El pánico me paralizó.
Los graznidos me zumbaron en los oídos, me horadaron el cerebro. Sentí como si la cabeza fuera a estallarme.
Miré sus garras extendidas.
Aquellas sombras se cernieron sobre mí.
En ese instante note que una mano me derribaba, me obligaba a echarme sobre la cubierta.
Me volví y vi a mi tío, con las mandíbulas tensas, los ojos clavados en el cielo.
Nos había echado al suelo a Sheena y a mí. Luego, nos cubrió con su cuerpo para protegernos.
Aunque no las vi, oí el ruido sordo que hicieron al posarse sobre el barco. A continuación, oí los gritos del doctor Ritter y sus hombres. Eran gritos airados que se confundían con los penetrantes graznidos de las gaviotas.
Me volví, intentando vislumbrar algo, pero mi tío volvió a bajarme la cabeza. Nos rodeó a Sheena y a mí con los brazos.
Oí forcejeos a nuestras espaldas, acompañados de más graznidos y más gritos frenéticos. También oí un pesado batir de alas.
La mesa de cubierta se volcó, por lo que los platos se hicieron añicos.
Entonces oí un grito de dolor.
—¡Rápido, chicos! ¡Es nuestra oportunidad! —susurró el doctor D. Nos puso en pie. Después, protegiéndonos con su cuerpo, nos condujo hacia el bote salvavidas—. ¡Billy! ¡Ayúdame a desatar esto! —me ordenó.
Los tres intentamos deshacer los nudos que sujetaban el bote salvavidas a la cubierta.
—¡Daos prisa! —nos urgió mi tío—. ¡Antes de que nos descubran!
¡RAAAAC!
Me volví y vi que una de las gaviotas tenía atrapado a Adam entre sus afiladas garras. Mel y el doctor Ritter intentaban quitarle de encima aquel pajarraco.
—¡Este nudo ya está deshecho! —anunció Sheena. Se puso a desatar otro.
Yo aflojaba el nudo que tenía entre mis manos. Estaba tan asustado que era incapaz de pensar. Me notaba los dedos torpes y rígidos.
«¡Date prisa! —me ordené—. ¡Date prisa! ¡Antes de que nos atrapen!»
Al fin, deshice el último nudo del bote salvavidas. El doctor D. lo echó al agua, sujetándolo con una cuerda.
—¡Muy bien! ¡Vámonos! ¡Saltad! ¡Ahora!
Me agarré a la barandilla de la lancha y me dispuse a saltar.
—¡Eh! —Oí un grito a mis espaldas. Al volverme vi a Mel mirándonos—. ¡Eh! ¡Están huyendo!
Vino hacia nosotros.
—¡Alto! —gritó, y se hizo con un arpón submarino—. ¡No os mováis! —ordenó.
Vacilé. La afilada punta del arpón centelleó en la luz del sol.
¿Sería capaz de dispararnos?
—¡Venga, chicos! ¡Ahora! —gritó el doctor D.
Mel apuntó a mi tío con el arpón… y disparó.