CAPÍTULO XXII

En el santuario

NYA DEJÓ DE CANTAR y las enanas de batir los tambores. Mirando a Rachel con curiosidad le preguntó:

—¿Has viajado, doncella?

—Sí, Madre —respondió con voz débil—, un viaje lejano y extraño.

—¿Y tú, sobrina mía?

—Sí, Madre —contestó Noie, temblando de frío o de miedo—, pero no acompañé a mi hermana. Vagué sola durante años y años.

—Un viaje lejano, dijiste tú, la Inkosazana; un viaje que duró años y años, dijiste tú, Noie. El tiempo que habéis permanecido con los ojos cerrados es solo el que ha necesitado para caer al suelo una polilla con las alas chamuscadas por la flama de la lámpara. Habéis dormido y soñado un instante nada más.

—Tal vez, Madre —replicó Rachel—, pero si es así, el mío fue el sueño más intenso que he tenido en mi vida y espero que no se repita. Viajé más allá de las estrellas, hasta la imponente ciudad de los muertos y vi a todos los que había conocido en mi vida. Figuras y poderes a los que solo podía verles los ojos me los traían.

—¿Hallaste a quien tu más deseabas encontrar?

—No, fue al único al que no encontré. Lo buscaba, imploré a los guardianes de los muertos que me dejaran verle, ellos convocaron a todos los muertos y los examiné uno por uno, pero él no vino. Los guardianes me dijeron que tendría que buscarle en otro mundo.

—¡Vaya! Eso te dijeron, ¿eh? —exclamó Nya, sobresaltándose un poco—. Bueno, hay muchos mundos y una búsqueda como esa podría ser muy larga. —Entonces, como si quisiera cambiar de tema, añadió—: ¿Qué es lo que viste tú, Noie?

—¿Yo, Madre? No viajé a las estrellas, descendí por unas interminables escaleras hasta el centro de la tierra. Aún tengo los pies cansados. Llegué a cuevas enormes repletas de una negrura que resplandecía, donde había muchos muertos que caminaban, de ida hacia ningún sitio y de vuelta de ninguna parte. Parecía fatigados, pero no desdichados. Me miraran y me pedían noticias del mundo superior, pero no pude contestarles, porque una mano fría me tapaba la boca cada vez que iba a despegar los labios para hablar.

Vagabundeé entre ellos durante muchas lunas, solo que allí no hay Luna, solo una oscuridad reluciente como el carbón pulido. Vagué de una a otra cueva hasta que llegué a una en la que estaba sentado mi padre, Seyapi, y cerca de él, mi madre, y mis otras madres, sus esposas, y mis hermanos y hermanas, todos aquellos a quienes mataron los zulúes cuando los delató la bestia sanguinaria de Ibubesi.

—Vi a Ibubesi —la interrumpió Rachel—. Me suplicó mi perdón, y se lo concedí.

—Yo no le vi —prosiguió Noie con fiereza—, pero no le hubiera perdonado de haber tenido la ocasión, ni creo que ni mi padre ni su familia le hubieran concedido el perdón. Creo que esperaban para testimoniar contra él ante el Señor de los muertos.

—¿Te dijo eso Seyapi? —quiso saber Rachel.

—No. Estaba sentado bajo un árbol negro cuya copa no conseguí ver y escrutaba un cuenco de agua negra. En ese cuenco me mostró muchas imágenes de cosas pasadas y venideras, pero es un secreto y no puedo revelar nada.

—¿Y cómo concluyó la cosa, sobrina? —preguntó Nya, inclinándose hacia delante con impaciencia.

—Madre, el fin fue que el árbol negro que se parecía al Árbol de la Tribu comenzó a arder y se consumió en un fuego devorador. Entonces se hundieron los techos de las cuevas y todos los enanos salieron volando, cantando felices, hacia un lugar luminoso, o eso es lo que me pareció a mí —añadió despacio—, que estaba sola en medio de los restos de las cuevas, yo y los fantasmas blancos del árbol.

—Una voz me gritó que endureciera mi corazón para soportarlo todo con paciencia, porque a quienes se atreven a casi todo por amor, mucho es lo que se les perdonará. Y me desperté, pero no logro adivinar el significado de esas palabras, pues no amo a ningún hombre y nunca lo haré.

Noie apoyó la barbilla en la palma de su mano y permaneció sentada, meditando.

—No, no amas a ningún hombre —replicó Nya, pero mientras hablaba clavó sus ojos en Rachel—, y por consiguiente el enigma es difícil.

—Madre —dijo Rachel en ese instante—, ahora que se ha alimentado, mi corazón tiene más hambre que nunca. ¿Podría tu magia volverme a enviar al país de los muertos para que yo pudiera buscarlo de nuevo? En ese caso y por esa causa, me atrevería a volver a intentarlo.

—No —respondió Nya, sacudiendo la cabeza—. Es un camino que pocos han transitado, pero nadie puede transitarlo dos veces y vivir.

Rachel comenzó a gimotear.

—No llores, doncella. Hay otros caminos y quizá los recorras mañana. Ahora, tiéndete y duerme… Dormid las dos, y no tengáis miedo a los sueños.

Las dos jóvenes se tumbaron y se quedaron dormidas, pero la anciana hechicera, Nya, se sentó a esperar y las observó.

—Creo entenderlo —musitó para sí mientras contemplaba a la dormida Rachel—. Los guardianes no le mentirían a ella, que es tan pura y tan buena, y que ha padecido tan cruel desvarío. Entiendo y creo poder encontrar un camino. Sigue durmiendo, dulce doncella, sigue durmiendo con esperanza.

Entonces volvió los ojos a Noie y movió la cabeza de alba melena.

—El árbol negro adoptaba la forma del Árbol de la Tribu y Seyapi, alguien de la vieja estirpe, se sentaba debajo. No lo comprendo. Las llamas consumieron el árbol y la doncella de la vieja estirpe se quedó a solas con los fantasmas de este mientras el pequeño pueblo volaba hacia la luz y la libertad. ¿Qué puede significar? ¡Ah, la imagen del cuenco! Ahora puedo intuirlo. «Quienes se atreven a casi todo por amor», no dice que sea el amor por un hombre, y una mujer puede amar a otra. ¿Pero se atrevería Noie a realizar un hecho que nadie de nuestra raza se ha atrevido a soñar siquiera?

—Bueno, la sangre zulú es atrevida. Tal vez, tal vez. ¡Ay, Eddo, nigromante oscuro! ¿Adónde estás llevando a los Hijos del Árbol? Sobre tu cabeza pesará, Eddo, no sobre la mía, por siempre y para siempre.

Cuando Rachel se despertó al día siguiente, se quedó tumbada y pensativa durante un buen rato. Recordaba perfectamente cada detalle de su visión, solo ahora estaba segura de que no había sido sino un sueño. ¡Y qué sueño! Pero, incluso en su sueño, ¿cómo había sido capaz de concebir circunstancias tan inconcebibles? Aquel veloz viaje mágico más allá de las estrellas; aquel mundo imponente, erigido sobre un acantilado contra cuyas playas se batían las olas del espacio; aquel mundo cambiante y sublime que se desplegaba pétalo a pétalo, como una rosa, cada pétalo más hermoso y distinto del anterior; aquel salón gris con los acantilados inclinados como techo; y luego los muertos, legiones de muertos.

¿Qué poder le había inducido a imaginar semejantes cosas? Poseía el don de la presciencia, como su madre, pero no de ese tipo. Quizás fuera solo fuera una consecuencia de su locura, pues las visiones y los sonidos extraños surgían en las mentes de los enajenados, y de aquel lugar y de su estancia entre el pequeño pueblo gris, el pueblo fantasma, los tratantes de sueños, los moradores del bosque sombrío… Todo eso bien podría haber abierto nuevas puertas a un alma como la suya. O tal vez aún estaba loca. Lo ignoraba y tampoco le preocupaba en exceso. Lo único que sabía era que su pobre y ajado corazón estaba enamorado de un hombre muerto y a quien no conseguía hallar ni entre los muertos.

Se había querido morir, pero ya no lo deseaba más, temiendo que, después de todo, hubiera algo en aquella visión invocada por la magia de Nya, y que no encontrase a Richard cuando llegara a la otra orilla porque morara en otro mundo diferente. ¡Si solo pudiera encontrarle! Entonces sería feliz de ir adonde fuera que él estuviera.

Noie se despertó a su lado y ambas conversaron.

—Tenemos que haber soñado eso, Noie. Tal vez la Madre de los Árboles echó alguna droga en nuestra comida.

—Lo ignoro, Zoola —le contestó Noie—, pero, en ese caso, no quiero tener más sueños de esos, que no presagian nada bueno para mí. Además, ¿quién puede asegurar qué es un sueño y qué es verdad? Tal vez este mundo sea el sueño y la verdad sean cosas como las que vimos la noche pasada.

Y no dijo nada más sobre el tema.

Aquel día no sucedió nada dentro del Muro, es decir, nada fuera de lo común. Llevaron al recinto sagrado a cierto número de miembros de la privilegiada casta sacerdotal y los subieron hasta el Muro de la Muerte para pudieran morir allí. Sacaron a otros para enterrarlos. Algunos de los que venían se habían cansado de vivir, o dicho de otro modo, eran suicidas, y esos acudieron a pie. Otros padecían diferentes enfermedades, y a esos los llevaban. Pero el final era el mismo: morían indefectiblemente, aunque Rachel jamás llegó a descubrir si esto era resultado de algún veneno que destilaba el árbol, como Nya alegaba, o si se trataba del efecto de colapso físico inducido por una creencia hereditaria.

Al final, murieron todos. Algunos casi instantáneamente, otros en el intervalo de uno o dos a partir de su entrada bajo la letal sombra. Los guardias sordomudos, que pasaban la mayor parte de su tiempo libre cavando las fosas que luego tendrían que ocupar, los sacaron a todos para enterrarles. De hecho, los sordomudos sabían, o pretendía saber, quiénes iban a ser los ocupantes de cada tumba. Al menos, indicaron mediante signos que se les revelaba en sus cuencos, y cuando las víctimas atravesaban la grieta del gran muro les complacía conducirles a las fosas que habían preparado, mostrándoles con qué cuidado habían cavado para adaptar la fosa a su estatura.

Recibían unos honorarios por este servicio que los moribundos traían consigo, ya fueran túnicas finamente tejidas, esteras, o viandas de distintos tipos, ya fueran anillos y ajorcas de bronce y oro forjados por los umkulu u otros súbditos, que ellos lucían en muñecas y tobillos.

Sin embargo, un buen número de los condenados no acudían a su destino de buena gana, lo cual no era de extrañar, ya que no estaban enfermos ni buscaban una eutanasia voluntaria. Eran víctimas políticas enviadas hasta allí por Eddo como una alternativa a la pavorosa «muerte roja» con la cual, según su extraño y ancestral credo, se hubieran arriesgado a la pérdida del alma. Por lo demás, el crimen de aquellos desdichados consistía en haber sido adeptos o partidarios de la defenestrada Madre de los Árboles, Nya, sobre quien Eddo había resultado victorioso al fin. En su ascenso al Muro de la Muerte, estos individuos se demoraban para intercambiar unas escasas y tristes palabras con su destronada sacerdotisa.

Entonces reanudaban su camino con los demás sin oponer ninguna resistencia, pero los sordomudos recibían pocas —o ninguna— dádivas de ellos, por lo que arrojaban sus cuerpos a las tumbas peor situadas o menos adecuadas, o incluso movían sus cuerpos para enterrar a dos o tres juntos en algún agujero esquinado y sin forma. Pero, después de todo, aquello no les preocupaba mientras recibieran sepultura dentro del recinto, lo cual era su renacimiento o, más bien, su muerte correcta.

Rachel observó que los sordomudos eran gente muy extraña, al menos en comparación con el resto. Su comportamiento era jovial y charlaban y se sonreían unos a otros como los monos cuando estaban fuera de servicio, y llevaban algún tipo de mercado para ellos.

Vivían en la parte de la circunferencia de la muralla que estaba detrás de la colina donde crecía el árbol sagrado. Allí no se enterraba a nadie, y en lugar de sepulturas aparecían sus diminutas chozas alineadas en plazas y calles. Ellos y sus padres habían vivido en ellas desde tiempo inmemorial, de hecho, cada pequeña choza, con unos cuantos metros cuadrados de tierra cerrados por una verja, era una propiedad que pasaba de padres a hijos. Los sordomudos se casaban y eran dados en matrimonio, como cualquier otro pueblo, aunque tenían pocos hijos. Se consideraba familia numerosa a una que tuviera tres, y la mayoría de las parejas no tenía ninguno. Todos los niños nacían sordomudos, aunque sus sentidos restantes parecían estar singularmente desarrollados.

Tenían sus virtudes, y así, la mayoría eran muy amables los unos con los otros, y en especial con quienes llegaban allí del bosque exterior para despedirse de este mundo.

Otros, renunciando al matrimonio y a las diversiones mundanas, consagraban sus vidas a la adoración del Espíritu del Árbol. También tenían sus vicios, tales como el hurto y la seducción de las prometidas de los demás, pero el principal de todos era la envidia, lo que, en ocasiones, conducía al asesinato por envenenamiento, un arte en el que eran consumados maestros.

Cuando se descubría un crimen de esta índole, y sucedió un caso durante los primeros días de la estancia de Rachel entre ellos, se enviaba al acusado a juicio ante el jefe de los mudos. Los descargos y las evidencias se daban mediante signos que todos comprendían. Se le obligaba a beber un cuenco con una poción si el caso se fallaba contra él; se le absolvía si salía ileso, y había que pagar su culpa si le sentaba mal el brebaje. Y ahora viene la parte más curiosa del asunto. Toda su vida el malhechor había cruzado el Muro de la muerte para cumplir con sus tareas sin sufrir daño alguno, pero después de la condena se le conducía con la ceremonia habitual y perecía poco después como cualquier neófito.

Nadie parecía saber si este suceso se debía a la magia, a un colapso psicológico o a la previa administración de un veneno, nadie, ni siquiera la misma Nya, o al menos eso fue lo que le contó a Rachel.

Cada luna nueva los sordomudos celebraban lo que, según conjeturaba ella, consideraban una fiesta. Esto es, se encaramaban al Árbol de la Tribu y se dispersaban por sus enormes ramas donde mascullaban y farfullaban en la oscuridad como una tropa de babuinos durante varias horas. Entonces descendían y se encaramaban al enorme muro circundante y recorrían toda su circunferencia. De vez en cuando, la jornada se saldaba con un accidente, cuando uno de ellos caía del muro y se mataba, aunque resultaba curioso que el desdichado fuera alguien que, aunque inocente de cualquier delito, había perdido el favor de los sacerdotes o sacerdotisas. Una vez que se había completado la vuelta al muro, con o sin accidentes, los enanos celebraban un festín junto al juego, bebiendo algún brebaje que los inducía a un sueño en el que gozaban de maravillosas visiones. Ese era su único entretenimiento, si merece tal nombre, dado que la ceremonia carecía un carácter religioso. Por lo demás, rara vez abandonaban el recinto sagrado, al que se conocía «Dentro del muro», y la mayoría de ellos jamás lo hacía en el transcurso de una vida longeva.

No hacían ningún otro trabajo que no fuera enterrar a los muertos, pues la gente del exterior, a los que llamaban «esclavos del muro», les traía diariamente la comida. Su único sistema de conversación consistía en los signos y no parecían desear otro. De hecho, si tenían algún niño que podía oír o hablar, como sucedía ocasionalmente, lo entregaban a otros bosquimanos; pero lo sacrificaban colgándolo del tronco del árbol tribal si el descubrimiento no se producía hasta que era lo suficientemente adulto para observar con el fin de que «no revelase el secreto del Árbol».

Tales eran las gentes extrañas y semihumanas entre las que estaba destinada a vivir Rachel. Los zulúes habían sido malvados y sanguinarios, pero le parecían ángeles en comparación con estos pequeños hechiceros. En cualquier caso, los zulúes le habían dejado sus pensamientos, pero aquellos retorcidos enanos los espiaban, estaba segura, los leían en sus cuencos. A menudo los veía de reojo hacerse señas unos a otros cuando ella pasaba, indicando con muecas las imágenes de lo que habían visto en el rocío.

Otra vez se hizo de noche, una noche tranquila, silenciosa, impregnada por los efluvios de cedria emanados por el gigantesco árbol que crecía en la colina. Rachel y Noie estaban sentadas ante Nya debajo del pebetero encendido sobre el que revoloteaban polillas de grandes alas doradas.

—No le encontraste entre las sombras —soltó Nya súbitamente como estuviera continuando una conversación—. Dime, doncella, ¿estás satisfecha o quieres buscarle otra vez?

—Lo buscaría en todos los cielos y en todas las tierras. Madre, mi alma arde solo por verle, y debo morir si no puedo encontrarle y, por azar, ir adonde él no está.

—Bien, el esfuerzo me fatiga —dijo Nya—, pues me voy debilitando. Pero intentaré ayudarte en consideración a ti, que me salvaste de la Muerte Roja.

En ese momento entraron las mudas y comenzaron a batir los tambores y, como antes, la antigua Madre de los Árboles comenzó a cantar, pero Noie se sentó retirada, pues no iba a tomar parte en el rito de aquella noche. Rachel volvió a sumirse en el sueño y de nuevo le pareció que la arrancaban de la Tierra y la llevaban a las estrellas, donde rastreó un mundo tras otro.

Vio muchas maravillas desconcertantes, tan espléndidas que sus recuerdos quedaron sepultados por la ingente cantidad, por lo que no recordó los detalles al despertar. Pero no vio a Richard. Solo durante un breve momento, mientras la vida volvía a ella, le parecía estar cerca de él. Entonces abrió los ojos y Nya dejó de cantar para preguntarle:

—¿Qué noticias tienes, errabunda?

—Pocas —contestó con voz débil, ya que se encontraba muy fatigada, y la debilidad de su voz lo decía todo.

—Bien. Esta vez él no ha estado muy lejos —dio Nya, asintiendo—. Mañana fortaleceré tu espíritu y entonces quizá él venga a ti. Ahora, descansa.

A la noche siguiente Nya lanzó su encantamiento sobre Rachel como las veces anteriores y de nuevo su espíritu partió a la búsqueda de Richard. En esta ocasión le pareció que no dejaba la Tierra, anduvo penosamente arriba y abajo, con un gran dolor, aturdida por una multitud de caras, desencaminada por una miríada de rastros. Aún así le encontró.

No le oía, no le veía, ignoraba dónde estaba, pero sin duda alguna estuvo a su lado durante un momento. Despertó de nuevo, exhausta, pero muy feliz.

Nya escuchó su historia, sopesando cada palabra, pero sin decir nada. Entonces indicó a las mudas que le trajeran un cuenco de rocío y permaneció escudriñando durante mucho tiempo. Las enanas también examinaron sus cuencos y luego acudieron a Nya, conversando mediante signos de los dedos. Después, las tres vertieron el rocío sobre una piedra, «rompiendo las imágenes».

—¿Has podido ver algo? —preguntó Rachel con avidez.

—Sí, Virgen Blanca —respondió la Madre—. Yo y estas mujeres sabias hemos visto algo, lo mismo, y, por tanto, es cierto, pero no preguntes qué es porque no te lo diremos, ni te ayudaría si lo hiciéramos. Ármate de valor, pero te digo que hay esperanza para ti.

De modo que Rachel se fue a dormir, ponderando aquellas palabras, de las cuales ni ella ni Noie pudieron adivinar el significado. A la noche siguiente, cuando le imploró a Nya que lanzara el conjuro sobre ella, la antigua Madre los Árboles se negó.

—No —dijo—. Tres veces he separado tu alma de tu cuerpo y la he enviado lejos, y no puedo hacerlo más y mantenerte con vida. No lo haría si pudiera, pues cada vez estoy más débil. Tampoco es necesario pues, aunque tú no lo sepas, ese espíritu tuyo le ha localizado dondequiera que esté y se encuentra a su lado, confortándole.

—Sí, pero… ¿dónde está? Déjame mirar en el cuenco y ver su rostro, como creo que has hecho tú.

—Mira si es tu deseo.

Nya hizo señas a una de las mudas para que colocara un cuenco delante de ella. Rachel lo contempló durante mucho tiempo con gran interés, pero no vio nada relacionado con Richard, solo escenas fantásticas que reconoció como su propio pasado. Al final, exhausta, apartó el cuenco y preguntó con amargura por qué se mofaban de ella, y cómo era posible que ella, que había visto la llegada de Richard en estanque de Zululandia, y el sino del rey Dingaan en el cuenco de Eddo, no podía ver nada útil.

—Nada puedo decirte sobre la visión del estanque porque nació de tu propio corazón y no tiene que ver con nuestra magia. En cuanto a las visiones del cuenco de Eddo, fueron sus visiones, no las tuyas, o mejor dicho, mis visiones, pues yo las vi antes de que empezara y se las envié a él, que a su vez te las envió a ti y tú al rey Dingaan.

La presciencia y la pureza de alma son tuyas pese a no estar instruida en la práctica de la hechicería, pero no verás nada en los cuencos del pequeño pueblo a menos que su sangre se mezcle con la tuya.

—«A menos que su sangre se mezcle con la tuya». ¿Qué quieres decir, Madre?

—Lo que he dicho, ni más ni menos. Gobernarás como Madre de los Árboles después de mí si Eddo se sale con la suya. Pero antes hay que abrir las venas de los dos y verter su sangre en la tuya, y tu sangre en la suya; entonces serás capaz de leer en los cuencos como nosotros, y Eddo será tu amo, tú deberás obedecerle mientras viváis los dos.

—En ese caso —respondió Rachel—, creo que ninguna de nosotros vivirá mucho tiempo.

Aquella noche Rachel se sintió demasiado cansada para dormir, aunque no conseguía adivinar la razón, ya que no hacía nada en todo el día, salvo observar a los mudos en sus tristes tareas. Por tanto, resultaba extraño que se sintiera como si hubiera recorrido una larga jornada de viaje. Una hora antes del amanecer vio a Nya levantarse y deslizarse con sigilo hasta la boca de la cueva, llevando en su mano un pequeño tambor, similar a los que usaban las sordomudas. Algo le impelió a seguirla, y, tras despertar a Noie, que dormía a su lado, le rogó que también viniera.

Vieron descender la pequeña figura de Nya a la débil luminosidad de la incipiente alborada. Desde allí cruzó el espacio abierto y ellas la siguieron, creyendo que pretendía cruzar el muro, pero no fue así porque, pese a su aparente debilidad, comenzó a subir por los salientes de las rugosas piedras con la agilidad de un gato, y, aunque el ascenso parecía bastante peligroso, ganó la cima del muro —unos veinte metros en aquel punto— sana y salva. Lo siguiente que oyeron fue el redoble del tambor que había llevado consigo. Eran golpes únicos, algunos lentos, otros rápidos, y con una pausa cada cinco o diez redobles, «como si deletreara palabras», pensó Rachel.

Nya abandonó su tamborileo después de un rato, y en el absoluto silencio de la noche, solo roto, como de costumbre, por el ocasional ruido de los árboles al caer, sin ninguna brisa y con todos los depredadores de regreso a sus guaridas antes de que se hiciera de día, Rachel y Noie escucharon la débil respuesta de otro tambor. Al parecer también ya lo escuchó, porque golpeó una sola vez su tambor, como si fuera una confirmación. Después, el lejano batir continuó, se detuvo como si esperara la respuesta de un tambor que no oían, y prosiguió otra vez de forma intermitente, tal vez repitiendo aquella réplica.

Aquello se prolongó durante bastante tiempo, hasta el cielo comenzó a clarear, cuando Nya tocó el tambor durante varios minutos y le respondió una única nota lejana. Entonces alzó los ojos y se preparó para bajar el muro mientras Rachel y Noie se deslizaban de regreso a la cueva y fingieron dormir. Ella entró pronto, movió la cabeza y les preguntó cómo pensaban que iban a engañar tan fácilmente a la Madre de los Árboles. Intentando no parecer avergonzada, Rachel dijo:

—Nos has visto.

—No, no os vi con los ojos a ninguna de las dos, pero sentí que ambas me seguíais y oí en mi corazón vuestros cuchicheos. Y bien, Inkosazana, ¿has aprendido algo de todo esto?

—No, Madre, pero dinos, si quieres, qué transmitías con el tambor.

—De buena gana —le contestó la anciana—. Enviaba ciertas órdenes a los pueblos sometidos que aún me reconocen como Madre de los Árboles, y que obedecen mis palabras. Tal vez no lo creas, pero mientras estaba sentaba ahí fuera sobre el muro, he hablado más allá del desierto con los jefes de las marcas fronterizas que bordean la tierra de los umkulu, quienes han enviado hombres a cumplir una misión mía.

—¿Qué misión, Madre? —preguntó Rachel con curiosidad.

—Dije que era mía, no tu tuya. No es urgente, pero como no sé cuánto me durarán las fuerzas… creí que debía dejarlo todo arreglado.

Entonces se aovilló sin añadir nada más y pareció dormirse.

Rachel vivió los días, tal vez las semanas, más extrañas de su vida después de este incidente de los tambores. Nya no la sumió en más trances y al parecer no sucedía nada fuera del muro, pero en su interior sí acontecían muchas cosas. Había dejado definitivamente atrás la locura, aunque todavía no era como las demás, o como ella misma cuando se encontraba bien.

Se ensimismaba y no sabía por donde vagaba su mente. A veces duraba horas, aunque estuviera despierta, y, como decía Noie, hablara y comiera como de costumbre. Después no recordaba nada, y esto le sucedía tanto de día como de noche, y cada vez más a menudo.

No recordaba nada, pero fuera de esa vacuidad, crecía la continua sensación de la presencia de Richard Darrien, una presencia que parecía estar más y más cerca de su corazón. La certeza de esta presencia fue lo que hizo que aquellos días tan largo fueran felices, aunque cuando era ella misma, sentía que todo aquello no era sino un sueño.

Pero ¿por qué la conmovía tanto ese sueño? ¿Por qué la fatigaba tanto? ¿Por qué se despertaba con la sensación de que había viajado toda noche cuando la había pasado durmiendo? ¿Por qué tenía los miembros doloridos y adelgazaba sin cesar como quien viaja sin descanso? ¿Por qué le parecía una y otra vez que había pasado grandes peligros, que había pasado frío y calor, que se había enfrentado a las corrientes y luchado contra las tormentas? ¿Por qué su conocimiento de Richard, de su corazón y de su propia alma, era cada vez más profundo hasta parecer que no eran dos sino uno solo?

No era capaz de contestar esas preguntas, ni tampoco Noie, y cuando se lo preguntaba a la vieja Madre, Nya negaba con la cabeza; no podía o no quería responder. Solo los sordomudos parecían conocer la respuesta pues a su paso se tocaban con el codo, sonreían abiertamente y algunos de ellos inclinaban sus cabezas lanudas sobre un cuenco y lo miraban juntos.

Pero si Noie y Nya no sabían nada acerca del motivo de tales efectos, ambas se preocupaban porque veían cómo se debilitaba y empezaba a marchitarse la alta y fuerte Rachel, igual que aquellos sobre los que ha puesto su mano una enfermedad mortal.

De ese modo transcurrieron tres semanas, hasta que un día, de un modo que solo ella conocía, Nya transmitió a la mente de Eddo su deseo de hablar con él. A la mañana siguiente este llegó muy temprano al recinto sagrado acompañado solo por su familiar, Hana. Nya se encontró con ellos a solas en la boca de la cueva.

—Veo que está muy pálida y gastada, vieja, pero sigues viva —se burló Eddo—. Hay miles de personas que creen que hace mucho tiempo que tendrías que haber cruzado el Muro de la Muerte. ¿Podré darles buenas noticias a mi regreso?

La anciana Madre de los Árboles le miró con dureza.

—Es cierto, malvado burlón, que estoy blanca y pálida. Es cierto que me estoy convirtiendo en una hoja podrida, en un esqueleto con las costillas marcadas y las venas sin sustancia. Es verdad que mis ojos se parecen a los de un chorlito de los arbustos o a los de un lagarto de los árboles, también que pronto tendré que cruzar el Muro de la Muerte, como llevas deseando hace tanto tiempo para poder gobernar en solitario sobre el pequeño pueblo y aprovechar sus conocimientos para incrementar tu poder, sapo venenoso. Todo eso es cierto, Eddo, aún tengo que decirte si quieres escucharme.

—Continúa —dijo Eddo—. Sin duda tienes algún tipo de sabiduría, una miel que has almacenado durante mucho años y estaría bien libar esa reserva antes de que sea demasiado tarde.

—Eddo, no soy la única que se consume en este recinto sagrado. Mira, ahí está la otra —y movió la cabeza señalando a Rachel, que pasó caminando delante de ellos sin rumbo fijo, con ojos extraviados, apoyada sobre el brazo de Noie.

—Lo sé. Lo sabemos, ¿verdad, Hana? —dijo asintiendo con la cabeza y mirando a su compañero—. Hemos oído el retumbo de los tambores en la noche y hemos estudiado el rocío que gotea de los árboles al amanecer. La has enviado al encuentro de otro viajero.

—Sí, y la dejarás ir si eres listo.

—¿Por qué tendría que dejarla marchar? —preguntó el sacerdote apasionadamente—. Se iría toda mi grandeza con ella. Ella debe sucederte, pues tu árbol cayó a sus pies, y porque tal es la voluntad del pequeño pueblo, que se ha cansado de reinas pequeñas y desea una alta, hermosa y blanca. Es más, su sabiduría será grande, más grande que la tuya o la de cualquiera de las que le precedieron cuando vierta mi sangre en la suya, porque ella es wensi[24] y su alma más pura que la de todas las demás. No la dejaré marchar.

—Morirá si abandona este recinto sagrado donde nadie puede dañarla, entonces podrá su Espíritu ir en busca de ese viajero.

—Estás loco, Eddo, loco y ciego por el orgullo y la estupidez. Déjala ser ella misma y elige a otra Madre, a Noie, por ejemplo.

—Noie… tu sobrina nieta, la que piensa como tú y odia a los que tú odias. No, no quiero ninguna sangre mestiza. La Inkosazana será nuestra reina, ella y ninguna otra.

—Entonces, Eddo, ella podría ser la última Madre de este pueblo —susurró Nya, inclinándose hacia delante y mirándole a los ojos—. Estúpido, hay quienes luchan por ella y no les vencerás. Tú no les conoces, yo sí. Y te digo que estás preparando tu condena. Haz lo que gustes. No es por ti por quien imploro, sino por el bien de antiguo Pueblo de los Fantasmas, que cada vez se aproxima más a su destino.

—Te prevengo, Eddo, tu muerte será más roja que cualquiera que hayas podido imaginar, y no caerás solo. Ahora vete, y no me molestes más hasta que estemos en el Más Allá, donde tendrás que arrastrarte a mis pies y suplicarme un perdón que no vas a encontrar.

—Vete, las últimas hojas de mi árbol se han marchitado y mañana cruzaré el Muro. Di al pueblo que su madre, contra la que se han rebelado, ha muerto, y que les implora que se preparen para encontrarse con el mal, del que ella les preservó mientras vivió.

Eddo se esforzó por darle réplica, pero no pudo, porque había algo en los ojos flameantes de Nya que le atemorizaba. Miró a Hana, y este le devolvió la mirada. Entonces, tomados de la mano, se alejaron furtivamente hacia el gran muro, tambaleándose, cegados por el brillo del Sol, hacia las sombras.