CAPÍTULO XX

La Madre de los Árboles

CUANDO EDDO COMPRENDIÓ AQUELLAS palabras, alzó la cabeza y miró a Rachel asombrado.

—Esto es obra tuya —dijo con ferocidad, dirigiéndose a Noie, que las había traducido—. He tolerado que te enfrentaras a mí demasiado tiempo, y ahora usas a esta Inkosazana para desafiarme. Fuiste tú quien convenció a esta vieja, tu tía, para que ordenara traer aquí a la hechicera blanca, e hice un viaje terrible para traerla porque no me atreví a desobedecer.

»Sí, y lo hice de buen grado, porque en cuanto me fijé en ella, allí, en el poblado de Dingaan, supe que era grande y hermosa, y que había perdido su Espíritu. Y supe que podía conseguir que sus labios dijeran mis palabras y que sus ojos puros vieran cosas que les están vedadas a los míos, incluso el futuro, pues lo hizo cuando se lo ordené en la corte de Dingaan.

»Pero ahora parece que ha recuperado su Espíritu y no hay sitio para mí en su corazón, y que habla sus propias palabras y no las mías, y eso lo has hecho tú, bastarda.

—Tal vez —respondió Noie con indiferencia.

—Pretendes —prosiguió Eddo, golpeando con furia el tronco en el que se había sentado— proteger a esa vieja bruja porque su sangre corre por tus venas. Pero es en vano, estúpida, porque su árbol ha caído, sus hojas se marchitan, su savia se seca, por lo que ella se marchitará y su sangre se secará hasta que muera. ¡Ella, que pensaba seguir viviendo durante muchos años!

—¿Qué importa? —inquirió Noie—. Al ver eso ella se unirá a los numerosos fantasmas con quienes anhela estar desde hace tanto tiempo, y regresará con ellos para atormentarte, Eddo, hasta que también tú seas uno de ellos y te enfrentes al juicio.

—Pretendes ser la reina en su lugar cuando se haya ido —chilló el enano, ignorando la ominosa insinuación—, o gobernar como Suma Sacerdotisa a través de esta Blanca.

—Sería muy malo para ti que yo gobernara, Eddo —le replicó Noie.

—Jamás sucederá, mujer. Ninguna bastarda reinará aquí como Madre de los Árboles. Tengo conjuros. Tengo venenos. Tengo esclavos que disparan flechas.

—En ese caso, malhechor, úsalos si puedes —le contestó Noie desdeñosamente.

—Sí, los usaré todos, y no solo contra ti, también contra la bruja blanca a quien tanto quieres. Nunca saldrá viva de esta tierra rodeada por el desierto y el bosque. Tendrá que escoger entre que yo reine a través de ella como su Sumo Sacerdote o perecer miserablemente.

»La vieja Nya podrá protegerla con su sabiduría por poco tiempo, pero cuando se vaya, y tendrá que hacerlo pronto porque encenderé fuegos debajo de su árbol caído, entonces le diré a la Blanca que elija entre mi gobierno o su condenación.

Noie no pudo soportar oírle por más tiempo y gritó:

—Perro, asqueroso Pájaro de la Noche, ¿osas hablar así de la Inkosazana? Una palabra más y le ofreceré al sol que tanto odias tu corazón.

Arrebató la lanza de la mano de Rachel y cargó contra él con la lanza en lo alto. Eddo la vio venir. Se puso en pie con alarido de pánico y corrió velozmente junto al tronco hasta que llegó a la masa de las ramas caídas. Saltó a estas y saltando de rama en rama como un mono se desvaneció entre el verde follaje.

Entonces, tras haberle perdido de vista, Noie regresó riendo junto a Rachel, que permanecía junto a la antigua Madre de los Árboles —ya había bajado de sus brazos—, y le devolvió el arma diciendo en el idioma de los enanos:

—Este Eddo utiliza grandes palabras, pero es un gran cobarde.

—¡Ay! —exclamó Nya—. Yo goberné con la magia blanca, no con la negra, él tenía que obedecerme y yo estaba a salvo mientras mi árbol estuviera en pie, pero ahora ha caído y, de acuerdo con las costumbres de esta tierra, puede matarme si le resulta posible e instalar a otra para que sea reina, aquella a cuyos pies se inclinó mi árbol por voluntad de los Cielos, alguien a quien, además, el pueblo aceptará.

»A través de ella utilizará todo el poder de los reyes fantasmas, sobre los que ningún hombre puede gobernar, pero sí una mujer. Ven, hija, y también tú, Blanca. Sé dónde podemos ocultarnos. Señora, el poder que era mío es vuestro ahora; protégeme hasta que muera y en recompensa te daré lo que tu corazón desee, sea lo que sea.

—No solicito ninguna recompensa —respondió Rachel pesadamente cuando comprendió sus palabras—, y creo que soy yo quien necesita protección de ese enano traidor.

Entonces, guiados por Nya, que colgaba de la mano de Rachel, descendieron por el tronco hasta llegar a un lugar desde el que pudieron llegar al suelo.

Antes de alcanzar un claro, la destronada Madre de los Árboles, con los ojos llenos de lágrimas, se volvió y besó la corteza del árbol, lamentándose en voz alta:

—¡Adiós, oh, Poderoso! A tu sombra yo y las reinas de mi raza que me precedieron hemos soñado durante siglos. El golpe de los Cielos te ha derribado, grande ha sido tu caída, y he caído contigo. ¡Oh, Espíritu de mi árbol, sálvame de la Muerte Roja para que pueda dormir bajo tu sombra para siempre en la tierra de los espectros!

Entonces corrió a otro parte del árbol y arrancó la ramita más alta, cubierta de brillantes hojas verdes y, sosteniéndola en la mano, regresó junto a Rachel.

—La plantaré —dijo—, y tal vez crezca hasta ser la casa de las reinas venideras. Ahora, venid, venid —y volvió su rostro hacia el bosque.

El trueno retumbaba a lo lejos, y el sol brillaba con fuerza de vez en cuando, con tanta fuerza que, incapaces de soportar sus rayos, todos los enanos que se habían congregado en torno al árbol caído se retiraron a la sombra de otros árboles cercanos al gran claro. Permanecían allí sentados y vieron irse a las tres. Hombres, mujeres y niños, todos los veían. Rachel les saludó cuando alzaron sus manos, pero nadie le hizo reverencia alguna a quien había sido su madre durante innumerables años. Solo un horroroso hombrecillo corrió hacia ella y gritó:

—Una vez me castigaste, vieja. ¿Por qué no debería matarte ahora en compensación? Al fin ha caído tu árbol.

Nya le miró con tristeza y le respondió:

—Lo recuerdo. Tenías que haber muerto, pues grande era tu falta, pero te impuse un castigo menor. Hombre, aún no puedes matarme, mi árbol ha caído, pero todavía no he muerto —Nya sostuvo en alto la rama verde y lo miró a su sombra; entonces prosiguió hablando lentamente—. Conservo mi sabiduría, y te vaticino que morirás antes que yo. No será como tú deseas. ¡Recordad mis palabras, pueblo del ensueño!

Entonces reanudó su camino con las otras y dejó al hombrecillo mirándola con un rostro en el que se combinaban odio y temor.

—¡Mientes! —chilló—. ¡Tu poder ha desaparecido con tu árbol!

Apenas había pronunciado esas palabras cuando se escuchó un chasquido que les hizo mirar a todos a su alrededor. Una rama —quebrada por el temporal— había caído desde lo alto sobre la cabeza del hombrecillo, y él quedó allí tendido, aplastado y muerto.

—¡Oh! —exclamó el resto de los enanos, señalando con el dedo al cadáver y cerrando los ojos para no ver la sangre—. Nya tiene razón: aún conserva poder. Quienes quieran matarla deberían esperar a que muriera su árbol.

Nya se internó en la foresta sin preocuparse de lo acaecido. Rachel comprobó durante un buen rato que al pie de cada árbol había una pequeña choza. Había cientos de chozas visibles, mostrando que el pueblo de los reyes fantasmas era numeroso.

Árboles, árboles por todas partes, cientos de árboles, decenas de miles de árboles se alzaban hasta rozar el cielo. Sus ramas entrelazadas formaban un dosel que impedía el paso de la luz, por lo que debajo de ellos reinaban una oscuridad, profunda y opresiva, y el silencio —ni animales ni pájaros se acercaban, el huracán los había espantado—, solo roto de vez en cuando por el estrépito de algún árbol gigante del bosque que, llegado el final de sus días, se desmoronaba súbitamente para quedarse sepultado en una tumba de maleza allí donde se alzaría su sucesor a su debido tiempo.

—Otra vida que se va —dijo la anciana Nya, que revoloteaba ante ellas como un fantasma gris cada vez que escuchaba aquel sonido—. Me pregunto quién será. Lo miraré en mi cuenco, lo miraré en mi cuenco.

Como Rachel tendría ocasión de descubrir más tarde, aquel pueblo creía que el espíritu de cada árbol del bosque estaba ligado al espíritu de un ser humano, y este moría cuando lo hacía al árbol, aunque estuviera en tierras lejanas, a veces lentamente por enfermedad, a veces de forma súbita, por lo que ambos entraban juntos al mundo de los espectros.

Avanzaron a través de la penumbra un kilómetro tras otro. Resultaba evidente que seguían algún sendero, aunque el suelo alfombrado de hojas no mostraba evidencia de ninguno. Al final del camino, casi de sopetón, pues el tronco de un árbol impedía la visibilidad, llegaron hasta un claro del bosque. Parecía ser un claro natural o al menos muy antiguo, ya que no se veía ningún tocón. En el centro del mismo, ocupando una cuarta parte del claro, se alzaba una vasta muralla circular de unos quince metros de altura, tal vez más, cubierto de helechos. Según pudieron ver, la muralla estaba construida con enormes bloques de piedra, tan enormes que, de hecho, parecía un milagro que los hubieran podido mover los hombres. Rachel y Noie se detuvieron involuntariamente al ver aquella maravilla. Noie preguntó:

—Madre, ¿quién erigió esto?

—Los gigantes que vivían cuando el mundo era joven. ¿Acaso podrían levantar nuestras manos semejantes piedras? —respondió Nya, que se inclinó y plantó la rama de su árbol caído en el suelo empapado; entonces añadió—: Vamos, niñas, este sitio es peligroso.

No había terminado de hablar cuando algo siseó al cruzar el aire por encima de su cabeza y se ensartó en la corteza de un árbol joven. Noie se adelantó y lo extrajo. Se trataba de una caña envuelta en hierbas que terminaba en una afilada punta de marfil, untada con una sustancia verde.

—No la toques —chilló Nya—. Es un veneno mortal. ¡Obra de Eddo, obra de Eddo! Pero aún no ha llegado mi hora. Salgamos del claro antes de que nos disparen otra.

Las tres avanzaron a la carrera, sin ver ni rastro de quien les había disparado la flecha. Al aproximarse al ciclópeo muro vieron que este rodeaba a un montículo en cuya cima crecía un árbol similar a un cedro, con ramas tan amplias que parecía ensombrecer más de la mitad del recinto. No había puertas en aquella muralla, y mientras las jóvenes se preguntaban cómo se entraría, Nya las condujo a una suerte de hendidura entre las piedras de no más de medio metro. Había extendidas por la abertura cuerdas de hierba trenzada, pero Nya se apretó contra ellas hasta romperlas y prosiguió su avance, seguida por Rachel y Noie. Súbitamente oyeron un ruido y alzaron los ojos. Vieron enanos —vestidos con túnicas blancas— encaramados sobre las piedras de la grieta que sostenían arcos tensados en las manos; las flechas apuntaban a sus pechos. Nya se detuvo, reconociéndolos y ellos a Nya. Dejaron caer las flechas en las pequeñas aljabas que portaban y se marcharon. Rachel no logró ver adonde.

—Esos son los guardianes del Templo, que no pueden hablar ni oír, atraídos por la rotura de las cuerdas —explicó Nya, y de nuevo siguió avanzando.

El estrecho camino que atravesaba el grosor del ciclópeo muro —este descollaba a tal altura que caminaban casi a oscuras— discurría ora a la derecha, ora a la izquierda; había recovecos en cada recodo, y podía haber arqueros aprestados para el ataque sobre cada piedra que sobresalía. Aquel sendero finalizaba en un callejón sin salida, pues en frente de ellas solo había mampostería lisa.

Mientras Rachel y Noie la contemplaban, preguntándose adonde irían a continuación, una gran piedra se desplazó, abriendo una estrecha puerta por la que pasaron. Volvió a cerrarse tras ellas, sin que consiguieran ver qué mecanismo la accionaba.

Tras pasar la muralla emergieron en un punto de la circunferencia diferente de aquel por el que había entrado. En el centro del recinto se alzaba la montaña de tierra que habían visto desde el exterior, que, por supuesto, estaba barrido y limpio libre de maleza. En su cima crecía el descomunal árbol que se asemejaba a un cedro, el Árbol de la Tribu. Entre la base de dicha colina y el pie de la muralla había un espacioso anillo de tierra nivelada, limpia y cuidada, y también en ese espacio, había cientos de pequeños montículos semejantes a las entradas de los hormigueros, cuidadosamente alineados.

—El cementerio de los sacerdotes fantasmas, señora —dijo Nya, señalando los montículos con la cabeza—. Pronto mis huesos se unirán a los suyos.

Caminando a través de aquel extraño cementerio llegaron al pie del gran montículo, que estaba totalmente ensombrecido por el cedro, de cuyas ramas extendidas colgaba un musgo gris que flotaba incesantemente al viento.

Aparecieron bosquimanos a derecha e izquierda, los mismos a quienes habían visto en el muro u otros muy similares. Había hombres y mujeres, criaturas melancólicas que se inclinaron ante Nya y contemplaban a Rachel con miedo y sorpresa. Evidentemente, todos eran sordomudos, ya que hablaban con signos a Nya, que les respondía con otros signos cuyo significado pareció entristecerles y perturbarles profundamente.

—Han contemplado la caída de mi árbol en sus cuencos —le explicó Nya a Noie—, y me preguntan si la visión es cierta. Les he dicho que he venido aquí para morir, es por eso que están tristes. Este es el lugar de la agonía de todos los sacerdotes fantasmas, desde cruzan al mundo de los espíritus, y aquí no se puede derramar sangre de nadie, ni del peor de los malhechores. Si algún miembro de la familia de los sacerdotes alcanza con vida este lugar, ha ganado la gloria de la Muerte Blanca. Sígueme y observa.

Y, pasada lo que parecía la entrada a una cueva, la siguieron hasta alcanzar una pequeña empalizada de cañas —el Muro de la Muerte— que tenía abierta la puerta.

—La puerta está abierta, pero nadie entra ahí porque quienes lo hacen no viven mucho —susurró la antigua Madre de los Árboles—. Mire, señora, mire.

Rachel atisbó a través de la puerta, pero la oscuridad era tan densa en aquel lugar sagrado que al principio solo vio el enorme tronco rojo del cedro y las fantasmales ramas cubiertas de musgo que colgaban a escasa altura del suelo. Sin embargo, sus ojos se acostumbraron a la penumbra y distinguieron a varias figuras envueltas en túnicas blancas, sentadas sobre el suelo a cierta distancia del tronco, que escudriñaban en escudillas de madera situadas delante de ellos. Aquellas siluetas parecían ser de hombre y de mujeres, solo una era la de un niño.

La figura más próxima a ellas se derrumbó sobre su cuenco y yació inmóvil mientras estaban mirando. Un sonido débil y agudo, aún con un nota de alegría, se alzó de entre quienes estaban a su alrededor. Los guardianes sordomudos que las acompañaban —los únicos que parecían tener derecho a entrar en tan lúgubre lugar— se adelantaron rápidamente y miraron. Entonces, con suma delicadeza, levantaron la figura caída y la sacaron de allí. Rachel pudo ver cuando la sacaron que se trataba del cuerpo de una mujer bastante joven, cuyo rostro diminuto, para nada ajado, aún parecía dulce y gentil.

—¿Estaba enferma? —preguntó Rachel intimidada.

—Tal vez —respondió la Madre de los Árboles, sacudiendo la cabeza—, o tal vez era desdichada y vino aquí para morir. ¿Qué importa? Es feliz ahora.

—Noie, pregúntale si deben morir todos los que se sientan bajo ese árbol.

—Sí —respondió Nya—, todos salvo los sordomudos, que han sido sacerdotes del Árbol de generación en generación. Tocar su tallo equivale a perecer tarde o temprano, porque este es el Árbol de la Vida y la Muerte, en él habita el Espíritu de todo nuestro pueblo.

—Madre, entonces… ¿Qué sucedería si cayera o resultara destruido como tu árbol?

—En ese caso, también nuestra raza perecía —explicó Nya—, pues su Espíritu carecería de hogar y se marcharía al mundo de los fantasmas, de los espectros… Donde debe ir. Cuando muera de viejo, si es que muere algún día, la raza morirá con él.

—Madre, ¿qué ocurriría si alguien lo talase?

El rostro de la reina depuesta se llenó de horror cuando Noie le tradujo la pregunta, y también el de Noie.

—Virgen Blanca —dijo entrecortadamente—, no menciones semejante atrocidad pues el simple pensamiento podría acarrearnos la maldición a todos. Quien destruya ese árbol provocaría la ruina de todo su pueblo. Todos volarían lejos, lejos, en el corazón del bosque y nadie más volvería a verlos. Es más, quien cometiera semejante acto moriría y caería bajo la venganza de los fantasmas, un venganza de lo que no se puede hablar. Métete esa idea en la cabeza, te lo imploro, y no vuelvas mencionarla otra vez.

—Noie, ¿tú te crees todo eso? —preguntó Rachel con una sonrisa.

—Sí, Zoola —le respondió Noie con un estremecimiento—, porque es verdad. Mi padre me contó lo que le sucedió a unos hombres salvajes que irrumpieron en el santuario y le dispararon flechas al árbol. No, no, no te contaré esa historia, es estremecedora.

—Tiene que ser una tontería, Noie, ¿cómo puede un árbol tener poder sobre las vidas de los hombres?

—Lo sé, pero lo tiene, lo tiene. Si yo le arrojara una piedra a ese árbol, moriría ese mismo día, y nadie, ni siquiera tú, podría salvarme. Hermana, júrame que nunca, nunca tocarás ese árbol. Te lo suplico, júralo.

Rachel se lo prometió por complacerla y porque ya estaba cansada de ese árbol y sus poderes.

Entonces volvieron a descender colina abajo hasta que llegaron a la boca de la cueva.

—Entra, señora —le dijo Nya—, pues este ha de ser tu hogar durante un tiempo, hasta que gobiernes como Madre de los Árboles después de mí, o, si lo prefieres, hasta el día en que muera.

Entraron en la caverna, pues no había otra alternativa. Era un lugar muy espacioso, tenuemente iluminado por la luz del exterior y por lámparas en las zonas más recónditas. Rachel descubrió que unas columnas blancas sostenían la techumbre al mirar a su alrededor. Sabía que las columnas eran estalactitas porque las había visto muy similares de pequeña.

Al fondo, donde ardían las lámparas y una fontana burbujeaba en el suelo, crecía una columna enorme con la forma del tronco de un árbol, con ramas en lo alto que parecían las ramas de un árbol. Rachel comprendió porqué aquellos hombrecillos, o algún pueblo de la antigüedad antes que ellos, había elegido aquella caverna como su templo nada más verla.

—El árbol fantasma de mi raza —dijo la anciana Nya señalándolo—. El único árbol que jamás cae, el Árbol que vive y crece para siempre. Sí, crece, ahora es más grande que cuando mi madre era una niña.

Cuando se acercaron a aquel fenómeno extraordinario de apariencia espectral, Rachel vio apilados a su alrededor objetos de gran valor. Había montones de oro cubiertos de polvo, y anillos, y pepitas; había gemas relucientes, rojas, y verdes, y blancas, que identificó como joyas; colmillos de marfil y talladuras de marfil; había karosses y pieles enmohecidas; había representaciones de grotescas deidades y fetiches de madera y piedra.

—Ofrendas —dijo Nya— que los pueblos que viven en la oscuridad han traído a la Madre de los Árboles y a los Sacerdotes de la Cueva. Objetos muy preciados a los que les conceden un gran valor y nosotros ninguno, pues solo valoramos el poder y la sabiduría.

»Sí, sí, objetos valiosísimos que esos estúpidos sin espíritu daban a la Madre de los Árboles cuando acudían aquí para consultar el oráculo. Mira, ahí están algunos de los regalos que nos envió Dingaan, rey de los zulúes, en pago por el oráculo de su muerte. Los trajiste tú, Noie, mi niña.

—Sí —respondió Noie—. Los traje, y la Inkosazana le dio el oráculo. Eddo le entregó a ella el cuenco y ella vio imágenes del futuro en este y se lo mostró a Dingaan.

—No, no —dijo la anciana con irritación—. Fui yo quien vio esas imágenes y se las mostré a Eddo y a esta Virgen Blanca. No puedes comprenderlo, pero fue así, fue así. El don de la visión de Eddo es limitado y el mío, grande. Nadie ha tenido una presciencia como la mía, por eso Eddo y los suyos han tenido que sufrir que mi árbol viviera tanto tiempo, porque la luz de mi sabiduría ha brillado sobre sus cabezas y ha hablado a través de sus lenguas, por eso, cuando yo me haya desvanecido, ellos buscarán y no encontrarán.

»Podían haberla encontrado en ti, Virgen Blanca, cuando tu corazón estaba vacío, ahora que está lleno de nuevo… ¿Dónde van a hallar una sabiduría como la nuestra? Es la sabiduría de los espectros, de los fantasmas, no la sabiduría de los vivos y de los muertos, ni de los corazones que aún palpitan.

Noie le tradujo sus palabras, pero Rachel pareció no prestarles atención; en cambio, preguntó:

—Dingaan, ¿ha muerto Dingaan? Se encontraba bastante bien cuando Richard vino a Zululandia, aunque no he vuelto a saber de él desde entonces. ¿Cómo murió?

—No ha muerto, Zoola —le respondió Noie—, aunque no ha de tardar en hacerlo, como tú le predijiste. Fuiste tú quien murió durante un tiempo, no Dingaan. Conocerás la historia en su momento, pero estás fatigada y necesitas descansar.

—Sí —suspiró Rachel—, creo que perecí cuando Richard murió, pero ahora parece que he vuelto a la vida… y eso es lo peor de todo. ¡Ay, Noie, Noie! ¿Por qué no has dejado que permaneciera muerta en lugar de devolverme la vida en este lugar tan terrible?

—Porque estaba predestinado que sucediera de otro modo, hermana —replicó Noie—. No, no comiences a llorar ni a lamentarte. Estaba escrito que no fuera así.

Inclinándose, Noie susurró algo al oído de Nya. La anciana asintió y entonces, tomando a Rachel de la mano, la condujo a un lugar sobre el que había algunas pieles extendidas sobre el suelo.

Mientras Nya canturreaba para que desapareciera de los ojos de Rachel la locura que se volvía a congregar en ellos, se le entornaron los párpados, el sueño los cerró al instante, y no volvió a abrirlos durante muchas horas.

Rachel se despertó y se incorporó, mirando a su alrededor sorprendida. Entonces vio a Noie, sentada junto a ella a la tenue luz de las lámparas, y a la anciana, acuclillada a escasa distancia, mirándolas a ambas. Entonces recordó.

—Has tenido dulces sueños, señora, y vuelves a encontrarte bien, ¿no es cierto? —inquirió Nya.

—Sí, Madre. Demasiado dulces, y hacen mi despertar más amargo. Yo, que deseo morir, estoy bien.

—En tal caso, sube arriba, cruza la puerta que viste no hace mucho y satisface tu deseo, es fácil hacerlo. —Replicó Nya con severidad, luego le cambió el tono de la voz al añadir—: No, no subas, eres demasiado joven y hermosa, la sangre corre muy roja por tus venas azules. ¿Qué tienes que hacer tú, que eres hija del aire y de la luz, entre espectros y muertos en la oscuridad de los árboles? La muerte es para el pequeño pueblo, para los tratantes de sueños… para quienes la aman, pero tú… vive, vive.

—Noie, dile, que mi madre, quien tenía el don de la presciencia, siempre me dijo que viviría hasta el final de mis días, y me temo que es cierto, deberé vivirlos todos…, sola.

—Sí, sí, esa madre tuya tenía razón —respondió Nya—, y lo demás… ¿Quién sabe? Pero estás hambrienta, come; hablaremos después.

Nya señaló un banco sobre el que había comida. Rachel la probó y la encontró muy buena. Parecían gachas, aunque no sabía exactamente qué era; también había frutos del bosque, pero no había carne. Ella comió con avidez y Noie la acompañó. Nya también comió, pero muy poco.

—¿Por qué debería preocuparme en comer, yo que tengo la muerte tan cercana? —comentó.

Cuando terminaron, a una señal imperceptible para Rachel, los sordomudos entraron y se llevaron los restos de la comida. Una vez que se hubieron marchado, las tres mujeres se asearon en el agua de la fontana. Noie peinó la melena rubia de Rachel, la vistió con su túnica de piel suave, que ya había limpiado, y colocó sobre sus hombros un manto de tela blanca como la nieve, pues así era como los enanos tejían la ropa, que ella y Nya se habían puesto mientras Rachel dormía.

Cuando Noie había terminado con su señora y retrocedía unos pasos para ver cómo había recuperado su belleza, dos de los guardias sordomudos subieron hasta la cueva y se acuclillaron ante Nya, comenzando a hablarle mediante señales.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rachel con inquietud.

—Eddo está fuera —le contestó la Madre de los Árboles—, quiere hablar con nosotras.

—Le tengo miedo, no iré —exclamó Rachel.

—No, no tengas miedo, Virgen blanca, porque no puede hacerte daño aquí, ni a ti ni a nostras. Este lugar es un santuario. Vamos, veamos a ese sacerdote, quizá podamos aprender algo de él.