—¡AAAAYYYY! —Sheena chilló y me estrujó la mano.

—¡Habla! —grité.

—¡Chicos! ¡Socorro! —volvió a gimotear.

—¡Noooo! ¡Habla! ¡Habla! ¡Es horrible!

—Billy, ¡cálmate! —me reprendió el caracol—. ¡Deja de chillar! ¡Necesito ayuda!

Sheena y yo reprimimos un grito. Ambos os dimos cuenta de que no era el caracol quien hablaba sino el doctor D.

—Estoy atrapado. ¡Debajo del caracol! —dijo casi sin aliento—. No puedo respirar. Sacadme de aquí. ¡Daos prisa!

Mi tío sacó débilmente la mano por debajo del caracol. Tenía los dedos llenos de espesas babas blancas.

—Las babas… ¡son tan espesas como la espuma de afeitar! —musité yo.

—¡Chicos! ¡Daos prisa! ¡Aquí debajo no se puede respirar! Las babas… ¡se me están metiendo en la nariz!

—¿Qué hacemos, doctor D.? —preguntó Sheena.

Él no respondió.

—¡Se está asfixiando! —grité—. ¡Se está ahogando en las babas del caracol!

Se oyó un gemido bajo el caparazón de aquel caracol monstruoso.

—¡Tenemos que darnos prisa! —me gritó Sheena.

—¡Yo volcaré el caracol! —propuse—. Y tú sacas al doctor D.

—De acuerdo.

Mi tío gimoteó.

—¡Ya va! ¡Ya va! —grité.

Empujé el caparazón, pero pesaba tanto que ni siquiera se movió.

—Haz más fuerza, Billy. —Sheena estaba a mi lado, lista para agarrar al doctor D. y tirar de él.

Bajé el hombro y embestí al caracol con todo el peso de mi cuerpo.

—¡No se mueve!

—Tengo una idea —anunció Sheena—. ¡Las babas!

—¿Eh? ¿Qué pasa con las babas?

—Pueden irnos bien —explicó. Se puso detrás del caracol—. Empujémoslo los dos. ¡A lo mejor, al haber tantas babas, podemos deslizarlo hacia delante!

Oí cómo el doctor se asfixiaba debajo del caracol. ¡Estaba tragando babas!

Empezó a revolvérseme el estómago. Pero tragué saliva, contuve la respiración y alejé la sensación de náusea.

Sheena y yo nos apostamos detrás del caracol.

—¡Una, dos, tres, empuja! —chilló ella.

Empujamos al caracol con todas nuestras fuerzas. Se deslizó un poquito.

—Otra vez… ¡ya!

Volvimos a empujar.

El caracol fue deslizándose poco a poco sobre el cuerpo del doctor D. hasta dejarlo atrás.

Mi tío se puso en pie con lentitud. Estaba cubierto de pies a cabeza de pegajosas babas blancas. Tosió y escupió un gran grumo de babas.

—No saben muy bien —murmuró, meneando la cabeza.

—¡Doctor D.! ¿Qué ha pasado? —pregunté.

Se quitó las babas de los ojos.

—No lo sé. De repente, el barco empezó a agitarse. Me caí al suelo. Y antes de que pudiera darme cuenta, ¡BUM!, ¡me encontré con este gigantesco caracol encima mío!

Miré el caracol. Estaba inmóvil en el pasillo, rezumando babas. ¿De dónde había salido? ¿Cómo podía haber crecido tanto?

—Es como si hubiera caído del cielo —comentó el doctor D.

—Se parece mucho al caracol de mi pecera —observé—. Pero el mío es diminuto, como una uña.

—¡Doctor D.! —gritó Sheena—. ¡Hemos visto dos medusas gigantescas! ¡Una me ha atrapado y casi me mata!

—¿Qué? —Mi tío miró a Sheena—. ¿Medusas gigantescas? ¿Qué diablos está ocurriendo en estas aguas?

El barco se agitó.

—¡Eh! —grité al perder el equilibrio.

El barco se inclinó bruscamente hacia un lado. Todos nos dimos contra la pared.

—¿Qué pasa ahora? —gimió Sheena.

—¡Agarraos a la barandilla, chicos! —chilló el doctor D.—. ¡Estamos volcando!