CAPÍTULO XXIV

El fin y el principio

NYA SE SENTÓ EN la boca de la cueva al día siguiente a aquel en el que había citado a Eddo para que hablara con ella. Era a última hora de la tarde, y las sombras se cernían con tal rapidez que su pequeña figura, como la de un niño, reducida casi a la de un esqueleto, apenas era visible al recortarse contra las rocas negras, salvo por su blanca melena. Caminando de un lado para otro sin rumbo fijo, como había hecho durante horas, Rachel, acompañada por Noie, pasaba una y otra vez delante de ella, hasta que finalmente la anciana alzó la cabeza y escuchó algo que era inaudible para ellas. Entonces llamó a Noie, que condujo a Rachel ante Nya, que le dijo con voz débil:

—Mi querida doncella, ha llegado mi hora. Te he hecho venir para despedirme de ti hasta que nos encontremos en un país al que has viajado hace poco. Cruzaré el Muro de la Muerte antes de que se ponga el Sol.

Rachel rompió a llorar al oír aquel anuncio. Había llegado a apreciar a la anciana que había sido tan amable con ella y su infortunio. Estaba tan debilita que no podía refrenar sus miedos, por lo que dijo:

—Madre, te alegras de irte, lo sé, y por eso no te pediré que te quedes. ¿Qué haré cuando me dejes sola entre esta gente tan cruel? Dime, ¿qué haré?

—Quizá encuentras otro protector, doncella, quizá encuentres a otro que te cuide y te conforte. Sigue los dictados de tu corazón, hazles caso, y recuerda las últimas palabras de Nya: «Ningún mal te puede suceder». No, si lo sabré yo, pero nada puedo decirte a ti, que no oíste lo que me acaban contarme los tambores. ¡Adiós!

Volviéndose hacia un grupo de guardias sordomudos que se habían reunido detrás de ella como si esperaran sus órdenes, les hizo un signo.

—Madre, ¿no tienes ninguna palabra final para mí? —inquirió Noie.

—Sí, mi niña. Tu corazón es muy valiente, y debes obedecerle. Aunque tu culpa será grande, quizás tu amor, que es mayor, pueda pagar el precio. Después de todo, no eres más que una flecha puesta sobre la cuerda del arco, y lo que debe ser, será. Creo nos volveremos a vernos antes de que pase mucho tiempo. Ahora, ven aquí, arrodíllate a mi lado.

Noie obedeció y Nya le susurró algo al oído durante unos breves instantes. Rachel descubrió un brillo en los ojos de Noie, mientras estaba escuchando, un brillo de terror y orgullo, de esperanza y desesperación.

—¿Qué te ha dicho, Noie? —le preguntó Rachel poco después.

—No te lo puedo decir, Zoola —contestó ella—. No me preguntes más.

Los mudos trajeron una litera de ramas de las que todavía pendían hojas marchitas, ramas del árbol caído de Nya. La colocaron en la litera, pues ya no era capaz de andar, y la alzaron sobre sus hombres. Un momento después, les ordenó detenerse y llamando a Rachel y Noie a su lado, las besó en la frente y mantuvo sus manitas sobre sus cabezas en señal de bendición. Los porteadores avanzaron con su carga, seguidas por ambas jóvenes, y tomaron el camino que conducía hasta el árbol sagrado. Pasaron el Muro cuando el Sol se ponía, y, tras depositar la litera junto al tronco del árbol sin decir ni una palabra, se dieron la vuelta y se marcharon.

Cayó la noche. Noie y Rachel escucharon cantar a Nya durante unos minutos. La canción cesó, y ambas descendieron la colina en dirección a al cueva, temían quedarse por si árbol también les arrastraba a ellas. Las dos mujeres comieron muy poco y mientras las dos mudas que habían flanqueado a Nya cuando les mostraba su magia, miraban los cuencos de rocío que tenían delante, donde al parecer habían encontrado algo que les interesaba mucho.

Noie rogó a Rachel durmiera, ella lo intentó sin conseguirlo. Una tras otra discurrieron las horas hasta que por fin se levantó y dijo a Noie.

—He luchado contra esto, pero no puedo quedarme aquí por más tiempo. Noie, algo tira de mí hacia del bosque, y debo ir.

—¿Quién te llama, hermana? ¿Eddo?

—No, creo que no, que no tiene nada que ver con Eddo. ¡Oh, Noie, Noie, es el espíritu de Richard Darrien! Ha muerto, pero durante día y semanas su espíritu ha estado con el mío, y ahora me llama al bosque para morir y reunirme con él.

—¿Es ese el funesto camino que vas a seguir, Zoola?

—Nada de eso, Noie, es el mejor y más gozoso de los caminos. Me llena de gozo solo pensarlo. ¿Qué dijo Nya? Que siguiera los dictados de mi corazón, y los sigo, Noie. ¡Adiós, debo irme!

—No —le contestó Noie—. Voy si vas tú. También a mí me dijo que siguiera a mi corazón, que es hermano del tuyo.

Rachel razonó con ella, pero Noie no la escuchó. Por último, ambas jóvenes se levantaron y se echaron sendas capas sobre los hombros. Rachel también tomó la gran azagaya umkulu que había utilizado como cayado en el trayecto desde el desierto al bosque. Y todo esto sucedía mientras las mudas las miraban sin hacer nada, solo las miraban.

Abandonaron la cueva y caminaron hacia la boca de la zigzagueante abertura abierta en el muro.

—Tal vez nos maten los muros en el corazón del muro —aventuró Noie.

—En ese caso, el final será rápido e inmediato —le replicó Rachel.

Pronto estuvieron en la grieta, recorriendo sus inclinaciones y sus recodos. Escucharon los movimientos de los guardias del muro sobre sus cabezas, pero no intentaron detenerlas; de hecho, en un par de ocasiones, cuando no sabían qué dirección tomar en la oscuridad, pequeñas manos tiraban de la capa de Rachel y la guiaban, por lo que cruzaron el muro sanas y salvas. Rachel se detuvo una vez estuvieron fuera, examinando su camino. De súbito, se giró y caminó velozmente hacia el sur.

Reinaba una oscuridad muy densa en el bosque, pero ella no parecía perder el rumbo. Llevando a Noie de la mano, pasó entre los troncos de los árboles sin tropezar ni rozar siquiera una raíz. Caminaron de esta guisa durante una hora, tal vez más, hasta por fin Rachel susurró:

—Algo me dice que debo detenerme aquí.

Rachel se recostó contra un árbol y se quedó quieta mientras Noie, que estaba exhausta, se sentó entre las raíces prominentes de este.

Era un árbol muerto al que un huracán debía haber despojado de toda la copa, por lo que podían ver la bóveda celeste, y por el color gris de la misma se dieron cuenta de que estaba a punto de amanecer.

El Sol se alzó, y sus rayos inclinados, que a mediodía nunca hubieran podido atravesar el dosel del follaje, se filtraron vívidamente entre los grandes troncos desnudos.

¡Oh, Rachel conocía aquel lugar! Había soñado con él cuando era una chiquilla en la isla sobre el río desbordado. Solo que la luz del Sol naciente caía sobre los árboles y sobre su capa blanca y su descubierta melena dorada y sobre su acompañante. Forzó la vista en medio de la semipenumbra. Los rayos del Sol la atravesaron también y entonces pudo ver al hombre semidesnudo y de barba rubia de aquel antiguo sueño maniatado al árbol. Tenía los ojos cerrados, sin duda estaba muerto. Era una visión de Richard Darrien que había muerto en otro lugar y la había llamado hasta allí para que compartiera su muerte. ¡Era el espíritu de Richard Darrien!

Se aproximó un poco más y él abrió los ojos y la miró. Además, allí, sobre una capa de hojas muertas, aquella forma proyectaba una gran sombra. Se preguntó cómo podía ser posible aquello y cómo podía estar atado a un árbol un espíritu, pues ahora se daba cuenta de que así era. Él la contempló y en aquellos ojos grises ardió una mirada maravillada. Él habló:

—Me has traído de muy lejos, Rachel, pero nunca hasta ahora te había visto de cuerpo entero, solo tu rostro flotaba ante mí, aunque otros te vieron. Ahora también yo te veo, supongo que eso significa que ha llegado mi hora. Aguarda ahí un poco, donde yo pueda verte, y pronto estaremos juntos de nuevo. Estoy contento.

Rachel no pudo hablar. Se le hizo un nudo en la garganta que se lo impedía. Se limita a señalar la sombra que ella misma proyectaba a los rayos del Sol naciente con la azagaya. Él miró y, a pesar de sus ataduras, Rachel vio que se sobresaltaba.

—¿Por qué tienes sombra si eres un espectro? —preguntó con voz ronca—. ¿Y cómo has llegado hasta este lugar encantado si no lo eres?

Rachel aún no parecía capaz de hablar. Se deslizó hasta él y le besó en los labios. Por fin Richard comprendió, ambos comprendieron, que seguían siendo seres vivos bajo el Sol y no moradores de un algún oscuro mundo subterráneo.

—Libérame —dijo él con voz débil, y aún aturdido—. Me ataron mientras dormía. Volverán pronto.

La inteligencia de Rachel despertó. Le liberó de sus ataduras con unos cuantos golpes rápidos de su azagaya y recogió la de Richard, que yacía a sus pies, y se la puso en sus manos entumecidas. El bosque pareció cobrar vida cuando la sostuvo. Una turba de enanos, encabezada por Eddo, apareció desde detrás de los troncos de los árboles y se dirigió velozmente hacia ellos. Noie también avanzó, poniéndose al lado de la pareja. Rachel se echó encima de Eddo más veloz que un ciervo. Azagaya en mano, sobresalía muy por encima de Eddo, a quien le preguntó:

—¿Qué significa esto, Sacerdote?

—Inkosazana —respondió él con voz humilde—, significa que he encontrado una manera de tentarte a salir fuera del muro, dado que nadie puede irrumpir en el santuario. Atrajiste a este hombre hacia aquí desde muy lejos con la fuerza que la vieja Nya te dio. Lo sabíamos todo, lo vimos todo y esperamos. Un día tras otro vigilábamos su aproximación hacia ti en el rocío de nuestros cuencos. Oímos los mensajes que Nya transmitía con los tambores, ordenando a los umkulu que salieran a su encuentro y lo escoltaran. Escuchamos el último mensaje de respuesta desde este extremo del desierto, diciendo que estaba cerca. Entonces seguimos su sendero mágico a través de la oscuridad del bosque, le apresamos y le atamos, sabiendo perfectamente que si él no podía acudir a ti, tú acudirías a él. Y has venido.

—Entiendo. ¿Y ahora qué, Eddo?

—Esto, Inkosazana: el pequeño pueblo te ha nombrado Madre de los Árboles, sé tan amable de acompañarnos para que tomes de posesión de tu supremo oficio.

—Este lord que ves ahí es mi esposo prometido —dijo Rachel—. ¿Qué sucederá con él?

Eddo se inclinó y esbozó una sonrisa aterradora antes de contestar:

—La Madre de los Árboles no tiene esposo. El Saber es su esposo. Ha cumplido su cometido, sacarte de dentro del recinto sagrado, y por ese solo motivo le permitimos entrar en el sagrado bosque viviente. Ahora debe morir aquí, y, ya que conquistó tu amor, le honraremos con la Muerte Blanca. ¡Atadlo de nuevo al árbol!

Un instante después, la azagaya que sostenía Rachel estaba apoyada sobre la garganta de Eddo.

—Ese es mi hombre, enano —chilló Rachel—, y yo no soy la Madre de los Árboles, sino una mujer viva. Morirás si uno solo de tus monos le pone la mano encima, sufrirás la Muerte Roja, Eddo, sí, la Muerte Roja. Esta lanza te traspasará el corazón si te mueves un milímetro y tu sangre salpicará tu espíritu.

El pequeño sacerdote cayó de rodillas, temblando, buscando con la mirada una manera de escapar.

—También tú morirás si me matas —siseó.

—¿Y eso qué me importa? Deseo morir si mi hombre muere. —Rachel añadió en inglés—: Richard, cógele un brazo; Noie, tú el otro. Matadlo sin dudar si intenta escapar. Si no os atrevéis, yo lo haré.

Ellos lo tomaron por los brazos y Rachel dijo:

—Volvamos al santuario, allí no se atreverán a tocarnos. No podemos intentar cruzar el desierto sin agua. Además, nos seguirían y nos matarían con flechas envenenadas. Noie, diles que liberaremos a su sacerdote dentro del recinto amurallado si ninguno intenta hacernos daño. Pero si alguien alza una mano contra nosotros… él morirá al instante… por la Muerte Roja.

—¡No les toquéis, no les toquéis! —saltó Eddo—. ¡Que mi espíritu no se separe de mi cuerpo! No les toquéis, yo os lo ordeno.

La compañía de enanos parloteó entre sí como cotorras al amanecer, y finalmente comenzó a retirarse. Eddo abría camino, arrastrado entre Richard y Noie, Rachel caminaba detrás de ellos, lanza en mano, mientras a ambos flancos, ocultándose detrás de los troncos de los árboles, corrían los enanos. Así fue como hicieron el camino regreso a través del bosque, con Rachel indicándoles el camino hasta que por fin la gran muralla gris se alzó ante ellos. Noie preguntó al llegar a la grieta:

—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Matamos al sacerdote, lo tomamos como rehén o le dejamos ir?

—Le prometí dejarle libre y nos haría más daño muerto que vivo —respondió Rachel—. Además, su sangre mancharía nuestras manos. Llevadle a través del muro y liberadle ahí.

Una vez más cruzaron las inclinaciones y los pasajes mientras los guardias mudos les miraban desde las rocas de arriba con ojos sorprendidos. Al final llegaron al espacio abierto que se extendía después y soltaron a Eddo. El sacerdote saltó para ponerse fuera del alcance de las temidas lanzas y gritó con voz llena de rabia:

—¡Estúpidos! Deberías haberme matado mientras pudisteis, porque ahora sois vosotros quienes estáis en la trampa, no yo. Sois grandes y fuertes, pero no podéis vivir sin comida. Tal vez no pueda entrar a haceros daño, pero vais a pasar hambre, pasaréis hambres hasta que salgáis arrastrándoos y supliquéis mi misericordia.

Entonces, haciendo signos a los enanos que estaban sentados en las rocas de arriba, Eddo se desvaneció entre las rocas.

—Deberías haberle matado, Zoola —dijo Noie—, porque ahora vivirá para matarnos.

—Creo que no, hermana —contestó Rachel—. Nya dijo que siguiera los dictados de mi corazón, y este me dice que le deje ir. Nuestras manos están limpias de su sangre, pero ¿quién podría decirlo si él hubiera muerto? La sangre es una semilla mala para sembrar.

Olvidándose de Eddo, se volvió hacia Richard y comenzó a asediarle a preguntas, pero este parecía confuso y logró contestar muy pocas. Todas las fatigas de su terrible viaje parecían pasarle factura en ese momento. Apenas podía tenerse en pie, daba tumbos como un borracho, por lo que las dos mujeres tuvieron que sostenerle para cruzar el túmulo e ir a la cueva.

Avanzando de ese modo, llegaron a la sombra del árbol sagrado, donde se encontraron con otra procesión que descendía del túmulo. Ocho mudos llevaban una litera de ramas sobre la que yacía Nya, muerta, con su blanca melena colgando sobre un costado de la litera.

Inclinaron la cabeza y se apartaron para permitirles el paso a la tumba que ya había preparado en su honor cerca del muro, donde durante mil años solo las Madres de los Árboles habían tenido derecho a descansar.

El terceto reanudó su camino y entró en la cueva donde las lámparas ardían delante de la gran estalactita y la montaña de ofrendas apiladas a su alrededor. Las dos sacerdotisas seguían escudriñando sus cuencos, tal y como hacían cuando las dejaron. Ni la muerte de Nya ni la llegada de aquel hombre blanco parecían capaces de moverlas de allí. Tal vez los esperaban, pues había preparada algo de comida y un lecho de alfombras sobre el que Richard pudiera tumbarse.

Este probó un poco de comida, mirando a Rachel todo el tiempo con ojos vacíos, como si pensara que ella aún era una visión, la invención de un sueño. Murmuró algo sobre que estaba muy cansado y se dejó caer sobre las alfombras para sumirse en un profundo sueño.

Apenas se movió mientras dormía casi veinticuatro horas seguidas mientras Rachel velaba a su lado, hasta que al fin le pudo el cansancio y también ella se durmió. Cuando abrió los ojos, vio que no tenían más luz que la que se filtraba por la boca de la cueva. Las lámparas que ardían siempre se habían consumido. Noie, que se sentaba cerca de ella, la escuchó removerse y dijo:

—Zoola, si has descansado, creo que sería mejor sacar al lord blanco de aquí, porque las dos hechiceras se han ido y no consigo encontrar más aceite para llenar las lámparas.

Decidieron llevarse a Richard, alzándolo entre las dos, pero se despertó en cuanto Rachel lo tocó, salió a pie de la cueva con su ayuda. Vieron una escena muy extraña en el espacio abierto: un torrente de sordomudos se estaban llevando a sus ancianos, enfermos y niños, llevando sus esterillas y utensilios de cocina a sus espaldas o apilados sobre literas.

—¿Por qué se van? —preguntó Rachel.

—Lo ignoro —contestó Rachel—, pero creo que es porque no les han traído comida como siempre y tienen hambre. Recuerda que Eddo nos avisó que pasaríamos hambre. Solo el miedo a morir de hambre les haría abandonar un lugar en el que ellos y sus antepasados han vivido durante generaciones.

Al poco todos se había marchado, y no quedaron más seres vivos dentro del recinto que ellos tres, ni siquiera trajeron a más enanos para que murieran bajo el árbol sagrado. Richard pareció despertar por fin y, tomando a Rachel de la mano, empezó a hacer preguntas con voz entrecortada. No hablaba con fluidez porque hacía mucho tiempo que no hablaba su propio idioma.

—Antes de que os pongáis a hablar, hermana —les interrumpió Noie—, vayamos a ver si podemos cerrar la abertura del muro. De otro modo, ¿cómo podemos dormir tranquilos? Eddo y los enanos podrían deslizarse de noche y asesinarnos.

—No creo que se atrevan a derramar sangre en su recinto sagrado —respondió Rachel—. Aun así, vamos a ver qué se puede hacer. Será lo mejor.

Se encaminaron a la abertura. Como la entrada de piedra estaba abierta y no podían cerrarla. Bajaron piedras sueltas de ambos lados del antiguo muro en un punto muy angosto de tal modo que les resultaría muy difícil cruzar la abertura o incluso quitarlas. Esta ardua tarea les llevó muchas horas, es más, fue un trabajo baldío, ya que, como Rachel había pensado, los enanos nunca intentaron cruzar el muro, se limitaron a esperar hasta que el hambre les forzara a claudicar.

Regresaron a la cueva al atardecer y recogieron toda la comida que consiguieron encontrar, aunque fue poca, lo suficiente solo para dos comidas, no más. Tampoco consiguieron encontrar más en el pueblo de los enanos detrás del árbol, solo tenían en abundancia el agua, ya que el arroyo manaba de la cueva.

Comieron unos bocados, tomaron sus esterillas y capas y se fueron a acampar frente a la apertura del muro, para poder afrontar cualquier sorpresa. Por primera vez dispusieron de tiempo libre para conversar, y Rachel y Rachel se contaron el uno al otro sus respectivas y maravillosas historias, aunque no se lo contaron todo, pues sus mentes parecían obnubiladas, y había muchos hechos que no eran capaces de explicar.

A ellos les bastaba saber que de un modo tan fantástico habían podido volver a estar juntos, aunque ignoraran a qué poder se lo debían, y que seguían vivos, ellos, que habían dado al otro por muerto durante incontables semanas, podían tomarse de las manos y mirarse mutuamente a los ojos. Fuera lo que fuera que les habían unido, estaban cansados, tan cansados que apenas podía hablar en susurros; finalmente se quedaron dormidos, y durmieron hasta bien entrada la mañana, cuando se despertaron con las energías renovadas y comieron las vituallas que les quedaban.

El segundo fue como el primero, solo que más caluroso y bochornoso. Noie trepó hasta lo alto del muro para vigilar, mientras Richard y Rachel deambularon entre las pequeñas tumbas con forma de entradas de hormiguero y por el poblado del pequeño pueblo, hablando y disfrutando, felices incluso en su estrechez. Pero el hambre comenzó a atenazarles antes de que el día se marchara, y el calor era tan aplastante que les oprimía hasta el punto de que las palabras parecían morir en sus labios, y solo pudieron sentarse contra el muro y mirarse el uno al otro.

Noie descendió del muro a media tarde e informó que una turba de enanos se mantenía alerta en el exterior, yendo y viniendo entre los troncos de los árboles como sombras. La noche fue sofocante y volvió a amanecer. Al no tener alimentos, se marcharon al arroyo y bebieron agua. Se sentaron a la sombra y esperaron a que pasara las horas de la canícula. Al atardecer, cuando empezaba a refrescar, hicieron acopio de sus fuerzas e intentaron encontrar una forma de escapar antes de que fuera demasiado tarde.

Richard sugirió que, como la fuga era imposible, se entregasen a los enanos, pero Rachel se negó, pues en ese caso Eddo les mataría a él y a Noie, y la tomaría a ella para ocupar el sitio de Madre de los Árboles hasta que no le resultara útil, y entonces también la asesinaría.

—Entonces no nos queda otra opción que morir.

—Nada salvo morir —contestó ella—. Morir juntos, y cielo, eso no resultaría tan duro, después de haber pasado tanto tiempo creyendo que el otro había muerto.

—Tumbarse a morir sin saber adónde iremos sigue siendo duro después de pasado tanto… antes de que haya llegado nuestro momento —le replicó Richard.

Rachel miró a Noie, que se sentaba en frente de ellos, con la cabeza sobre una mano, y le preguntó:

—Hermana, ¿tienes algo que decir?

—Sí, Zoola. Aquí tengo un poco de musgo que he encontrado entre las piedras —exhibió un bulto pequeño—. Cozámoslo y comamos, nos mantendrá con vida otro día más.

—¿Qué sentido tiene? —quiso saber Rachel—, a menos que haya más.

—No hay más —contestó Noie—. Las hojas de ese árbol son un veneno mortal y no crece nada más. Aun así, comamos y sigamos vivos, porque espero un mensaje.

—Un mensaje… ¿De quién?

—Un mensaje de los muertos, hermana. Nya me lo prometió antes de cruzar el Muro de la Muerte. Si no llega… entonces habrá llegado el momento de morir.

Hicieron fuego y cocieron el musgo hasta que fue una sustancia repulsiva y pegajosa que tragaron lo mejor que pudieron, bebiendo varios sorbos de agua para ayudarlo a bajar. Pero seguía siendo comida y durante unas horas, mientras estuvieron masticando, olvidaron las penalidades. Solo Noie comió poco con el fin de que hubiera más para ellos dos.

Aquella noche fue más bochornosa aún que la anterior, y al día siguiente aquel lugar se parecía a un infierno. Se deslizaron a la cueva y se mantuvieron allí, jadeando con la boca abierta, mientras del exterior les llegaban sonidos increíblemente fuertes, causados, al menos eso creyeron, al rajarse las cortezas de los árboles del bosque a causa del calor.

A mediodía el cielo se cubrió densamente de nubes, aunque no se podía respirar. El aire era más denso que nunca, respirarlo era como respirar nata caliente. En su incesante desesperación salieron de la cueva y, para su sorpresa, vieron a un enano que se hallaba en lo alto del muro. Era Eddo, que les invitaba a salir y entregarse.

—¿En qué términos? —preguntó Noie.

—Tú y el vagabundo moriréis la Muerte Blanca, y la Inkosazana ocupará su sitio como Madre de los Árboles —fue la respuesta.

—Los rechazamos —contestó Noie—. Déjanos marchar y danos comida y escolta y saldrás bien librado. Niégate y seréis tú y tu pueblo quienes moriréis por la Muerte Roja, como Nya te prometió…

—Y que conoceremos antes de mañana —dijo Eddo con una risa burlona, y desapareció tras el muro.

Una ráfaga de aire caliente estalló sobre ellos, haciendo que el bosque del exterior se bamboleara y gimiera. Noie se volvió hacia él y pareció escuchar.

—¿Qué ocurre? —quiso saber Rachel.

—He oído una voz en el viento, hermana. Me ha llegado el mensaje que esperaba.

—¿Qué mensaje? —preguntó Richard con indiferencia.

—Luego te lo diré, jefe —respondió—. Volvamos a la cueva. No es seguro quedarse aquí. El huracán ha estallado.

Regresaron a la cueva ayudándose unos a otros. Noie encendió un fuego que alimentaba con todos los ídolos y maderas preciosas que habían llevado hasta allí como ofrendas. Richard y Rachel la contemplaron con asombro, ya que resultaba muy extraño que hiciera una fogata con aquel calor cuando no había nada que cocinar. Entretanto, las ráfagas se sucedían sin cesar, hasta que una tempestad de viento ululante azotó el lugar, aunque sin llover. Pronto sopló con tanta fuerza que el Árbol de la Tribu, profundamente enraizado, osciló sobre ellos y se desprendieron algunas piedras sueltas de la muralla.

Noie se levantó inopinadamente, tomó una tea encendida del fuego —el brazo de un fetiche, hecho de madera resinosa— y salió corriendo de la cueva antes de que nadie pudiera detenerla. Se desvaneció en la creciente oscuridad para regresar poco después, débil y sin aliento.

—Salid ahora y veréis una imagen como jamás volverán a contemplar vuestros ojos.

Había algo extraño en su voz que, pese a su debilidad, se levantaron y la siguieron. No podían permanecer de pie fuera de la cueva por la fuerza del huracán, pero se arrojaron al suelo y alzaron la vista en la dirección que indicaba el brazo extendido de Noie. Entonces vieron que el Árbol de la Tribu estaba ardiendo. Su enorme tronco y sus ramas ya eran pasto de las llamas, que ardían furiosamente a causa de su resina, mientras el viento se llevaba a sotavento grandes tiras de musgo en llamas, que caían entre los árboles del bosque, fuera de la muralla.

—¿Esto lo has provocado tú? —le gritó Rachel a Noie.

—Sí, Zoola. ¿Quién si no? Ese era el mensaje que recibí. Mi misión está cumplida, y vosotros dos viviréis aunque yo tenga que morir, yo, que he aniquilado al pueblo de los enanos, yo, que nací para destruirlos.

—¡Destruirlos! —exclamó Rachel—. ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir ellos morirán cuando su árbol muera. Toda su raza. Nya me lo dijo, Nya me lo dijo: morirán cuando su árbol muera por el fuego. A la muralla, ahora vamos a la muralla y mirad. ¡Seguidme!

Rachel y Richard se agarraron de la mano y fueron tras la esbelta y etérea figura de Noie, olvidando su debilidad, fruto del hambre, por la gran excitación del momento. Se afanaron por cubrir el gran espacio abierto pese a los violentos golpes del vendaval, a veces a pie, a veces a gatas, hasta que llegaron a la gran muralla donde un tramo de escaleras subía hasta una torre de vigilancia. Ascendieron las escaleras lentamente, ya que a veces la fuerza del viento les clavaba contra los bloques de piedra. Finalmente llegaron arriba y se arrastraron hasta el refugio de una torre vacía.

Desde allí, mirando a través de las aspilleras de la antigua mampostería, presenciaron un terrible espectáculo. El musgo ardiendo del Árbol de la Tribu había caído entre las copas de los árboles, tan resecos a causa de la sequía y el calor que parecían yesca, que ardían por todas partes.

Avivadas por el ululante vendaval, las llamas se extendieron rápidamente, saltando de un árbol a otro, ahora en una dirección, luego en la opuesta, según cambiase de dirección el viento, algo que sucedía continuamente, hasta que todo el verde bosque se convirtió en una cortina de llamas, una cortina que no cesaba de crecer, a este y oeste, a norte y sur, durante kilómetros y kilómetros y decenas de kilómetros.

Cielo y tierra eran una llamarada de luz extendida por los árboles resinosos, que se convertían en auténticas teas al arder de arriba abajo. Los tres observadores vieron a cientos de enanos ir y venir entre los troncos a la intensa luz del incendio. Corrían hacia el norte moviendo los brazos y gritando atropelladamente, y luego retrocedían para encontrarse otra vez con el fuego, y así hasta que las llamas y los troncos en llamas les cayeron encima y desaparecieron en medio de una lluvia de chispas rojas; algunos más afortunados consiguieron escapar antes de que las llamas les alcanzasen para no regresar jamás.

Una turba se dirigió hacia el santuario. El trío pudo verles abrirse paso entre los árboles, pero su número disminuía conforme las ramas les iban cayendo encima. Saltaron, corrieron, se esforzaron, saltando durante todo el trayecto, pero las grandes ramas en llamas siempre caían sobre ellos, aplastándolos, consumiéndolos, hasta que su número se redujo a uno solo, que consiguió arrastrarse hasta el claro que había entre el bosque y la muralla. Su pelo blanco y sus ropajes parecían humear. Se los agarraba con las manos y al llegar a la altura de un pequeño arbusto —la rama del árbol de Nya, que había plantada allí para que creciera— lo arrancó y comenzó a golpearse con como si así pensara extinguir las llamas. En un instante, también la rama comenzó a arder, quemándole de forma horripilante, por lo que la arrojó al suelo y continuó corriendo hacia la muralla. Vieron su rostro cuando se aproximó. Era Eddo.

En ese momento, Noie, presa de una repentina debilidad, se derrumbó sobre las piedras. Richard se inclinó sobre ella para ayudarla a ponerse en pie, pero ella lo apartó diciendo de forma lenta y entrecortada:

—Dejadme. Me estoy muriendo, mi sino se cumple. Traspasé el Muro para incendiar al árbol y su veneno ya me está haciendo efecto. La maldición de todo mi pueblo ha caído sobre mi cabeza. Te he salvado a ti, hermana, te he salvado a ti y a tu amante, porque ya no habrá más enanos, el pequeño pueblo gris no es sino ceniza. Cometí ese pecado por amor a ti. Esperemos que ese amor repare el pecado; pensad en mí con comprensión a lo largo de los muchos y felices años que os quedan, y al término de estos, buscad a la perdida Noie en el mundo de los fantasmas si es que allí se la puede encontrar.

Cuando terminó de hablar escucharon el sonido de alguien corriendo entre las piedras. Una pequeña figura de la que colgaban las vestimentas hechas jirones y carbonizadas y unas facciones horrendas y deformadas aparecieron en una de las cuatro entradas de la torre. Era Eddo, que había trepado por la muralla y los habían encontrado. Entonces se sentó mirándoles airadamente, o más bien, mirando a Noie, que estaba tendida en el suelo.

—Ven aquí, hija de Seyapi —siseó con voz sibilante—. Ven y contempla tu obra, tú que has traído el fin de los antiguos reyes fantasmas. Ven aquí y dime porqué lo hiciste, para que yo sepa la verdad antes de morir y pueda decírselo a los padres de nuestra raza.

Noie le escuchó y se arrastró hacia él. Richard y Rachel creyeron que Noie era incapaz de desobedecer aquella llamada. Se sentaron frente a frente fuera de la torre, aferrándose a las piedras. La larga melena de Noie flotaba al viento de la tormenta.

—Eddo, lo hice para salvar a quien amo y a quien ella ama —dijo ella—. Lo hice para vengarme de ti por la muerte de Nya, como me ella me ordenó hacer. Lo hice porque la copa de maldad está colmada y porque estaba destinada a hacer cumplir tu sino. Así termina la grandeza por la que has conspirado durante tantos años, Eddo.

—Sí, así termina porque la magia de la Blanca me sobrepasa, así termina el reino de los reyes fantasmas y el bosque en donde gobernaron, y también acabas tú, traidora, que los has asesinado a todos; sus espíritus caerán sobre el tuyo.

Apenas había dicho estas palabras, Eddo se abalanzó sobre Noie y la agarró por la cintura. En su agonía e ira, el enano la arrastró hasta el borde de la muralla antes de que Richard y Rachel pudieran acercarse y tenderle una mano para salvarla. Forcejearon durante un momento a la vivida luz del bosque en llamas. Eddo profirió un gran grito, un chillido salvaje, y se arrojó al vacío aferrando a Noie por los brazos. Cayeron y se aplastaron contra las rocas de los cimientos quince metros más abajo.

Y así murió Noie, que, por amor, dio su vida para salvar la de Rachel, como una vez Rachel había salvado la suya.

Por la mañana, después de la tempestad, el cielo era límpido y frío, ya que había llovido después de que cesó de soplar el viento, aunque a la lo lejos, las densas nubes sinuosas de humo mostraban que el gran fuego aún seguía devorando el corazón del bosque. Rachel y Richard, sentados y tomados de la mano en la pequeña torre de la muralla, se miraban el uno al otro bajo aquella luz límpida, y veían uno en el otro gestos en los que no había lugar a equívocos.

—¿Qué haremos? —preguntó Richard—. Tenemos la muerte muy cerca.

Rachel se lo pensó durante un rato y contestó:

—Los enanos han desaparecido. No tenemos nada que temer de ellos. Más allá, donde el fuego no ha ardido, habitan sus esclavos, en poblados llenos de alimentos, y aún más lejos están los umkulu, que me conocen y me ayudarán. Vámonos y busquemos comida para seguir vivos y juntos… si podemos.

Descendieron la muralla y apartaron con dificultad, estaban muy debilitados, las rocas que habían apilado en el corredor para impedir el paso a los enanos. Cruzaron la grieta y llegaron a campo abierto. Se encontraron con una escena extraña: toda la vasta superficie que habían cubiertos los gigantescos árboles era una extensión de cenizas blancas. Algunos troncos renegridos aún ardían de forma dispersa.

El viaje fue terrible, pero lograron llegar sanos y salvos al extremo opuesto del bosque calcinado siguiendo un caballón rocoso en el que no habían crecido los árboles.

Se aproximaron a uno de los poblados de los esclavos, sito en una planicie muy fértil que conducía al desierto. No vieron a nadie, pues todos habían escapado, pero el kraal estaba lleno de ovejas y vacas, encerradas antes de que empezara el fuego, había leche y provisiones en abundancia en las chozas. Bebieron leche y comieron un poco algo después. Una vez descansados, bebieron más leche hasta que comenzaron a recuperar las fuerzas. Salieron del poblado al atardecer y ganaron un altozano. Tenían detrás una llanura devastada por el fuego y delante las inclinadas laderas fértiles y verdes.

A ambos les parecía hallarse solos en el mundo, pero aun así sus corazones estaban llenos de gozo y gratitud porque sabían que ninguno de los dos volvería a estar solo mientras se les permitiera vivir.

—Mira, Rachel —dijo Richard, señalando los restos humeantes del bosque—. Ahí yace nuestro pasado, y frente a nosotros se extiende el futuro engalanado con un manto de flores.

—Sí, Richard —le contestó ella—, pero Noie y todos aquellos a quien quería yacen enterrados en ese pasado y tenemos por delante el desierto, que no está muy lejos.

—La vida nos pertenece, Rachel, el amor, que nos ha salvado de innumerables peligros y me ha devuelto a ti, nos pertenece. Seguro que también nos protegerá. ¿Tienes miedo a cruzar el desierto a mi lado?

Ella le miró con ojos brillantes y respondió:

—No, Richard, ya no tengo miedo, porque me parece oír la voz de Noie hablando en mi corazón, diciéndome que hemos dejado atrás los problemas y que viviremos juntos nuestras vidas, tal y como mi madre nos había predicho.

Y allí, sobre el altozano, entre el mar muerto de cenizas y las verdes llanuras repletas de flores, Rachel estrechó entre sus brazos al hombre a quien estaba destinada.