¡ZUUUUM!

No pude verlo. Paso tan deprisa que sólo oí cortar el aire. Me quedé horrorizado cuando mi tío se desplomó sobre la cubierta.

—¡Le-le ha dado! —chillé.

—¡Doctor D.! ¡Doctor D.! —gritó Sheena. Los dos corrimos a su lado.

Nuestro tío se incorporó.

—¡Ha-ha fallado! —Parecía sorprendido. Se puso en pie de un salto—. ¡Al bote, chicos! —gritó.

Una gaviota graznó. Oí gritar a Adam. Mel fue en su ayuda.

Tomé carrerilla, cerré los ojos y salte por la borda.

¡PAF! Aterricé en el blando bote neumático Sheena saltó detrás de mí, seguida de mi ío.

—¡Alto o disparo! —gritó el doctor Ritter.

Recogió el arpón submarino de Mel y nos apuntó con él.

Una gaviota le golpeó el brazo con un ala, y el arma cayó al agua.

Nos impulsamos frenéticamente con las manos, intentando alejarnos del barco.

—¡No escaparéis! —gritó el doctor Ritter a nuestras espaldas con el puño alzado—. ¡Os atraparé!

Mi tío encontró los remos y empezó a remar con todas sus fuerzas. La corriente nos alejó del barco.

El mar se embraveció y se llenó de espuma. Se levantó un viento que nos azotó, formando olas inmensas. El oleaje enseguida nos arrastró mar adentro. El barco del doctor Ritter se perdió a lo lejos.

—Bueno, hemos escapado. —Sheena suspiró—. Pero ¿adónde vamos?

No se veía tierra por ninguna parte, ni tampoco se divisaban otros barcos. Sólo había agua batida e inmensas olas.

El bote de goma se agitaba como una peonza.

—¡Agarraos, chicos! —gritó el doctor D.—. ¡La que viene es grande!

Me agarré al bote cuando una ola enorme nos alzó por los aires.

¡PUM! Aterrizamos entre dos olas. A continuación, otra ola rompió sobre nosotros.

Me puse a temblar, completamente empapado.

—¿Estáis bien? —preguntó mi tío. Sheena y yo asentimos.

Entonces se formó una ola gigantesca a nuestras espaldas. El bote se elevó muchísimo.

Yo me aferré a él.

Pero a Sheena se le resbalaron las manos.

Salió volando por los aires, y desapareció en la espuma blanca.

—¡Sheena! —grité—. ¡Se ha caído al agua!

Mi hermana sacó la cabeza.

—¡So-so-socorro! —balbuceó. Volvió a hundirse, braceando.

Esperé a que volviera a salir.

Esperé.

Y esperé.

«Por favor», supliqué.

En ese momento apareció. Saqué el cuerpo del bote tanto como pude. Más. Un poco más…

La agarré por el brazo y la metí en el bote.

—¿Te encuentras bien, Sheena? —preguntó el doctor D.

Mi hermana tosió. El agua le discurría por la cara.

—Creo que sí.

Mi tío la sujetó mientras otra ola inmensa nos dejaba calados hasta los huesos.

Nos apiñamos en el bote, mojados, temblando, muertos de hambre y cansados. El bote salvavidas se había llenado de agua. Era como estar en una piscina poco profunda.

El cielo se oscureció. Pronto se haría de noche.

«Tendremos que pasar la noche aquí —pensé—. Aquí, en alta mar. Ni siquiera podemos descansar. El mar está muy revuelto. Si nos soltamos un solo segundo, podríamos caernos al agua.»

No teníamos comida, ni agua. No teníamos nada.

—Las cosas no pueden ponerse peor, ¿verdad? —pregunté—. ¿Verdad?

Sheena estornudó. El doctor D. no respondió.

«Las cosas no pueden ponerse peor», repetí para mis adentros.

Pero lo hicieron.