—¡Funciona! —exclamó el doctor Ritter—. ¡Se lo demostraré!

Tiró el frasco, que se hizo añicos contra el suelo.

—No puede engañarnos, doctor Ritter —afirmó Sheena—. Ahora sabemos que su mejunje no funciona. Hemos visto cómo se lo bebía Billy.

De repente, Ritter empezó a temblar de pies a cabeza. Muy pronto, su piel adquirió una tonalidad gris azulada.

—¡Surte efecto! —exclamó mi tío.

La piel del doctor Ritter empezó a agrietarse. A continuación, le salieron escamas. Los rayos de sol se reflejaron en ellas. Empezó a encogérsele el cuerpo. La ropa resbaló por sus lisas escamas plateadas. Se le cayó el pelo. Se le aplanó la cabeza. El cuerpo entero se le encogió y se le aplanó.

—¡Funciona! —exclamé—. ¡Está convirtiéndose en pez!

Los brazos del doctor Ritter se transformaron en aletas y las piernas se fusionaron formando la cola.

Empezó a dar coletazos en la cubierta. Clavó en nosotros un ojo plano y vidrioso.

—¡Es un pez! —gritó Sheena—. ¡No puedo creerlo!

Dando un fuerte coletazo, el pez saltó al agua.

Lo vimos nadar bajo la superficie.

—¡Detenedlo! —grité—. ¡Se escapa! ¡No podemos dejarle escapar! —Fui a buscar las aletas. Pero mi tío me apretó el hombro.

—No, Billy. Está bien. Déjalo marchar.

—¿Eh? ¿Cómo?

—Ya has oído lo que ha dicho, Billy. El doctor Ritter será un pez durante el resto de su vida —explicó—. Ya no puede hacerle daño a nadie.

Me quedé mirando el pez plateado, que chapoteó en el agua y se alejó nadando.

—¡Caramba! —exclamó Sheena, apretándose las mejillas con ambas manos.

Mi tío nos rodeó con los brazos.

—Supongo que la aventura ha terminado —suspiró—. No había pasado tanto miedo en mi vida.

Sheena y yo le dimos la razón.

—Yo estoy asustado… y asombrado —le confesé a mi tío—. Nunca olvidaré las cosas tan extrañas que hemos visto esta semana.

Bajamos con el doctor D. al interior del barco para ayudarle a preparar el desayuno. Se detuvo en su laboratorio.

—¡Qué desastre! —suspiró—. Ya lo limpiaré después.

Sheena se dirigió al armario que contenía los frascos de plancton. Me miró con los ojos entornados.

—¡Eh, Billy! Tú también te has bebido un frasco de plancton.

—Sí. ¿Y qué? —contesté, encogiéndome de hombros.

—Entonces, ¿por qué no te has convertido tú en pez como el doctor Ritter? —preguntó.

—Ya lo sabes —bromeé.

—No, no lo sé.

—Sí que lo sabes. Es que yo no soy humano. Soy sobrehumano.

Sheena me dio un puñetazo en el estómago.

—Venga. Dime el verdadero motivo.

Mi tío se cruzó de brazos.

—Sí, Billy. Cuéntanoslo. Soy todo oídos.

Me reí maliciosamente.

—Bueno, te lo debo a ti, Sheena.

—¿A mí?

—¡Sí, sí! Estaba enfadadísimo después de que me hicieras aquella jugarreta. Ya sabes, la de meterme una cabeza de muñeca en mi pecera.

Sheena se echó a reír.

—Ja-ja-ja. Para morirse de risa. En fin, me pasé el día y la noche enteros intentando pensar en una buena jugarreta para vengarme de ti.

—Eso es normal en ti, Billy —comentó Sheena—. ¿Qué tiene de especial?

Di unos golpecitos en el armario.

—Tuve una gran idea. Escogí un frasco y vacié el plancton.

Mi tío hizo una mueca.

—¿Que hiciste qué?

—Lo siento, doctor D. —me disculpé—. Imaginé que teniendo tantos, no lo echarías en falta.

—Sigo sin entenderlo —reconoció Sheena—. ¿Qué más?

—Limpié el frasco. Luego lo rellené con té helado —expliqué—. Iba a traerte aquí y a decirte: «¡Eh, Sheena! ¿Quieres ver cómo bebo plancton?» Luego me bebería el té helado de un solo trago y ¡tú te morirías de asco!

—¡Yo no me habría muerto de asco! —protestó mi hermana.

—Seguro que sí —insistí—. ¡Habrías dejado el suelo lleno de vómitos!

—¡No es verdad!

Mi tío nos interrumpió.

—¿Metiste un frasco de té helado en el armario del plancton? Entonces, cuando el doctor Ritter te pidió que escogieras uno…

—¡Así es! —grité—. ¡Elegí el frasco de té helado!

Sheena se echo a reír. Lo hizo con tantas ganas que casi se asfixia.

—Ya sé que tiene gracia —dije—. Pero ni tan siquiera a mí me hace tanta.

Mi hermana recuperó el aliento.

—¡No puedo creerlo! —exclamó—. Tú y yo estamos empezando a pensar igual, Billy.

—¿A qué te refieres?

—¡Yo también iba a hacerte la misma jugarreta! También había puesto té helado en uno de los frascos. ¡Mira!

Sacó un frasco de un extremo del armario, le quitó el tapón y se lo bebió de un trago.

Mi tío y yo nos quedamos mirándola con la boca abierta.

Sheena puso una cara extraña. Tenía los ojos desorbitados. Se puso las manos en el estómago.

—¡Oye! —gimoteó—. ¿Me he bebido el frasco correcto?