No podía moverme. Intenté pensar en algo.

«¿Cómo puedo salir de aquí? ¿Cómo?», pensé.

Era imposible. ¡Estábamos perdidos!

«Voy a desmayarme —pensé—. Otro segundo más sin aire y…»

De repente, la medusa se aflojó. Con un horrible ruido de succión, se extendió. ¡Se abrió!

No había tiempo que perder. Agarré a Sheena y tiré de ella. Logré subir con ella a la superficie.

Sacamos la cabeza fuera del agua, ¡por fin!

¡Lo habíamos conseguido! Inspiré una enorme bocanada de aire. ¡Ahhh! ¡Qué maravilloso era volver a respirar!

El rostro de Sheena perdió su tono azulado y sus mejillas recuperaron el color.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté.

Ella asintió, esforzándose todavía en respirar con normalidad.

—¿Estás segura? ¿Puedes hablar?

Volvió a asentir.

—Sí, Billy. Me encuentro de maravilla. Mejor que nunca.

Supe que no mentía. Hablaba con la soltura de siempre.

—¿Qué ha pasado? —grité—. ¿Por qué nos ha soltado la medusa?

Sheena se encogió de hombros. Al mirar hacia el fondo a través de las aguas transparentes, vimos que la medusa se hallaba aproximadamente a un metro por debajo de nosotros.

Entonces, entendimos por qué se había olvidado de nosotros.

Divisamos otra enorme mole rosa que avanzaba ondulándose hacia ella. Se extendió en el agua como si abriera las alas. A continuación, intentó envolver a la otra medusa.

Ambas criaturas chocaron. La colisión provocó una ola que nos echó a Sheena y a mí hacia atrás. Cuando volví a mirar, las dos medusas estaban peleando. Se retorcían la una sobre la otra, se golpeaban y se contorsionaban.

Intentaban envolver a la otra, engullirla entera.

Se propinaban golpes viscosos.

Mientras peleaban, las aguas se crispaban y arremolinaban. Las monstruosas medusas se separaron y volvieron a embestirse, levantando inmensas olas a nuestro alrededor.

—¡Tenemos que regresar al barco! —grité.

Una ola rompió en mi cabeza. Tragué agua salada y la escupí.

Intentamos nadar contracorriente, pero las olas nos derribaban una y otra vez, alejándonos del barco.

Las aguas estaban tan batidas y espumosas que ya no veíamos a las dos medusas peleándose.

Pero notábamos su presencia.

Otra ola nos azotó. Miré a mi alrededor.

—¡Sheena!

¡Habia desaparecido! Busque frenéticamente entre la espuma.

¿Se habría hundido? ¡ZAS! Otra ola.

—Sheena, ¿dónde estás? —aullé.

Al fin, mi hermana salió a la superficie, escupiendo y tosiendo. La sujeté y luché contra las olas. Conseguí alejarme de la estela que dejaba la pelea de las dos medusas.

Al cabo de unos segundos, Sheena y yo subíamos a bordo del Cassandra.

—Qué cosa tan rara —comentó Sheena cuando hubimos recobrado el aliento—. Esas medusas, ¡eran como camiones!

—Tenemos que explicárselo al doctor D., ¡ahora mismo! —exclamé.

Corrimos al laboratorio. Ni rastro de mi tío.

—¡Doctor D.! —grité—. ¿Dónde estás?

—Voy a mirar en la cocina —dijo Sheena.

Me apresuré a comprobar si mi tío estaba en su camarote. No estaba allí. La diminuta habitación estaba vacía.

—¡No está en la cocina! —gritó Sheena—. ¡No lo veo por ninguna parte!

—¡Doctor D.! —chillé—. ¡Doctor D.!

No obtuve respuesta.

A Sheena le tembló la barbilla. Supe que estaba asustada.

Era imposible, pero cierto.

—¡Ha-ha desaparecido! —grité.