—¡Es un arenque enano! —exclamó el doctor D.—. ¡Pero eso es imposible!
Leí el pie de la fotografía: «Arenque enano, tres centímetros de longitud.» A continuación, miré el pez que había en el tanque. ¡Media más de un metro de largo!
Mi tío entornó los ojos mientras estudiaba el pez.
—¿Cómo es posible que un arenque enano crezca tanto? —se preguntó en voz alta—. Debo examinarlo con más detalle.
Sheena y yo nos quedamos detrás de él, observando. Mi tío examinó la ilustración con una lupa. Luego paseó la mirada por el inmenso arenque enano, estudiando sus escamas, comprobando todos sus rasgos.
—Los rasgos son exactamente los mismos —musitó mi tío.
—¿Me dejas comprobarlo? —preguntó Sheena.
—Claro. —El doctor D. le pasó la lupa.
»Un arenque enano —murmuró mi tío—. ¿Cómo es posible que este pez gigantesco sea un arenque enano? Se supone que debe ser pequeño como tus pececillos de colores.
—¡Mis peces! ¡Uy! —grité—. ¡Se me ha olvidado darles de comer esta mañana!
—Será mejor que les eches comida —me aconsejó mi tío.
Me dirigí a la puerta del laboratorio. De camino, vi un armario lleno de frascos de vidrio.
—¿Qué hay dentro, doctor D.? —le pregunté.
Mi tío apartó la vista del inmenso arenque enano para mirarme.
—Ah, eso es plancton —respondió—. Está compuesto de plantas y animales diminutos que se agrupan y flotan en el agua. Es el alimento de muchos peces. He recogido las muestras en estas aguas.
Alcé un frasco. Lo único que se veía era agua turbia de color marrón con una viscosa capa verdosa flotando en la superficie.
—¡Qué asco! —exclamó Sheena, al mirar el plancton con la lupa.
—Anda, llévate un frasco, Billy —sugirió mi tío—. Dales un poco a tus peces. Les encantará.
—Gracias, doctor D. —Con el frasco en la mano, me alejé por el pasillo hacia mi camarote.
Al abrir la puerta, dije:
—¡Hola, caritas de pez! ¡Os he traído una sorpresa deliciosa!
Pero los peces me tenían reservada una sorpresa mayor. Mucho mayor.
Miré la pecera, y a punto estuve de que el frasco de plancton se me cayera de las manos.
Luego exclamé:
—¡NO!
Salí corriendo del camarote.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Doctor D.! —grité—. ¡En mi pecera hay una cabeza, una cabeza humana!