¿Volverá a la carga?
Maese Diego no respondió. Un relámpago había brillado lejos, seguido de una fuerte detonación. Una bala pasó silbando por encima del puente del crucero, perdiéndose en el mar.
—¡Maldición! —exclamó el capitán Can del—. ¡Hemos perdido la partida!
—¿Por qué, señor? —preguntó una voz.
—¡Ah! ¿Es usted, señor Calderón? —preguntó el comandante con ironía—. Le suponía a usted en su camarote al abrigo de las balas de los aliados.
—Le he hecho a usted una pregunta, y no he venido a que bromee usted a mi costa —dijo el agente del gobierno con voz pacata pero casi amenazadora.
—Entonces le diré a usted que ese cañonazo hará acudir aquí a toda la escuadra enemiga, para cerrarnos el paso. Mire usted si tengo razón.
En efecto, las luces de los barcos, poco antes inmóviles, se habían puesto en movimiento y se acercaban rápidamente. Por añadidura en la costa se elevaron unos cohetes, surcando las tinieblas en todas direcciones.
—¿Pasará usted? —preguntó el agente del gobierno después de unos momentos de silencio.
—Es imposible después de haber sido descubiertos.
—¿Entonces, qué va usted a hacer ahora? ¿No podríamos encallar en la costa?
—No habríamos entrado una milla en la tierra cuando tendríamos encima tropas argentinas y del Uruguay. Lo que haré será salir mar afuera, salvar él tesoro del presidente, y después volver aquí a hacerme matar, para que no se suponga que tengo miedo dé los aliados —respondió el capitán con gallardía.
—No comprendo con qué medios cuenta usted para salvar el tesoro del señor López.
—Ese es asunto mío únicamente.
—Está usted equivocado y yo le ordeno que fuerce el paso aunque todos tengamos que irnos a pique.
—Eso será lo último.
—¡Capitán Candel! ¡O me obedece usted o daré yo la orden de que se siga adelante!
—Hágalo usted, señor, y veremos si mis leales marineros le obedecen a usted o a mí.
El agente del gobierno, comprendiendo que sería una prueba inútil, se mordió los labios pero hizo un mohín de despecho.
—Daré cuenta al presidente —dijo con voz sorda.
—Hágalo, pues, señor; pero para entonces difícilmente me contaré yo en el número de los vivos.
Embocó el portavoz y enderezando su alta estatura gritó:
—¡Timonel, vira de bordó y avante afuera!
Un instante después, el crucero viraba de bordo y volviendo la popa a la costa americana se lanzaba a todo vapor sobre las ondas del Océano Atlántico.
La fragata encontrada poco antes volvía a aparecer ahora a breve distancia, presentando su afilado espolón. Tres fogonazos seguidos: de tres detonaciones relampaguearon sobre el puente de la fragata y tres gruesos proyectiles silbaron entre la arboladura del crucero.
—Demasiado alto, queridos —dijo el capitán Candel, riendo—. ¿Eh? ¡Maestro Alonso, manda un confite al cuerpo de ese bribón!
El maestro artillero, que sólo esperaba aquella orden, se encorvó sobre el cañón grueso, apuntó unos instantes y después tiró violentamente del tirafrictor.
De la boca de la pieza salió una gran llamarada que iluminó la cubierta, seguida de una tremenda detonación que hizo retemblar hasta la arboladura. Pocos segundos después, se oía a lo lejos un estampido y se vio a la fragata acortar su carrera y luego pararse casi instantáneamente.
—¡Muy bien! —exclamó el capitán Candel.
Por el puente de la fragata se vieron luces que corrían de un lado para otro, después una clara voz gritó:
—¡Han destrozado la hélice!
Otros dos fogonazos brillaron en las bordes dé la fragata y después una serie de detonaciones, que parecían proceder de una ametralladora, crepitaron a popa.
—Eses caballeros se equivocan —dijo el joven Cardoso, que no se cuidaba de resguardarse de aquella granizada de balas—. Somos muy duros nosotros, ¿no es verdad, viejo lobo?
—Sí, hasta ahora —respondió el maestro—, pero ya veremos después, si nuestra piel resiste a los cañones de la escuadra entera.
—¿Crees que nos persiguen?
—Sin duda, hijo mío. Mira cómo corren aquellas luces.
—Pero nosotros corremos más, maestro.
—Eso, mientras dure el carbón, pero temo que nos quede poco en el vientre. ¡Oh!… ¡Otra vez aquellos malditos de anoche!
Dos cohetes se habían elevado hacia el Norte y otro hacia el Este. Seguramente partían de los barcos señalados algunas horas antes y que todavía debían estar cruzando a lo largo. Al ver aquellas señales la frente del capitán Candel se arrugó.
—Temo que acabemos mal si no me doy prisa a salvar el tesoro —murmuró—. Tengo, por lo menos, tres horas de ventaja y creo que serán suficientes.
Bajó del puente de mando, haciendo seña a los oficiales para que le siguiesen, y se acercó a la misteriosa caja que había sido subida a cubierta.
—¿Está todo dispuesto? —preguntó.
—Todo —le respondieron.
—Entonces, démonos prisa.
—¿Qué va usted a hacer? —preguntó una voz.
—¡Ah! ¿Todavía usted, señor Calderón? —dijo el capitán—. Ahora lo verá usted.
—Pero ¿qué contiene esa caja?
—Un globo, señor.
—¡Un globo…! ¿Y qué va usted a hacer con él?
—¡Caray! Pues salvar los millones del presidente.
—No le entiendo a usted.
—Ya lo entenderá después. Ahora déjeme tranquilo porque tengo los minutos con lados.
Después mandó lentamente y con voz perfectamente tranquila:
—¡Maquinista, que apaguen todos los fuegos!…
—¡Pero, señor! —exclamó el agente del gobierno—. ¿No ve usted que la escuadra aliada nos da caza?
—Lo veo.
—Si apagan los fuegos, no tendremos escape.
—Lo sé; pero me interesa que las chispas que salen de la chimenea no hagan estallar mi globo.
—Eso es una locura; es quererse hacer matar.
El valeroso comandante se encogió de hombros.
Hizo una seña a un grupo de marineros que estaban al pie del palo mayor. Pronto las dos relingas atadas al anillo que asomaba por la misteriosa caja llevada poco antes a cubierta, fueron izadas, y se vio levantarse un globo aún desinflado, pero que debía ser de grandes dimensiones a juzgar por su longitud.
Cuando el extremo llegó casi a la altura de las puntas de los mástiles, introdujeron en la abertura inferior, sujetándole a ella fuertemente un tubo de lona impermeable que salía de la bodega.
—Abra usted la válvula —mandó el capitán a un oficial.
Se oyó un silbido agudo que parecía producido por una violenta fuga de gas y se vio al globo inflarse poco a poco con un cabeceo marcadísimo y tendiendo a elevarse.
—¿Pero de dónde ha sacado usted ese gas? —preguntó el señor Calderón que parecía grandemente extrañado de cuanto veía.
—Está almacenado a gran presión en el interior de solidísimos cilindros de acero, que he traído conmigo desde Boston —respondió el capitán—. Basta adaptar el tubo y abrir la llave de paso; una cosa facilísima, como usted ve.
—¿Y cuando el globo esté preparado, qué va usted a hacer?
—Haré entrar en la barquilla dos o tres hombres de confianza y de los más valerosos, les entregaré el tesoro y cortaré la amarra —respondió suavemente el capitán—. Le aseguro a usted que los aliados no se llevarán los millones.
—Pero tampoco el presidente.
—¿Y por qué no, señor Calderón? El viento en esta región y en esta estación sopla casi constantemente del Este, el globo será empujado hacia tierra, pasará por encima de las cabezas de los aliados e irá a descender lejos. Después no les será difícil a los hombres que lo tripulen ir a parar al Paraguay.
—Pero ¿y si el viento por cualquier circunstancia cambiase y los fuese alejando de la costa sacándolos a alta mar?
—Mejor será que los millones caigan en el mar que no en las manos de nuestros enemigos. Ahora ruego a usted que me deje tranquilo para dirigir con cuidado la operación de la inflación.
El aeróstato se inflaba rápidamente, absorbiendo hidrógeno comprimido en los cilindros de acero. Ya se cernía en el aire estirando de las amarras que algunos marineros sujetaban. Todavía unos pocos cilindros más y el globo estaría dispuesto a lanzarse a la atmósfera.
De repente se oyó en lontananza una detonación y una bala vino a dar a pocas brazas de la popa del crucero haciendo salpicar el agua.
—¡Ah! ¡Ya están aquí! —dijo el capitán con tono completamente tranquilo—. ¡Pronto, otro cilindro y en seguida poned la barquilla!
Miró hacia el sitio de donde había partido el disparo y divisó a unos seis kilómetros un buque de gran porte que se acercaba rápidamente. Un poco más lejos se velan otros buques, los cuales se disponían a rodear al pobre crucero.
—Cuando estén al alcance de sus tiros el globo ya estará libre —dijo aquél.
Lanzó una mirada a su tripulación que esperaba intrépidamente el ataque de la flota enemiga, y después gritó:
—¡Maese Diego!
El timonel dio dos pasos al frente, saludando.
—Mi viejo amigo —dijo el comandante—, te voy a confiar un importante encargo.
—Ordene usted, mi comandante.
—Tú vas a subir en este globo y tentar la suerte.
—Subiré, mi comandante —respondió el maestro sin titubear.
—Te confío los millones del presidente.
—Está bien, mi comandante.
—Júrame que si llegas a la costa, se los llevarás a cualquier parte donde se halle.
—Lo juro por mi honor y sobre la bandera de nuestra patria.
—Gracias, valiente. Escoge un compañero de tu confianza.
—Helo aquí, comandante —dijo el maestro, apuntando con el dedo al joven Cardoso—. ¿No tendrás tú miedo, hijo mío?
—No, Diego —respondió el muchacho—. Antes te agradezco el que te hayas acordado de mí.
—Señor Calderón —dijo el capitán volviéndose hacia el agente del gobierno—, ¿prefiere usted vivir o morir?
—¿Por qué es esa pregunta? —dijo el agente.
—Porque si se queda usted conmigo, dentro de mía hora habrá muerto, mientras si monta en el globo… quizá podrá salvarse.
—Mi puesto es junto al tesoro del presidente.
—Está bien, señor.
Retumbó otro cañonazo sobre el mar y el segundo proyectil cayó a pocos metros del «Pilcomayo».
El capitán dirigió una mirada al aeróstato, el cual estaba ya casi completamente inflado.
—¡Quitad el tubo —mandó el jefe—, y sujetad la barquilla!
Ambas órdenes fueron en el acto ejecutadas.
—¿Falta algo? —preguntó volviéndose a los oficiales.
—Nada, señor —respondieron—: armas, víveres, arena; todo está en su sitio.
Otra bala, salida de la fragata, atravesó el puente del crucero rozando esta vez el globo.
—¡Embarcad! —mandó el capitán con voz emocionada.
El agente del gobierno, el maestro Diego y el joven Carnoso subieron con presteza a la barquilla.
Entonces el capitán, sacando del bolsillo dos grandes estuches, los entregó en las manos del maestro.
—Estos son los brillantes del presidente —le dijo—. Yo los confío a tu lealtad y a tu honor.
—Estarán seguros, mi comandante —respondió el marinero con viva emoción.
—Adiós, valiente.
—Que Dios salve a ustedes, señores.
El capitán hizo una señal. Los marineros soltaron los cables y el aeróstato libre, se elevó majestuosamente por los aires, mientras la, tripulación del crucero gritaba:
—¡Viva el Paraguay! ¡Viva el presidente!