Le hice cosquillas en el vientre púrpura.

«¡Cosquillas, cosquillas!»

El pulpo se retorció.

«¡Cosquillas, cosquillas!»

Los tentáculos se relajaron.

«¡Sí! ¡Sí! ¡Funciona!» El pulpo tenía cosquillas.

Su enorme cuerpo se convulsionó, y me soltó.

—¡Basta, Billy! —gimoteó el pulpo—. Detesto tus estúpidas bromas. ¡Deja de hacerme cosquillas! —entonces, el pulpo me pellizcó.

Vale, vale. No era un pulpo sino mi hermana pequeña, Sheena, que siempre me agua la fiesta. No tiene imaginación. No le gusta nada fingir.

Lo cierto es que de pulpo tiene bien poco.

Se parece mucho a mí, en realidad: delgada, con el pelo liso y moreno. Ella lo lleva largo y yo corto. Los dos tenemos ojos azules y cejas muy pobladas.

Ella es más pequeña que yo; sólo tiene once años. Pero a veces se comporta como una señora mayor, ya que detesta los juegos y le gustan los hechos objetivos.

—¿Qué fingías esta vez? —se burló Sheena—. ¿Que eras un pez cosquillas?

—No es asunto tuyo —le respondí. Ella nunca admitiría que yo era un gran explorador submarino. ¿Se le había olvidado lo de las sirenas?

Daba lo mismo. Otras hermanas admiran a sus hermanos mayores, pero Sheena no. Si le dijera que me estaba imaginando que ella era un pulpo, no pararía de burlarse de mí.

—¡Eres tonto, Billy! —se lamentó.

Insultando a un gran explorador submarino. ¿Será posible?

—Te vas a enterar —le respondí, desafiante.

Me encanta hacerle jugarretas. No es fácil engañarla, pero se me había ocurrido una que le pondría los pelos de punta.

Nadé hasta el bote. Me quité las gafas de bucear y subí a bordo del Cassandra, un barco grande y robusto, de unos quince metros de eslora, con una amplia cubierta. En el interior se encontraban los laboratorios de investigación, la cocina y unos cuantos camarotes para dormir. La cubierta de color blanco, totalmente vacía, se ondulaba a la luz del sol. Eran las doce del mediodía aproximadamente.

«El doctor D. debe de estar abajo —pensé—. Perfecto.»

No quería que me viese y me echara a perder la jugarreta.

Rebusqué debajo de un montón de chalecos salvavidas, y saque un almohadón cuadrado de vinilo gris que había escondido allí. Mire hacia el arrecife, donde Sheena estaba buceando. No me veía. Estupendo.

He aquí mi plan: iba a nadar bajo el agua, sujetando el almohadón gris encima de la cabeza. Lo llevaría con una de las esquinas hacia arriba. ¡Bingo! Como si fuera una aleta de tiburón.

Luego nadaría hacia Sheena tan rápido como pudiera. ¡Pensaría que un tiburón iba derechito hacia ella! Le iba a dar un susto de muerte. Estaba impaciente por oírla gritar que fuera a socorrerla.

—Veremos quién es el tonto —murmuré para mis adentros.

Volví a meterme sigilosamente en el agua.

Sujetando el almohadón para que pareciera una aleta de tiburón, empecé a avanzar. Nadé bajo el agua hacia el arrecife. Hacia Sheena.

Al cabo de unos instantes, salí para respirar.

Aún no me había visto. Alzando la «aleta de tiburón», me acerqué poco a poco bajo el agua.

En ese momento los oí por fin. Los chillidos.

—¡Un tiburón! —aullaba Sheena—. ¡Un tiburón!

«¡Ja! ¡ja! ¡Qué pulmones, Sheena!»

¡Por fin había engañado a esa resabida!

—¡Un tiburóooon! —volvió a aullar mi hermana.

Yo ya no podía resistir más tiempo debajo del agua. Tenía que salir a la superficie para poder reírme en sus narices.

Saqué la cabeza fuera del agua.

¿Eh? Sheena nadaba frenéticamente hacia el barco. Seguía chillando como una loca. Pero no miraba en mi dirección, ya que ni siquiera me había visto.

—¡Un tiburón! —volvió a gritar. Señaló angustiosamente hacia el arrecife.

Yo también la vi. ¡Una aleta de tiburón inmensa! ¡Una aleta de verdad!