CAPÍTULO XXIII

El sueño del norte

RICHARD DARRIEN RECORDABA HABER bebido una escudilla de leche en la choza en la que estaba encerrado en Mafooti, y haber sentido momentos después un frío estremecimiento que llegó a su corazón y su cerebro. Después, no recordó nada durante muchos días.

Sin embargo, al final, y de forma progresiva, aunque con varios retrocesos que lo sumieron en la inconsciencia, recuperó la vida y parte de la razón y de los recuerdos. Despertó tendido en una choza tosca hecha de ramas, asistido por una mujer cafre de edad madura.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Mami —le contestó ella.

—Mami. ¿Mami? Me suena el nombre, reconozco la voz. Dígame, ¿no es usted una de las esposas de Ibubesi, la que me habló a través de la valla?

Dicho esto, intentó levantarse apoyándose sobre su brazo para mirarla, pero se dejó caer de pura debilidad.

—Sí, nkosi, era una de sus esposas.

—¿Eras? ¿Dónde está ahora Ibubesi?

—Muerto, nkosi. El fuego lo consumió junto al kraal de Mafooti.

—¿Junto al kraal de Mafooti? ¿Dónde está entonces la Inkosazana? Responde rápido, mujer —gimió con voz apagada.

—¡Ay, ay, nkosi! También ella ha muerto, ya que estaba en el kraal cuando se propagó el incendio y se la vio encima de una choza donde se había refugiado, y después ya no se la ha visto más.

—En ese caso, déjeme morir y reunirme con ella —exclamó Richard con un gemido y permaneció casi inconsciente en su lecho durante más de tres días.

Pero no murió, porque era joven y muy fuerte, y porque Mami le daba a beber leche para mantenerle con vida. Poco a poco recuperó las fuerzas hasta que fue capaz de reflexionar y volvió a conversar con ella, y así conoció la terrible historia en su integridad.

Supo que los habitantes de Mafooti, temiendo la venganza de Dingaan, se habían marchado del kraal, acarreando cuanto pudieron llevar consigo para no dejar ninguna evidencia que se pudiera utilizar contra ellos, así como todo el ganado que pudieron reunir.

Se marcharon todos los que podían viajar, solo Ibubesi, unos pocos enfermos y unos pocos que se arriesgaron a quedarse fuera de la empalizada se quedaron. Gracias a dos estos últimos, que habían escapado durante el incendio del kraal por los zulúes, o por el fuego de los Cielos, no lo sabían con certeza, se había enterado Mami del terrible fin de Ibubesi y de su prisionera, la Inkosazana.

En cuanto a ellos, habían viajado día y noche hasta llegar cierto lugar secreto y casi inaccesible en los Montes Quathlamba, en los que vivían los restos de pueblos a los que Chaka había exterminado, y se ocultaron allí. Se quedarían allí, esperando que Dingaan no se preocupara de perseguirles tan lejos, y proponiéndose establecerse en aquel escondite, ya que había buenas tierras y afortunadamente la mayor parte de su ganado había sobrevivido. Esa era toda la historia, no había más que decir.

Un par de días después Richard fue capaz de arrastrarse fuera de la choza y contemplar el emplazamiento. Era una posición ventajosa, tal y como había dicho Mami, una especie de meseta circular a la sombra del gran Quathlamba, rodeada de precipicios que solo se podían escalar a través de un estrecho nek. Habló con varios de ellos, incluyendo a los dos hombres que habían visto el incendio de Mafooti a escasa distancia, pero no pudieron decirle más de lo que le había contado Mami, excepto que estaban convencidos de que la Inkosazana había perecido entre las llamas, igual que muchos de los zulúes que habían invadido el poblado. Richard también estaba convencido de eso, ¿quién no lo habría estado?, y regresó a la choza con el corazón destrozado. Lo había perdido todo y anhelaba morirse.

Pero no lo hizo, se recobró de nuevo y se dirigió al jefe del poblado cuando se encontró bien y en condiciones de viajar, diciendo que deseaba abandonarles y regresar a su propio hogar en El Cabo. Este le replicó que no debía irse, porque estaban profundamente convencidos de que no iría a la colonia sino a Zululandia para descubrir todo lo que pudiera sobre la Inkosazana. Le dijeron que debía quedarse, porque entonces los zulúes rastreaban el camino que dejaba, como solo ellos eran capaces, les encontrarían les pasarían a cuchillo como asesinos. El delito de Ibubesi, que había sido su jefe, pendía sobre ellos, y sabían bien lo que Dingaan y Tamboosa había jurado hacerle a quien osara dañar al jefe blanco Dario, protegido por el manto de la Inkosazana.

Richard razonó con ellos, pero no sirvió de nada. No le dejarían marchar. Por consiguiente, al final, les siguió la corriente mientras planeaba fugarse. De hecho, lo intentó una noche sin luna, solo para ser capturado en la boca del nek y devuelto a su choza. El jefe habló con él a la mañana siguiente, diciéndose que solo podría marcharse por encima de sus cadáveres, que no le perderían de vista, día y noche, y que, además, el nek siempre estaba vigilado.

Después le hicieron una oferta. Era un blanco, y más inteligente que ellos. Se pondrían a sus órdenes, le dejarían ser su jefe, ya que él sabía cómo protegerles de los zulúes y de otros enemigos. Podía tomar a las mujeres de Ibubesi —Richard se estremeció ante esta proposición— y le obedecerían en todo, pero él no debía intentar dejarles, pues no conseguiría salir vivo.

Al final, Richard acabó aceptando la propuesta, aunque no porque lo desease. En su decisión pesaron el empuje de su sangre blanca y el no tener nada que hacer, aunque ni siquiera miró a las esposas de Ibubesi, ni a ninguna otra, un desaire que ofendió a esas mujeres e hizo reír a las demás.

De modo que durante semanas interminables se sentó en aquel recóndito rincón de las montañas como jefe de una pequeña tribu cafre, ocupándose personalmente de la plantación de las cosechas, la edificación de empalizadas y de chozas, el adiestramiento de los hombres y la resolución de las disputas. Trabajaba todo el día, pero después del día llegaba la noche, y temía esas noches. En ese momento, le invadía la languidez —no física sino moral— que había dejado el veneno que la vieja bruja vendió a Ishmael, una dejadez acompañada de una negra desesperación y un pesar que lo atenazaban, atormentando su corazón. No se liberaba del recuerdo de Rachel ni una sola hora, y aquel amor se hacía más profundo día tras día. ¡Y ella estaba muerta! ¡Oh, sí, había muerto dejándole a él vivo!

Una noche soñó con Rachel, soñó que le estaba buscando, que le llamaba. Fue un sueño extremadamente vivido, pero despertó y lo olvidó, como pasa con tantos sueños. Solo que durante todo el día siguiente sintió una extraña punzada en su cabeza y se encontró a sí mismo volviéndose continuamente hacia el norte. A la noche siguiente volvió a soñar con ella, y le oyó decir:

—La búsqueda ha sido larga y lejana, pero te he encontrado, Richard. Abre los ojos y verás mi rostro.

Abrió los ojos y ahí, en la negrura, percibió el contorno de su adorable y recordada cara sobre la que caía su melena dorada.

La vislumbró solo unos instantes; entonces se desvaneció, pero desde ese momento su presencia pareció que nunca le abandonaba. No podía verla, no podía tocarla, pero ella siempre estaba a su lado. Le dolía la cabeza de pensar en ella, su respiración parecía abanicar sus manos y su cabello. Por la noche, su cara flotaba delante de él, hasta que le llamó en sueños:

—Ven a mí, ven a mí, Richard. Te necesito. Ven a mí. Yo seré tu guía.

Se despertó y recordó que Rachel había muerto, por lo que cada vez estaba más persuadido de que el espíritu de Rachel lo invocaba desde la muerte. Le llamaba desde el norte, siempre desde el norte. Pronto apenas fue capaz de caminar hacia el Sur, y antes de que hubiera avanzado muchos metros se detenía y giraba la cabeza hacia el norte, hacia el estrecho nek que había entre los precipicios, custodiado día y noche por los cafres.

Una noche se marchó a su choza a dormir si le resultaba posible. Ella acudió, con voz y rostro, pero el rostro era más pálido y la voz más insistente. Dijo:

—¿No vas a escucharme, tú que eres mi amor? ¿Cuánto tiempo tengo que suplicártelo? Pronto me abandonarán mis poderes, la oportunidad pasará y entonces… ¿cómo vas a encontrarme, Richard, mi amado? Levántate, levántate y sígueme antes de que sea demasiado tarde. Yo te guiaré.

Se despertó. No podía soportarlo más. Tal vez estaba loco y aquellas visiones eran las de su locura, visiones que le acompañarían hasta su muerte. Bien, en ese caso, tendría que seguirlas.

Tal vez su cuerpo estuviera enterrado en el Norte. En ese caso, que lo enterraran allí también.

Tal vez su alma moraba en el Norte. En ese caso, que su alma volara hasta reunirse con la de su amada.

Los cafres lo matarían en el paso. En ese caso, moriría con su rostro vuelto hacia el Norte, adonde Rachel lo arrastraba.

Richard se levantó, se envolvió en una capa de piel de cabra, llenó una bolsa de piel con carne secada al sol y maíz tostado y se la echó al hombro junto con una calabaza con agua, pues, si vivía un tiempo, tendría que comer y beber. Dado que no disponía de ningún arma, tomó un cayado, un cuchillo y una azagaya de hoja ancha. Dejó la choza y se encaminó hacia el Norte, hacia la boca del nek.

Pronto estuvo en el paso y se aproximó al lugar donde se apostaba la guardia. Siguió avanzando audazmente de frente. Estaban alerta, como sospechaba. Salieron de detrás de las rocas y le cortaron el paso.

—¿Adónde vas, lord Dario? —preguntó el capitán—. Sabes que no puedes pasar.

—Sigo a un fantasma hacia el Norte —le contestó—. Y pasaré, vivo o muerto.

—¡Oohhh! —dijo el capitán—. Dice que sigue a un fantasma. Bueno, no tenemos nada que ver con fantasmas. ¡Cogedle, ileso si es posible, pero cogedle!

Los hombres se abalanzaron sobre él, también impelidos por sus propios temores, ya que no se atrevían a dejarle ir. Saltaron sobre Richard, que aguardó su fin donde estaba, pues no había camino de regreso para él, y súbitamente cayeron de bruces y se ocultaron entre las piedras.

Ignoraba qué podía haberles sucedido para comportarse de ese modo, pero no le importaba. Al verlos caer continuó caminando y pasó entre ellos, y siguió su camino a través del nek y descendió hasta las llanuras que se extendían ante él.

Anduvo durante toda la noche, mirando hacia atrás de vez en cuando para comprobar si alguien lo seguía, pero nadie acudió. Estaba solo, totalmente solo, a excepción del sueño que lo conducía hacia el Norte. Descansó y durmió un poco a la salida del Sol, despertando a mediodía y reanudando su camino, que no conocía, pero, pese a todo, no vaciló ni un momento. El sueño siempre le dejaba claro adonde debía ir. Aquella noche terminó su comida y volvió a dormir unas horas, pero reemprendió su marcha antes del amanecer. A lo largo de la mañana se encontró con algunos cafres que le hicieron algunas preguntas, pero él solo contestaba que 236 seguía a un sueño hacia el Norte. Lo miraron fijamente, parecieron asustarse y se marcharon, aunque algunos volvieron poco después y depositaron comida en su camino. Él la recogió y los dejó.

Llegó al kraal de Mafooti. Caminando por el borde del precipicio por el que Ibubesi había intentado escapar del fuego, se encaramó a los muros, construidos con tanto esfuerzo para repeler a los zulúes, y finalmente llegó al río desbordado que Rachel había cruzado a nado. Ahora el nivel de las aguas había bajado, lo vadeó y entró en Zululandia, donde los indígenas parecían saber de su llegada, ya que se congregaban en gran número para verlo y depositaban alimentos a su paso, pero no le dirigían la palabra, y cuando se dirigió a ellos diciéndoles que seguía un sueño y les preguntaba si lo veían, ellos chillaban diciendo que él estaba tagali, es decir, embrujado, y huían despavoridos.

Prosiguió su viaje; cada noche encontraba una choza acondicionada para que durmiera y comida preparada y así llegó finalmente al «Gran Lugar», a Umgugundhlovu. Atravesó sus calles con la resolución en el rostro, mientras miles de personas lo contemplaban en silencio. Entonces un capitán le indicó una choza en la que entró, comió y durmió. Se levantó al amanecer, pues era consciente de que no demorarse allí, el espíritu con rostro de Rachel flotaba delante de él y su voz le susurraba:

—Adelante, adelante. Al Norte. Yo seré tu guía.

En su camino se habían sentado el rey y sus consejeros, rodeados por todo un regimiento. Richard anduvo entre ellos, haciéndoles caso omiso, hasta que se encontró en frente del monarca. Obstruyeron su paso y él se detuvo.

—¿Quién eres y qué te trae por aquí? —preguntó un viejo consejero que tenía la mano blanquecina.

—Me llamo Richard Darrien —respondió—, y nada me trae por aquí, me dirijo hacia el norte. No me detengáis.

—Te conocemos. Tú eres lord Dario, el que mora a la sombra de la Inkosazana. Tú eres el jefe blanco a quien la bestia salvaje de Ibubesi asesinó en su kraal de Mafooti. ¿Por qué tu fantasma ha venido hasta aquí para perturbarnos?

—Vivo o muerto, hombre o espectro, viajo hacia el norte. No me detengáis —respondió.

—Lord Dario, ¿qué buscas en el norte?

—Un sueño. Un espíritu me guía para que encuentre un sueño. ¿No lo ves, hombre de la mano blanca?

—¡Ah, busca un sueño! —repitieron—. Un espíritu le guía para que encuentre un sueño en el norte.

—¿Y cómo es ese sueño? —preguntó Mopo, el de la mano blanca.

—Ven, quédate a mi lado y mira. ¡Ahí! ¿No lo ves flotando en el aire delante de nosotros, tú que tienes ojos capaces de descifrar los sueños?

Mopo se acercó y miró. Las rodillas le temblaron ligeramente y dijo.

—Sí, lord Dario. Veo ese rostro. Lo conozco.

—Viejo estúpido, ¿tú ves el rostro? —interrumpió Dingaan irritado—. ¿De quién se trata?

—¡Oh, rey! No está permitido pronunciar su nombre —respondió Mopo—, pero su rostro es el de aquella que se sentaba donde está este vagabundo y te mostró ciertas imágenes en un cuenco de agua.

En ese instante, Dingaan se estremeció, pues el recuerdo de aquellas visiones le perseguía día y noche. Es más, a veces creía que no estaba lejos el momento en que se cumplirían.

—El blanco está loco y tú también, Mopo, siempre lo he pensado. Y estaría bien que hicieras un largo viaje… por tu salud. El tal Dario se quedará aquí un tiempo. No quiero padecer sus vagabundeos por mis tierras, enloqueciendo a mis súbditos con sus cuentos de sueños y visiones. Apresadlo y amarradlo. El consejo de hechiceros investigará el asunto.

Así habló Dingaan, que en el fondo de su corazón temía que ese Dario de ojos salvajes se enterara que había entregado a la Inkosazana al pequeño pueblo cuando estaba loca para aplacarlos después de que le hubieran profetizado un gran mal. También recordaba que la Inkosazana se había vuelto loca a raíz de los asesinatos cometidos por Ibubesi, y no comprendía cómo podía estar él delante de él si Dario había sido asesinado en Mafooti.

Por lo tanto, creía que podría mantenerle preso hasta que se descubriera la verdad de todo el misterio, y si seguía siendo un hombre, o un espectro o un brujo que había adoptado la forma del muerto.

Los guardias avanzaron para sujetar a Richard al oír la orden del rey, pero Mopo, el viejo consejero, retrocedió hasta ponerse detrás de él y se tapó los ojos con la mano blanquecina. Avanzaron hacia él pero, antes de ponerle un dedo encima, cayeron a diestro y siniestro diciendo:

—Mátanos si lo deseas, Negro, pero no podemos hacerlo.

—El brujo los ha hechizado —dijo Dingaan enfadado—. Vosotros, hechiceros, vosotros os encargáis de atrapar brujos… ¡Atrapad a ese blanco y tapadle los ojos!

A regañadientes, los hechiceros, de los que había ocho o diez sentados aparte, se levantaron para cumplir la orden del rey. Se aproximaron a Richard, algunos entonando canciones y otros murmurando encantamientos, pero este se rio cuando estuvieron cerca y dijo:

—¡Tened cuidado, abangoma! El sueño os está mirando muy enfadado.

Entonces se dispersaron chillando que no tenía poder sobre ese hechicero. Dingaan se enfureció y gritó a sus soldados que apresaran al blanco, y que lo mataran con sus armas si se resistía, porque últimamente ya habían tenido demasiada brujería en Zululandia.

El regimiento, tan denso como un enjambre de abejas, cerró filas entre gritos y movimientos de maza, ya que no llevaban azagayas en el intunkulu o casa del rey. Richard avanzó y los guerreros saltaron sobre él a una señal de su capitán, alzando las mazas para desparramar sus sesos. De súbito, apareció algo tenue y blanco, algo que caminaba delante de él. Los guerreros lo vieron y dejaron caer las mazas. El regimiento también lo vio y se dispersó como una manada de reses asustadas. No esperaron a buscar las puertas, saltaron la cerca del recinto y se marcharon. También el rey y sus consejeros lo vieron, y con más claridad que el resto.

—¡La Inkosazana! —exclamaron a voz en grito—. ¡Es la Inkosazana quien camina delante de aquel al que ama!

Y cayeron de bruces. Solo Dingaan permaneció sentado en su sitial.

—Vete, vete, brujo —dijo con voz ronca—, al Norte, al Sur, al Este o al Oeste, con tal de que te lleves contigo a ese Espíritu, porque ella solo presagia males para mi país.

Y Richard, que no había visto nada, se alejó del kraal de Umgugundhlovu, y una vez más se encaminó al Norte, que le atraía como la aguja de una brújula.

Richard recorrió el camino que habían seguido Rachel y los arbóreos. Aunque de un día para otro no sabía adónde le conducirían sus pies, siguió avanzando muy lentamente, sin que le sucediera ningún percance. En las áreas habitadas, donde ya se estaba sobre aviso de su llegada gracias a los mensajeros, le llevaron comida y le protegieron, y algún poder le protegió cuando se internó en los marjales. No temía a nada. De noche se tumbaba sin encender un fuego. Cuando le faltaba el agua, la encontraba sin necesidad de buscar; cuando se le acaba comida, parecía como si se la trajeran. En una ocasión, un águila arrojó una avutarda a sus pies. En otra, encontró un antílope al que habían cazado los leopardos. Una vez que estaba muy hambriento se tendió a dormir junto un nido de huevos de avestruz, y, haciendo un fuego al modo nativo —con ramitas afiladas— como sabía, cocinó este alimento.

Finalmente dejó atrás las zonas pantanosas y en la tercera semana de su viaje se adentró en las fértiles laderas; una mañana se despertó en el borde de estas, rodeado por un anillo de gigantones, unos hombres que le miraban fijamente, y Richard creyó llegada su hora, pues le pareció que estaban a punto de matarle, pero en lugar de asesinarle le saludaron con humildad y le ofrecieron camino, unos zapatos de piel nuevos —los que llevaba estaban muy gastados—, una capa y vestido de piel, que aceptó muy agradecido, pues por entonces estaba casi desnudo. Le trajeron una litera y le pidieron que se subiera a ella, pero rehusó. Sin prestarles más atención, una vez que hubo comido y llenado el odre de agua y la bolsa de comida, continuó hacia el norte. No hubiera podido quedarse de haberlo deseado, ya que un único pensamiento ocupaba su cerebro: avanzar hasta llegar al final del viaje, fuera cual fuera este, y solo veía un cosa: el rostro del espíritu de Rachel que lo guiaba hacia ese final. Ora lo acompañaba durante horas, ora se ausentaba. Él lo miraba cuando estaba presente, y soñaba con él cuando desaparecía; pero había algo que nunca le abandonaba: aquel imán en su corazón que le impulsaba hacia el norte y, paso a paso, le mostraba el camino que debía seguir.

Un grupo de gigantes le acompañaban. Era consciente de su presencia, pero no les prestaba atención. Le resultaba indiferente si se quedaban o se marchaban siempre que no intentaran retenerle o desviarle de su camino. Gracias a ellos su viaje fue más cómodo, dado que ahora todo era más sencillo y estaba preparado para él. Le alimentaban con lo mejor que ofrecía la tierra y acondicionaban refugios para que durmiera en ellos. Descubrió que su capitán podía comprender algunas palabras de un dialecto indígena que él hablaba y le preguntó las razones de su ayuda. El capitán le replicó que era una orden de la «Madre de los Árboles». Richard fue incapaz de descubrir qué o quién podría ser la «Madre de los Árboles», por lo que desistió de sus intentos de conversar y prosiguió su marcha.

Atravesaron las fértiles llanuras y llegaron al borde del temible desierto. No se arredró y se lanzó a las arenas como si hubiera arrojado al mar o un lago de fuego si se los hubiera encontrado en su camino. Era un como un ave migratoria cuyo instinto de la llegada del invierno o de la primavera le conducía, sin duda ni error, a algún lugar lejano, más allá de océanos y continentes, a una tierra que jamás había visto, le impulsaba con la seguridad y la tranquilidad hacia un descanso merecido.

Una guardia de gigantes le acompañó en el desierto, también porteadores que llevaban odres de agua. El viaje fue espantoso, pero lo consiguió, agotando a toda su escolta hasta que solo quedó uno. Cuando también él se derrumbó exhausto, comenzó a golpear un pequeño tambor que llevaba, un tambor que se había pasado de una a otro conforme se iban quedando atrás. Pero Richard no estaba exhausto, su fortaleza parecía mayor que antes, o lo que le empujaba hacia delante había adquirido más poder. Se preguntó por qué un hombre elegiría un lugar como aquel y un momento así para tocar el tambor, luego prosiguió en solitario.

Unos kilómetros después pudo ver un bosque de árboles prominentes que alcanzaban hasta donde la vista podía abarcar. El sol agonizó tan rojo como si fuera de fuego al acercarse a aquel bosque; se iba encaminando hacia un árbol concreto, sin saber el motivo, y la pareció atisbar pequeñas figuraban moviéndose entre los troncos de los árboles.

Entonces se adentró en la foresta, en donde las ramas formaban un arco sobre su cabeza, como la interminable techumbre de una catedral asentada sobre innumerables pilares. La oscuridad se fue espesando. Las luciérnagas brillaban débilmente, como cirios a puntos de consumirse delante de un altar, y el viento suspiró como el eco de los rezos vespertinos.

Se dio cuenta de que no podía caminar más, una repentina flojera se apoderó de él y, fiel a su costumbre, se tendió para dormir junto al tronco de un gran árbol.

Transcurrió un tiempo, jamás supo cuánto, hasta que Richard despertó de su profundo letargo al sentir que muchas manos lo sujetaban ferozmente. Eran manos pequeñas, como las de un niño, es lo único que podía deducirle del tacto, no podría decir nada más porque la negrura era demasiado densa.

Dos de ellos lo agarraron por la garganta, impidiéndole gritar; otros pasaban cuerdas por sus muñecas, sus tobillos y el tronco, hasta que no pudo mover ni un extremidad. Entonces lo arrastraron durante unos metros hasta maniatarlo a un árbol; Richard intuyó era el mismo bajo el que había dormido. Las manos lo soltaron y al sentir libre la garganta gritó pidiendo auxilio, pero parecía que el bosque devoraba sus gritos, que retrocedieron ante el dosel de ramas enormes y se perdió en el inmenso silencio. La única réplica que oyó fue una risa aguda y burlona.

También él se sumió en el silencio. ¿Quién podía haber allí que le ayudara? Pugnó para soltarse, pues el poder intangible que lo había guiado desde tan lejos crecía en su interior con más fuerza que nunca. Pidió que viniera y acudió, susurrándole que la meta estaba muy cerca. Pero las crueles cuerdas o enredaderas se clavaron en su carne por mucho que se debatió y se retorció, y pese a todo continuó intentándolo hasta quedar extenuado. La cabeza se venció hacia delante y se desmayó.