CAPÍTULO II

UNA PÁGINA HISTÓRICA

El año 1865 el telégrafo anunciaba al mundo que una guerra sangrienta había estallado entre los inquietos estados de América del Sur; la República del Paraguay por una parte, y el Imperio del Brasil, el Uruguay y la Confederación Argentina por el otro.

El gran impulso dado por el presidente Francisco Solano López, elegido para este cargo el día 16 de octubre de 1862, al Paraguay, sus proyectos, que acaso eran ambiciosos, habían desencadenado la guerra. El Brasil, el Uruguay y la Confederación Argentina, celosos de la influencia que les podía ser fatal y que poco a poco ejercía el Paraguay en el corazón de América meridional, aliándose, habían decidido aplastar a la joven república. López, hábil presidente y valeroso guerrillero, había en seguida recogido el guante del desafío y a despecho de la enorme desproporción de sus fuerzas frente a las numerosas de los aliados y los grandes obstáculos que tendrían que vencer en países casi vírgenes y casi privados de comunicaciones, reuniendo con prisa tropas, se había puesto en campaña, confiando en su buena estrella y en su propia habilidad en materia estratégica.

A mediados de 1865, las hostilidades comenzaron por ambas partes con encarnizamiento sin igual.

López no tenía consigo más que un ejército muy débil, mal armado, lleno de buena voluntad y resuelto a todo. Fortificó la orilla septentrional del río Paraná, acumuló provisiones en varios sitios, hizo base de su defensa a Stapira, y de Asunción y de la, fortaleza de Humana sus parques de reserva. Después corrió a disputar el paso al general brasileño porto Alegre, que avanzaba por territorio paraguayo con las fuerzas aliadas.

Durante un año entero el valeroso presidente sostuvo la campaña con fortuna varia, hasta que exhausto de fuerzas y de municiones, a punto de ser rodeado por las preponderantes fuerzas de los aliados, se vio obligado a abandonar aquellos lugares después de haber incendiado su campamento de Stapira.

Pero el día 23 de abril el león de América del Sur volvía, gallardo todavía, a la revancha y se fortificaba nuevamente en Humaita, erigiendo numerosas baterías en la parte superior del río. Atacado por el general argentino Mitre, le derrotan completamente junto a Humaita, rechaza las proposiciones de paz y reanuda las comunicaciones con Asunción.

A fines de 1867 la fiebre amarilla hace estragos entre sus tropas, pero todavía no cede; y a principios de 1868 echa a pique a algunos buques brasileños que habían intentado acercarse al campo atrincherado de Humaita.

Pero estos esfuerzos gigantescos debían al fin quebrantar su valiente pero escaso ejército. En efecto, hacia la mitad del mismo año, acosado por los aliados, que recibían constantemente nuevos y siempre frescos refuerzos, López se veía obligado a retirarse. La división naval de acorazados y los brasileños se aprovecharon de ello para romper las barreras y remontar el río; pero las baterías paraguayas, asentadas al norte de Humaita, conseguían todavía tenerlos en jaque, mientras la señora Lynch, una valerosa inglesa, a la cabeza de sus batallones de amazonas, causaba a los aliados daños de consideración.

El 25 de julio, López se encontraba de nuevo comprometido. Su ejército, diezmado por la larga campaña y rodeado por los aliados, ya no resiste y abandona Humaita, no sin sostener durante seis días sangrientos combates. La mitad había quedado sobre el campo de batalla.

El audaz dirigente se refugia con los escasos restos en Tebicuary, después en Timbo, que fortifica, de aquí va a Villarrica, ciudad a diez leguas de Asunción, y por fin a Villeta.

Los aliados, que le perseguían encarnizadamente, le atacaron en esta última ciudad y le obligaron a retirarse a Angostura después de un combate de seis días. El día 27 de diciembre le intiman la rendición.

Pero López no se considera todavía vencido y fieramente la rechaza. Los aliados dan el asalto, se apoderan del reducto central y la escuadra entra en el puerto de Asunción donde él se había refugiado.

Impotente ya para resistir, so ve obligado de nuevo a huir, dejando en manos del enemigo la capital, tres mil hombres y dieciséis cañones, esto es, lo que quedaba de su ejército, que durante tres años le había seguido a todos los campos de batalla.

Diez días después de que el telégrafo llevase a las naciones de Europa la noticia de la caída de la capital del Paraguay, con la completa derrota de las tropas y la fuga del presidente López y cuando ya por todo el mundo se consideraba la guerra como definitivamente terminada, un despacho cifrado, expedido desde Valparaíso, llegaba a Boston al agente consular del Paraguay.

Su traducción era la siguiente:

«Prepárese a recibir al agente gubernamental señor Calderón, que ha salido el 29 de diciembre de Río Janeiro. Lleva las instrucciones necesarias para el comandante del crucero “Pilcomayo”, suponiendo que esta nave esté aún en puerto.

Solano López.»

El día 10 de enero, al ponerse el sol, un hombre en traje de viaje, y llevando en banderola una maletita, se presentaba al agente consular que estaba ocupado en su gabinete.

—Yo soy la persona anunciada en el despacho que ha recibido usted de Valparaíso —dijo con voz lenta y mesurada.

—¿El señor Calderón? —preguntó el agente consular, saliendo precipitadamente a su encuentro y estrechándole efusivamente ambas manos.

—En persona.

—¿Entonces el presidente…?

—Todavía vive y se prepara a la revancha.

—Luego ¿han mentido los despachos aquí llegados que le suponen fugitivo en un bosque de los Estados Unidos, o escondido en Bolivia?

—Han mentido.

—¿Dónde se encuentra ahora?

—Lo ignoro, porque embarcó dos días después de la caída de Asunción. Un telegrama que tengo aquí me dice que está reorganizando sus dispersas tropas y nada más.

—Y usted cree…

—Basta con esto, señor —dijo el agente del gobierno con acento seco—. Los minutos son preciosos.

—¿Qué desea usted, señor Calderón?

—¿El «Pilcomayo» está en el puerto?

—Sí.

—¿Vigilado?

—Una coleta brasileña cruza por delante del puerto y espera a que salga para capturarlo.

—Mande usted llamar al capitán.

El agente consular llamó a un criado y le dio las instrucciones necesarias.

Un cuarto de hora después, un hombre de estatura gigantesca, con miembros poderosos, y negrísimos bigotes, espesa cabellera rizada y de reflejos metálicos entraba en el gabinete del agente consular. Sus ojos, que tenían extraños fulgores y en los que se leía un indómito valor y una fiereza más bien cínica que rara, se fijaron en seguida con profunda atención en el señor Calderón como si quisieran penetrar hasta el fondo de su corazón.

—¿El hombre del telegrama acaso? —preguntó con acento que tenía algo de metálico.

—Sí, señor —respondió el agente consular. Después, volviéndose hacia el agente del gobierno y señalándole al gigante—: El señor Candel, comandante del crucero.

Los dos hombres se inclinaron.

—Espero sus órdenes —dijo después el capitán.

—Señor Candel, el presidente López espera de usted uno de esos favores que pueden costar la vida.

—Un marino no mira atrás cuando se tiene que jugar la existencia. Hable usted, señor.

—Se trata de salir a la mar.

—Se saldrá.

—Le advierto que un buque brasileño vigila la salida del puerto.

—Lo echaré a pique o él me echará a mí.

—Es preciso vivir, señor, y no morir. Nuestro gobierno no tiene más barcos que el que usted manda y éste es absolutamente necesario para la salvación de nuestra patria.

—Pero ¿voy a salir a la mar como un ladrón? —preguntó el capitán arrugando la frente—. No temo a ese brasileño que me espía.

—Es necesario.

—Sea; pero si ese perro se atraviesa en mi camino le haré probar un poco de hierro.

—Luego hará usted lo que le parezca oportuno. Ahora escúcheme.

—Hable usted, señor.

—Usted se hará a la mar esta noche e irá a cruzar a la intersección del meridiano 310 con el 40º paralelo. Allí, un barco proveniente de Inglaterra le entregará trescientas cajas que contienen ochocientos mil cartuchos y treinta mil fusiles, destinados a las tropas que nuestro presidente está reuniendo bajo su bandera.

—¿Y cómo liaremos para hacerlos llegar a nuestro presidente?

—Un buque mercante, mandado por el capitán Avellaneda, le esperará a usted en la desembocadura del Río de la Plata, y transbordará el cargamento.

—¿Y cómo le haremos saber que le esperamos?

—Todas las noches Avellaneda lanzará un cohete azul, lo que significará que ustedes pueden embocar el río sin temor a los aliados. En el momento oportuno yo le diré a usted dónde encontrará al bergantín.

—¿Y si el bergantín, por casualidad, fuese capturado antes de nuestra llegada?

—Entonces forzará usted la entrada de la ría.

—¿Y me he de medir con toda la escuadra aliada?

—¿Tiene usted miedo? Entonces le daré a otro el mando —dijo el agente del gobierno con sequedad.

El capitán le miró con ojos que echaban llamas.

—Señor Calderón, ¿es usted quien se permite decirme semejante cosa? —preguntó rechinando los dientes—. Entonces usted ignora quién es el comandante del «Pilcomayo». Tengo dieciséis cicatrices en mi pecho y no creo que tenga usted tardas, señor agente del gobierno. ¡Ah! ¿usted quiere que yo fuerce el bloqueo del Río de la Plata? Está bien; lo forzaré; pero dudo que el presidente llegue a ver los fusiles que yo embarque.

—Así lo quiere el gobierno.

—Así sea.

—Y le advierto a usted que tengo amplios moderes y puedo destituir al que no me obedezca, señor Candel.

—¡Basta ya, señor!

—Otra cosa debo decirle: del barco inglés recibirá usted una cajita que contiene siete millones, regalados por algunos señores al presidente López para que continúe la guerra.

—Estarán seguros.

—Le aviso que están en diamantes, para que puedan ser fácilmente ocultables en el caso de que los brasileños o los argentinos capturen el barco de usted.

—Los tendré siempre conmigo.

—Tenga usted en cuenta que esos millones le son indispensables al presidente que se encuentra limpio de dinero.

—El presidente los tendrá, palabra de Candel, suceda lo que quiera a mi nave.

—¿Aunque los brasileños odiasen a pique al «Pilcomayo»?

—Sí.

—¿Está usted bien seguro?

—Segurísimo; con tal que se me dé un plazo de seis o siete horas.

—¿Qué quiere usted decir?

—Lo sé yo y basta, señor Calderón.

—Hasta la vista, a medía noche a bordo del «Pilcomayo».

—¿Vendrá usted también al Río de la Plata? —preguntó el capitán, sorprendido.

—Tengo que acompañar el tesoro del presidente López.

—Es decir, que va usted a vigilarme —dijo el capitán con ironía—. Haga usted lo que guste; pero tenga en cuenta que su preciosa piel correrá riesgo muy desagradable. Adiós, señor.

A media noche, el valeroso capitán embarcaba en su buque, cuyas máquinas estaban va bajo presión, y hacía embarcar tres grandes cajas, herméticamente cerradas, que algunos hombres habían llevado con carros a la playa. ¿Qué contenían? A nadie lo dijo, pero cuando estuvieron en el fondo de la bodega se le vio restregarse las manos con visible satisfacción y se le oyó murmurar varias veces:

—Ahora desafío a los aliados a que me quiten el tesoro del presidente.

A las 21,20 horas el señor Calderón subía al «Pilcomayo».

—Cuando usted quiera estamos dispuestos —le dijo el capitán, recibiéndole en la escala.

—Partamos —contestó fríamente el agente del gobierno.

Diez minutos después, el crucero dejaba silenciosamente el quai, pasaba por entre las numerosas naves que obstruían el puerto y salía atrevidamente a la mar. El capitán estaba en el puente de mando, rodeado de sus oficiales, toda la tripulación sobre las armas, el cañón de la torreta cargado y la ametralladora de proa dispuesta.

El buque de guerra brasileño cruzaba por delante del puerto, pero estaba bastante lejos en aquellos momentos y no se dio cuenta de la salida del «Pilcomayo» que navegaba sin luces y manteniéndose arrimado a la costa.

Cuando se vio fuera de alcance, el capitán Candel lanzó su nave a toda máquina hacia el Sur, y tres días después cruzaba en la intersección del meridiano 310 con el paralelo 40°. El barco inglés, que llevaba las armas, las municiones y el tesoro del presidente López, estaba allí ya hacía varios días. El transbordo de la carga fue cosa de poco tiempo y en seguida los dos barcos se separaron, uno directamente para Inglaterra y el otro hacia el Sur.

El día 20 de enero el «Pilcomayo» se detenía a solamente cuarenta millas del Río de la Plata.

—¿Cuáles son sus instrucciones, señor? —preguntó el capitán Candel al agente del gobierno.

—Esperar la noche y acercarse a la desembocadura —respondió el señor Calderón—. Cuando vea usted el cohete azul, embocará el río a todo vapor y remontará la corriente hasta que yo le diga alto.

—¿Y si no vemos la señal?

—Volverá usted a salir mar afuera y tornará a la noche siguiente.

—¿Y si soy atacado?

—Les dará usted la batalla, si está usted dentro del río, y escapará si se halla en alta mar.

—Pero si me echan a pique en el río, los aliados se apoderarán de las amas.

—Pero salvará usted, el tesoro.

—No llego a entender a usted.

—No importa; esas son las órdenes del gobierno: obedezca usted.

—Por ahora, obedeceré, señor Calderón.

—¿Cómo, por ahora?

—Yo me entiendo.

—Explíquese.

—Cuando llegue el momento oportuno.

—Ahora.

—Señor Calderón, a bordo de mi barco mando yo —dijo el capitán con acento amenazador—. Cuando estemos en tierra mandará usted.

—¿Es que usted se rebelaría?

—También, si la salvación del tesoro o de las armas lo exigieran. Déjeme usted a mí pensar lo que debo hacer y luego ya dirá usted al presidente lo que le parezca mejor.

Y viendo que el agente del gobierno iba a replicarle:

—Ni una sílaba más —añadió— o me veré obligado a encerrar a usted en su camarote. ¿Me entiende usted? ¡Aquí el comandante soy yo!

Y he aquí por qué motivo el «Pilcomayo», como hemos visto en el capítulo precedente, cruzaba por delante de la embocadura del Río de la Plata, que las naves de los aliados, sin duda, puestas en guardia por la inesperada partida de Boston, del crucero, avisada por sus cónsules, guardaban, rigurosamente dispuestos a rechazarlo a cañonazos y, si era posible, capturarlo.