—¿Eh? —farfullé, muerto de miedo.
¡El tiburón era tan grande como una ballena! ¿De donde había salido? El doctor D. Nos había dicho que no vivían tiburones tan grandes en aquellas aguas. ¡Supongo que nadie había informado al tiburón!
Cuando salió a la superficie, impulsado por una ola, me quede boquiabierto. Su cuerpo, de color blanco plateado, ¡era tan largo como una canoa!
Chasqueó sus inmensas mandíbulas. El CRAAAC reverberó en el agua.
—¡Aaaaah! —Solté el almohadón y nadé hacia el barco tan deprisa como pude. El pulso se me aceleró, y tuve la impresión de que el agua se volvía más densa que el lodo. ¿Por qué no podía nadar mas aprisa?
—¡Deprisa, Billy! —gritó Sheena. Volví la vista atrás.
La gigantesca aleta gris cortaba el agua como una lancha motora. El tiburón venía derecho hacia nosotros.
«¡Nada! —me ordené—. ¡Más rápido! ¡Más rápido!»
Sheena y yo nadamos hacia el barco con todas nuestras fuerzas. No volví a mirar atrás.
¡No quería ver lo cerca que teníamos a aquel tiburón tan inmenso!
Sin aliento, con las fuerzas a punto de abandonarme, llegué al Cassandra. Me aferré al casco. Casi estaba a salvo. Casi.
Sheena trepó por la escala delante de mí.
—¡Date prisa! —le grité. Me sujeté a la escala y giré la cabeza.
El tiburón se acercaba a toda velocidad.
Estaba tan cerca que vi sus vidriosos ojos negros y su boca, llena de dientes afilados.
—¡Sheena, venga! —chillé. Le di un empujón para que subiera al barco y trepé por la escala.
—¡Bien! ¡Lo hemos conseguido! —exclamó Sheena.
Medio asfixiado, resollando, me asomé a la barandilla.
¡El tiburón venía hacia nosotros! ¡Como un submarino armado con dientes!
—¡NOOOO! —grité cuando aquel pez enorme embistió contra el casco del barco.
—¡NOOOO!
El Cassandra se bamboleó y se inclinó. Me sujeté a la barandilla con todas mis fuerzas.
—¡Agárrate, Sheena! —grite—. ¡Nos está atacando!
Me preparé para otra sacudida, pero no ocurrió nada… El tiburón desapareció en las aguas arremolinadas.
Mi tío apareció en cubierta con expresión de perplejidad.
—¿Qué pasa? —gritó.
Sheena yo corrimos hacia él, chillando.
—¡Un tiburón! ¡Un tiburón!
—¿Qué? —El doctor D. contempló el mar.
Ahora, el agua estaba en calma. Suaves olas rompían contra el casco del barco.
El monstruoso tiburón había desaparecido.
—Billy, ahí no hay nada. ¿De qué estás hablando? —preguntó mi tío.
—¡Había un tiburón! ¡Un tiburón enorme! ¡Nos ha perseguido! —gritó Sheena casi sin aliento—. ¡Ha chocado con el barco!
—¿Un tiburón? —El doctor D. negó con la cabeza—. Imposible. Es imposible que un tiburón zarandee el barco de esa manera.
—¡Es que era enorme! —chillé—. ¡Como diez tiburones juntos!
—¡Como veinte! —exclamó Sheena.
—Ya os lo he dicho —afirmó mi tío, rascándose la calva—. Lo he comprobado con el radar, con todos mis detectores de sonido. En esta zona no hay tiburones grandes.
Me miró a los ojos y me preguntó:
—¿Estás seguro de haber visto un tiburón?
—¡Lo estamos! —insistió Sheena. Ambos sabíamos que mi tío la creería a ella antes que a mí.
—Venid conmigo al laboratorio, chicos —nos pidió el doctor D.
Lo seguimos bajo cubierta a uno de los laboratorios. Mi tío señaló hacia un enorme tanque situado en un rincón, en el cual había un pez plateado del tamaño de un perro grande.
Sheena sofocó un grito.
—¡Caramba! ¡En mi vida he visto un pez como ése!
—Ni yo —convino el doctor D. con seriedad—. Eso es lo que me preocupa.
Miré al pez mientras nadaba por el tanque de agua. Me resultaba vagamente familiar, pero no sabía por qué.
—No sé identificarlo —prosiguió mi tío—. Nunca he visto un pez de este tamaño con este aspecto. ¡He consultado todos mis libros, pero no lo encuentro!
Señaló hacia una pila de libros sobre biología marina. Elegí uno y lo hojeé. Tenía un montón de páginas con formidables fotos en color de todo tipo de peces.
El doctor D. miró por encima de mi hombro mientras yo examinaba el libro.
—No puede estar en ese apartado, Billy —observó—. Todos esos peces son diminutos.
Volví una página, buscando el apartado de peces grandes. Luego pasé otra página y me quedé boquiabierto. Mi tío me apretó el hombro al ver la fotografía.
—¡No! —exclamó—. ¡No puede ser!