La ciudad de los muertos
NYA ABRIÓ EL CAMINO hacia la cueva, seguida por Rachel y Noie. En la entrada, justo fuera de los rayos del Sol, estaba acuclillado Eddo, como un sapo malevolente; con él estaban Hana y otros sacerdotes. Cuando se acercó Rachel, se levantaron todos y la saludaron, aunque no a Noie y Nya. Eddo solo se dirigió a Nya para decir:
—¿Por qué no estás dentro del Muro, vieja? —y señaló con su barbilla hacia la zona de muerte allí arriba—. Tu árbol ha caído y hemos estado toda la noche cortándole las ramas, así que se secará bien pronto. Es hora de morir.
—Moriré cuando mi árbol lo haga, pero no antes, Sacerdote —contestó Nya—. Aún me queda algo pendiente antes de morir, por eso he plantado mi árbol otra vez en buena tierra, de modo que crezca.
—Ya veo —dijo Eddo—; está allí, fuera de la muralla, pero pasará más de una generación antes de que una nueva Madre se siente a su sombra. Bien, muere cuando te plazca, no importa cuándo, pues ya no eres nuestra Madre. Además, has de saber que, salvo unos pocos, todos te han abandonado y la mayoría acaban de cruzar el Muro de ahí arriba para atenderte entre los fantasmas.
—Se lo agradezco —dijo Nya con sencillez—; gobernaremos juntos en ese mundo.
—El resto —continuó Eddo—, se han vuelto contra ti al saber que ayer condujiste a la Muerte Roja a uno de los nuestros, aquel sobre el que cayó la rama, usando magia negra.
—¿Quién fue el que se empeñó en darme la Muerte Roja antes de que llegara al santuario? ¿Quién disparó la flecha envenenada, Sacerdote?
—No lo sé —contestó Eddo—, pero me parece que no debió de disparar muy bien si estás aquí. Ya te hemos aguantado bastante, anciana. Durante muchos años hemos soportado tu gobierno, que unas veces fue estúpido y otras, malo, porque no pudimos evitarlo, ya que el árbol de la que te antecedió cayó ante tus pies, como el tuyo cayó a los pies de la Virgen Blanca que está allí.
»Durante mucho tiempo tú y yo hemos luchado por el poder, pero ahora yo he ganado y tú estás muerta, así que cállate, vieja, y vete en paz puesto que la flecha no te atravesó, no te necesitamos ya, sin juventud, ni gracia, ni poder.
—¡Ay! —exclamó Nya, enfurecida por estos insultos—, me iré en paz, pero tú no quedarás en paz, traidor, ni aquellos que te sigan. Cuando la juventud y la gracia se van, es cuando aparece la sabiduría, y la sabiduría es poder, Eddo, verdadero poder. Os digo que la otra noche miré en el cuenco y vi cosas que os conciernen, ay, a ti y a toda nuestra gente, cosas que te están negadas saber, cosas terribles, cosas que no han acontecido desde que el Árbol de la Tribu era una semilla y el Espíritu de la Tribu vino a habitarlo.
—Decidlo entonces —dijo Eddo, empeñado en ocultar el miedo que traslucían sus ojos dilatados.
—Ah, no, Sacerdote; no diré nada. Vivid y las descubriréis, tú y tus traidores. Os he servido bien durante muchos años, os he concedido toda clase de mercedes, he practicado la magia blanca y no la negra, no ha muerto nadie si ha estado en mi mano salvarle, nadie que yo haya podido proteger ha sufrido, no, ni siquiera los esclavos bajo nuestro mando.
»Y he hecho todo esto sabiendo que conspirabais contra mí, sabiendo que os empecinabais en matar mi árbol con maldiciones, sabiendo cual sería el final. Ha ocurrido por fin, como debía, y no lo lamento. Estúpido, yo sabía qué vendría y cómo vendría. Fui yo la que envió a buscar a esta reina virgen para que estableciera su mando sobre vosotros, adivinando que mi árbol caería a sus pies.
»El fantasma de Seyapi, que es de mi sangre, Seyapi a quien hace años desterrasteis a una tierra extraña sin que mediara ofensa, me habló de él y de Noie, su hija, y del final de todo esto. Aquí está ella; no la trajisteis vosotros como pensáis, fui yo quien la trajo, y mi árbol cayó a sus pies como estaba predicho que caería, y ella me salvó de la Muerte Roja, como estaba predicho que haría, ofreciéndome amor y no odio, tal como yo hice. El resto ya lo verás, tú y todos vosotros. Yo estoy acabada, muerta, pero vivo en otro lugar y tú habrás de verlo.
Eddo le iba a responder, pero Hana, que parecía mucho más asustado por las palabras de Nya, le tiró de la manga, susurrándole al oído y él se calló. Volvió a hablar, pero dirigiéndose a Rachel, y le pidió a Noie que le tradujera:
—Tú, Virgen Blanca —le dijo—, a quien se le ha dado el nombre de Princesa de los Zulúes, no prestes atención a esta vieja chocha y escúchame. Cuando mi Espíritu vagó más allá, yo vi las semillas de la grandeza en ti y quise rescatarte del salvaje Dingaan. Yo, Pani, el que murió, y Hana, que vive, descubrimos tu magia y que el árbol de Nya caería a tus pies y que eras la designada para gobernarnos después de ella.
»Todo el pueblo fantasma también lo sabe, ahora te llaman su Madre y han escogido un árbol para ti, un gran árbol, joven y fuerte, que perdurará durante siglos. Ven pues, ocupa tu sitio bajo ese árbol y sé nuestra reina.
—¿Por qué debería ir? —preguntó Rachel— parece que vosotros los enanos dais un mal fin a sus reinas. Escoged otra Madre.
—Inkosazana, no podríamos aunque quisiéramos —contestó Eddo—, porque estos asuntos no están en nuestras manos, sino en las de vuestro Espíritu. Escuchadme, os trataremos bien; os haremos grande, y creceremos en vuestra grandeza, porque vos nos daréis vuestra sabiduría, que aunque no lo sepáis, es mayor que la de cualquier otra mujer.
—Ahora nos preocupamos por cosas pequeñas, pero gobernaremos el mundo. Todas las naciones se doblegarán ante ti, y buscarán tu oráculo. Tomarás su riqueza y los llevarás y traerás a tu antojo, como el viento trae y lleva las nubes. Harás la guerra y ordenarás la paz. Vivirán y morirán como desees. Sus reyes se inclinarán ante ti, sus princesas os brindarán tributo, reinarás como una diosa.
—Hasta que a Eddo le plazca daros fin, señora, como lo hizo conmigo cuando quiso —murmuró Nya tras ella—. No te dejes engañar, Virgen Blanca; sé solo una mujer sin corona y encontrarás más dicha.
—Lo que quieres decir, Eddo —dijo Rachel—, es que tú gobernarás y yo haré tu voluntad. Noie, dile que no quiero tener nada que ver. Tenía una pena muy grande que me había enloquecido, y no sabía nada, cuando vine aquí. Ahora he reencontrado mi Espíritu y seguiré adelante.
Eddo se enfadó mucho al oír esta respuesta y dijo:
—Te prometo una cosa, Zoola —dijo—; te prometo, en nombre de los fantasmas, que no saldrás viva de aquí. Ciertamente estás a salvo en este santuario, sentada a la sombra del Árbol de la Muerte, que es también el Árbol de la Vida, pero antes o después, encontraré el camino para arrancarte de ahí, y entonces sabrás quien es el más fuerte, tú o Eddo, como ya ha aprendido la anciana que está detrás de ti. Ve en paz por ahora. Le diré a la gente que estás fatigada, necesitada de descanso, y mientras tanto gobernaré en tu lugar. Márchate en paz, Inkosazana, hasta que nos veamos al otro lado de la muralla —se levantó y se fue, acompañado por Hana y los otros sacerdotes.
Se volvió apenas había andado un poco y señalando arriba de la colina, gritó a Nya:
—Ve y mira al otro lado del Muro, vieja bruja. Allí verás buscando la paz a los mejores de quienes te han sido fieles. ¿Eres tan cobarde que tardarás en unirte a ellos?
—No, Eddo —contestó ella—, tú eres el cobarde que los ha llevado a la muerte, porque ellos son buenos y tú, malo. Me uniré a ellos cuando llegue mi hora, no antes. Tampoco tardarás mucho en seguirme. Has tenido un día de triunfo, Eddo, pero después te espera la noche, una eterna noche oscura.
Eddo lo oyó y su cara amarillenta se tornó blanca de la furia, o del miedo. Saltó sobre sus pies, sacudió sus pequeños puños gordos y profirió maldiciones como un sapo esputa veneno. Nya ya no estaba allí para escucharlas, ya que había subido a la cueva y se había sentado sobre su estera.
—¿Por qué os odia tanto, Madre? —preguntó Rachel.
—Porque los que son malos odian a los que son buenos, doncella. Durante muchos años Eddo ha querido gobernar a través de mí, para hacer mal en el mundo, pero no se lo he permitido. Él quería abandonar nuestra fe antigua y secreta y reinar como un rey, como reina Dingaan el zulú. Enviar a las tribus esclavas a la guerra para conquistar las naciones y construirse una gran casa y tener muchas esposas.
»Pero yo lo he atado en corto, de modo que ha podido culminar pocas de estas pretensiones. Por eso ha conspirado contra mí, pero mi magia era más grande que la suya y no pudo conseguirlo mientras mi árbol permaneció en pie. Después cayó a tus pies, tal como él sabía que estaba predestinado que ocurriera, porque todas estas cosas han sido predestinadas y al fin podría haberme asesinado con la Muerte Roja, pero me protegiste y por eso te bendeciré para siempre.
—¿Y por qué él quiere hacerme Madre en vuestro lugar, Nya?
—Porque mi árbol cayó a tus pies y todo el pueblo lo ha pedido. Porque cree que una vez que os aten los vínculos del sacerdocio, y su sangre corra en la tuya, tu espíritu puro preservará el suyo de sus pecados, y que la sabiduría que ve en ti lo hará más grande que ninguno de los reyes fantasmas que hayan vivido nunca.
»Así que no lo consientas, porque si después conseguís frustrarlo, encontrará la manera de echar abajo tu árbol y con él tu vida, y colocar a otra que te sustituya. No lo consientas, porque aquí estás a salvo de él.
—Así debería de ser, Madre, pero ¿cómo puedo habitar yo en este lugar funesto? Mi corazón ya está roto por la pena y pronto, como aquellas pobres gentes, buscaré la paz tras el Muro.
—Cuéntame tus penas —dijo Nya gentilmente—. Quizás no las conozca todas y tal vez pueda ayudarte.
Así que Rachel se sentó allí también y Noie, que le servía de intérprete, contó toda su historia hasta el momento en que vio que se llevaban el cuerpo de Richard, porque después no recordaba nada hasta que se encontró de pie al lado del árbol caído en la tierra de los Reyes Fantasmas. Era una historia muy larga y la noche cayó ante de que terminara de contarla. A lo largo de todo su relato, la bosquimana no dijo una palabra, solo miró el rostro de Rachel con sus ojos amables y dulces. Cuando terminó, ella le dijo:
—Una historia triste. Verdaderamente hay mucha maldad más allá de la tierra de los Árboles, porque, al menos, aquí derramamos poca sangre. Ahora, ¿cuál es tu deseo?
—Mi deseo es —dijo Rachel— reunirme con el hombre que amo, al que Ishmael quitó la vida. Sí, y también con mi padre, y mi madre también, a los que los zulúes quitaron la vida bajo las órdenes de Ishmael.
—Si todos están muertos, ¿cómo podrá ser eso, señora, a menos que los busques entre los muertos? Cruza la empalizada que hay más arriba y deja que el veneno del Árbol de la Tribu caiga sobre ti, y pronto los encontrarás.
—No Madre, no podría porque eso sería suicidio y mi fe no conoce crimen más grande.
—Entonces tendrás esperar a que la muerte os reúna y ese camino puede ser muy largo.
—Ya se me ha hecho largo, Madre, tan largo que no sé cómo recorrerlo, sola como estoy en el mundo, sin un amigo… salvo Noie —y comenzó a sollozar.
—Eso no es así. Tienes otra amiga —y apoyó sus manos sobre el corazón de Rachel—, aunque es verdad solo podré estar poco tiempo contigo.
Después, se quedaron silenciosas un rato, hasta que Nya miró a Rachel y le preguntó de pronto:
—¿Eres valiente?
—Los zulúes y otros lo piensan así, Madre; pero ¿de qué me sirve el valor ahora?
—El valor del cuerpo para nada, Doncella; pero el valor del espíritu mucho, quizás. ¿Os consolaría ver a vuestro amor y saber a ciencia cierta que vive en el mundo que os espera?
Rachel jadeó y sus ojos brillaron de alegría mientras contestaba:
—¡Consuelo! ¿Qué hay que me pudiera dar tanto? Pero no sé cómo podría ser, Madre, ya que nos separa la última brecha, un abismo que los mortales no pueden pasar y seguir viviendo.
—Tú lo has dicho; todavía conservo un gran poder y tu espíritu es limpio y puro.
Quizás pueda enviarlo a través de ese abismo y traerlo luego de vuelta a la tierra. Aunque hay peligros, peligros para mí, que no me importan, pero también para ti. Aunque te envíe, allí deberás resistir sola.
—¡No me importa si podré soportarlo o no, Madre, solo por estar con él! ¡Oh! Envíame a ese viaje para estar su lado, y viva o muerta, te bendeciré.
Nya pensó unos instantes y contestó:
—Lo intentaré por tu bien, aunque no haría esto por nadie de los que hayan respirado o respiren, ya que me libraste de la Muerte Roja a las manos de Eddo. Sí, lo intentaré, pero no hasta que hayas comido y bebido primero. Obedece o no haré nada.
De modo que Rachel comió, y después, sintiéndose soñolienta, incluso durmió un poco, quizás porque aún estaba cansada del viaje y necesitaba reposo tras haber vuelto en sí, o quizás también porque habían vertido alguna droga en su bebida.
Cuando se despertó, Nya la llevó a la entrada de la cueva. Allí permaneció un rato estudiando las estrellas. No corría ni un soplo de viento, el silencio era intenso, y solo de tarde en tarde llegaba a sus oídos el sonido de los árboles cayendo en el bosque. Algunas veces era bastante flojo, como si se hubiera dejado caer una brizna de lana en la tierra, y eso ocurría cuando el árbol muerto se encontraba a kilómetros y kilómetros de allí; algunas veces, el golpe era como el de un trueno repentino, cuando el árbol muerto había crecido cerca de allí.
Una sensación de misterio y maravilla se instaló en el corazón de Rachel en este lugar y a esta hora. Las estrellas sobre su cabeza, el inmenso bosque moribundo, en el cual los árboles caían incesantemente después de largos siglos de vida, la pared que los rodeaba, construida quizás por manos que habían terminado su trabajo cientos de miles de años antes de que los árboles comenzaran a crecer; el gran cedro cubierto de musgo sobre el montículo, bajo la sombra de cuyas ramas, día tras día, sus adoradores habían expirado, aquel cedro inmemorial donde, como se creía, residía la vida de la nación; la pequeña bruja a su lado, con el sello de la muerte marcado ya sobre su frente y una mirada de despedida en sus ojos; el rostro triste y espiritual de Noie, que le sostenía la mano, la dulce y fiel Noie, que a esta luz parecía casi estar hecha de aire; los pequeños bosquimanos grises acuclillados en sus esteras mirando al suelo y que, una y otra vez, bajaban la colina desde el Muro de la Muerte allí arriba, portando con ellos un cuerpo para su enterramiento; todos eran misteriosos y maravillosos a la vez.
Una nueva fuerza brotó en el corazón de Rachel mientras veía y oía. Al principio se asustó, pero luego el valor fluyó dentro de ella; parecía provenir de la anciana que tenía a su lado, la señora de los misterios, la madre de la magia, en quien se había reunido la sabiduría de cientos de generaciones de esta raza semihumana.
—Contempla las estrellas y la noche —le dijo con su voz suave—, porque pronto estarás más allá de ellas y podría ser que no volvieras a verlas más. ¿Tienes miedo? Dímelo si es así, y no empezaremos el viaje a la busca de alguien que podría no estar.
—No —contestó Rachel—; pero Madre, ¿dónde iremos?
—A la Tierra de la Muerte. Vayamos ahora que el momento es propicio, a medianoche es más difícil. Mira aquella estrella lejana sobre el Árbol Sagrado —y señaló un orbe brillante que colgaba de la rama más alta del cedro—, marca tu viaje y… este es el momento si deseas ir.
—Madre —preguntó Noie—, ¿podría acompañarla? Yo también tengo mis muertos y me gustaría seguir a mi hermana allá donde vaya.
—Sí, si así lo deseas, hija de Seyapi, el camino es lo bastante amplio para las tres, y si yo me quedo allá arriba, quizás tú, que eres de mi sangre, encuentres fuerzas para guiarla a la tierra desde los mundos que allá vagan.
Entonces Nya subió a la cueva y se sentó dentro del círculo de lámparas, de espaldas a la estalactita con forma de árbol, permitiendo que Rachel y Noie se sentaran frente a ella.
Aparecieron dos de los guardas mudos, ambas mujeres, y se sentaron a diestra y siniestra, cada una mirando un cuenco colmado de límpido rocío. Nya hizo un signo y, todavía mirando dentro de los cuencos, las sordomudas comenzaron a batir unos pequeños tambores que producían un sonido vibrante muy peculiar, mientras Nya entonaba al redoble de los tambores una extraña canción. Tomó la mano derecha de Rachel y de Noie con sus manitas delgadas y las miró fijamente a los ojos.
Las cosas cambiaron para Rachel. Las bosquimanas a derecha e izquierda se desvanecieron, aunque el sordo murmullo de sus tambores se convirtió en un intenso redoble, a cuyo ritmo danzaban las estrellas. La canción de Nya creció hasta llenar el espacio que mediaba entre la tierra y el cielo; era como el ruido de un vendaval entre los árboles, como el batir del mar sobre una costa infinita, como el grito de todos los ejércitos del mundo, como el sollozo de todas las mujeres del mundo.
Aminoró el volumen y Rachel sintió como si la traspasara, lo oyó lejos, muy lejos, hasta que su volumen decreció como si fuera una partícula infinita o un punto de sonido que habría podido distinguir entre millones y millones de miles, hasta que al final la distancia y la vastedad lo devoraron y desapareció.
La canción de la tierra cesó y comenzó otra nueva: la canción de los mundos en movimiento. Pudo oír aquella música inefable lejos, muy lejos en las hondas profundidades del espacio. Un sonido glorioso, similar a un campanilleo, se fue acercando más y más, y también una voz, una voz potente que cantaba y a la que contestaron otras voces mientras el sol cruzaba los cielos en su peregrinaje, y el innumerable coro de las constelaciones la recogió y se hizo eco de la misma.
Ante ella fueron pasando aquellos soles descomunales, resplandecientes, algunos rodeados de planetas iluminados vívidamente, impregnados por su brillo, entre aquellos regueros infinitos de estrellas.
Ellos y su música se marcharon; en ese momento, se encontraba muy lejos de los soles, en una región donde la vida había sido olvidada, más allá del trazo apresurado del último cometa, más allá del último relumbre de los espías y las avanzadillas del universo. Se apresuró como una forma de luz en el seno negro del espacio insondable, y su soledad estremeció su espíritu. No podría soportarlo por mucho tiempo, anhelaba hallar una orilla en la que posar sus pies mortales.
A lo lejos apareció una costa bordeada por un acantilado tan alto como una torre, contra cuyas playas ferrosas se estrellaban en vano todas las olas negras del espacio, ya que eran eternamente rechazadas. Allí brillaba una luz como no había conocido ninguna otra; no la emitía ningún sol, ni ninguna estrella, emergía de aquella tierra, radiante, oscilante, con un millar de gamas cromáticas, como la luz que emitiría un mundo de ópalo. A sus hermosos rayos deslumbrantes, vio palacios y pirámides de fantasía, mares y montañas de un blanco puro, vio planicies y flores engalanadas de colores nuevos, vio golfos, precipicios, pálidos lagos preñados de llamas ondulantes. Todo lo que ella había concebido como adorable o temible aparecía allí, mucho más adorable o miles de veces más temible.
Aquel mundo florecía y cambiaba bajo ella como una gran rosa de gloria. Pétalo a pétalo, su esplendor decaía y el mar del espacio lo devoraba, al tiempo que nuevos esplendores renacían en el profundo corazón de la rosa inmortal y reaparecía la ciudad inmensurable, renovada, misteriosa y maravillosa, con sus columnas, sus torres y sus muros resplandecientes.
No supo si duró un momento, o un millón de años, y de pronto, donde había estado aquella ciudad apareció otra diferente, profundamente diferente, solo que cien veces más gloriosa. Había sido creada en el corazón fecundo del mundo-rosa y luego enviada al seno negro de la nada, mientras otras, incluso más perfectas se apresuraban a ocupar su lugar.
De ese modo, cambiaban también las montañas, y los árboles, mientras los golfos se convertían en jardines y los lagos de aguas agitadas en dulces corrientes y de la semilla de extrañas flores brotaron bosques inmemoriales envueltos en neblinas rosáceas, engalanados con un rocío resplandeciente. Nacieron con la música y desaparecieron en alas de la música. Después también esta se desvaneció como los recuerdos.
Una mano tomó la suya y tiró de ella hacia abajo, mientras subían a buscarla miríadas de puntos de luz, en cada uno había un rostro diminuto. La miraron con sus ojos dorados; susurraban algo que tenía que ver con ella y el sonido de sus susurros era como el del mar en calma. La acompañaron al mismo centro de la opalina rosa de la vida, donde acontecían todas aquellas maravillas y la dejaron en un gran salón gris, que tenía a modo de techo unos acantilados inclinados y allí se quedó, desolada.
La acosó el miedo, la abrumó una soledad que se enroscaba a su garganta como una cosa viva. Se sentía morir cuando una vez más fue consciente de que estaba acompañada. Unas formas la rodeaban. No podía verlas, solo atisbarlas de forma difusa cuando se movían, pero sí distinguía sus ojos, unos grandes ojos calmos y apenados, que la miraban del mismo modo que el ojo de un gigante miraría a un bebé. Eran terribles, pero no les temía tanto como a la soledad, porque al menos estaban vivos.
Una de las formas se inclinó sobre ella hasta que sus ojos sagrados se le acercaron, y sintió una voz en el corazón que le preguntaba por qué gran causa había osado viajar más allá del tiempo. Ella contestó con el corazón, no con los labios, que echaba de menos a los que amaba y que venía a buscarlos. Entonces, aún en su corazón, oyó una voz que ordenaba:
—Dejad que todos los muertos de Rachel sean traídos a su presencia. Instantáneamente unas puertas se abrieron al fondo de aquel salón gris y a través de ellas, con pasos insonoros y alas invisibles, flotó un ser que llevaba en sus brazos a un niño. Se paró ante ella y la luz de su rostro de ensueño iluminó la cara del niño. De pronto comprendió que aquel bebé era su hermano, cuyos huesos yacían en una playa del mar de África. Despertó de su sueño, abrió los ojos y le tendió los brazos mientras le sonreía. Entonces se desvaneció.
Otras formas aparecieron, cada una de ellas trayendo su carga: una compañera muerta en la escuela, amigos de su infancia y su juventud que pensaba que aún estaban vivos, un joven que una vez había querido casarse con ella y había muerto ahogado, el guerrero zulú que había matado para salvar la vida de Noie. Se estremeció al verlo, porque habían sido sus manos las que habían derramado su sangre, pero él solo sonrió como los demás y también desapareció, para ser seguido por aquella hechicera que los zulúes habían asesinado por su causa, que ni sonrió ni frunció el ceño, y se desvaneció con una expresión pensativa.
Entonces otra sombra se deslizó por el salón llevando en sus brazos a su madre, su madre de ojos alegres, que levantaba sus manos delante de ella como si la bendijera, como si intentara hablarle y no pudiera. Aún la seguía bendiciendo cuando en su lugar apareció su padre, que también la bendijo y cuya presencia pareció traerle paz a su espíritu. Él señaló hacia arriba y se marchó, mirándola seriamente y una forma oscura arrojó algo a sus pies. Era Ishmael, que se arrodilló ante ella y cuyo rostro atormentado se volvió hacia ella como implorándole perdón.
En su corazón se entabló una lucha. ¿Podría perdonarle? ¡Oh! ¿Podría perdonar a quien los había asesinado a todos? Se dio cuenta de que el lugar estaba lleno con puntos de luz que eran Espíritus, y que cada uno miraba hacia ella esperando el libre veredicto de su corazón. Fila tras fila, las formas poderosas se congregaron a su alrededor, sosteniendo en brazos a sus muertos y todos ellos esperaban el veredicto libre de su corazón. Y entonces un espíritu de pena y perdón se alzó en su interior de un lugar entre las fibras de su ser infinito que ella no conocía. Cuando los muertos extendieron sus brazos sobre ella, ella los extendió sobre la cabeza de aquella alma torturada y por primera vez a sus labios se les dio el poder de hablar.
—Así como yo espero que me perdonen, yo perdono —dijo—. ¡Ve en paz!
Voces y trompetas capturaron sus palabras y sonaron y resonaron a través del salón gris, proclamando para siempre que él se había ido, hasta que se desvanecieron, y con él se marcharon las miríadas de llamas, en cada una de las cuales habitaba un rostro diminuto.
Ella miró alrededor buscando otro Espíritu, el Espíritu por el cual ella había viajado tan lejos y al que temía tanto encontrar. Pero aquí solo llegó un pequeño bosquimano, andando de forma vacilante por el gran salón. Lo había conocido un día como Pani, el sacerdote, aquel que había sido aplastado durante la tempestad, Pani, el hermano de Eddo. Ninguna forma lo portaba, porque él ya era en la tierra casi un fantasma y podía caminar a través del mundo de los fantasmas con sus pies mortales, o así pensaba ella. Al llegar hasta ella la eludió con expresión culpable y se marchó.
Entonces las grandes puertas del final del salón se cerraron; desde allí lejos las pudo ver unirse como las nubes atravesadas de relámpagos y una vez más la rodeó aquella horrible soledad. Las rodillas le fallaron y cayó sobre el suelo, un pequeño punto blanco en aquella enorme extensión, deseando que el techo de roca cayera y la enterrara. Se cubrió el rostro con los cabellos rubios y sollozó tras su velo. Levantó el rostro y vio dos grandes ojos observándola fijamente, sin rostro, solo dos ojos enormes y firmes. Entonces una voz que sonaba en su corazón le preguntó que porqué lloraba, ya que sus deseos se habían cumplido y ella contestó que era porque no había podido encontrar a aquel que buscaba, a Richard Darrien. Inmediatamente las voces y las tromperas se hicieron eco del nombre.
—¡Richard Darrien! —gritaron—. ¡Richard Darrien!
Pero ninguna forma se deslizó por el suelo llevando el espíritu de Richard en sus brazos.
—No está aquí —dijo la voz en su corazón—. Ve y búscalo en algún otro mundo.
Ella se enfadó.
—Os burláis de mí —contestó—, él está muerto y este es el hogar de los muertos, así que tiene que estar aquí. Sombra, tú te ríes de mí.
—No me río —la respuesta llegó rápida—. Mortal, mira y aprende.
Otra vez se abrieron las puertas, y a través de ellas pasó el tumulto infinito de los muertos. No cabían todos en aquel salón, de modo que creció y creció hasta que la vista casi no alcanzaba de pared a pared. Las formas las encabezaron y las ordenaron por razas y generaciones, quizás porque solo así podría su corazón humano comprenderlo, pero ahora ninguna aparecía en sus brazos. Llegaron en miríadas y millones, en billones y décadas de billones, hombres, mujeres y niños, reyes, sacerdotes y mendigos, todos con las vestimentas de su edad y país. Llegaron como una marea y sus cabellos flotantes eran como la espuma de esa marea, y sus ojos brillaban como el primer vislumbre del amanecer sobre la nieve. Llegaron durante horas, días, años y siglos, llegaron eternamente y mientras pasaban, cada elemento de aquella hueste, comparada con la cual todas las arenas del mar hubieran parecido un puñado, la señalaban y cada boca pronunciaba estas palabras:
—¿Soy yo aquel al que buscáis?
Ella los miró a todos, millón tras millón, pero el rostro de Richard Darrien no se encontraba allí.
Ahora eran los zulúes muertos los que marchaban. A través de la corriente del Tiempo, marcharon en sus regimientos ordenados. Chaka se paró ante ella, que lo reconoció por su parecido con Dingaan, y la amenazó con su azagaya pequeña, de mango rojo, preguntándole cómo osaba ocupar el trono del Espíritu de su nación. Ella empezó a contarle su historia, pero mientras la contaba, las amplias paredes en retirada de aquel salón gris cayeron y se derrumbaron y con una potente carcajada las formas de grandes ojos las transformaron en la cueva del montículo bajo el árbol de los bosquimanos. El sonido de las trompetas se desvaneció y la música penetrante y dulce de las esferas se alejó y dejó de oírse.
Rachel abrió los ojos. Allí frente a ella se sentaba Nya canturreando su canción en voz baja y allí, a cada lado, estaban las mudas acuclilladas, golpeando sus pequeños tambores y mirando en sus cuencos de agua, mientras Noie se inclinaba sobre ella, y se agitaba como alguien que se está despertando. Eras y eras atrás cuando ella empezó aquel triste viaje, la bosquimana que estaba a su lado, estiraba su mano para que el cuenco que yacía a sus pies no se moviera y ahora casi lo había alcanzado. Una gran mariposa se había chamuscado las alas en la lámpara y caía hacia el suelo, aunque aún estaba a mitad de su caída. Noie posaba el brazo sobre su cuello, y empezaba a resbalarse sobre su hombro.