Las olas rompían bajo mis pies. El corazón me latía con tanta fuerza que me dolía.
Al llenar los pulmones de aire, me di cuenta de que aquélla podría ser la última vez que respirara.
—¡Alto! —gritó el doctor D.—. Deje que salte yo. No mate a los niños. No pueden perjudicarles, ni a usted ni a sus experimentos.
—Creo que las familias deberían permanecer siempre unidas —respondió el doctor Ritter—. Sobre todo las familias de fisgones.
—¡Nosotros no somos fisgones! —protestó Sheena—. ¡No hemos podido evitar toparnos accidentalmente con algunos de sus enormes peces!
—¡No se lo contaremos a nadie! ¡En serio! —grité.
El doctor Ritter se inclinó sobre Sheena.
—¿Quieres saltar tú la primera, quizá?
Sheena lo fulminó con la mirada, pero vi que temblaba. Supe que estaba verdaderamente asustada. Y eso que mi hermana casi nunca se asusta.
—¡Déjela en paz! —le advirtió el doctor D.—. Llévenos a una isla, una isla cualquiera. La que esté mas cerca. Así no podremos hablarle a nadie de sus experimentos con el plancton.
El doctor Ritter frunció el ceño.
—No hay islas en los alrededores. Y no puedo asumir ese riesgo. Lo siento.
Mi tío se negó a darse por vencido. Siguió intentado persuadirlo para que cambiara de opinión. Pero era evidente que no había manera.
«¡Piensa! ¡Piensa! —me ordené—. Tiene que haber alguna forma de escapar. Tiene que haberla.»
Miré a mi alrededor, buscando algo, cualquier cosa. ¡Un chaleco salvavidas, tal vez! ¿No tenían chalecos salvavidas en la lancha? ¿O un flotador? Si consiguiera hacerme con algún tipo de flotador, al menos tendríamos una posibilidad.
Pero en cubierta no se veía nada. Alargué el cuello para divisar la popa. El corazón me latió más deprisa. ¡Bien! ¡Había un bote salvavidas!
—¿Qué estás mirando, chico? —gruñó Mel—. ¿Estás buscando a la guardia costera o algo por el estilo? Créeme, por aquí no hay nadie para rescataros, así que olvídate de buscar ayuda.
—Yo-yo no miraba nada —farfullé. Estaba tan asustado que me costaba respirar.
—¡Se acabó la conversación, doctor Deep! —interrumpió Ritter—. Me está haciendo perder el tiempo y está gastando sus energías. Y va a necesitar todas las que tenga. Es hora de darse un chapuzón.
Sheena gritó.
—¡Suéltela! —chilló mi tío.
Dos manos me agarraron fuertemente por los hombros.
—¡Socorro! —aullé—. Por favor… ¡no!
Pero mis gritos no sirvieron de nada.
Me empujaron hacia delante.