Me quedé mirando los frascos.
—¡Elige uno, Billy! —insistió el doctor Ritter—. O lo haré yo y te obligaré a bebértelo.
No tenía elección. Decidí quedarme con el último frasco de la estantería intermedia.
Lo miré fijamente. Contenía un líquido viscoso entre amarronado y verdoso. No era exactamente el desayuno que había previsto.
—Espere a ver esto, doctor Deep —anunció. Me miró con los ojos brillantes—. La hormona de crecimiento reacciona con el plancton de una forma muy extraña —explicó—. En cuanto el chico se lo beba, se convertirá en pez. Es cuestión de un par de minutos.
Me arrebató el frasco. Lo abrió y me lo devolvió.
—¡Bebe!
Me llevé el frasco a los labios.
—¡No! —gritó Sheena.
Mi tío tapó la boca del frasco con una mano.
—¡Espera, Billy! —me ordenó—. Esto es ridículo, doctor Ritter. Debe acabar con esta insensatez ahora mismo y dejarnos marchar.
—No puedo hacerlo. Ya le he explicado la razón —respondió él.
—Necesita ayuda, doctor Ritter —dijo mi tío—. Está ofuscado. Usted es un hombre inteligente. Podría ser un gran científico.
—Soy un gran científico —insistió él—. ¡Estoy a punto de demostrárselo! ¡Bebe, Billy!
Mi tío todavía tapaba el frasco con la mano.
«Gracias, doctor D.», pensé.
—No puede ser un gran científico si hace daño a los seres humanos —insistió mi tío—. Déjenos marchar. Conseguiremos la ayuda que necesita. Luego podrá hacer de este mundo un mundo mejor.
—Es usted un imbécil, doctor Deep —se burló Ritter—. Va a ser el próximo en convertirse en pez. En cuanto acabe con el muchacho.
Le apartó la mano del frasco.
—¡Bébete el plancton, Billy! —me ordenó—. O voy a echaros a todos por la borda.
Agité el líquido marrón y tragué saliva. Tenía un aspecto verdaderamente nauseabundo.
¿Pero qué otra alternativa tenía? Morir ahogado o bebérmelo…
Me tembló la mano cuando me llevé el frasco a los labios.
Me lo bebí de un sorbo.