La maldición de la Inkosazana
EL REGIMIENTO Y RACHEL durmieron a orillas del río aquella noche, y no sucedió nada digno de mención, salvo que los leones devoraron a dos soldados y otros dos más, que habían resultado heridos al golpearse contra las rocas, murieron. Algunos más enfermaron. A la mañana siguiente llegaron desde los kraales de los alrededores algunas jóvenes de alto abolengo para atender a la Inkosazana y comida en abundancia.
Poco pudieron hacer con Rachel, que cuando se acercaron se limitó a decir:
—¿Dónde está Noie, la hija de Seyapi? Llevadme con Noie.
Nuevamente reanudaron la marcha, con Rachel caminando en el centro de un anillo de soldados, como el día anterior. Aquella noche pernoctaron en un kraal situado sobre una colina, en el que se encontraron con los emisarios del rey. Acudían llenos de buenas palabras que Rachel escuchó sin comprender y los estremeció con aquella risa demente. También le traían una hermosa capa confeccionada con pieles de monos blancos. Rachel la tomó y se envolvió en ella, pues pareció comprender que sus ropas estaban hechas jirones.
Al siguiente atravesaron tierras muy fértiles en las que crecía el maíz en abundancia. Allí contemplaron una extraña escena, ya que a sus espaldas las nubes oscurecieron el cielo y pronto se dieron cuenta de que no eran tales, sino diez millones de gigantescos saltamontes alados que descendieron y devoraron el maíz y cualquier otra planta. En cuestión de horas no quedaron más que las raíces y ramas desnudas mientras las mujeres de aquellas tierras corrían arriba y abajo, lamentándose, sabedoras de que el próximo invierno ellas y sus hijos pasarían hambre, y que se diezmarían los ganados porque la plaga de langostas había devorado todos los pastos. Es más, al haberlo devorado todo, las propias langostas morirían a millares y el aire no tardaría en ser pestilente, y sus cuerpos emponzoñarían las aguas, y las enfermedades aumentarían muy pronto en medio de tal pestilencia.
Los hombres del país enviaron una delegación a la Inkosazana y le suplicaron que retirara la maldición, pero cuando terminaron de hablar, ella solo repitió las palabras que había pronunciado a orillas del río Búfalo:
—¡Que no caiga sobre mi cabeza, que no caiga sobre mi cabeza! Hay sangre entre la Inkosazana y el pueblo zulú, que padecerá hambrunas, guerra y muerte por haber vertido sangre sagrada.
Entonces los hombres se asustaron aún más y se marcharon. El regimiento continuó su marcha, acompañado por las legiones de langostas que devastaban todas las tierras que atravesaban.
Finalmente, seguidos por un gemido de dolor, llegaron al komkhulu y entraron en él, precedidos por las langostas que se amontonaban en las calles como las hojas de los árboles en otoño y, a falta de otro sustento, roían la paja de las chozas, los escudos y las moochas de los soldados. La estampa era inusual: los hombres intentaban matarlas a pisotones y las mujeres corrían de un lado para otro, chillando y quitándoselas del pelo. Atravesaron el poblado de Umgugundhlovu para que todos vieran que la Inkosazana había regresado, pasando delante de todas aquellas escenas, y se encaminaron al kraal de la colina, donde había pasado aquellas aburridas semanas hasta que llegó Richard. Arribó al mismo cuando se ponía el sol y, aunque no daba señales de reconocer a nadie, las mujeres que habían sido sus criadas la recibieron con júbilo y adoración. Durmió allí aquella noche, ya que se pensó que estaba demasiado fatigada para ver al rey; más aún, este deseaba oír primero los informes de Tamboosa y los capitanes para saber qué había sucedido.
A la mañana siguiente, mientras Rachel se sentaba junto al estanque en el que una vez tuvo una visión sobre Richard, Tamboosa y una escolta se presentaron para conducirla ante Dingaan. No dijo ni sí ni no cuando se lo comunicaron, pero rehusó entrar en la litera que habían traído para ella y caminó al frente del grupo, de vuelta al «Gran Lugar» —miles de personas la vieron atravesar las calles infestadas de langostas—, al intunkulu, la casa del rey.
Dingaan —sentado frente a su choza y flanqueado por su consejo— y sus izinduna se levantaron para tributarle el saludo real. Rachel, más hermosa que nunca, avanzó hacia ellos con la extraviada mirada de los locos. Dispusieron una silla para ella; se sentó y miró fijamente al suelo. Como no decía nada, Dingaan, que parecía muy abatido y temeroso, ordenó a Tamboosa que informase de cuanto había sucedido al consejo y este les repitió la historia.
Describió el viaje al Tugela y cómo la Inkosazana y el lord blanco, Dario, habían cruzado solos el río unas horas después que Ibubesi, ordenándole que le siguiera al día siguiente, también solo, con el buey blanco que transportaba su equipaje. Después contó que así lo había hecho y al llegar a Ramah había encontrado al umfundusi blanco y a su esposa muertos en su habitación, y en el suelo de la misma a un zulú, uno de los hombres que habían enviado con Ibubesi, también muerto, y en el jardín de la casa a uno de los hombres de Ibubesi, que, agonizante, le había contado con su último aliento la historia del rapto de la Inkosazana y el lord blanco por Ibubesi. Él corrió al kraal de Mafooti para averiguar la verdad y le había enviado a este y sus hombres un mensaje por medio de un joven pastor. Finalmente, contó el resto de la historia, cómo había regresado a Zululandia como si tuviera alas en los pies y, al encontrar aún acampado cerca del río al regimiento que había escoltado a lo Inkosazana, había regresado con ellos para asaltar Mafooti, encontrándose con que sus habitantes lo habían abandonado.
A continuación describió cómo vieron a la Inkosazana en el tejado de la choza a la flama de los relámpagos, la captura de la bestia salvaje de Ibubesi, cómo supieron que la Inkosazana había perdido el Espíritu y las terribles palabras que pronunció, el incendio de Mafooti, la espantosa muerte de Ibubesi, ardiendo en llamas. El consejo le escuchó en medio de un silencio sepulcral.
De igual modo oyeron cómo las funestas desgracias, una tras otra, se habían cebado con el impi, diezmado por el fuego, el agua y la enfermedad, tan funestas como las que habían caído contra los campos a causa de la plaga de langostas.
Un grupo de hombres se adelantaron cuando Tamboosa concluyó al fin su relato. Eran los capitanes del grupo que había acompañado a Ishmael, entre ellos se encontraban los que habían matado —o provocado la muerte— al viejo Maestro y su mujer.
Cumpliendo una seca orden del rey, también ellos contaron su historia, explicaron que no habían pretendido matar al hombre blanco y que lo hicieron por orden de Ibubesi a quien, según se les había indicado, debían obedecer en todo, aunque ahora comprendían que este se atreviera a tramar un plan para capturar a la Inkosazana para él.
El monarca se levantó cuando concluyeron y descargó su ira sobre ellos porque su comportamiento había ahuyentado al Espíritu de la Inkosazana y provocado la maldición del país, cuyos efectos ya se estaban notando. Entonces ordenó que se los llevaran fuera a todos ellos y los sentenció a una muerte espantosa, y con ellos a los capitanes del regimiento que se habían opuesto a la persecución de los habitantes de Mafooti, a quienes, según dijo, tenían que haber aniquilado.
Los verdugos se apresuraron a atrapar a aquellos infelices al oír aquellas palabras. En ese momento, Rachel, que había permanecido sentada todo el tiempo, ausente, como si no escuchara nada, alzó la cabeza y habló por primera vez:
—¡Liberadlos, liberadlos! —ordenó—. De los Cielos es la venganza y la descargarán a raudales. Que no manche mis manos la sangre de quienes enviaron el Espíritu de la Inkosazana a errar por el cielo. ¿Quién les ordenó que se apresuraran a ir a Ramah y que entraran en la casa de quienes me dieron la vida? Los perros buscan y matan cuando el amo lo ordena. Ponedlos en libertad para que no haya más sangre entre la Inkosazana y su pueblo.
Dingaan tembló al escuchar aquellas palabras, pronunciadas con una voz extraña y quejumbrosa, ya que sabía que era él quien había ordenado soltar a los perros.
—Dejadles ir —dijo—, y que no se les vuelva a ver jamás en estas tierras.
Los guerreros se marcharon agradecidos, y no se les volvió a ver nunca más. Otros hombres —famélicos y hambrientos hasta el punto de que los huesos parecían a punto de agujerearles la piel—, que sostenían en las manos unos escudos que parecían roídos por las ratas, entraron cuando aquellos cruzaban la puerta. Saludaron al rey con voz débil y se sentaron en cuclillas sobre el suelo.
—¿Quiénes son estos esqueletos? —preguntó con acritud—. ¿Quién se atreve a irrumpir en mi consejo?
—Majestad —respondió su portavoz—, somos los capitanes de los regimientos Nobambe, Nodwenge e Isangu, a los que enviaste para exterminar al jefe Madaku y a su pueblo, que habita lejos, en los marjales del norte, donde el Gran Río desemboca en el mar.
»¡Oh, rey! No pudimos llegar hasta este jefe porque él y los suyos huyeron en balsas y botes. Nos extraviamos entre los cañaverales donde nos tendían emboscadas una y otra vez, muchos de los nuestros se ahogaron al entrar en los pantanos. Además, no encontramos comida y nos vimos obligados a comernos los escudos —alzó los restos roídos que tenía en la mano—, por lo que perecieron a centenares. Solo veintiún veces diez sobrevivimos de todos los que salimos.
Dingaan gimió al oír aquello, sus ejércitos habían sido derrotados y tres de sus mejores regimientos destruidos. Rachel rompió a reír, una risa terrífica que hizo estremecer a cuantos la oyeron.
—¿No te dije, oh rey, que la venganza era de los Cielos y que la descargarían a raudales porque corría sangre entre el Espíritu de la Inkosazana y el pueblo zulú?
—Esta maldición se cumple deprisa y bien —exclamó Dingaan. Entonces, volviéndose a los hombres, gritó—: ¡Largaos, ratas hambrientas, cobardes que no sabéis luchar!, y agradeced que el Gran Elefante, Chaka, ya haya fallecido, seguramente os hubiera obligado a alimentaros de escudos hasta que hubierais muerto.
También estos capitanes se alejaron a rastras.
Aún no se habían marchado cuando un hombre irrumpió pidiendo audiencia, un gordo de semblante triste por cuyas rollizas mejillas corrían las lágrimas. Dingaan lo conocía muy bien, pues lo veía todas las semanas, y en ocasiones, aún más a menudo.
—¿Qué ocurre, Movo, Guardián del Ganado, para que irrumpas de este modo en mi consejo? —inquirió Dingaan.
—Perdóname, oh rey, pero traigo noticias tan tristes que he hecho valer mis privilegios para que me dejase entrar la guardia de la puerta.
—Todos quienes portan nuevas aciagas corren deprisa —gruñó el rey—. Deja de gimotear y suéltalo, Movo.
—¡Oh, Agitador de la tierra, Devorador de enemigos! ¡Tú que te comes tu rebaño, el rebaño que yo adoro! —empezó Movo—. Una penosa enfermedad se ha cebado con el gran rebaño, al rebaño real, al rebaño de cuernos retorcidos —hizo una pausa para sollozar—. Un millar ha muerto, y muchos más están enfermos. Pronto ya no habrá rebaño.
Movo rompió a llorar.
—¡Eres un gordo estúpido! —exclamó Dingaan—. ¿Qué le has hecho a mi ganado? ¡Habla o morirás por ser el hechicero que los ha embrujado!
—Oh, rey, ¿es un crimen estar gordo cuando otros lo están mucho más? —replicó el indignado Movo, frotándose la calva y mirando con reproche la corpulencia descomunal de Dingaan—. ¿En qué puedo ayudar si mil de tus bueyes no son ahora sino pieles para los escudos?
—¿Vas a responderme o prefieres probar el otro extremo de la lanza? —preguntó Dingaan asiendo el astil de la azagaya justo debajo de la hoja—. ¿Qué le has hecho a mi rebaño?
—¡Oh, rey! No le he hecho nada. ¿Puedo impedir que esas malditas bestias prefieran comer langostas muertas en lugar de pasto, echen espuma por la boca y se ahoguen? ¿Qué puede hacer el rebaño si los pastos se han convertido en langostas y no hay nada más que comer? No se me puede culpar ni a mí ni al rebaño. Culpad a los Cielos a quienes tú o algún hechicero maligno ha ofendido, pues jamás se han visto nada igual en Zululandia.
Rachel volvió a interrumpirles con su extraña risa y dijo:
—Oh, rey, ¿no te dije que la venganza era de los Cielos y que la descargarían a raudales, como la lluvia? Se tomarán venganza sobre el rey, sobre el pueblo, sobre los guerreros, sobre el maíz, sobre el ganado, sobre todo el país, porque corre sangre entre el Espíritu de la Inkosazana y la raza de los amazulu, a quien ella amó una vez.
—Es cierto, es cierto, Blanca. ¿Pero por qué lo repites continuamente? —gimió el enloquecido Dingaan—. ¿Por qué enseñas el látigo a quienes han de sentir el golpe? Movo, ¿has terminado?
—Aún no, rey —respondió el cariacontecido Movo, que seguía acariciándose la cabeza—. El ganado de todos los kraales está muriendo de la misma enfermedad y las langostas han devorado casi toda la cosecha, por lo que el próximo invierno padeceremos la hambruna.
—Movo, ¿es todo?
—¡No, oh rey! Los mensajeros han acudido a mí como Guardián del Ganado, para decirme que todos los demás rebaños reales a dos días de viaje padecen, si les he entendido bien, algún tipo de peste. Además, he olvidado añadir que…
—¡Sacad de aquí a este portador de malas noticias! —rugió Dingaan—. Lleváoslo y dad órdenes de que le quiten su propio rebaño para resarcir mis pérdidas.
Algunos sirvientes saltaron sobre el infortunado Movo y comenzaron a golpearle con varas. Pese a todo, antes de llegar a la puerta, consiguió darse la vuelta y, llorando ostensiblemente, gritó:
—Es inútil, ¡oh, rey!, todo mi ganado ha muerto también. Solo encontrarán los cuernos y las pezuñas, porque ya he vendido las pieles a los fabricantes de escudos.
Se hizo el silencio después de que se marchara, pues la desesperación embargaba los corazones del rey y sus consejeros al contemplar a la abatida Rachel, preguntándose en su fuero interno cómo podrían librarse de ella y de los males que les había producido.
Otro nuevo mensajero cruzó a la carrera la puerta como alma que lleva el diablo mientras seguían mirándola en silencio.
—Estoy dispuesto a ordenar que maten a ese tipo antes de que abra la boca —dijo Dingaan—, pues seguro que también él es portador de malas noticias.
—No, mi rey —gritó el hombre alarmado—. Solo vengo a informar de que una embajada espera afuera.
—¿De quién? —preguntó con ansiedad el rey—. ¿De los amaboona blancos?
—No, mi rey, de la reina del pueblo fantasma a quien le enviaste a Noie, la hija de Seyapi, hace tiempo.
Rachel levantó la cabeza al escuchar el nombre de Noie y por primera vez su rostro pareció humano.
—Lo recuerdo —dijo Dingaan—. Admito a la embajada.
Siguió un largo silencio hasta que al fin se abrió la puerta y apareció la propia Noie, envuelta en un vestido de blancura impoluta y fatigada por el viaje, pero tan hermosa como siempre. La escoltaban cuatro hombres gigantescos completamente desnudos, a excepción de sus moochas, aunque lucían muñequeras y tobilleras y grandes anillos de cobre en las orejas. Tras ella venían tres literas, llevadas por porteadores del mismo tamaño e igual raza, con las cortinas herbáceas totalmente cerradas, y tras estas, una escolta de cincuenta guerreros de idéntica estatura. La extraña comitiva avanzó lentamente, mientras los miembros del consejo la contemplaban maravillados, pues nunca habían visto personas tan descomunales y volvieron a clavar en ella sus miradas con una muda pregunta en sus ojos abiertos como platos cuando, al situarse frente al rey, los porteadores dejaron las literas en el suelo.
Rachel se levantó de su asiento cuando llegaron y se giró lentamente de modo que ella y Noie, que encabezaba la legación, quedaron cara a cara. Se miraron la una a la otra durante unos momentos, entonces Noie avanzó corriendo, se arrodilló ante Rachel y besó el dobladillo de su túnica, pero Rachel se agachó y la alzó con sus fuertes brazos, abrazándola como una madre abraza a su hija.
—¿Dónde has estado, hermana? —inquirió—. Te he aguardado mucho tiempo.
—Ocupada a tu servicio, Zoola —respondió Noie, examinándola con curiosidad—. ¿No te acuerdas?
—No, no recuerdo nada, Noie, salvo que te busco desde hace mucho. Mi Espíritu vaga, Noie.
—Mi pueblo me dijo que así era, señora. Ellos, que pueden ver a lo lejos, y para quienes la distancia no tiene puertas, me contaron muchas cosas terribles, pero no les creí. Ahora lo veo con mis propios ojos. Tranquilízate, señora, mi pueblo te devolverá tu Espíritu, aunque deberás viajar para encontrarlo, ya que en su tierra moran los espíritus. Queda en paz y escucha.
—A tu lado estoy en paz, Noie —replicó Rachel y, aferrándola aún de la mano, volvió a sentarse.
—¿Dónde están los mensajeros? —preguntó Dingaan—. No veo ninguno.
—Aparecerán, rey —le contestó Noie.
Entonces hizo señas a la escolta de gigantes, varios se adelantaron y descorrieron las cortinas de las literas, mientras otros abrían grandes sombrillas de bastones de junco que portaban en las manos.
—¿Qué armas son esas? —preguntó Dingaan—. Hija de Seyapi, sabes que nadie puede presentarse armado ante el rey.
—Son armas contra el Sol, ¡oh, rey! Mi pueblo lo odia.
—¿Y quiénes son los hechiceros que odian al sol? —volvió a preguntar Dingaan atónito.
Entonces enmudeció, pues un hombrecillo, pálido como el brote de un bulbo crecido en la penumbra, salió de la primera litera; tenía unos grandes ojos claros, como los de un búho, que parpadearon a la luz, y una larga melena descolorida.
Uno de los enormes guardias se movió rápidamente para protegerle con la sombrilla en cuanto el hombrecillo que, como Noie, vestía una túnica blanca y cuya altura no superaría la de un niño de doce años, se puso un pie, pero al ser torpe, se golpeó contra uno de los brazos de la litera y tropezó; estuvo a punto de caerse al suelo y, en sus esfuerzos con evitarlo, soltó la sombrilla.
El hombrecillo se volvió hacia él con furia y alzando una mano a modo de visera, como si quisiera protegerse del sol, le señaló con la otra, hablando con una voz baja y sibilante, similar al siseo de una serpiente. El guardia se arrodilló allí mismo, bajando los brazos extendidos y tocando el suelo con la frente, como si implorase misericordia. La visión de aquel gigante suplicando a quien podía matar de un puñetazo resultaba tan anómala que Dingaan, incapaz de contener la curiosidad, le preguntó a Noie si el enano estaba ordenando a alguien que le matara.
—No, rey. A esta gente le repugna el derramamiento de sangre. Le está diciendo a ese soldado que le ha ofendido muchas veces. Por consiguiente, le ha maldecido y le ha dicho que se marchitará como una hoja caída y morirá sin ver de nuevo su hogar.
—¿Y morirá? —inquirió Dingaan.
—Sin duda, rey. Aquellos sobre quienes el pueblo fantasma lanza una maldición deben someterse a ella. Además, ese hombre merece su destino, porque mató a otro durante el viaje para quedarse con su comida.
—¡Un pueblo temible en verdad! —dijo Dingaan incómodo—. Ordénales que no me lancen ninguna maldición a menos que quieran ver más sangre de la que desean.
—Amenazar a los Grandes del pueblo fantasma es una estupidez, rey, porque ellos escuchan incluso lo que parecen no entender —le replicó Noie con calma.
—¡Caramba! —exclamó el rey—. Que olviden mis palabras. Lamento haberlos molestado haciéndoles viajar desde tan lejos para visitarme.
Otro soldado recogió la sombrilla y la sostuvo sobre el enojado hombrecillo mientras el ofensor retrocedía, arrastrándose a cuatro patas; parecía un gran perro derrotado. Dos enanos más descendieron de las restantes literas, se parecían tanto al primero que resultaba difícil distinguirles, y los guardias los protegían del sol del mismo modo. También trajeron esterillas para estos, y se sentaron sobre ellas, en ángulo recto hacia Dingaan y Rachel, cuyo banco estaba situado delante del rey, mientras tres miembros de su escolta permanecían de pie, cada uno sostenía en alto una sombrilla sobre sus cabezas con la mano izquierda, mientras que con la diestra les abanicaban con pequeñas ramas cuyas hojas, pese a estar muertas, permanecían verdes y brillantes.
Los tres enanos no parecían muy interesados en Dingaan y su consejo, pero examinaban a Rachel muy serios. Entonces, uno de ellos hizo una señal y murmuró algo. Un soldado de la escolta se adelantó con una cuarta sombrilla y la abrió sobre Rachel y Noie, que permanecía a su lado. Dingaan preguntó:
—¿Por qué hace eso? La Inkosazana no es un murciélago que tema al Sol.
—Lo hace para que la Inkosazana pueda sentarse a la sombra de la sabiduría del pueblo fantasma —le explicó Noie—, y para que a esa sombra pueda enfriarse su corazón, que arde por sus numerosos males.
—¿Qué sabe de la Inkosazana y sus males? —volvió a preguntar el rey, pero Noie se encogió de hombros y no contestó.
Uno de los enanos hizo otra señal, y nuevos guardias avanzaron llevando pequeños cuencos de madera pulida y los colocaron delante de cada uno de los tres, llenándolos hasta el borde con el agua de una calabaza.
—Noie, si tu gente está sedienta, tengo cerveza para ellos, a menos que las langostas también me la hayan quitado. Ruégales que tiren el agua, que yo les daré cerveza.
—No es agua, rey, sino rocío recogido de ciertos árboles antes del alba —respondió ella—. Son sus espíritus los que tienen sed de conocimiento, no sus cuerpos. En ese rocío podrán leer la verdad.
—En ese caso la Inkosazana debe ser familia suya, Noie, ya que leyó la llegada del jefe blanco Dario en el agua, o eso dijo.
—Tal vez, majestad. Los profetas lo sabrán y la reconocerán si así fuera.
Reinó un silencio tan prolongado que Dingaan y sus consejeros comenzaron a removerse incómodos, les parecía que los tres hombrecillos estaban pulsando las fibras de su corazón. Al final, los tres alzaron sus rostros arrugados y blanquecinos, con ese color propio del maíz a medio madurar, y se miraron unos a otros con sus ojos de búho. Entonces se dijeron al unísono:
—¿Qué ves tú, Sacerdote?
Hicieron un signo a Noie para que tradujera sus palabras al zulú.
El primero de ellos, el que había maldecido al soldado, emitió un débil siseo, una voz similar al susurro del viento en las ramas. Noie tradujo sus palabras:
—Veo a dos doncellas junto a una casa que se mueve cuando los bueyes tiran de ella. Una tiene la piel oscura, es ella —y señaló a Noie—. La otra es de tez clara —y señaló a Rachel—. Ambas lanzan uno de sus cabellos al aire. El negro cae al suelo, pero un espíritu atrapa el cabello de oro y se lo lleva hacia el norte. Es el espíritu de Seyapi, a quien mataron los zulúes. Lleva el caballo y lo deposita en la mano de la Madre de los Árboles con un mensaje.
—Sí, con un mensaje —repitieron los otros, asintiendo con las cabezas.
Entonces, uno de ellos extrajo de su túnica un paquete envuelto en hojas e indicó a Noie que debía entregárselo a Rachel. Noie obedeció, y el hombre dijo:
—Veamos si tiene el don de la visión. Dinos, Blanca, qué hay entre las hojas. Rachel, que había permanecido sentada dentro una ensoñación, respondió sin mirarlo:
—Muchas más hojas, y dentro de la última ese caballo mío. Lo veo, pero lo han anudado tres veces. Son tres grandes problemas.
—¡Ábrelo! —ordenó el enano a Noie, quien cortó la cuerdita que ataba el paquete y desenvolvió muchas capas de hojas. En la última hoja había un cabello dorado con tres nudos.
Noie colocó el cabello sobre la cabeza de Rachel… Era suyo. Entonces lo mostró al rey y a su consejo, que clavaron sus ojos en los nudos sin saber qué decir, y lo envolvió de nuevo en las hojas antes de devolver el paquete al enano.
El que había leído su visión en su cuenco se volvió al que se sentaba junto a él y le preguntó:
—¿Qué ves tú, Sacerdote?
El aludido contempló el agua límpida y contestó:
—Veo este lugar de noche. Más lejos veo al rey y a sus consejeros conversando con un hombre blanco de ojos diabólicos y rostro de halcón… Está herido en la cabeza y en un pie. Leo sus labios. Negocian el traer aquí al viejo profeta y a su esposa por la fuerza. Veo al profeta y a su mujer en la casa. Los zulúes los acompañan. Los zulúes matan al profeta calvo por orden del hombre blanco de ojos malignos y su mujer muere en el lecho. Antes de que lo maten, el profeta hiere a uno de los zulúes con humo procedente de un tubo metálico.
Dingaan gimió al oír todo eso, pero el enano que había hablado —sin mencionarle— se dirigió a su tercer compañero:
—¿Qué ves tú, Sacerdote?
—Veo a la Blanca subida a una choza, pero su Espíritu le ha abandonado, ha salido de ella para llegar a los Árboles. Sostiene una lanza en la mano mientras debajo los zulúes apresan al hombre blanco de ojos malignos. Leo sus palabras, ella dice que hay sangre —se estremeció al pronunciar esa palabra—, sí, sangre entre su Espíritu y el pueblo zulú.
»Ella les anuncia calamidades. Las veo. Veo a muchos arder en el fuego. Veo a otros muchos ahogarse en el río enojado. Veo a su Espíritu convocar a las langostas de la costa y le veo traer derrotas a sus ejércitos y esparcir la plaga entre sus rebaños. Veo una forma oscura cobrando forma y venir hacia aquí. Viaja deprisa sobre el veld invernal, y su cabeza en una calavera, y su hombre es Hambruna.
Cuando terminó de hablar, los tres enanos se inclinaron hacia delante, tomaron los cuencos con un único movimiento y los vaciaron sobre el suelo diciendo:
—Tierra, tierra, bebe, bebe, y sé testigo de estas visiones.
El consejo estaba mucho más turbado pues, aunque había grandes hechiceros entre ellos, ninguno conocía una magia como aquella. Solo Dingaan tenía la mirada en el suelo, meditando. Entonces alzó la mirada y su cuerpo obeso se agitó con una risa ronca:
—Gastáis buenas bromas, hombrecillos, con vuestros gigantes, vuestras ramas y esas chozas que se abren, y vuestros cuencos de agua. Pero todo son trucos, ya que Noie o algún otro os ha contado todas esas cosas que han ocurrido en el pasado.
»Descifradme el enigma de las palabras de la Inkosazana antes de que perdiera el Espíritu por culpa de las maldades del lobo Ibubesi. Mostradme la respuesta a eso en vuestro cuencos de agua, hombrecillos, o seréis sacados a rastras de aquí como timadores y mentirosos. Y decidme también vuestros nombres para que pueda conoceros.
Cuando Noie hubo traducidas estas palabras, los tres se reunieron bajo una sola sombrilla y hablaron entre ellos. Volvieron a sus respectivos lugares y el primero de ellos, el que había maldecido al guerrero, dijo:
—Rey de los zulúes me llamo Eddo. El que está a mi diestra es Pani y a mi siniestra, Hana. Somos hijos de la Madre de los Árboles. Somos sumos sacerdotes del pueblo gris, el pueblo del sueño, que gobierna con los sueños y la sabiduría, y no con lanzas como haces tú, ¡oh, rey!
»Somos los reyes fantasmas, aquellos a quienes los espectros obedecen, somos los señores de los muertos y los lectores de los corazones. Tales son nuestros nombres y títulos, ¡oh, rey!
Hemos viajado hasta aquí porque nos enviaste un mensaje de nuestra propia sangre que susurró una historia muy extraña a oídos de la Madre de los Árboles, una historia de alguien a quien ya conocíamos pero deseábamos ver —y los tres señalaron con la cabeza a Rachel, que seguía sentada en su banco—. Leeremos tu enigma, pero fijemos primero el precio.
—¿Qué pedís? No hay muchas reses por aquí ahora y sospecho que las mujeres os resultarán de poca utilidad. ¿Qué es lo que deseáis pedirme que yo pueda daros?
Se miraron entre ellos y Eddo, señalando con su manita de largas uñas grises, dijo:
—Te pedimos a la Blanca que se siente ahí. Creemos que su Espíritu ya mora entre nosotros, y te pedimos su cuerpo para podamos reunirlo otra vez con su Espíritu.
Todo el consejo murmuró, pero el rey replicó:
—En otro tiempo pretendimos retener entre nosotros a aquella en cuyo cuerpo se encarnaba la Inkosazana de los zulúes, pero las cosas se han torcido y ahora nos trae maldiciones. Puede que la maldición se aparte de nosotros si cuerpo y Espíritu se reúnen. Aun así no me atrevo a entregártela a menos que lo haga ella misma por su propia voluntad. Es más, primero la adivinación y después el pago. ¿Os basta con eso?
—Nos basta —respondieron al unísono—. Dejemos el asunto y veamos qué podemos hacer.
Entonces, Dingaan reclamó a un hombre de mano blanquecina que se sentaba cerca de él, que escuchaba y tomaba buena nota de todo, pero sin decir nada, y le ordenó:
—Mopo, adelántate y cuéntales la historia.
Mopo se levantó y comenzó su historia. Contó que solo él entre los zulúes había visto tres veces el espíritu de la Inkosazana en los días del Negro. Dijo que hacía muchas lunas, Ibubesi, el hombre blanco, había acudido al «Gran Lugar» hablando de una hermosa doncella blanca a la que se conocía como Inkosazanaye-zulú, una joven que mandaba sobre los rayos y que no era como las demás. También dijo que se le había enviado a verla y descubrió que el Espíritu de la Inkosazana que él conocía estaba en aquella doncella, «excepto que la camina por los aires y la que pisa el suelo son la misma», añadió.
—Probablemente olvidas algo, Lengua del rey, a ti a quien llaman Mopo o Umbopa, hijo de Makedama. Olvidas las palabras que te susurró cuando lanzó su capa sobre tu cabeza antes de que salieras corriendo del Consejo del Rey. Ignoramos qué te dijo, por supuesto, pero… ¿por qué no las repites, Lengua del rey?
Mopo los miró fijamente y le castañetearon los dientes. Entonces replicó:
—Porque no tienen nada que ver con esta historia, hombres fantasmas, se referían a mi propia muerte, que es un asunto menor.
Los tres enanos se miraron entre sí, y se dijeron unos a otros:
—¿Has oído eso, Sacerdote?
—¿Has oído eso, Sacerdote?
—¿Has oído eso, Sacerdote? Dice que las palabras se referían a su propia muerte y que no tienen nada que ver con este asunto.
Los tres sonrieron y asintieron, y parecieron sumirse de nuevo en su trance. Mopo reanudó su relato. Contó cuál había sido la pregunta del rey, cómo le había preguntado a la Inkosazana si debería caer sobre los bóers o dejarles quedar, cómo se acercó ella a los Cielos con los ojos, cómo el meteorito había viajado a su dictado y había estallado sobre el kraal, Umgugundhlovu; una estrella que, según les había dicho, había lanzado el Grande entre los Grandes, Umkulunkulu, cómo había jurado oír los pies de un pueblo viajando por valles y montañas y ver los ríos bajar rojos de sangre. Finalmente, explicó que se había negado a añadir o quitar nada de su profecía o a desvelar su significado.
Entonces, Mopo retrocedió para volver a sentarse en el círculo de consejeros, mirando y escuchando como un lobo hambriento.
—Ya habéis oído, hombres fantasmas —dijo el rey—. Ahora, interpretad para nosotros el significado del oráculo de la Inkosazana y de la estrella fugaz que nadie puede interpretar si sois realmente sabios.
Los sacerdotes despertaron y deliberaron entre ellos. Entonces Eddo dijo:
—Este asunto nos supera, rey de los zulúes.
Dingaan se rio con acritud al oírle, y gritó:
—¡Lo pensaba, lo pensaba! Todos vosotros no sois sino unos embaucadores, como cualquier hechicero vulgar, repetís todos los chismes que habéis oído y fingís que es un mensaje de los Cielos. ¿Por qué no debería echaros a palos de mi poblado hasta que vierais esa sangre roja que tanto teméis?
Los hombrecillos parecieron retorcerse como la leña en el fuego con la mención de la palabra sangre. Entonces Eddo esbozó una sonrisa forzada y respondió:
—Sé amable y no te apresures, rey. Solo somos unos embaucadores, pero lo haremos lo mejor posible, o alguien lo hará por nosotros. Traed otro cuenco, un cuenco grande, un cuenco rojo para el rey rojo, y llenadlo hasta el borde de rocío.
Un hombre de su grupo apareció con un recipiente mucho más grande que aquellos en los que habían mirado en cuanto Eddo cerró la boca. Era un cuenco precioso, hecho de madera pulida y tonos carmesíes que centelleaba a la luz del sol. Eddo lo sostuvo en su mano y otro esclavo lo llenó con agua de la calabaza. La última gota de rocío colmó el cuenco. Entonces, los tres murmuraron invocaciones sobre él mismo y Eddo, llamando a Noie, le ordenó llevárselo a la Inkosazana para que pudiera mirar en su interior.
Rachel lo recogió y miró y entonces desapareció todo el vacío de sus ojos, que rápidamente se llenaron de pavor.
—Doncella, ¿has visto algo? —inquirió Eddo.
—Sí, veo muchas cosas —le respondió Rachel—. ¿Debo hablar?
—No, no. Inhala tres veces el agua y recuerda las visiones. Después entrega el cuenco al rey y déjale que mire. Por azar, quizá también él vea algo.
Rachel inhaló tres veces el agua, se levantó como si estuviera en trance y, avanzando hacia Dingaan, depositó el rebosante cuenco sobre sus rodillas.
—Mira, rey, mira —gritó Eddo—, y dinos si encuentras una respuesta al oráculo de la Inkosazana.
Dingaan contempló fijamente el agua, con desconfianza al principio, como quien recela de un engaño, pero entonces su rostro cambió y dijo:
—¡Por la cabeza del Negro! Veo gente luchando en este kraal, hombres blancos y zulúes, los hombres blancos son dominados y los arrastramos hasta matarlos. ¡Oh, pueblo mío, los zulúes vencen! Es como creía que debía ser… ese es el significado del enigma de la Inkosazana.
—Bravo, bravo —comentó el consejo—. Sin duda, así es que como tiene que suceder.
Pero el pequeño Eddo se limitó a sonreír, movió una mano y siseó en voz baja:
—Mira de nuevo, rey.
Y Dingaan miró. Su rostro se ensombreció.
—Veo llamas, sí, llamas en este kraal. Umgugundhlovu está ardiendo, mi casa real arde y a lo lejos vienen hombres blancos montando a caballo. ¡Oh, han desaparecido!
Eddo movió su mano diciendo:
—Mira otra vez y dinos qué ves, rey.
A regañadientes, aunque incapaz de resistirse, Dingaan miró y dijo:
—Veo una montaña cuya cima se asemeja a la figura de una mujer, y la boca de una cueva entre sus rodillas. Veo un cuerpo bajo el suelo de esa cueva, el cuerpo de un hombre grande y el de una joven, la muchacha debe haber sido blanca.
Al oír esas palabras el consejero llamado Mopo, el que tenía la mano blanquecina, saltó de su asiento, pero se sentó de nuevo, nadie se apercibió de sus movimientos a excepción de Noie y los reyes fantasmas, ya que todos estaban escuchando atentamente a Dingaan.
—Veo a un hombre, un hombre gordo, salir de la cueva —continuó Dingaan—. Parece estar herido y cansado; su estomago está hundido, como si tuviera hambre. Los dos hombres lo agarran, un guerrero alto, con los músculos de las piernas muy marcados, el otro es pequeño y delgado. Lo arrastran montaña arriba hasta una gran hendidura que hay entre los dos picos. Hablan con él, pero no logro ver sus rostros ni el del hombre gordo, una neblina los envuelve. Lo empujan hasta el borde del precipicio, lo tiran y él cae de cabeza. ¡La neblina se levanta de su rostro! ¡Oh! Es… mi propio rostro[23].
—Sacerdote —susurraron todos los hombrecillos a sus compañeros en medio del subsiguiente silencio sepulcral—, este rey dice que ha visto su propio rostro. Sacerdote, dime ahora, ¿no ha interpretado el Espíritu de la Inkosazana su propio oráculo? ¿Acaso no caerá el rey por ese risco? ¿No es él la estrella que cae?
Los reyes fantasmas asintieron y sonrieron entre ellos.
Pero Dingaan se levantó de un salto, lleno de rabia y pavor, al igual que sus consejeros y hechiceros, todos salvo Mopo, hijo de Makedama, que siguió sentado, mirando al suelo. Dingaan se levantó de un salto, sostuvo el cuenco y lo arrojó de tal suerte que el agua cayó sobre Rachel como lluvia de las nubes. Dingaan se levantó de un salto, maldijo a los sacerdotes fantasmas como hechiceros malignos, ordenándoles que abandonaran su país. Despotricó contra ellos, los amenazó, y los maldijo una y otra vez. Los hombrecillos continuaron sentados, sonrientes, hasta que se cansó y se calló. Entonces hablaron entre ellos diciendo:
—Ha salpicado a la Blanca con el rocío procedente de los Árboles, y de aquí en adelante ella pertenece a los Árboles, ¿no es verdad, sacerdote?
Ellos asintieron con la cabeza. Eddo se levantó y se dirigió al rey con otra voz, una voz autoritaria y aguda diciendo:
—¡Oh, tú al que llaman rey y has derramado tanta sangre, no eres sino una burbuja en un río de sangre! Tú que asesinas, morirás asesinado, tú que arrojas lanzas, perecerás por la lanza, tú que desconoces la piedad, perecerás en el Rostro de Piedra, la tierra te tragará, perecerás a manos de…
—El rostro de los asesinos están velados, Sacerdote —le interrumpió otro de los enanos, mirándolo a hurtadillas bajo la sombra de sus sombrillas—. Seguro que los rostros de los asesinos estaban velados, Sacerdote.
—Tú, que perecerás a manos de los vengadores cuyos rostros están velados, has descifrado el enigma como decretó la Madre los Árboles. Se ha descifrado bien, se ha interpretado correctamente… ocurrirá en esta estación. Ahora dales a tus servidores su recompensa y déjales partir en paz. Dales a la Blanca, cuyo Espíritu extraviado te ha hablado a través del agua.
—Tomadla —rugió Dingaan—, tomadla y marchaos. Ella y Noie la bruja no traerán a los zulúes más que infortunio.
Un miembro del consejo gritó:
—No se puede enviar a la Inkosazana con estos magos a menos que sea esa su voluntad.
Entonces, Eddo asintió a Noie, quien susurró algo al oído de Rachel. Esta escuchó y respondió:
—Te acompañaré adonde tú vayas, Noie. Yo, que busco mi Espíritu.
Noie tomó a Rachel de la mano y le condujo fuera del lugar del consejo del rey, y los consejeros se levantaron y le tributaron el saludo real por última vez cuando se marchó seguida por los sacerdotes fantasmas y su escolta. Solo Dingaan permanecía sentado sobre el suelo, golpeándolo furiosamente con los puños.
Y así fue como la Inkosazanaye-zulú se marchó del komkhulu del rey de los zulúes, y Mopo, hijo de Makedama, que se tapaba los ojos con la mano, la contempló irse a través de sus marchitos dedos blanquecinos.