Rachel pierde su Espíritu
MAMI ENTRÓ POCO DESPUÉS, y dijo que Ibubesi le había enviado para servir a la Inkosazana como mensajera, por si necesitaba alguna cosa. Rachel, sentada en el banco, le pidió que entrara en la cabaña y esperara allí, y la mujer obedeció.
El tiempo fluía minuto a minuto, y Rachel aún seguía sentada inmóvil en el banco. Alguien descorrió el cerrojo cuando terminó la tercera hora y llamó a la puerta. Mami la abrió y le informó que Ibubesi estaba allí y quería saber si tenía que decirle algo.
—Nada —contestó Rachel, recordando su promesa, y atrancaron la puerta otra vez.
Después un gran silencio pareció caer sobre el lugar. El cielo estaba gris con anuncio de lluvia y el aire pesado, y fuera cual fuera la causa no había sonido alguno de hombres o bestias. Para los nervios en tensión de Rachel parecía como si el Ángel de la Muerte hubiera extendido sus alas sobre el poblado. Estaba allí paralizada, preguntándose qué maldad se estaba tramando contra su amor; preguntándose si había hecho bien entregándole en sacrificio a ese salvaje para salvarse de un gran mal, preguntándose lo mismo una y otra vez hasta que el poder de su mente pareció morir dentro de ella, dejándola gris y vacía como el cielo gris y vacío que se extendía sobre su cabeza.
Cayó la noche y el Sol crepuscular, en llamas a través de su envoltura de nubes, llenó el cielo y la tierra de fuego y al corazón de Rachel pareció llegar, no supo desde donde, el presentimiento de que el fuego estaba cerca y que pronto barrería todo el lugar.
La puerta empezó a abrirse; se abrió del todo y entraron ocho cafres, portando algo similar a una camilla hecha de escudos, cubierta por una manta de corteza. Se acercaron a ella con las cabezas gachas y depositaron la carga a sus pies. Entonces uno de ellos levantó la manta, revelando el cuerpo de Richard Darrien y dijo con voz apenada:
—Inkosazana, Ibubesi os envía esto para que lo veas y mostrarte que cumple sus promesas. Luego te visitará él mismo.
Rachel se arrodilló al lado de la camilla de escudos y miró el rostro de Richard. Allí estaba el sello de la muerte. Sintió que su mano se enfriaba y que su corazón ya no latía.
—Enseñadme las heridas del lord muerto —dijo en un susurro horrorizado—, para que las mías sean iguales a las suyas.
—Inkosazana —dijo el portavoz—, no tiene heridas.
—¿Entonces, cómo ha muerto? Ya es extraño que él muriera y yo no sintiera partir a su espíritu.
—Inkosazana, tuvo sed, bebió y entonces… murió.
—¡Ya, ya!, le ha envenenado y yo no tengo veneno. Mami, ven y mira al lord blanco que Ibubesi ha asesinado con veneno.
La mujer, que había estado durmiendo en la cabaña, se levantó y obedeció. Lo vio y empezó a gritar con fuertes voces.
—¡Ay de Mafooti! —gritaba como en trance—, ¡y ay, ay de aquellos que habitan aquí, porque ahora la venganza, la venganza roja, caerá sobre ellos desde el Cielo! ¡La sangre del inocente caerá sobre ellos, la maldición de la Inkosazana caerá sobre ellos, las azagayas de los zulúes caerán sobre ellos! ¡Matad al silwana, a la bestia salvaje, a Ibubesi y huid, gente de Mafooti, huid, huid con el muerto! ¡No lo dejéis aquí para que testifique contra vosotros!
»Llevadlo lejos y poned una montaña sobre él. Enterradlo en un valle que nadie pueda encontrar; enterradlo en el agua negra, no sea que se alce y ofrezca testimonio contra vosotros. No lo dejéis aquí, sino dejad que la oscuridad lo cubra y huid con él hacia la oscuridad, como yo —y volviéndose corrió hacia la puerta y salió.
La luz del Sol agonizante se filtró sofocada a través de las nubes de tormenta. Los porteadores aterrorizados murmuraban unos con otros en la penumbra.
—¡Arrojémoslo lejos! —decía uno.
—No —contestaba otro—, la sabiduría ha hablado por la boca de Mami, su ehlosé le ha hablado. Nos lo llevaremos… a menos que queráis que se quede aquí y sirva de testigo contra nosotros.
—Recordad lo que juró el zulú —dijo un tercero—, que si alguien dañaba a este lord mataría a todos, hasta las ratas. Nos lo llevaremos para que así nadie lo encuentre. Si encontramos a Ibubesi, lo atravesaremos con las azagayas. Si no, dejadle que caiga sobre él la venganza por su acción.
Ahora, como movidos por el mismo impulso, los porteadores volvieron a echar la manta sobre el cadáver, y levantando la camilla, salieron a la carrera. Cerraron la puerta tras ellos, corrieron el cerrojo, y la oscuridad cayó sobre la tierra. Por un momento Rachel se quedó de pie en la oscuridad.
—Ahora estoy sola —dijo en voz baja, aunque a sus oídos las palabras parecieron llegar con el rugido del trueno que atravesó el firmamento y penetró hacia arriba hasta los pies de Dios.
Entonces algo repentinamente se rompió en su mente y se transformó. Le abandonó el miedo, le abandonó el terror y se sintió muy fuerte y bien, tan bien que empezó a reír a carcajadas y nuevamente su risa llenó la tierra y el cielo. ¡Oh!, tenía hambre, y la comida estaba en una mesa cercana. Saltó hasta esta y comió con apetito. Entonces bebió, murmurando para sí: «Richard bebió antes de morir, déjame beber también y dejaré de estar sola».
Terminó la comida, y caminó de un lado para otro del lugar cantando una canción que parecía ser acompañada triunfantemente por un millón de voces, las voces de todos aquellos que habían vivido y muerto. Su horrible música la aturdió y paró. Bestias salvajes con el rostro de Ibubesi lamían las nubes con sus lenguas de fuego.
Era curioso, pero no podía ver bien en aquel lugar rodeado de altas paredes. La vista sería mejor desde lo alto de la cabaña. Sí, e Ishmael venía a verla. Bien, podrían verse por última vez en lo alto de la cabaña. No le tenía miedo; ninguno en absoluto; pero resultaría extraño verle subiéndose al techo de la cabaña, y podrían hablar allí un poco, mientras sus rostros se acercaban, hasta… ¡ah!, ¿hasta qué? Hasta que algo extraño sucediera, algo malo para Ishmael. ¡Oh no!, no, ella no le mataría, esperaría hasta ver qué era lo que le iba a suceder a Ishmael, esa cosa extraña que ella conocía tan bien, y aún no podía recordar.
¡Qué fácil le resultó escalar la cabaña!, un gato no podría haberlo hecho mejor. Ahora ella estaba de pie, encima, su azagaya en una mano, y sujetándose con la otra al poste que servía para alejar los rayos. Estuvo un largo rato observando las bestias salvajes lamiendo las nubes con sus lenguas rojas.
Las bestias se saciaron de lamer las nubes. Sus apetitos estuvieron satisfechos por un rato, o de todas maneras ella dejó de ver sus lenguas. El aire estaba muy caliente, el ambiente pesado, la oscuridad muy densa, y parecía presionarla como si estuviera sumergida en nata. Aún así Rachel creía oír sonidos a través de ella, un sonido de pasos en el oeste y un sonido de pasos en el este.
Entonces oyó otro sonido más, el de la puerta de la valla que se abría y el de un paso suave, tímido, como la pisada de un lobo que busca algo. Se dio cuenta de golpe, porque ahora sus sentidos eran más agudos que los de cualquier salvaje; eran los pasos de Ibubesi, el Merodeador de la Noche. Le dieron ganas de reír; era tan divertido pensar que estaba en lo alto de la cabaña. Mientras, el Merodeador de la Noche se movía sigilosamente allí abajo, buscándola. Pero refrenó la risa, recordando aquel sonido espantoso cuando todos los Cielos empezaron a reír en respuesta. Así que se quedó callada, porque los Cielos no devolvían silencio, aunque ella podía oír sus propios pensamientos pasando a través de ellos, pasando de uno en uno en su viaje infinito.
¡Escucha! Él caminó de un lado para otro del patio. Se dirigió al banco bajo el árbol y lo recorrió con los dedos para ver si estaba allí. Luego entró en la cabaña y tanteó el camastro, para después encender una luz, ya que su resplandor brilló suavemente a través del agujero para la salida del humo. Al no descubrir nada, salió de nuevo, dejando la lámpara encendida dentro y la llamó quedamente.
—Rachel —dijo—, Rachel, ¿dónde estás?
No hubo respuesta y él empezó a hablar consigo mismo.
—¿Se habrá ido? —murmuró—. Algunos se han ido, lo sé, esos malditos, estúpidos cobardes. No, no es posible, estaba bien vigilada, a menos que sea realmente un espíritu y se haya desvanecido como solo ellos hacen. Espero que no, ella me ha hechizado, y quiero su compañía carnal, no en espíritu. Aunque también quiero eso, ya que me ha costado lo mío. Tiene que haberme hechizado, sino ¿por qué iba yo a arriesgar todo por ella, si es solo una mujer blanca que me odia solo con mirarme? El diablo tiene que estar detrás de esto, lo ha estado desde el principio.
Y así siguió hasta que Rachel no pudo aguantar más, siendo la situación como era tan absurda.
—Sí, sí —dijo desde lo alto de la cabaña—, ha estado en tu camino desde el primer momento, y ese camino no termina lejos: en las puertas rojas del Infierno, Merodeador de la Noche.
El hombre se sobresaltó y cayó contra la valla.
—¿De quién es esa voz? ¿Dónde estás? —preguntó al aire.
Como no hubo respuesta, añadió:
—Sonaba como Rachel, pero ha hablado por encima de mi cabeza. Supongo que se habrá matado. Pensé que lo haría, pero mejor muerta que aquí abajo con ese muchacho. Aunque, si es así ¿por qué habla?
Empezó a tantear el camino hacia la cabaña, quizás para coger la lámpara, cuando repentinamente los cielos se iluminaron con una llamarada de luz, un ramalazo grande y lento que duró varios segundos. Entonces, los ojos de Rachel, agudizados por la locura, vieron muchas cosas. Desde su posición en lo alto de la cabaña divisó el poblado de Mafooti. En la llanura del oeste había una cierta cantidad de puntos negros, que pensó que debían ser la gente y el ganado que se marchaban del poblado. En el nek del este vio más puntos, cada uno de ellos crestado de blanco y portando también algo blanco. ¡Seguramente era el impi zulú marchando! Algunos de esos puntos habían llegado a la muralla del poblado; sí y algunos de ellos estaban subiéndose a ella, mientras otros se deslizaban por la calle principal apenas a unos cientos de metros.
También ellos captaron algo, porque se pararon y parecieron caer unos sobre otros, como asustados. Finalmente, cuando la luz desapareció, percibió a Ishmael en el patio de abajo, mirándola, porque también él la había visto. Estaba de pie sobre la choza, con la azagaya en la mano y los ojos llenos de fuego. Pero de los puntos al este y al oeste no había podido ver nada. Cayó sobre sus rodillas y se quedó allí murmurando. Entonces los Cielos se abrieron de nuevo, porque la tormenta estaba desatándose y bajo su llamarada, él comprendió la verdad. No era un fantasma, sino una mujer viva.
—¡Oh! —dijo, recobrándose—, ahí es donde te has ido, ¿no? Baja, Rachel y hablemos.
Ella no contestó nada en absoluto, sentía una gran curiosidad sobre lo que iba a hacer. Durante un buen rato Ishmael la conminó a bajar, andando alrededor de la cabaña. Al final, desesperado, empezó a escalarla. Pero, a diferencia de Rachel, encontró la subida difícil en aquella oscuridad, que una y otra vez se volvía de una claridad deslumbrante, y una vez perdiendo apoyo cayó pesadamente al suelo.
Poniéndose en pie se apresuró hacia la cabaña con un juramento, y aferrándose a la paja y a las cuerdas vegetales que la unían, porfió hasta llegar casi a lo alto, para encontrarse con la punta de la azagaya de Rachel en su rostro. Allí se quedó colgado, como un sapo en la ladera de una roca, incapaz de avanzar debido a la azagaya, pero sin deseo de bajar, ya que tendría que volver a empezar de nuevo.
—Rachel —dijo—, baja, Rachel. Cualquier cosa que haya hecho lo he hecho por tu bien, baja y dime que me perdonas.
Ella río a carcajadas, una risa salvaje y estridente, porque realmente él se veía ridículo, aferrado allí a la curva del techo de la cabaña, y el relámpago le mostró toda clase de imágenes en sus ojos.
—¿Te perdonó Richard Darrien? —le preguntó—. ¿Con qué mezclaste el veneno? ¿Con leche? ¡La leche de la dulzura humana! Era un veneno muy bueno, Sapo, tanto que creo que lo debes haber sacado de tu propia sangre. Los bosquimanos vendrán cuando hayas muerto y te clavarán sus flechas, de las que con un rasguño, mueren hasta los cocodrilos y las grandes serpientes.
Ibubesi no contestó, así que ella siguió:
—¿Te ha perdonado tu gente? Si es así, ¿por qué se marchan, llevándose esa cosa pálida que fue un hombre? ¿Te han perdonado mi padre y mi madre? ¿No oyes lo que me están diciendo, que este es el juicio del Señor? ¿Te han perdonado los zulúes, los zulúes que creen que este es el juicio del Rey y de la Inkosazana? Vuélvete ahora y pregúntales por qué están aquí —y señaló sobre su cabeza con su azagaya—. Vuélvete, Sapo, y expón tu caso que yo te juzgaré: el caso de Dingaan contra Ibubesi, y uno por uno, llamaré a todos aquellos que murieron por tu mano, y ellos darán testimonio y yo, el Juez, lo someteré a un jurado de afiladas azagayas. Mira, aquí vienen. ¡Mira sobre la pared, Sapo, mira sobre la pared!
Mientras Rachel deliraba y le señalaba con su azagaya, el relámpago llameó, e Ishmael, que miraba a su alrededor como ella le había pedido, vio a los guerreros zulúes encaramándose al borde de la muralla y a los capitanes azuzándolos a través de la puerta abierta. Ante esta imagen terrible, se deslizó al suelo, intentando coger el arma que había dejado allí y defenderse o matarse a sí mismo, ¿quién sabe? Pero justo antes de que pudiera ponerle una mano encima, aquellos hombres fieros se abalanzaron sobre él como leopardos sobre una cabra. Lo sujetaron bien y una voz, la de Tamboosa, la llamó a través de la oscuridad.
—¡Salve, Inkosazana! Baja ahora y juzga a esta bestia salvaje que os ha hecho daño.
—Tamboosa —lloró ella—, la Inkosazana ha desaparecido y solo queda la mujer blanca en la que ella habitó; su espíritu se cierne encolerizado sobre la gente de los zulúes, como el águila se cierne sobre la liebre. Tamboosa, hay sangre entre la Inkosazana y la gente de los zulúes, la sangre de aquellos que le dieron el cuerpo en el que ella moraba, asesinados por ellos en sus camas de Ramah.
»Tamboosa, hay sangre entre ella e Ibubesi, la sangre del hombre blanco que amaba el cuerpo donde ella habitó, y al cual ella amaba también, el hombre blanco que Ibubesi hizo matar hoy porque ella, la que fue la Inkosazana, no quiso entregársele.
»Tamboosa, la Inkosazana ha sufrido mucho a manos de Ibubesi, muchos insultos, mucha vergüenza, y cuando ella llamó a los zulúes, ninguno de sus mil millares acudió con sus azagayas para ayudarla, porque estaban muy ocupados matando a aquellos santos que ella llamaba padre y madre. Así que, Tamboosa, el espíritu de la Inkosazana se ha marchado como el pájaro del huevo, dejando solo su cáscara atrás, llena de penas y sueños.
»Sí, Tamboosa, ella todavía habla por mis labios y dice que de la semilla de sangre que habéis plantado, tu pueblo, los zulúes, cosechareis tragedia tras tragedia, mientras ella esté entre vosotros, y os advierte que así será si se hace daño a los que ella ama.
»Tamboosa, he aquí su orden: convertíos en el pecho en el que ella se refugie de la bestia salvaje, Ibubesi y de todos los hombres malvados, y que lleves su cuerpo y a ella, a la que Ibubesi casi mató, a Noie, la hija de Seyapi, porque con Noie se quedará.
Entonces Rachel gimió a través de la densa oscuridad, mientras los soldados que atestaban el espacio abajo se lamentaban en su dolor y su terror, porque el espíritu de la Inkosazana se había vuelto un vagabundo por sus pecados, y la maldición de la Inkosazana había caído sobre su tierra.
Nuevamente el relámpago flameó y a su luz la vieron de pie en la cima de la cabaña. Había dejado caer la azagaya como si no fuera a necesitarla más, y sus brazos y su rostro estaban alzados a los Cielos, mientras su largo pelo ondeaba al viento. Viendo aquello a la rápida luz blanca, que se reflejó en la locura de sus ojos, no parecía una mujer sino lo que ellos habían creído que era, la reina de los Espíritus, y ante su visión, se lamentaron otra vez, mientras algunos caían al suelo y escondían el rostro entre sus manos.
La oscuridad regresó y un hombre entró en la cabaña para traer la lámpara que ardía dentro. Cuando volvió, Rachel estaba entre ellos, aunque no la habían visto u oído bajar. Ishmael también la vio y sintiendo la maldición en los ojos fieros que lo miraban brillantes, alargó la mano y la asió por la ropa, suplicando piedad. A su tacto Rachel emitió un quejido salvaje que atravesó como un cuchillo los corazones de todos los que lo oyeron.
—Que no sufra esto —lloró ella—, ¡oh!, mi gente, que no sufra también el ser manchada.
Le apartaron de ella con golpes e insultos y miraron a su jefe, esperando una palabra para hacerlo pedazos.
—No —dijo Tamboosa, lúgubremente—, lo llevaremos al rey para que cuente su historia antes de matarlo.
—Sálvame Rachel, sálvame —suplicó—. No sabes a qué se refieren. He enloquecido de amor por ti, no me juzgues con tanta dureza y no me envíes a la tortura.
Esta petición suya pareció atravesar la oscuridad de su cerebro y su rostro volvió a ser humano por un momento.
—No te juzgo —le contestó ella en zulú—; rezo al Grande que está sobre nosotros, que es quien juzga. ¡Oh, qué hombre! —dejó escapar en un espeluznante susurro—, ¿qué te he hecho yo a ti para que me trates de este modo? ¿Por qué mandaste a los soldados que mataran a mi padre y a mi madre? ¿Por qué envenenaste a mi amor? ¿Por qué me despojaste de mi Espíritu y me llenaste de esta locura? Llévame lejos de este poblado maldito, Tamboosa, antes de que la venganza de los Cielos caiga sobre él, y no me dejes ver su cara nunca más.
Montaron una guardia a su alrededor y se la llevaron de aquel lugar por la calle central y a través de las cercas llenas de barricadas, que derribaron para que ella pasara. La llevaron hasta una cueva pequeña en la ladera de la colina que se encontraba al otro lado, porque aunque no caía lluvia, la tormenta estaba en su apogeo; los relámpagos atravesaban el cielo, intensos y rápidos, el trueno gemía y rugía y un viento salvaje golpeaba los árboles ululantes.
Allí en la boca de la cueva, Rachel se sentó y miró hacia el kraal, Mafooti, esperando sin saber qué, mientras el impi saqueaba el poblado e Ishmael, medio muerto de miedo, permanecía atado al poste central de la cabaña que había sido su prisión.
Mientras esperaba y observaba, de pronto una de las cabañas más alejadas comenzó a arder, y si había sido un rayo o algún soldado la había prendido nadie podría decirlo. En un instante, o al menos así pareció, la llama, arrastrada por el viento enfurecido, saltó de tejado en tejado hasta que Mafooti se convirtió en un manto de fuego. Cuando se dieron cuenta los soldados que estaban en su tarea de saqueo, corrieron de un lado para otro, desorientados, ya que desconocían las calles y se quedaban atrapados en las cercas.
Una figura apareció corriendo por la calle central, una figura en llamas porque sus ropas se habían incendiado y los que estaban con Rachel le dijeron:
—Mirad, mirad, ¡es Ibubesi!
No pudo alcanzar la muralla porque una cabaña en llamas se hundió y le cortó el paso. Volviéndose, se apresuró hacia el borde de un precipicio próximo, donde, debido a lo escarpado de su pendiente, no había muralla. Allí corrió de un lado para otro durante un rato, hasta que el fuego, azuzado por el viento desde las cabañas que acababan de prenderse allí cerca, lo rodeó con delgadas lenguas escarlatas. Se tiró al suelo y se volvió a levantar, golpeándose la cabeza con las manos, ya que también su pelo largo se había prendido. Entonces, en su tormento y su pánico, se arrojó repentinamente al abismo oscuro que tenía detrás. Cayó más de cuarenta metros hasta golpearse con las rocas, quedándose allí hasta morir, y así lo encontraron los zulúes por la mañana y le dieron sepultura.
Así fue como Ishmael desapareció de la vida de Rachel hasta el final que él mismo se había ganado. Pero no se fue solo, ya que las llamas del poblado alcanzaron a muchos de los zulúes y perecieron, tantos que cuando el regimiento se reunió al amanecer, de aquel mismo regimiento que había escoltado a la Inkosazana hasta los bancos del Tugela, faltaban cincuenta y un hombres, mientras que muchos estaban quemados y llenos de ampollas.
—¡Ay! —exclamó Tamboosa, mientras atendía a los heridos y contaba los muertos—, la maldición ha caído rápidamente sobre nosotros, y creo que esto es solo el comienzo de todos los males. No esperaba menos.
En cuanto al poblado de Mafooti, estaba totalmente destruido. Hasta hoy el lugar sigue cubierto de maleza, donde la hierba crece exuberante entre las paredes derruidas y ennegrecidas por el fuego. Y la gente de Ibubesi que había huido no volvió más allí, ni otros construyeron nada donde había estado, desde que les juraron que el lugar estaba encantado, habitado por la figura de un hombre blanco que, cuando suena el trueno, cruza corriendo el lugar envuelto en fuego y cae ardiendo por el precipicio de su lado norte.
Después de la tormenta vino la lluvia y diluvió toda la noche, una sábana continua de agua que iba del cielo a la tierra. Rachel la miró ausente durante un rato, y luego se fue a la parte más profunda de la pequeña cueva, donde se acostó envuelta en karosses que ellos le habían preparado. Aún más, durmió como un niño hasta que el sol se alzó brillante por la mañana, y entonces se despertó y pidió comida.
Pero el impi no durmió. Toda la noche los soldados permanecieron en grupos amontonados desordenadamente bajo la protección que pudieron darles los árboles y las rocas, mientras la lluvia caía sin piedad sobre ellos hasta que les castañetearon los dientes y se les quedaron los miembros helados. Algunos murieron de frío esa noche y más tarde muchos cayeron enfermos con escalofríos y fiebre de los pulmones, de la cual murieron unos cuantos.
Por la mañana, cuando la tormenta había pasado y el Sol brillaba con fuerza, Tamboosa reunió al Consejo de los capitanes, y consultó con ellos si debían perseguir a la gente de Mafooti que había huido y aniquilarles, o volver inmediatamente a Zululandia. Muchos de los capitanes contestaron que ya habían visto bastante de Mafooti y su gente. Ibubesi estaba muerto, asesinado por la venganza de los Cielos; la Inkosazana había sido rescatada, viva, aunque enloquecida; Ibubesi había asesinado al lord blanco, Dario, se decía que con veneno, y sin duda su cuerpo se había calcinado en el fuego.
En cuanto a la gente de Mafooti, parecía que la mayoría era inocente, ya que dejaron el lugar, abandonando a su jefe. A estos argumentos los otros capitanes respondieron que los habitantes de Mafooti no eran inocentes desde el momento en que habían ayudado a Ibubesi a llevarse a la Inkosazana y al lord blanco, Dario, de Ramah, además de haber consentido su aprisionamiento y la muerte de uno de ellos, huyendo solo cuando tuvieron noticias de que el impi estaba en camino. Además, la orden había sido la de matar a todos y cada uno de esos perros y no habían matado a ninguno, ya que solo habían podido coger el ganado que habían abandonado en su huida. Al final la disputa se enconó, porque los capitanes eran incapaces de alcanzar un acuerdo y decidieron elevar el asunto a la Inkosazana y guiarse por sus palabras, si llegaban a entenderlas.
Así que Tamboosa entró en la cueva con otro hombre, y hablaron con Rachel, que se sentaba ante ellos mirándolos con ojos fijos como si no entendiera nada. Cuando al final él calló, sin embargo, ella dijo:
—Llevadme con Noie al «Gran Sitio». Llevadme con Noie —y no decía nada más.
Como la gente de Mafooti había huido nadie sabía a donde y habían conseguido algo de ganado y como muchos de los soldados estaban enfermos por el frío y por las quemaduras recibidas en el fuego, Tamboosa dijo al regimiento que era el deseo de la Inkosazana que volvieran a Zululandia. Partieron un poco más tarde, llevando sobre los escudos a aquellos que estaban tan quemados que no podían andar. Sin embargo, Rachel no quiso que la llevaran, escogiendo andar sola, aunque rodeada a distancia por un anillo de soldados que la guardaban. Caminó durante horas, sin mostrar signo de cansancio, pero de vez en cuando irrumpía en una risa estridente, como si viera cosas que la divirtieran. Los integrantes del regimiento no estaban tan contentos al oírla, porque habían escuchado las palabras que la Inkosazana había dicho en el poblado de Mafooti, prediciendo males para los zulúes a causa de la sangre que había entre ellos y ella. Pensaron que se reía de las desgracias venideras y por las que ya les habían caído fuego y lluvia.
Cerca del mediodía hicieron un alto para comer, y como antes, Rachel comió en abundancia, porque ahora que su mente vagaba, su cuerpo parecía pedir sustento. Al terminar se dirigieron hacia el río Búfalo, que discurría cerca de allí, y descubrieron que este se había desbordado debido a las cuantiosas lluvias; no era posible pasar el vado, por lo que decidieron acampar en la orilla, murmurando entre ellos que todo había ido mal en este viaje, como era de esperar, y que les habría ido mejor si hubieran empleado el tiempo en perseguir a la gente de Mafooti, en vez de quedarse sentados como tontos, como cigüeñas cansadas sobre las orillas del río.
Pero tan mal como iban las cosas estaba predestinado que empeoraran, porque mientras algunos estaban cortando hierbas y arbustos para hacer una cabaña para la Inkosazana, Rachel, que estaba de pie mirándolos con ojos vacíos, repentinamente empezó a reír alocadamente y salió volando como una golondrina hacia el borde del vado rugiente. Antes de que pudieran hacerse con ella se quitó el abrigo que llevaba y se precipitó sobre las aguas, hasta que la corriente la arrastró. Entonces, mientras todo el regimiento gritaba consternado, empezó a nadar, apareciendo cerca del banco siguiente y luego siendo arrastrada hacia abajo por las aguas. Tamboosa, que casi estaba enloquecido por el miedo de que se ahogase, gritó que debían seguirla adonde fuera la Inkosazana, incluso si era a su muerte.
—¡Que sea así! —contestaron los guerreros, y cada hombre enlazó sus brazos a la cintura del que estaba delante, así compañía tras compañía, y se lanzaron al agua haciendo una cadena cuádruple, esperando crear un puente de banco en banco.
Entretanto, Rachel nadó con la fuerza de su locura como ninguna mujer haya nadado nunca. Una y otra vez las aguas lodosas rompieron sobre su cabeza y los soldados se lamentaban, pensando que se había ahogado, pero aquel cabello dorado siempre volvía a aparecer sobre ellas.
La corriente arrastraba un gran árbol en su dirección, pero ella lo esquivó. Después la empujó hacia una piedra grande, pero ella lo evitó con sus manos y continuó nadando, hasta que al final, con un grito de alegría, los zulúes vieron cómo hizo pie y se arrastraba lentamente hasta la otra orilla. Subió hasta su cima donde se quedó parada y los miró tontamente, como si no fuera consciente del peligro que había pasado y del agua que corría por su pelo y su pecho.
—Donde una mujer puede llegar, también nosotros —decían algunos, pero otros contestaron:
—Ella no es una mujer, sino un espíritu, ni la misma Muerte puede matarla.
Ahora la cadena cuádruple de hombres estaba cerca del centro del vado, cuando de pronto aquellos que se encontraban en el extremo perdieron pie, como le había ocurrido a Rachel y los que estaban detrás no pudieron sostenerlos. Fueron arrancados de su abrazo y barridos, no volviéndose a ver a la mayoría, ya que pocos de aquellos hombres sabían nadar. Esto ocurrió tres veces hasta que los mejores nadadores fueron enviados al extremo y al final estos hombres pudieron cruzar como había hecho Rachel y se aferraron a las piedras del otro lado, formando una cadena viva de banco en banco, con el centro flotando y vencido hacia un lado por la fuerza de las aguas igual que la parte de madera de un arco se curva cuando se tensa la cuerda.
Con la ayuda de esta cuerda humana, formada de este modo, las compañías empezaron a cruzar, apoyándose en ellos, hasta que llegó un momento en que la tensión y el empuje de estos y el del río revuelto los superó con su fuerza y la cadena se rompió por la mitad, y la corriente arrastró a algunos, que se ahogaron. Aún así, arriesgando, con fatigas y pérdidas, se reunieron de nuevo y se sujetaron con fuerza hasta que el último hombre hubo pasado, salvo los enfermos y algunos muchachos que dejaron para que los atendieran, a ellos y al ganado en la otra orilla. Fue entonces cuando aquel cable de bravos guerreros comenzó a luchar para avanzar como una gran serpiente moviendo su cola tras de sí, y así poco a poco se pusieron a salvo y tosiendo espuma y agua saludaron a la Inkosazana allí donde estaba.
Muchos se habían ahogado y otros se habían golpeado contra las rocas, pero no pensaban en esto, sino en que la Inkosazana estaba a salvo y la habían recuperado de nuevo, ya que haberla perdido habría supuesto una vergüenza para ellos que habría pasado de generación en generación. Ella observó a los capitanes contar el número de los muertos y cuando Tamboosa y algunos de ellos fueron a informarla de esto, una sombra de pena fluyó a través de su mirada insensible.
—¡Que no caiga sobre mi cabeza! —gritó—, ¡que no caiga sobre mi cabeza! Hay sangre entre la Inkosazana y los zulúes, y esta sangre se limpia con sangre —y se rio con aquella risa horripilante.
—Es cierto, es justo, ¡oh Reina! —contestó Tamboosa solemnemente—; la nación debe pagar por los pecados de sus hijos del mismo modo que la bestia salvaje, Ibubesi, ha pagado por los suyos.
Entonces, como ya no podrían viajar más aquel día, construyeron una cabaña y encendieron un gran fuego para que Rachel se sentara y secara, no fuera a sufrir algún enfermedad por el chapuzón, aunque como los zulúes habían dicho, parecía que nada pudiera dañarla ahora.
Los soldados encendieron fogatas y despacharon mensajeros a los kraales vecinos ordenándoles que trajeran comida y enviaran doncellas para que atendieran a la Inkosazana, mientras que otros subieron a una montaña para comunicar todas estas malas noticias de una colina a otra hasta que llegaran al «Gran Sitio» del rey.