El doctor D. y Sheena salieron corriendo del laboratorio. Me volví un momento para mirar la puerta de mi camarote y ¡plaf!, choqué con Sheena.

—¡Ay! —gimoteó ella—. ¡Mira por donde vas, Billy!

—Billy, ¿qué pasa? —pregunto el doctor D.

—¡Una cabeza! —exclamé con voz entrecortada, señalando frenéticamente hacia mi camarote.

Me costaba respirar. Tenía el estómago revuelto.

—¡Oh, es increíble! ¡En-en mi pecera, hay una cabeza humana!

Mi tío frunció el ceño y se dirigió con decisión a mi cuarto Sheena y yo lo seguimos.

Abrió la puerta, y se quedó donde estaba, boquiabierto.

—¡Fijaos! —grité.

La cabeza nos observaba a través del cristal, con los ojos abiertos de par en par.

¿Cómo podían quedarse mirándola así? Me estaban entrando ganas de vomitar. Tragué saliva y aparté la vista. Mi hermana se echó a reír.

¿Se reía?

—¿Qué te pasa, Sheena? —le pregunté—. ¿Qué te hace tanta gracia?

Mi hermana atravesó la habitación y metió la mano en la pecera.

—Sheena, ¡no! —le advertí—. ¡No la toques!

Sin dejar de reír, sacó la cabeza, sujetándola por el pelo, y luego la balanceó; estaba totalmente empapada.

—¡Oh, noooo! —gimoteé. Miré la cabeza horrorizado.

Ahora lo veía con claridad. Ahora era consciente de que, después de todo, no era una cabeza humana sino la de una muñeca.

—¡Te la he devuelto! —se mofó Sheena—. ¡Te la he devuelto por todas las jugarretas que me has hecho este verano!

El doctor D. sonrió con malicia.

—Casi me has engañado a mí también —confesó—. Con el agua de la pecera, la cabeza de la muñeca parecía más grande de lo que en realidad es. Muy logrado, Sheena.

—Gracias, doctor D. —Mi hermana hizo una ligera reverencia.

Noté calor en las mejillas, y supe que se me estaban subiendo los colores. Me sentía ridículo. ¡No es propio de mí caer en una broma tan tonta!

Además, se supone que el bromista soy yo, no Sheena.

Al mirar la pecera, noté que faltaba algo.

—¡Eh! —exclamé—. ¿Dónde están mis peces? ¿Y dónde está mi caracol?

Sheena se encogió de hombros.

—¿Qué les has hecho? —demandé, agarrándola por el cuello.

—Está bien, está bien, no te preocupes —respondió. Se apartó de mí—. Los he puesto en una pecera más pequeña y los he dejado en el cuarto de baño.

—Bueno, ¡ve a buscarlos! —le insistí, enfadadísimo.

—Ya voy, ya voy —aceptó Sheena. Me trajo mis peces y mi caracol y los devolvió cuidadosamente a su pecera.

—¡No vuelvas a tocarlos jamás! —le ordené—. No quiero que les pase nada.

Los observé durante un minuto mas o menos. No tenían buen aspecto.

—Les pasa algo —observé, sacudiendo la cabeza.

—Dales un poco de plancton, Billy —me sugirió el doctor D.—. Eso debería reanimarlos al instante.

Destapé el frasco y vertí en la pecera un poco de aquella sustancia viscosa. Los peces ascendieron a la superficie como un rayo y se pusieron a comer. Parecían mucho más contentos.

—¡Caramba! —dije—. ¡Les encanta!

—Me lo imaginaba. —Mi tío sonrió, pero se le enturbió la mirada—. Bueno, chicos, basta de bromas, por favor. Me voy al laboratorio para examinar ese inmenso arenque enano. Y no quiero que nadie me moleste.

—No haremos ruido —prometió Sheena.

Mi tío apenas dio la impresión de haberla oído.

—Aquí está pasando algo extraño —musitó—. Algo verdaderamente extraño…

¡Cómo íbamos a imaginamos que nos iba a suceder todo eso!