CAPÍTULO XIX

Rachel encuentra su Espíritu

HACIA EL NORTE, SIEMPRE hacia el Norte, viajaron Rachel y los sacerdotes fantasmas, viajaron durante días y semanas, muy despacio, casi siempre de noche, ya que aquellas gentes temían el fulgor del Sol. A veces, la llevaban en una litera, con Noie sentada a horcajadas sobre los hombros de los gigantescos esclavos, aunque más a menudo caminaba entre las literas en medio de una guardia de soldados, pues ahora se encontraba tan fuerte que jamás parecía cansarse, y la fiebre de los pantanos, donde muchos enfermaron, ni siquiera la rozó.

El ejercicio parecía aliviar su mente atormentada y trastornada, igual que el roce de la mano de Noie y el sonido de su voz. Sin embargo, en ocasiones, cuando la locura se apoderaba de ella y estallaba en uno de aquellos ataques de risa escalofriante que tanto asustaban a los zulúes, Eddo bajaba de su litera y pasaba sus largos dedos por la frente y la miraba fijamente a los ojos de tal modo que se quedaba dormida y en paz. Pero si Noie le hablaba durante esos sueños, ella respondía a sus preguntas, e incluso hablaba de forma tan cabal como lo había hecho hasta que la gente de Mafooti depositó el cadáver de Richard a sus pies y ella se encaramó al tejado de la choza en la que Ibubesi había intentado alcanzarla.

Fue así como Noie llegó a saber todo lo que había sucedido desde que se separaron, pues, aunque había intentado enterarse, los zulúes no supieron o no quisieron decirle nada. En los pasados días le había oído hablar del joven Richard Darrien, que años atrás fue su compañero durante aquella noche de tormenta sobre la isla en el río, y ahora comprendió que su señora amaba a ese Richard, y que había enloquecido cuando la bestia salvaje de Ibubesi lo asesinó.

Sí, estaba loca, por eso Noie estaba tan contenta de que el pequeño pueblo la llevara a su hogar, porque si se le podía curar del todo, ellos estaban capacitados para sanarla. Eran grandes médicos. Es más, era lo mejor que se podía encontrar. ¿Adonde hubiera podido ir si aquellos sacerdotes y los zulúes le hubieron dejado marchar ahora que sus padres y su amor habían muerto? No con los blancos de la costa, que no respetan la locura como los negros y que la hubieran encerrado en un manicomio con otros como ella hasta su fallecimiento. No, a Noie le regocijaba que las cosas hubieran sucedido así, aunque sabía que les aguardaban muchos e importantes peligros.

Rachel ya había mejorado mucho gracias a sus tiernos cuidados, y Noie creía que un día volvería a ser la misma de siempre. Solo deseaba que ella y su señora estuvieran juntas y a solas, que no las acompañaran los sacerdotes, y sobre todo Eddo. Sabía que Eddo le tenía celos por su ascendiente sobre Rachel, celos del afecto que se profesaban la una a la otra. Deseaba utilizar a esta enloquecida líder blanca a la que el poderoso pueblo zulú había aceptado como su Inkosazana para sus propios fines. Esto había estado claro desde el principio, y por eso había consentido en enviar una embajada a Dingaan en cuanto oyó hablar de la misma, ya que gracias a su magia podía prever el futuro mucho mejor que Noie, que, al ser mestiza, no tenía todos los dones de los reyes fantasmas.

Más aún, la Madre de los Árboles era la tía abuela de Noie, la hermana de su abuelo, o de su padre, no estaba segura al haber permanecido entre ellos unos pocos días, y jamás se lo hubiera ocurrido preguntar al respecto. Pero estaba segura de una cosa: Eddo, el Sumo Sacerdote, odiaba a la Madre de los Árboles, que se llamaba Nya, y deseaba que «cuando su árbol cayera» la próxima Madre estuviera a su servicio, lo que no ocurría con Nya. Tal vez, concluyó Noie, tenía la intención de que su señora cubriera ese hueco y que, al estar loca, le obedeciera en todo.

Noie vigilaba sus palabras e incluso sus pensamientos, pues Eddo y sus compañeros de sacerdocio, Pani y Hana, eran capaces de ver en los corazones de los hombres y descubrir sus secretos. También protegía a Rachel cuanto podía, sin apartarse de su lado ni un momento, por muy cansada que estuviera, por temor a que Eddo se adueñara de su voluntad. Solo estaba forzada a acudir a él cuando los embates de la locura sobrevenían a su ama para que los calmase con su toque y su mirada, ya que ella carecía de ese poder, y no se atrevía a recurrir a los demás porque estaban bajo el dominio del Sumo Sacerdote.

Hacia el Norte, siempre hacia el Norte. Primero cruzaron los territorios zulúes y los de las tribus sometidas que les conocían a ellos y a la Inkosazana. Todos sufrían la maldición que se abatía sobre la tierra porque, como creían, había sangre entre la Inkosazana y su pueblo. Las langostas habían devorado sus cosechas y la plaga había diezmado con su rebaño, así que Rachel les aterraba, y también el pequeño pueblo gris en cuya compañía viajaba, los hechiceros que le habían mostrado cosas terribles a Dingaan y lo habían dejado muerto de miedo. Huían a su paso, dejando solo a unos pocos ancianos para postrarse ante esa Inkosazana que erraba en busca de su propio Espíritu, y de los hombres de los sueños, que moraban con los espectros en el corazón de la foresta, y les suplicaban que levantara esa nube de desdichas que pesaba sobre la tierra.

Finalmente atravesaron todos los territorios zulúes y se adentraron en los territorios de otras tribus, tribus salvajes y nómadas.

Pero incluso estas conocían a los reyes fantasmas y no intentaron nada contra ellos, como tampoco lo habían hecho contra Noie y su escolta cuando cruzó aquellas tierras con su embajada para el Pueblo de los Árboles. Algunos de sus doctores los visitaban en sus campamentos y ellos les pedían un oráculo, una interpretación de los dueños, un encantamiento contra sus enemigos o poción venenosa, ofreciéndoles grandes regalos como pago.

En ocasiones, Eddo y sus compañeros sacerdotes los escuchaban y los gigantes les traían cuencos diminutos llenos de rocío en cuyo interior miraban y les decían las imágenes que veían, aunque lo hacían muy de tarde en tarde, al escasear la provisión de rocío que habían traído de su propio país y, como no se podía utilizar dos veces, la guardaban para sus propios fines.

A continuación llegaron a un país de grandes marjales donde habitaban pocos hombres y muchos animales salvajes, un país lleno de fiebres, juncos y charcas en las que vivían serpientes y cocodrilos. Ninguno de tales peligros les alcanzó, pues los reyes fantasmas disponían de medicinas que evitaban las fiebres y de encantamientos que les protegían de las criaturas malignas, y leían en sus cuencos qué camino debían seguir y qué peligros tenían que evitar, por lo que cruzaron sanos y salvos los pantanos. Solo enfermó y murió el esclavo a quien Eddo había maldecido en el kraal de Dingaan, que desde ese día se había ido consumiendo hasta no parecer más que un enorme esqueleto.

—¿No os avisé que esto sucedería? —les dijo Eddo a los otros esclavos, que temblaban a su paso como tiemblan los juncos al soplo del viento—. Estáis avisados, estúpidos, por creer que la fuerza de los hombres reside en sus cuerpos y en sus lanzas.

Entonces pateó suavemente el cadáver del gigante muerto con la sandalia de su pie y ordenó a sus hermanos que lo arrojaran a una charca para que se lo comieran los cocodrilos.

Finalmente, tras cruzar los marjales y muchos ríos, se dirigieron al oeste, viajando durante días sobre las herbosas tierras altas, muy similares a las de Natal, por las que vagaban tribus de pastores con sus rebaños. En estas planicies abundaban los antílopes y los leones, especialmente en las laderas cubiertas de arbustos de las aisladas montañas que se alzaban de forma dispersa. De noche, aquellos leones les rondaban rugiendo, pero los sacerdotes no parecían temerles, porque emponzoñaban con un veneno mortal los cadáveres de los antílopes que les ofrendaban las tribus nómadas cuando los carnívoros se volvían muy atrevidos. Los leones los devoraron y muchos murieron.

Vendieron una pequeña cantidad de veneno a un alto precio —pagado en reses— a una tribu, a la que le dieron muy pocas precisiones sobre la entrega, sabedores de que no se atreverían a engañar a la Madre de los Árboles y sus profetas.

Una vez que dejaron atrás las planicies llegaron a un vasto territorio fértil, que se empinaba durante kilómetros y kilómetros y que, como Noie explicó a Rachel cuando le prestaba atención, era el territorio externo del pueblo fantasma. Lo habitaban la raza de los umkulu, o los Grandes, que eran sus esclavos, el pueblo al que pertenecían los soldados de su escolta. Miles y decenas de miles de ellos se ganaban el sustento gracias a la agricultura, pues, aunque eran tan descomunales y de aspecto tan fiero, no combatían a menos que les atacaran. Los jefes de este pueblo tenían sus moradas en las amplias cavernas de las paredes de los riscos que, si era necesario, podían convertir de fortalezas inaccesibles, pero su verdadero gobernante era la Madre de los Árboles, y su función consistía en proteger al País de los Árboles y proveerles de alimentos, pues los arbóreos eran soñadores que trabajaban poco.

Todos los jefes de los umkulu les acompañaron mientras viajaron por sus tierras; cada mañana se celebraba un concilio en el que se informaba a los sacerdotes de cuanto había sucedido en los últimos tiempos y se exponían las causas ante ellos para que las juzgaran. Eddo y sus compañeros sacerdotes oían y emitían veredicto en estas causas, sin que nadie osase discutir sus decisiones. Incluso cuando deponían a un gran jefe y lo reemplazaban por otro, el hombre que lo había perdido todo se arrodillaba ante ellos y les agradecía su bondad. También juzgaban a criminales que habían raptado mujeres o cometido algún asesinato, aunque jamás ordenaban que les mataran inmediatamente. En ocasiones, Eddo los miraba con aire ausente y les maldecía con aquella voz baja y sibilante, ordenándoles que se consumieran en cuerpo y alma, y le hacía lo mismo que al soldado en Umgugundhlovu, y el condenado moría en el plazo de uno, dos o tres años, según fuera el caso. Otras veces, si el delito era muy grave, ordenaba que enviaran a los reos a «viajar por el desierto», esto es, a vagabundear sin rumbo fijo, sin comida ni agua, hasta que les encontrara la muerte.

Una y otra vez, hombres de apariencia lastimosa, esqueletos de mejillas descarnadas y ojos a punto de salirse de sus órbitas, aparecían en sus campamentos sollozando e implorando que se levantase la maldición que les habían impuesto en tiempos pasados. Eddo y sus hermanos sacerdotes, Pani y Hana, se reían de estos desdichados y les preguntaban cómo se encontraban bajo la ira de la Madre de los Árboles y si pensaban que otros que les vieran tendrían coraje para pecar como lo habían hecho ellos. Pero los sacerdotes se estremecían de horror bajo sus sombrillas cuando los pobres desgraciados imploraban que les traspasaran inmediatamente con lanzas y les preguntaban si estaban locos al pedirles que «salpicasen sus árboles con sangre».

Una mañana apareció un grupo de estos umkulu embrujados —hombres, mujeres y niños— y cuando los tres sacerdotes se mofaron de ellos, según era su costumbre, y cuando los guardias, algunos de ellos eran sus propios parientes, comenzaron a apalearles para alejarlos, se lanzaron al suelo y estallaron en una gran llantina. Rachel, que había acampado junto a Noie en una tienda de juncos que la guardia había construido para ella, escuchó el sonido de los lamentos y salió seguida por Noie. Permaneció contemplando su miseria con gesto consternado durante un buen rato. Entonces le preguntó a Noie la razón por la que aquellas gentes tenían un aspecto tan famélico y los motivos de su llanto. Noie le explicó que cuando acudió con la legación zulú, el jefe del kraal, un gigantesco hombre de mediana edad —se lo señaló a Rachel— había intentado retenerla porque era hermosa y deseaba convertirla en su esposa, aunque sabía perfectamente que viajaba en una embajada para la Madre de los Árboles. Ella se escapó; esa era la razón de la maldición por la que estaban pereciendo su pueblo y él.

Rachel se dirigió adonde los tres sacerdotes se sentaban bajo sus sombrillas dormitando durante las horas de luz e indicó por señas a la familia condenada que la siguieran.

—Despertad, sacerdotes —dijo en voz alta, y ellos alzaron la vista atónitos, frotándose los ojos y preguntando qué ocurría.

—Esto: os ordeno que levantéis el yugo de vuestra maldición de las cabezas de esta gente, que ya ha sufrido bastante.

—¡Tú nos das órdenes! —exclamó Eddo sorprendido—. ¡Oh, hermosa! ¿Y qué sucederá si no lo hacemos?

—Entonces —replicó Rachel—, seré yo quien la levante y la maldición caerá sobre vuestras cabezas, y seréis vosotros quienes perezcáis. ¡Oh, sacerdotes, vosotros que matáis con más crueldad que los zulúes, creéis que estoy loca y que mi Espíritu me ha abandonado! Os aseguro que nuevos poderes crecen en mi interior, aunque ignoro de dónde proceden, y que puedo hacer lo que digo.

Le miraron sin decir nada y pidieron un cuenco de madera para mirar en su interior. Fuera lo que fuera, no les gustó lo que vieron porque al fin Eddo se dirigió a los suplicantes diciendo:

—La Madre de los Árboles os perdona y libera el nudo que ató, planta el árbol que arranca. Estáis perdonados: huesos, recuperad vuestra fuerza; bocas, aceptad la comida; ojos, olvidad vuestra ceguera, y pies, dejad vuestro vagabundeo. ¡Engordad y reíd, creced y multiplicaos! Os damos una bendición por una maldición, tal es la voluntad de la Madre de los Árboles.

Cuando Rachel comprendió sus palabras gritó:

—No, no le creáis, vosotros que morís de hambre. Esa es la voluntad de la Inkosazana de los zulúes, la que ha perdido su Espíritu y el de otros, y que viaja con ese peso para encontrarlos.

Entonces la locura volvió a apoderarse de ella, alzó los brazos y sufrió uno de aquellos ataques de risa, pero aquellos a quienes había redimido no lo tuvieron en cuenta y corrieron hacia ella y, aunque no se atrevieron a tocarla, ni siquiera su túnica, besaron el suelo que pisaba y la bendecían. A partir de ese momento, comenzaron a recuperarse y en cuestión de días eran personas totalmente distintas. Noie lo supo porque la siguieron hasta los confines del desierto y lo vio con sus propios ojos.

La fama de este suceso se extendió entre los umkulu, el pueblo que gemía bajo el yugo cruel de los reyes fantasmas y, cuerda o loca, a partir de ese día adoraron a Rachel incluso más de lo que lo habían hecho los zulúes y, al igual que estos, creían que era un Espíritu; una simple mortal, decían, no podía haber levantado la maldición de la Madre de los Árboles de aquellos sobre los que había caído.

A partir de ese momento, Eddo, Pani y Hana ocultaron los juicios a Rachel y no permitieron que los suplicantes se aproximaran al campamento. Igualmente, cuando atraparon a un grupo de hombres por haber conspirado para rebelarse contra el pueblo fantasma y los llevaron hacia su propio país con algún propósito, les obligaron a comportarse como si fueran porteadores para que Rachel no descubriera su condena, ya que, pese a todo su poder, también ellos temían a esta Inkosazana blanca como la había temido Dingaan.

Ascendieron por aquella interminable pendiente de tierra fértil hasta dejar atrás todos los kraales de los gigantescos umkulu y un día, al romper el alba, acamparon al borde de un terrible desierto, un lugar de arena y rocas desgastadas por el sol, similar al fondo de un océano drenado, donde no vivían mas que los escincos de fuego y unas serpientes que se ocultaban bajo las arenas, salvo la cabeza, y solo salían fuera durante la noche.

Después del pueblo umkulu, este enorme secarral era la gran defensa de los reyes fantasmas, dado que el desierto rodeaba su país y no se podía atravesarlo sin agua ni guías. Noie había tenido que enfrentarse con su escolta para conseguir permanecer en aquel lugar durante varios días hasta que la Madre de los Árboles, que de algún modo se enteró de su llegada, le envió sacerdotes y guardias que le condujeran a su tierra, pero no a los zulúes que la acompañaban, a excepción de un hechicero para que fuera testigo de sus palabras, por lo que el resto permaneció entre los umkulu hasta su regreso, pero ningún zulú de la embajada lo lamentó porque habían oído hablar mucho de la magia de los reyes fantasmas y temían encontrarse con ellos cara a cara; aunque también es cierto que temían a los umkulu, a quienes, debido a su tamaño y fiero aspecto, tomaron por espíritus diabólicos, aunque, de ser así, no lograban entender los motivos de su sumisión a un puñado de enanos que vivían lejos, más allá del desierto. Los umkulu no les hicieron ningún daño porque Noie los encontró sanos y salvos a su regreso.

Aquella tarde Rachel y los reyes fantasmas se internaron en el terrible desierto, dirigiéndose directamente a la esfera del sol, que se hundía en la línea del horizonte. No se le permitió caminar, aunque ese era su deseo, «por temor a que la mordieran las serpientes», dijo Eddo, sino que debía viajar en una litera con Noie.

Se adentraron y avanzaron en medio de una gran calma con los porteadores viajando a la carrera y relevándose con suma frecuencia. Otros muchos porteadores los acompañaban, y sobre los hombros de cada uno de ellos pendía un gran odre de piel con agua. Pronto descubrieron el motivo: las arenas de aquel desierto eran de un blanco salino, el aire también parecía estar impregnado de sal, por lo que la sed de quienes viajaba era muy acusada y permanente, y hubieran muerto si no la hubieran satisfecho.

Fue un viaje muy extraño y, aunque en ocasiones no lo parecía, Rachel tomó buena nota de todo, los detalles y el paisaje ardiente dejaron una honda huella en su recuerdo: el silencio del interminable desierto; la luz blanca de la luna destellando sobre las arenas blancas; las altas rocas desperdigadas que parecían obeliscos inconclusos; las nubes de polvo que levantaban sus pies conforme avanzaba la comitiva; los gritos roncos de los guías; el calor intenso; las paradas para beber agua, que se sorbía ávidamente a grandes tragos; el lamento ocasional y la confusión producida cuando un hombre se derrumbaba a causa del cansancio o la mordedura de una serpiente. Todas esas cosas, y otras más, eran muy extrañas.

En una ocasión Rachel preguntó distraídamente qué sucedía con aquellos hombres agotados o a los que les había picado una serpiente. Noie negó con la cabeza como única respuesta al creer que a la Inkosazana no le cuadraría que los abandonasen para que hallaran el camino de regreso o, como podría suceder, perecieran.

Continuaron avanzando rápidamente toda la noche y durante las primeras horas del día siguiente. Al final, acamparon para comer y dormir a la sombra de una monumental roca que parecía un descomunal castillo con torres y murallas. Permanecieron en aquel lugar en medio de un calor abrasador hasta que el sol volvió a hundirse una vez más, y entonces prosiguieron, dejando atrás a algunos porteadores porque no tenían agua para tantos. Los gigantones se sentaron allí con silenciosa resignación y los miraron marchar. Sabían que pocos de ellos podían esperar volver a ver sus hogares al disponer de poca o ningún agua. Pese a todo, temían tanto a los sacerdotes fantasmas que no se atrevieron a murmurar ni a pedir que se les entregara una parte de la reserva de agua. No eran sino ganado al que se usaba hasta que morían.

La segunda noche de viaje se pareció a la primera, ya que aquel desierto no cambiaba de aspecto, y a la mañana siguiente efectuaron otro alto a la sombra de un fantástico grupo de piedras desgastadas por la erosión, de algunas de las cuales pendía la sal como si de carámbanos se tratase. Uno de los porteadores, al que se le había negado el agua como castigo por su pereza, aunque lo cierto es que estaba enfermo, se puso a chupar uno de esos carámbanos de sal. Súbitamente comenzó a delirar y se dirigió cuchillo en mano hacia Eddo, Pani y Hana —empapados con la preciada agua para mitigar el calor—, que estaban sentados bajo sombrillas de bastones de junco, e intentó matarles.

Toda su imperturbable calma abandonó a los enanos cuando vieron centellear el cuchillo. Chillaron aterrados con sus débiles voces ratoniles. Rodaron por los suelos pidiendo a gritos a los esclavos que los salvaran de la Muerte Roja. El hombre fue reducido, aunque luchó con toda su descomunal fuerza, derribado y ahogado en la arena. Sin embargo, pudo mover la cabeza y bramar maldiciones contra ellos. También consiguió herir a Eddo con su cuchillo, y la sangre comenzó a manar en el punto donde le había cortado en la mano. Eddo y los otros sacerdotes estallaron en lágrimas y lamentaciones que continuaron mucho después de que el umkulu hubiera muerto.

—¿Por qué son tan cobardes? —le preguntó Rachel soñolienta, que no había visto el asesinato del esclavo y pensaba que Eddo chillaba asustado sin motivo.

—Temen la visión de la sangre, Zoola —le respondió Noie—, que es una señal de mal agüero para ellos. Quienes ya habitan entre espectros no temen a la muerte, pero pierden el alma con la vida cuando se trata de la Muerte Roja, o eso creen ellos.

Ese mismo mediodía el cielo se llenó de nubarrones y desapareció el sol, que debería haber brillado de forma abrasadora. Un silencio casi tan aterrador como el intenso calor cayó sobre el desierto. Los porteadores umkulu se mostraban preocupados y se congregaban en grupos, conversando en susurros.

También Eddo y sus hermanos de sacerdocio estaban perturbados, ya fuera por el incidente de la mañana o por el ambiente opresivo. Salieron de debajo de sus paraguas, inútiles ahora que el sol se había ocultado, y permanecieron juntos contemplando la planicie salada que parecía blanca como la nieve bajo aquel cielo plomizo y amenazador. Enviaron a buscar sus cuencos para leer en ellos lo que estaba a punto de ocurrir, pero ya no les quedaba rocío, por lo que no pudieron usarlos.

Entonces consultaron con los capitanes de los porteadores, quienes les dijeron que no se necesitaba la magia para adivinar que se estaba preparando una gran tormenta y que resultarían enterrados bajo montones de arena si esta les sorprendía en el desierto. Tampoco los enanos parecían desear aquella Muerte Blanca, pues dieron orden de partir de forma inmediata en lugar de demorar la salida hasta el ocaso como era su intención, ya que, si todo iba bien, llegarían a su destino al amanecer y no a la noche siguiente. Prepararon las literas y avanzaron en medio de un calor aplastante que hizo que los porteadores marcharan con la lengua fuera y dieran tumbos al caminar.

La tormenta comenzó a removerse durante la tarde. Golpes de viento, pequeños y discontinuos, les azotaban y desaparecían, y los relámpagos flamearon de forma intermitente. Entonces se levantó una brisa caliente que fue incrementado de intensidad hasta que levantó y onduló la arena, primero en una dirección y luego en la contraria, pues aquel viento parecía soplar desde los cuatro puntos cardinales. Sin embargo, tras probarlos todos, se fijó en el oeste y sopló con fuerza creciente. Eddo sacó la cabeza entre las cortinas de su litera y urgió a los portadores a que se apresuraran pues ya faltaba poco para cruzar el desierto y llegar a tierras arboladas, donde la arena no causaría daño alguno. Le oyeron y obedecieron, relevando con frecuencia los equipos que portaban las literas hasta que acabaron exhaustos.

Pero la tormenta era más rápida que ellos. Les estalló encima, cuando aún estaban en el desierto, aunque todavía no en su plenitud. Entonces sobrevino la oscuridad, una negrura absoluta; no se podían ver la luna ni las estrellas y les llovía la sal y la arena como si fuera granizo. Pese a todo, los porteadores continuaron, aunque Noie, que los observaba, era incapaz de adivinar cómo se orientaban al no quedarles ningún indicio que los guiara. Continuaron avanzando, cegados, ahogados por la arena salitrosa que les entraba en los ojos y en los pulmones, hasta que, uno tras otro, se desplomaron y perecieron. Pero otros los reemplazaron y pugnaron por seguir adelante.

Debía ser cerca de medianoche cuando la caravana, o lo que quedaba de ella, se tambaleaba hasta el final de aquel estremecedor desierto, que no era sino una vasta planicie de piedra y arena que lindaba tanto al este como al oeste con la ladera de tierra fértil. La fortísima tempestad remitió durante unos momentos, y la luz de las estrellas que se filtraba entre las nubes les mostró que descendían por los prados de una empinada pendiente. Prosiguieron durante varias horas, hasta que al final los hombres de la litera en la que viajaban Rachel y Noie, que llevaban mucho tiempo tambaleándose como borrachos, se detuvieron totalmente desfallecidos y cayeron al suelo, arrastrando a la litera.

Rachel y Noie se desenredaron por sí solas, ya que habían resultado ilesas, y permanecieron allí, sin saber a dónde ir, hasta que pronto surgieran las otras literas en las que viajaban los sacerdotes, pues habían abandonado la tercera y su ocupante se apiñaba en la de Eddo. Un gran clamor se alzó en la oscuridad, los sacerdotes sisearon órdenes a los porteadores supervivientes para que volvieran a alzar la litera y continuaran, pero, por muy grande que fuera su vitalidad, aquellos desdichados no podían más y, yaciendo tumbados sobre el suelo, le respondieron a Eddo que les podía maldecir si lo deseaba o incluso matarlos como habían matado a sus hermanos, pero eran incapaces de dar otro paso más hasta que hubieran descansado y bebido. Se quedarían donde estaban hasta que comenzara a llover.

Entonces, los sacerdotes quisieron que Rachel subiera a una de las literas, dejando que Noie fuera andando, algo que a ellos les aterraba. Pero Rachel zanjó el asunto en cuanto lo comprendió respondiendo:

—Nada de eso. Iré a pie.

Y recogiendo la lanza de uno de los umkulu caídos como bastón, tomó a Noie de la mano y empezó a descender colina abajo. Uno de los sacerdotes la agarró por la túnica para hacerla volver, pero ella se revolvió contra él lanza en mano y este se escabulló en el interior de la litera como un caracol en su concha y la dejó sola. Ellas continuaron y reanudaron la marcha siguiendo el empinado sendero, y detrás venían las dos literas con los sacerdotes, llevadas por todos los porteadores que aún podían mantenerse en pie, ya que aquellos hombrecillos no pesaban más que un niño. Debajo de ellos, a lo lejos, ascendía un ruido imponente, similar al del mar agitado.

—Noie, ¿qué es ese ruido? —le preguntó Rachel al oído, pues el ventarrón volvía a subir.

—El sonido del viento en el bosque donde habitan los arbóreos —le respondió ella.

Entonces rompió el alba una alborada estremecedora y de color rojo sangre, y gradualmente pudieron ver un río poco profundo que corría bajo ellos, y tras él se encontraba el gran bosque, extendiéndose un kilómetro tras otro hasta donde la vista podía alcanzar, donde los árboles alcanzaban sesenta metros de altura. La oscura e interminable foresta se ondulaba como el mar bajo el soplo del vendaval, y lo cierto era que, visto desde las alturas, parecía un encrespado océano verde.

Rachel y Noie, que estaban muertas de sed y tenían las bocas llenas del polvo salado del desierto, corrieron codo con codo al ver el agua. Los porteadores de las literas también corrieron, sin prestar atención a los gritos de los enanos que viajaban en su interior. Finalmente llegaron y se arrojaron al riachuelo y bebieron hasta saciar su sed. Incluso Eddo y sus compañeros salieron de las literas y bebieron. Tras lavarse las manos y las caras en las frías aguas vadearon la rápida corriente del arroyo y, llenos de un nuevo vigor, siguieron el camino que conducía hacia el bosque.

El corazón de la tormenta, que se había arremolinado a su alrededor durante aquella larga noche, descargó su furia contra ellos en cuanto pisaron la otra orilla. Los relámpagos flamearon, los truenos retumbaron, y el vendaval creció hasta convertirse en un huracán tan fuerte que arrancó las literas en las que viajaban Eddo, Pani y Hana de las manos de los porteadores y rodaron por el suelo. Los pequeños sacerdotes grises salieron temblando de los restos de las literas, ahora solo eran frágiles pedazos, o, más bien, los sacaron las manos de sus gigantescos porteadores, de los que colgaban como un niño asustado cuelga de su madre.

Rachel los vio y rompió a reír.

—¡Mira a los Señores de la Magia! —le dijo a grito pelado a Noie—. Mira los que matan con maldiciones, a los que gobiernan a los espectros —y señaló a las figuras diminutas e insignificantes de túnicas bamboleantes que arrastraban aquellos gigantones a los que hacía muy poco habían amenazado con la muerte.

—Los veo —le respondió Noie al oído—. Sus espíritus son poderosos cuando están en paz, pero temen el destino más que nadie cuando se hallan en un aprieto. Si yo fuera uno de esos umkulu acabaría con ellos ahora que pueden.

Pero aquellos hombres grandes y pacientes actuaron de otro modo. De hecho, los cogieron y los llevaron igual que una madre sostiene a un hijo cuando los enanos, rendidos y desorientados por el huracán, no pudieron dar un paso más.

Luego atravesaron una zona despejada entre el río y el bosque en el que grupos de reses aterradas corrían despavoridas arriba y abajo, mientras sus pastores, esclavos de tamaño similar al de los umkulu, intentaban conducirlas a algún lugar en el que estuvieran a salvo de la tormenta. En esta área había grandes campos de grano que abastecían al Pueblo de los Árboles.

Por fin, ganaron el comienzo del bosque y Rachel, mirando a su alrededor con ojos maravillados, vio una choza diminuta con forma de tienda al pie de cada gran árbol, y delante de cada choza había un enano sentado mirando fijamente un cuenco de agua que se golpeaba el pecho con las manos.

—¿Qué hacen? —le preguntó a Noie.

—Se esfuerzan en leer su destino, señora, lloran porque el viento agita el rocío de sus cuencos y les impide ver nada, y no pueden saber si su árbol va a caer o no. Sígueme, sígueme, conozco el camino, aquí no estamos seguras.

El huracán estaba en su apogeo. Los enormes árboles oscilaban y se doblaban como juncos, las grandes ramas se desgajaban y se precipitaban al suelo. Una de ellas cayó sobre un enano que estaba rezando y lo aplastó.

Quienes estaban a su alrededor lo vieron y profirieron un chillido salvaje. Eddo, Pani y Hana —en brazos de sus porteadores— lo contemplaron y también chillaron, ya que la visión de la sangre era temible para ellos. El bosque cobró vida con las voces de la tormenta, parecía aullar y gemir, y los relámpagos iluminaban sus oscuros pasillos. La grandeza y lo horripilante de la escena entusiasmaron a Rachel. Ondeó la lanza que llevaba y rompió a reír de la forma propia de su locura de tal modo que incluso los enanos grises, cada uno sentado al pie de su árbol, abandonaron sus plegarias para contemplarla con recelo.

Prosiguieron su marcha, esperando la muerte a cada paso, pero siempre la eludían hasta que alcanzaron un espacioso claro del bosque. En el centro del mismo crecía un árbol más grande de lo que Rachel jamás había podido soñar. El tronco, de unos treinta metros de altura y sin una sola rama hasta la copa, era más grueso que la gran choza de Dingaan, y sus ramas más altas se perdían entre las nubes que pasaban. Una multitud de personas, hombres, mujeres y niños, se congregaba frente a ese árbol, todos enanos, todos de rodillas y entregados a la oración. Junto al tronco, en una casa con forma de tienda, se hallaba una figura diminuta, la de una mujer de largos cabellos grises que flotaban al viento.

—La Madre de los Árboles —gritó Noie en medio del estruendoso vendaval—. Vamos con ella, ella nos protegerá.

Aferró el brazo de Rachel para conducirla hacia delante. Apenas habían dado unos pasos cuando un relámpago, al que le siguió un rápido golpe de viento, flameó sobre sus cabezas de forma aterradora. Tal vez el rayo alcanzó al árbol, tal vez lo desenraizó el viento, pero lo cierto es que su colosal tronco se desgajó en dos y cayó a tierra con un estrépito que, por unos momentos, se escuchó por encima de la descarga de truenos.

Las dos enormes partes desgajadas cayeron a ambos lados de Rachel y Noie sin tocarlas. Una rama golpeó al esclavo umkulu que llevaba a Eddo y cercenó su cabeza, dejando al enano indefenso. Otra rama cayó sobre Pani y su porteador, enterrando a ambos en el suelo bajo su volumen, por lo que no se les volvió a ver.

La mayoría de los adoradores estaba fuera del alcance de las ramas que caían cuando sucedió todo esto, pero otros resultaron hechos trizas por el impacto, o cayeron fulminados por el viento, o los derribó el viento, matando a varios e hiriendo a otros.

La catástrofe vino y se fue en diez segundos. El árbol de la reina, que había regido el bosque durante mil años, había caído; solo era un montón de hojas verdes que exhibía las ramas despedazadas como si fueran huesos y un tronco abatido, astillado. El impacto lanzó al suelo a Rachel y a Noie, pero Rachel, poniéndose en pie raudamente, tiró de Noie para ayudarla a levantarse. Entonces, guiada por su instinto, saltó hacia delante, se encaramó al tronco, donde se ahorquilló, y después bajó hasta alcanzar casi la base. Permaneció de pie, apoyada contra un gran escudo de tierra arrancada de cuajo junto a las raíces. Reinó la calma tras aquel último estallido, la tormenta parecía haber agotado sus fuerzas, al menos durante un tiempo.

Alrededor todo eran líneas de enormes árboles, corredores solemnes que parecían conducir hasta la Reina de los Árboles. La luz de aquella mañana pavorosa, que traspasaba las sombras proyectadas por las ramas entrelazadas, relucía en aquellos pasillos. Rachel miró y algo se abrió paso dificultosamente en su cerebro, igual que la luz hasta los umbrosos corredores. Y recordó… ¿Qué fue lo que recordó? Entonces lo supo. Se trataba del sueño que tuvo en la isla del río, muchos años atrás, un sueño con árboles como aquellos, con hombrecillos grises como esos, y al joven Richard, ya convertido en un hombre, amarrado al tronco de uno de esos árboles. ¿Qué le había sucedido? No lograba recordar nada desde que vio el cadáver de Richard en unas andas en el kraal de Mafooti.

Pero aquel lugar no era Mafooti, ni Noie, que ahora estaba junto a ella, la había acompañado, pues se había marchado con una embajada de Dingaan al pequeño pueblo, el pueblo de su padre. Aquellas gentes… ¡Eran enanos! Los miró correr despavoridos arriba y abajo, chillando como monitos. Debía de haber soñado durante mucho tiempo, un mal sueño cuyas imágenes se le escapaban. Sin duda aún seguía soñando y acababa de despertar. La tormenta había pasado, y también el miedo, solo permanecía el asombro. Decidió quedarse allí y esperar a ver qué sucedía, porque algo iba a suceder.

Apareció una manita. Aferrando la áspera corteza por el lado del árbol caído. Miró furtivamente por encima de este y vio a una anciana enana de melena blanca. El tronco derribado le sujetaba los pies. Colgaba sobre una grieta como si fuera un mono; entre ella y el suelo había una caída de unos treinta metros, pues las raíces sostenían en alto el tronco. La melena alba colgaba hacia abajo, hacia el lugar donde pronto caería y se mataría. Rachel se preguntó cómo había llegado hasta allí. ¿Colgaba del tronco cuando el árbol cayó? ¿La arrojó el impacto? ¿La arrastró una rama? A continuación se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que tuviera que soltarse, y qué impactaría antes contra el suelo que había debajo, ¿la cabeza o la espalda? Entonces cayó en la cuenta de que se le podía salvar.

—¡Sujétame los pies! —le dijo a Noie, que la había seguido hasta el tronco, hablando como siempre había hecho. Noie la miró maravillada y alegre.

—Sujétame los pies. Creo que puedo llegar hasta la anciana.

Sin esperar respuesta, se tumbó boca abajo sobre el tronco, con el cuerpo colgando sobre su curvatura.

Entonces Noie comprendió su intención y le agarró por los tobillos al tiempo que se sentaba y ponía los talones contra la rugosa corteza. Rachel soportaba parte de su peso con una mano mientras estiraba la otra hacia todo lo que alcanzaba su largo brazo y consiguió agarrar la muñeca de la anciana justo cuando el aferramiento de esta estaba a punto de ceder. La enana se balanceó, colgando en el aire, pero era muy liviana, tendría el peso de una niña de cinco años, no más, y Rachel era muy fuerte. La alzó con un esfuerzo hasta que sus dedos de mono volvieron a aferrarse la corteza. Hizo otro esfuerzo y el pequeño cuerpo estuvo cerca del árbol. Otro más, y la anciana estaba junto a ella.

Rachel se puso en pie y rio, pero no era la risa enloquecida que asustaba a los Ishmael y a los zulúes. Era su propia risa, la de una mujer saludable y cabal.

La pequeña criatura, acuclillada de pies y manos a los pies de Rachel, levantó la cabeza y la miró fijamente con ojos desmesuradamente abiertos. En ese momento apareció el sol y sus rayos, brillando como no se había visto en décadas, incidieron sobre Rachel, sobre su reluciente melena, sobre la túnica alba con la que le habían vestido los enanos y sobre la reluciente azagaya de su mano, hasta conferirle el aspecto de una antigua estatua de una diosa sobre el tejado de un templo.

—¿Quién eres? —dijo la anciana con la voz sibilante de su raza—. ¿Eres la Hermosa? ¡Lo sabía, lo sabía! Eres la Inkosazana de los zulúes de quien he tenido tantas visiones, aquella a quien envié a buscar. Pero la Inkosazana estaba loca, había perdido su Espíritu y ahora este está aquí. ¡Oh, Hermosa, no estás loca!

—Noie, ¿qué dice? Solo comprendo algunas palabras.

Noie se lo dijo y Rachel ocultó sus ojos con una mano. Entonces se dejó caer al suelo diciendo:

—Tiene razón. Perdí mi Espíritu durante un tiempo, pero creo que lo he recuperado otra vez. Díselo, Noie; dile que he viajado tan lejos en busca de mi Espíritu y que lo he encontrado.

Noie, que apenas podía apartar la vista del rostro de Rachel, obedecía, pero la anciana apenas parecía prestar atención a sus palabras. Una gran pena le embargaba. Ella se mecía como un mono que ha perdido la juventud y chillaba:

—Mi árbol ha caído, el Árbol de mi Casa, que se erguía desde el comienzo del mundo ha caído, pero el de Eddo aún sigue en pie —y señaló a otro gigantesco árbol del bosque que se alzaba ileso a escasa distancia—. El árbol de Nya ha caído y el de Eddo sigue en pie. Su magia ha prevalecido sobre la mía. ¡Su magia me ha ganado!

Un hombre apareció corriendo a lo largo del árbol en dirección a ella. Era Eddo en persona. Sus ojos redondos relucían sobre su rostro pálido. Era el brillo de la victoria. El peligro había pasado para él.

—Nya —dijo con voz de pito mientras le palmeaba la espalda—, tu espíritu te ha abandonado. Tu árbol ha caído, vieja. Mira, escupo sobre él —y así lo hizo—. Ya no eres la Madre de los Árboles; solo eres una vieja, Nya. El pueblo fantasma, el pueblo del ensueño, el pequeño pueblo gris tiene una nueva reina, y yo soy su ministro porque gobierno su espíritu. Ahí la tienes —y señaló a la alta y resplandeciente Rachel—. Madre recién nacida de los Árboles, tú que fuiste la Inkosazana de los zulúes, obedéceme: da muerte a esta anciana, la Muerte Roja, para que su espíritu se derrame con su sangre, y se desvanezca para siempre. Atraviésala con esa lanza que sostienes en tu mano mientras cierro los ojos, reina en su lugar a través de mí.

Hizo una inclinación de cabeza y esperó.

—No, la Muerte Roja no, la Muerte Roja no —suplicó Nya—. Dame la Muerte Blanca y salva mi alma, Hermosa, y en recompensa te daré lo que más desees, pues, aunque mi árbol haya caído, sigo siendo la más sabia de todos.

Noie susurró algo al oído de Rachel. Entretanto, todos los enanos se habían congregado a su alrededor, observando. Rachel se inclinó y poniendo sus brazos sobre la temblorosa criatura, la levantó como si fuera una niña y la sostuvo sobre su pecho.

—Madre —dijo—, no te daré muerte, ni roja ni blanca. Te doy amor. Tu árbol ha caído, siéntate a mi sombra y estarás segura. Haré que caiga la Muerte Roja —y miró a Eddo— sobre aquel que te haga daño.