Durante unos instantes el horror me paralizó. Luego salí a la superficie, me quité las gafas y empecé a nadar en esa dirección.

Nadé con todas mis fuerzas hacía aquella burbuja rosa, levantando mucha espuma. Se retorcía y se contorsionaba con mi hermana en sus entrañas.

«¿Qué es? —me dije—. ¿Qué puede ser?»

Entonces, al acercarme, averigüé qué era.

¡Tenía ante mí una medusa! ¡Una medusa más grande que un ser humano!

Podía ver su interior. Observé la baba blanca y gelatinosa y las venas rojas que le daban la tonalidad rosa.

También vi a Sheena ¡atrapada en sus entrañas!

Pobre Sheena. Se retorcía, pataleaba y golpeaba los viscosos costados de aquella criatura.

¡Tenía la cara pegada a aquella piel surcada de venas! A través de sus gafas de buceo, vi el terror en sus ojos.

La horrible criatura la envolvía como una manta, de pies a cabeza. Sheena apretó los puños contra aquella cortina viscosa de color rosa. Me di cuenta de que no le quedaba mucho aire en los pulmones.

Tenía que hacer algo. Pero ¿qué?

Mi hermana estaba aterrorizada.

«Tendré que abrir la medusa de algún modo», decidí.

Nadé hacia aquella burbuja ondulante. Intenté agarrarla por un lado. ¡Aj! Se me escurrió de las manos. Lo intenté de nuevo. Imposible. No podía sujetarla. Era como estrujar gelatina.

Me golpeó con aquella piel tan viscosa y pegajosa. Sheena me miraba con los ojos desorbitados a causa del pánico.

Forcejeé con aquel ser horrible, le clavé las uñas, y la medusa se onduló y palpitó, pero no se abrió.

Entonces se me ocurrió una idea. Sólo pensar en mi plan me daba náuseas, pero sabía que no tenía opción. Sheena no iba a aguantar muchos más.

Tenía que meterme yo también en las entrañas de la medusa. Tenía que entrar de alguna forma y sacar a Sheena.

Tragué saliva. Se me revolvió el estómago.

Bajé la cabeza y nadé hacia el pliegue, hacia la abertura por donde aquella asquerosa burbuja rosa se había doblado por la mitad.

«¡Allá voy! —me dije—. Voy a entrar.»