Los tres hombres estaban uno al lado del otro, hombro con hombro, y llevaban pantalones cortos, camisas de botones y calzado náutico.

El que había hablado era alto y delgado, llevaba gafas y tenía el pelo castaño y bastante largo. A su izquierda había un hombretón rubio muy bronceado. A su derecha, un tipo de pelo rizado con una larga nariz aguileña que le daba aspecto de pájaro.

No los había visto en mi vida. ¿Qué hacían en nuestro barco?

El doctor D. se aclaró la garganta.

—¿En qué puedo ayudarles?

Fue el hombre alto quien habló.

—Espero no haberles asustado. Siento haber subido a su barco de esta manera, pero estábamos preocupados ¿Están en apuros? Vimos que su barco se inclinaba peligrosamente hacia un lado y nos alarmamos.

El doctor D sonrió, intentando parecer natural.

—Las aguas estaban un poco revueltas —mintió—. Pero ahora ya ha pasado todo, como puede ver.

Me pregunté de dónde habrían salido aquellos tipos. Me asomé a la barandilla y vi una lancha motora atada al casco del barco.

—Temí que fueran a volcar —prosiguió aquel hombre—. ¡Pensamos que tendríamos que rescatarlos!

—No, no. Ahora estamos bien ¿verdad, chicos? —insistió el doctor D.

—¿Bien? —me extrañé—. Pero ¿y…?

Mi tío me apretó el hombro tan fuerte que me mordí la lengua.

¿Por qué se comportaba el doctor D. como si todo fuera bien? Cuando los peces de colores alcanzan dimensiones monstruosas, no es que todo vaya a las mil maravillas.

—Han sido muy amables acudiendo en nuestra ayuda. Gracias.

Al fin, mi tío me soltó el hombro. Yo me lo restregué.

—No hay de qué. —El hombre alto sonrió—. Me alegro de que no estén en apuros.

Siempre es un placer para mí socorrer a otro marinero. —Tendió su mano derecha—. Soy el doctor Ritter. Éstos son mis ayudantes, Mel Mason y Adam Brown. —Mel era el hombretón rubio. Adam, el de pelo rizado y nariz aguileña.

El doctor D. le estrechó la mano.

—Es un placer. Soy el doctor George Deep. Éstos son mis sobrinos, Billy y Sheena.

—Hola, chicos. ¡Caramba!, tenéis pinta de nadar muy bien.

Mi tío se echó a reír.

—Así es.

—¿Cuál es su especialidad, doctor Deep? —le preguntó Ritter—. ¿Es un cirujano de vacaciones?

Mi tío negó con la cabeza.

—No, soy biólogo marino. El Cassandra es mi laboratorio flotante.

—¿En serio? —preguntó el doctor Ritter—. ¡Un científico como yo! ¡Maravilloso!

Se puso a pasear por la cubierta, mirando las cuerdas y los instrumentos. Sus ayudantes lo siguieron.

—Yo también tengo un laboratorio flotante —nos contó—. No muy lejos de aquí, por cierto.

Inspiró una gran bocanada de aire salado y se golpeó el pecho.

—¡Ah, sí! Los biólogos marinos somos gente admirable, ¿no cree, doctor Deep? Dedicados al estudio de los misterios del mar. Yo siempre digo que es la ultima frontera verdadera que hay sobre la Tierra.

Mi tío repitió sus ultimas palabras.

—Sí, la última frontera —convino.

—¿En qué está trabajando, si me permite la pregunta? —indagó el doctor Ritter.

Mi tío se aclaró la garganta.

—Bueno, tengo un par de proyectos en marcha. No puedo hablar de ellos por el momento, doctor Ritter. Están en fase inicial. Lo comprende, ¿verdad?

Los tres desconocidos se detuvieron junto a la escala a la que habían atado su lancha.

—Sí, desde luego. Supongo que ya va siendo hora de que nos vayamos —anunció Ritter—. Me alegra que todos estén sanos y salvos.

—Gracias por venir a socorrernos —les agradeció mi tío.

El doctor Ritter puso una mano sobre la escalera. Luego se detuvo.

—Por cierto, no habrán visto últimamente nada raro por estas aguas, ¿verdad?

—¿Raro? —preguntó mi tío—. ¿A qué se refiere?

—¿Peces extraños, criaturas poco habituales, algo así?

¡Peces extraños! No pude guardar silencio por más tiempo.

—¡Hemos visto cosas rarísimas! —exclamé—. ¡Mis peces se han vuelto gigantescos! ¡Y hemos visto una medusa inmensa, más grande que un camión! ¡Ay!

Algo puntiagudo se me clavó en las costillas. Era el codo de mi tío.

—Siento oír eso —dijo el doctor Ritter.

—¡Sí, ha sido horrible! —corroboré—. ¡Ay! —Otro codazo de mi tío—. ¿Por qué has hecho eso?

Mi tío me miró con cara de pocos amigos.

«¿Qué? —pensé—. ¿Qué he hecho esta vez?»

—Billy sólo está bromeando —le aseguró mi tío. Jugueteaba nerviosamente con sus gafas.

El doctor Ritter contestó:

—¿Bromeando? ¿Verdad que no estabas bromeando, Billy?

—Bueno… —Miré a mi tío. No sabía qué decir.

—Lo siento muchísimo —repitió Ritter—. Siento que vieras esas criaturas, Billy. Porque ahora no puedo dejaros marchar.

—¿Eh? —exclamé—. ¿De qué está hablando?

—Habéis visto demasiado —sentenció el doctor Ritter—. Y ahora tendré que pensar qué hago con vosotros.

Chasqueó los dedos. Sus dos ayudantes se aproximaron.