—¡Un terremoto! —aulló Sheena.
—¿Cómo va a ser un terremoto? —le dije enfadado—. ¿Es que no sabes que estamos en el agua?
Bajamos corriendo las escaleras. El barco se inclinó y los dos nos dimos contra la pared.
Pasamos junto al laboratorio. Los frascos de plancton saltaban en el interior del armario.
Todo vibraba. Oí ruido de cristales en la cocina.
Giré por el pasillo en dirección a mi camarote, pero no pude seguir adelante. Algo me cerraba el paso.
Algo…
—¡AAAAAAYYYYY! —El grito se me escapó sin que pudiera evitarlo—. ¿Qué es eso? —exclamé.
Sheena me alcanzó.
—¿Eh? ¿El qué?
Entonces lo vio ella también. ¡Era imposible no verlo!
—¡Un monstruo!
Un ser enorme nos cerraba el paso. Era brillante, negro, liso, y casi perfectamente esférico. Estaba rodeado de un nauseabundo charco de babas blancas.
Nunca había visto nada igual. Aunque la verdad era que algo en aquel ser me resultaba familiar.
—¿Qué es eso? —preguntó Sheena con un hilillo de voz.
El monstruo se movió, vibró y asomó la cabeza. Era larga, goteante y gris… como una babosa gigante. Tenía dos antenas en la frente.
—Billy. —Sheena me tiró de la manga—. Es… ¡creo que es un caracol!
—Tienes razón —musité horrorizado—. Es un caracol. ¡Un caracol monstruoso y gigantesco!
—¿Cómo habrá llegado al barco? —preguntó Sheena.
—¿Cómo habrá crecido tanto? —añadí yo—. ¡Ocupa el pasillo entero!
Despacio, muy despacio, el caracol alzó su cabeza babosa. Posó sus tristes y enormes ojos acuosos en nosotros, y gimoteó.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó.