CAPÍTULO XVI

Los tres días

IBUBESI SE HABÍA MARCHADO y su presencia dejó de envenenar el aire, por lo que Rachel suspiró aliviada una vez liberada de esa tensión. Se sentó en el banco y comenzó a pensar. Su situación y la de Richard eran desesperadas; parecía casi imposible que pudieran escapar con vida, porque si él moría, ella moriría también, ya que, respecto a eso, estaba bastante decidida. Pero al menos tenían tres días, y ¿quién puede saber qué podría ocurrir en esos tres días? Por ejemplo, podrían escapar de alguna manera, o bien podía intervenir la Providencia en la que ella creía, o que los zulúes viniesen a buscarla, si al menos supieran que ella se había marchado. ¡Oh! ¿Por qué no se trajo una guardia a Ramah? Al menos no la habrían insultado y las pretensiones de Ishmael hubieran sido menores.

Se preguntaba por qué le había dado tres días. Se le ocurrió que tal vez se hubiese creído lo que le había dicho (que estaba tan a salvo de él como una águila en el cielo), y estaba seguro de que la única manera de hacerla caer en la trampa era usando a Richard como cebo, en otras palabras, amenazando con matarle. Era verdad que podría haberle planteado el asunto con más dureza, pero entonces, si ella se obstinaba, él tendría que materializar su amenaza, y esto, pensaba, le daba miedo y no lo haría a menos que se viese totalmente obligado a hacerlo. Sin duda, Ishmael creía que ella se debilitaría y cedería en tres días.

Mientras Rachel meditaba melancólicamente, se abrió la puerta en la pared y asomaron su cabeza tres mujeres que la saludaron respetuosamente, anunciándole que les habían enviado para limpiar la cabaña y atenderla. Las observó cuidadosamente. Dos de ellas eran jóvenes cafres, corrientes y bien parecidas, pero la tercera se encontraba entre los treinta y los cuarenta y no era nada atractiva, envejecida prematuramente como les solía ocurrir a las nativas. Por otro lado, su rostro era triste, pero simpático. Rachel le preguntó su nombre. Ella contestó que su nombre era Mami, y que todas ellas eran esposas de Ibubesi.

Las mujeres se dedicaron en silencio a sus menesteres en la cabaña y poco después dijeron que habían limpiado todo y que volverían al poco tiempo con comida. Rachel contestó que no era necesario que se molestaran tanto las tres. Sería suficiente solo con Mami, y que deseaba que solo le atendiera ella, por lo que sus hermanas no tendrían que venir más.

Las tres le saludaron otra vez, y señalaron que tenían que obedecerla; las dos más jóvenes lo hicieron con acritud. Para Rachel era evidente que estas mujeres la temían mucho. Su reputación había llegado hasta allí y ellas se acobardaban ante la tarea de atender a la poderosa Inkosazana de los zulúes en su prisión, sin saber qué mal podría traerles.

Una hora más tarde se abrió el cerrojo de la puerta, y Mami apareció con una comida que había sido cocinada con esmero. Rachel comió, ya que estaba decidida a recuperarse, porque necesitaría todas sus fuerzas y habló con Mami, que se sentó en cuclillas en la tierra delante de ella, mientras comía. Pronto le sonsacó su historia. La mujer era la primera esposa cafre de Ishmael, pero Ibubesi nunca se había preocupado por ella, y contra toda ley y costumbre, la había repudiado y esclavizado, incluso le había arrebatado parte de su ganado para dárselo a otras esposas, por lo que su corazón estaba envenenado contra Ishmael y le dijo que desearía no haberle visto nunca la cara, aunque una vez le enorgulleció ser la mujer de un hombre blanco.

Aquí, desde luego, había material que Rachel podía utilizar, pero no la presionó demasiado esa primera vez. Solo le dijo que deseaba que se quedara con ella después de la cena, y que durmiera en la cabaña, ya que no estaba acostumbrada a pasar sola la noche. Mami replicó que lo haría gustosa si Ibubesi daba su permiso, aunque no se creía merecedora de ese honor.

Y así ocurrió, Ibubesi lo permitió al creer que podría confiar en su vieja comadre y le pidió que actuara como espía suya ante Raquel, y le contara cuanto dijera o hiciese. Rachel se dio cuenta de esto muy pronto y le avisó que no le obedeciera, ya que si lo hacía y llegaba a su conocimiento, entonces un gran mal caería sobre quien traicionara las palabras de la Inkosazana.

Mami contestó que ya lo sabía y que Rachel no debía temer eso. Cualquier cuento le valdría a Ishmael, al que odiaba. Entonces, sin decir mucho de ella misma, Rachel la animó a que hablara, lo cual hizo Mami con libertad, por lo que pudo enterarse de algunas noticias, por ejemplo, de que todo el poblado de Mafooti, del que Ibubesi era jefe, contaba con sesenta o setenta cabezas de familia y estaba muy preocupado por los acontecimientos de los últimos días. Les disgustaba que se hubiera traído a la Inkosazana, pensando que los zulúes la seguirían allí donde estuviera y sabían lo que eso significaba, ya que también ellos eran de sangre zulú. Estaban alarmados por las muertes del «doctor blanco del cielo», al que llamaban Vociferador, y de su esposa, con las cuales Ibubesi tenía algo que ver, aunque ellos temían menos que se les considerara responsables por su sangre. Tampoco veían bien el encarcelamiento del jefe blanco Dario entre ellos porque «él no había hecho daño a nadie, y estaba bajo la protección de la Inkosazana, que era un espíritu, no una mujer» y que había advertido que si sufrían alguno de los dos algún daño, la recompensa sería la muerte. Igualmente estaban enfadados porque Ibubesi había matado a uno de ellos en una pelea por el jefe Dario en Ramah. Aún así, temían mucho a Ibubesi, que era un gran tirano y no interferirían en sus planes, a menos que pusiera en peligro su ganado, o quizás, sus vidas. Así que no sabían qué hacer. En cuanto al mismo Ibubesi, estaba muy interesado en reforzar las fortificaciones del lugar; incluso había obligado a los viejos y los niños a acarrear piedras para las fortificaciones, de lo cual se deducía que temía un ataque.

Cuando Rachel reunió esta y otra mucha información relativa al pasado y los hábitos de Ishmael, preguntó a Mami si podría llevarle un mensaje suyo a Richard. La mujer le dijo que lo intentaría a la mañana siguiente. Así que Rachel le pidió que le dijera que estaba sana y salva, pero que debía vigilar bien sus pasos, ya que ambos estaban en gran peligro. No se atrevía a decir más, no porque temiera que Mami la traicionase, sino más bien porque temía que la golpearan hasta que lo confesara todo. Y como no había nada más que pudiera hacer, Rachel se acostó y durmió lo mejor que pudo.

El segundo día pasó de una manera bastante parecida al primero. Durante su mayor parte, Rachel se sentó bajo el árbol en el patio vallado, acompañada solo por sus terribles pensamientos y sus miedos. Nadie se le acercó, y no ocurrió nada. Mami salió por la mañana y volvió a la hora de la cena, y le contó que había visto a Ishmael, que le había preguntado con mucho interés qué había dicho y hecho la Inkosazana, a lo que ella había replicado que solo había comido y dormido, e invocado a los espíritus de rodillas. Pero ninguna palabra había salido de sus labios. No pudo acercarse a las cabañas donde Dario estaba cautivo porque Ishmael las vigilaba. En cuanto al resto, las tareas de fortificación continuaban sin pausa, e incluso las propias esposas de Ishmael estaban trabajando.

Mami se fue después de comer y ya no volvió hasta la noche, y entonces sí tenía muchas cosas qué contar. Para empezar, se las había arreglado para acercarse a la valla de la cabaña donde Richard estaba confinado mientras el centinela, cansado de acarrear piedras a la muralla, daba una cabezada. Dijo que lo había visto caminando arriba y abajo a lo largo de la cerca con las manos atadas y le había hablado a través de una grieta entre los juncos, para darle el mensaje de Rachel. El nkosi escuchó con atención, y le rogó que le dijera a la Inkosazana que le agradecía sus palabras; que él también se encontraba bien, aunque muy preocupado, que el futuro estaba en manos de los Cielos y que mantuviera el ánimo elevado. El centinela se despertó en ese preciso momento y Mami no pudo quedarse a escuchar más.

Esa tarde, sin embargo, un chico al que enviaron fuera del poblado para llevar ganado había regresado con algunas nuevas noticias que Mami escuchó con sus propios oídos mientras informaba a Ibubesi.

Dijo que un zulú cargado de anillos se le acercó mientras reunía las reses, y que, por su porte y maneras, supuso que debía ser un gran jefe, aunque iba solo y parecía cansado de tanto caminar. El zulú le preguntó si era verdad que la Inkosazana y el jefe blanco Dario estaban cautivos en Mafooti, y le amenazó con su azagaya cuando el pastor dudó al contestarle, diciéndole que le sacaría el corazón a menos que contara la verdad.

El zulú le dijo que, de todos modos, ya lo sabía, porque acababa de regresar de Ramah, donde había visto cosas muy extrañas, y que había hablado con un hombre de Ibubesi al que había encontrado moribundo en el jardín de una casa. Y entonces le dio el siguiente mensaje: «Dile al Ibubesi que conozco su maldad y que si le hace daño a la Inkosazana o si derrama una gota de la sangre del jefe blanco Dario, le destruiré a él y a todo lo que viva en su poblado, incluidas hasta las ratas. Dile también que no podrá escapar, porque los hijos del Vociferador que han vuelto, lo han rodeado y lo vigilan».

El chico le preguntó quién era el que enviaba un mensaje como ese y él contestó: «Soy el Cuerno del Toro Negro, la Trompa del Elefante, la Boca de Dingaan».

Entonces se volvió rápidamente y partió raudo hacia Zululandia. Mami describió al hombre en palabras del chico y Rachel dedujo que no podía ser otro que Tamboosa, a quien había ordenado que le siguiera con el buey blanco. Mami añadió que cuando Ibubesi recibió el mensaje se sintió muy molesto, aunque le dijo a su gente que nada de eso tenía importancia, ya que la «Boca de Dingaan» no habría venido solo o confiado las palabras del rey a un niño, pero la gente lo veía de otra manera y murmuraron entre ellos, temiendo su terrible venganza.

Al día siguiente, Mami se marchó otra vez. A la caída del Sol, cuando volvió, le dijo a Rachel que le había sido imposible acercarse a las cabañas donde estaba Dario, ya que habían descubierto el agujero que había hecho en la valla para hablar con él, y la vigilancia se había vuelto más estricta. Le dijo también que Ibubesi estaba de mal humor y trabajando furiosamente para terminar las fortificaciones, ya que ahora estaba seguro de que vigilaban el poblado, ya fueran los cafres de Ramah ya fueran otros ojos. En cuanto a la gente de Mafooti, estaban refunfuñando muchísimo, tanto por la tarea tan pesada de trabajar en las murallas como por el miedo que tenían de ser atacados y asesinados en pago por las maldades de su jefe. Mami decía que tan grande era su miedo y su descontento que creía que el poblado se quedaría vacío de un golpe de no ser por su miedo a caer en las manos de los cafres que les vigilaban. Rachel le preguntó si no les cogerían a ella y a Dario y se los entregarían a los zulúes o a la gente blanca de la costa. Mami contestó que pensaba que les daría miedo hacer una cosa así, ya que solo Ibubesi tenía armas y antes mataría a muchos. También les matarían si los zulúes les encontraban con su Inkosazana. De igual modo, le informó que había visto a Ibubesi, quien le pidió que le dijera a la Inkosazana que vendría a por su respuesta por la mañana.

Rachel durmió mal esa noche. El tiempo de respiro había pasado y a la mañana siguiente tendría que encarar los hechos. No temía por ella, porque puestos en lo peor, había un refugio al que Ishmael no podría seguirla: la tumba. Después de todo lo que había soportado, le parecía que debía de ser un lugar pacífico; además, ¿qué poder podría culparla? Pero había que pensar en Richard. Si ella rechazaba a Ishmael este había prometido matarlo. Por otro lado, ¿cómo podría pagar ese precio incluso para salvar la vida de su amado? Quizá después de todo no le matara; quizá tuviera miedo de la venganza de los zulúes, y solo estaba intentando asustarla. ¡Ah!, si solo los zulúes llegaran antes de que fuera demasiado tarde. Aunque apenas quedaba esperanza. Tamboosa, si era él el que había hablado con el chico, no tendría tiempo de volver a Zululandia y reunir un impi, y cuando ellos llegaran, ya habría ocurrido todo. Ojalá los siervos de Ibubesi se alzaran contra él y le mataran, o se les llevaran a ella y a Richard, pero tenían demasiado miedo y ella no podía acercarse a ellos y persuadirlos. Así que no había nada que pudiera hacer más que rezar. Richard y ella debían aprovechar sus oportunidades. Las cosas ocurrirían tal y como tuviesen que ocurrir.

Si ella hubiera podido ver a Ishmael en ese momento y leer sus pensamientos, esa vista y ese conocimiento le habrían traído algo de consuelo a su corazón torturado. El hombre estaba sentado solo en su cabaña, mirando al suelo y acariciándose la larga barba negra con las manos ásperas de haber trabajado duro en la muralla. También bebía copitas de un fuerte ron mezclado con agua, aunque el fuerte licor no parecía consolarle mucho. Pensaba mientras bebía. Estaba decidido a poseer a Rachel; ese deseo había llegado a convertirse para él en una locura. No lo abandonaría mientras viviera. Pero «ella» no viviría. Había jurado que prefería morir antes que convertirse en su esposa, y no era una mujer de las que rompían su palabra. Lo cierto es que le odiaba amargamente y con razón. Había solo una manera de hacerse con ella, y era a través de su amor por aquel hombre, Richard Darrien, porque de que Rachel lo amaba no había ninguna duda. Si le planteara elegir entre rendirse o la muerte de Darrien, entonces quizás cedería. Pero ahí estaba el problema.

Dingaan había jurado que le mataría si derramaba la sangre de Darrien y, al igual que Rachel, mantenía sus promesas. Además, el zulú que había encontrado al pastor del ganado se lo había jurado casi con las mismas palabras, por lo que parecía que no debía derramar la sangre de Darrien si quería continuar respirando. Todo lo demás podría explicarse cuando llegara el impi, como haría tarde o temprano, especialmente si él podía mostrarles que la Inkosazana era su esposa por deseo propio, y lo único que no se explicaría sería el asesinato de Darrien. El hombre debía morir o parecer que moría y entonces, ¿quién podría hacerle responsable? Y si lo hacían, podría rechazar el ataque si algunos de los suyos le permanecían fíeles. Tan bravos como eran, los zulúes no podrían asaltar esas murallas en las que él había invertido tanto trabajo, aunque casi habría preferido dejar las murallas aparte y resolver el asunto de Rachel y Darrien primero.

Ishmael se sirvió más ron y lo bebió, solo en esta ocasión, como si quisiera animarse para emprender algo. Entonces una vieja horrorosa se acercó a la puerta de la choza, llamó, se deslizó a través de la abertura y se sentó en cuclillas en el círculo de luz arrojado por la lámpara. Estaba arrugada y deforme; la moocha de piel de serpiente y el cabello adornado con la vejiga de pez inflada mostraban que era una hechicera.

—Madre —dijo él—, ¿has fabricado el veneno?

—Sí, Ibubesi, sí. Lo he hecho como solo yo lo sé hacer. ¡Oh!, es una droga maravillosa, vale muchas vacas. ¿Cuántas me dijiste que me pagarías? ¿Seis?

—No, tres; pero tendrás las otras tres también si haces lo que yo quiero. Explícamelo otra vez, ¿cómo funciona?

—Bien, Ibubesi. Cualquiera que beba esta medicina parece muerto, nadie puede señalar la diferencia, ni siquiera un médico, y queda en ese estado durante mucho tiempo, quizás un día, dos o incluso tres. Luego vuelve a la vida, y recupera las fuerzas poco a poco, pero no la memoria. La memoria se va durante muchas lunas, y quien lo ha bebido queda como un niño que tiene que aprenderlo todo.

—Mientes, Madre. Nunca oí hablar de una medicina como esa.

—Nunca has oído hablar de ella porque nadie puede hacerlo salvo yo, que aprendí el secreto de mi abuela; y pocos pueden pagarme para que la prepare. De todas formas, se ha usado y te citaría casos si no estuviera asustada, pero te lo demostraré. Llama a ese animal —y señaló a un perro que estaba dormido a un lado de la cabaña—. Ahí hay leche, te lo mostraré.

Ishmael dudó, porque estaba encariñado con el perro, pero como deseaba probarlo, lo llamó. Vino y se sentó a su lado, mirándolo a la cara con ojos fieles. Entonces la vieja bruja vertió leche en un cuenco y mezcló con la leche un poco de un polvo blanco que había sacado de una hoja plegada, y se lo ofreció al animal. El perro olió la leche, gruñó ligeramente y la rechazó.

—No le gusto a esta mala bestia, me mordió el otro día —dijo la hechicera—. Dáselo tú, Ibubesi, confía en ti.

Ishmael palmeó afectuosamente al perro en la cabeza, y entonces, le ofreció la leche, que él lamió hasta la última gota.

—Eso es, mala bestia —dijo la mujer, con una mueca—, ya no me morderás más; te olvidarás de mí durante mucho tiempo. Míralo Ibubesi, míralo.

Mientras ella hablaba, el pelaje del pobre perro comenzó a brillar, entonces dio un largo aullido, corrió hacia Ishmael, intentó lamerle la mano y cayó, aparentemente muerto.

—¡Has matado a mi perro, al que tanto quiero, arpía! —gritó enfadado.

—¿Por qué le diste el veneno si lo querías, Ibubesi? Aunque no tengas miedo, la mala bestia solo ha tomado una dosis pequeña; despertará mañana por la mañana, pero no te conocerá a ti ni a nadie. ¿Para quién es la medicina, Ibubesi? ¿Para Zoola? Si es así, no funcionará con ella, porque ella es poderosa y nada puede dañarla.

—¡Estúpida! ¿Crees que jugaría sucio con la Inkosazana?

—No, quieres casarte con ella, ¿verdad? Pero me parece que ella no quiere. ¿Entonces es para el hombre que ama? Bien, Ibubesi, tú me has prometido las seis vacas, pero una vez me salvaste de ser asesinada por hechicería, así que te diré algo. No se lo des al jefe Dario.

—¿Por qué no, vieja idiota? ¿Le mataría después de todo?

—No, no, hará lo que he dicho, ni más ni menos, en esta cantidad —y ella le alargó una cierta cantidad de polvo envuelta en hojas secas—. Pero he tenido malos sueños sobre ti, Ibubesi, y en ellos aparecía la Inkosazana y ese hombre blanco, Dario. He soñado que te traían la muerte, una muerte atroz. Ibubesi, sé sabio, deja a Dario en libertad, y cambia de idea de casarte con la Inkosazana, que no es para ti.

—¿Cómo puedo cambiar de idea, hija de brujas? —estalló Ishmael—. ¿Puede un río que se despeña por las rocas cambiar su curso? ¿Puede volverse de espaldas al mar y correr hacia las colinas? Esa mujer me atrae como el mar atrae al río, mi sangre arde por ella. Prefiero ganarla y morir, que vivir rico y seguro sin ella hasta la vejez. Cuanto más me odia y me desdeña, más la amo.

—Entiendo —dijo la hechicera, asintiendo mientras el adorno de su cabeza se balanceaba como un corcho empujado por un pez—. Te entiendo. He visto gente así antes, hombres y mujeres también, cuando un mal espíritu entra en ellos debido a algún crimen que han cometido. La Inkosazana, o aquellos que la guardan, te han enviado un mal espíritu, y tú debes recorrer el camino que se te ha señalado; tanto para la pena como para la alegría, lo debes recorrer. Pero no me culpes cuando nos encontremos en el mundo de los fantasmas, como creo que ocurrirá pronto, no me digas que no te lo advertí. Ahora, ¿estamos de acuerdo en esas vacas, no?, aunque osaría decir que las ordeñarán otros y no yo, porque esta noche me parece oler zulúes en el aire —levantó su ancha nariz y olisqueó como un sabueso—. Te desearía que hubieras dejado a la Inkosazana sola, y a ese Dario también, porque es parte de ella; en mis sueños parecen ser uno. Pero no lo harás, seguirás tu propio camino, así que buenas noches, Ibubesi. Desde luego, he entendido que las vacas serán vacas jóvenes que no hayan tenido más de dos terneros. Mezcla el polvo en leche, en agua o en lo que sea, no tiene gusto ni color. Buenas noches, Ibubesi —y sin esperar la respuesta la espantosa vieja se arrastró fuera de la cabaña.

Ishmael le maldijo en voz alta cuando se marchó, y bebió más ron, pues parecía necesitarlo. El lugar estaba muy solitario y la vista del perro, yaciendo aparentemente muerto a su lado, le oprimía. Le palmeó la cabeza y no se movió; le levantó el morro y cayó fláccido cuando lo soltó. El animal estaba tan muerto como se puede estar. Se le ocurrió que él podría estar como el perro antes de que volviera a caer la noche. Su historia se contaría; dejaría la tierra en compañía de todos los actos que había cometido hasta ese momento. Tenía suficiente imaginación para ver sus pecados y eran un mal enemigo para enfrentar. El viejo Dove y su esposa, por ejemplo, gente santa que creían en Dios y en la venganza, y que nunca habían hecho nada malo, salvo esforzarse durante años en ayudar a los demás; no sería agradable enfrentarse a ellos. Rachel había dicho que los veía de pie detrás de él, y él se sentía como si lo estuvieran en ese momento. Miró, uno de ellos cruzaba entre él y la lámpara —tenía la marca de la maza en su cabeza— y la mujer lo siguió. Pudo ver sus labios azules cuando ella se inclinó para mirar al perro. Era insoportable. Iría y hablaría con Rachel, y le preguntaría si ya se había decidido. No… si él irrumpía allí por la noche, estaba seguro de que ella se mataría o lo mataría con la azagaya que había tomado del zulú muerto, enrojecida con su propia sangre. Mantendría su palabra y esperaría hasta la mañana. Enviaría a por una de sus esposas. ¡No! Pensar en aquellas mujeres le ponía enfermo. Recorrería las fortificaciones y golpearía a todos los centinelas que encontrara dormidos, o recibiría los informes de los espías. Era imposible quedarse quieto en aquella cabaña en compañía de un perro que parecía muerto y de visiones que ningún ron conseguiría derrotar.

Una vez más llegó la mañana, y Rachel se sentó en el patio vallado esperando la hora terrible de su juicio, porque era el día y la hora que Ishmael había señalado para su respuesta. Hasta este momento había acariciado la esperanza de que sucediera algo: que la gente de Mafooti hubiera intervenido para salvarles; que aparecieran los zulúes, incluso que Ishmael cediera y les dejara marchar, pero Mami había salido fuera esa mañana y traído noticias que descartaban estas esperanzas. Ella creyó oír a algunos de los líderes decir eso que, como toda la gente, estaban enfadados y alarmados, pero declararon, como ella esperaba, que no osarían hacer nada porque Ibubesi los mataría, y si escapaban a él, entonces serían los zulúes los que lo hicieran, porque habían encontrado a la Inkosazana en su poder. De los mismos zulúes, los exploradores que habían sido enviados a kilómetros de distancia, decían que no había signo de ellos. También estaba claro que Ishmael estaba tan decidido como siempre, porque le había enviado un mensaje a través de Mami en el que le decía que esperaría como le prometía y que llevaría al hombre blanco con él.

Entonces, ¿qué podría hacer o decir? A Rachel no se le ocurría ningún plan; solo podía quedarse quieta y rezar mientras la sombra de esa terrible hora se acercaba cada vez más.

Había llegado; oyó voces al otro lado de la valla, eran de Ishmael. Se le paró el corazón, y después saltó en su pecho como una cosa viva. Estaba mandando a alguien que «cogiera a ese perro y lo atara, que estaba embrujado y ni le conocía a él ni a nadie», después se oyó el sonido de un perro siendo arrastrado, ladrando débilmente y la puerta se abrió. Primero entró Ishmael, afectando osadía y pavoneándose, aunque parecía más bien un hombre que sufriera los efectos de un gran libertinaje. Bajo sus ojos había dos grandes círculos malvas y brillaba en ellos una mirada insomne. Llevaba un rifle de dos cañones bajo el brazo, pero la mano con la que lo sujetaba temblaba visiblemente y se movía con cada sonido inusual. Detrás de él entró Richard, con las muñecas atadas a la espalda y llevando unos grilletes que solo le permitían arrastrar los pies y avanzar muy lentamente. Además estaba vigilado por cuatro hombres que llevaban azagayas. Rachel le miró a la cara y vio que estaba pálido pero resuelto, poco afectado por el miedo.

—¿Estás bien? —preguntó tranquilamente, haciendo caso omiso de Ishmael.

—Sí —contestó él—. ¿Y tú, Rachel?

—Físicamente bastante bien, Richard, pero… mi alma está enferma.

Antes de que pudiera contestar, Ishmael se volvió hacia Richard de forma agresiva y le ordenó que se quedara callado o sería peor para él. Después se quitó el sombrero con mano temblorosa y le saludó.

—Rachel —dijo—. He mantenido mi promesa, y la he dejado sola tres días, pero el tiempo se ha acabado y ahora este caballero y yo hemos venido a oír vuestra decisión, que tan importante es para los dos.

—¿Qué es lo que tengo que decidir? —preguntó en voz baja, mirando justo delante de ella con fijeza.

—¿Lo ha olvidado? Su memoria debe ser muy frágil. Bien, es mejor que no haya errores y sin duda que nuestro amigo aquí querrá saber exactamente como están las cosas. Debe decidir si se casará conmigo hoy por su propia voluntad o si el señor Richard Darrien sufrirá el castigo de la muerte por haber intentado matar a su centinela y fugarse, un crimen del cual es culpable, y después yo la tomaré como esposa… con o sin su consentimiento.

Cuando Richard escuchó esas palabras, las venas de la frente se le hincharon de ira y horror hasta que pareció que iban a explotar.

—Tú, villano sin nombre —jadeó—. ¡Perro cobarde! ¡Ay, si tuviera las manos libres!

—Bien, pero no es así, señor Darrien y es inútil que intente romper la cuerda de piel de búfalo, así que contenga esa lengua y déjenos escuchar la respuesta de la dama —contestó Ishmael con cara de desprecio.

—Richard, Richard —dijo Rachel como en una especie de lamento—, ya has oído. Es tu vida la que está en juego. ¿Qué hago?

—¿Hacer? —contestó él con tono firme y en voz alta—, ¿hacer?, ¿cómo puedes preguntarme eso? No es mi vida lo que está en juego sino tu… tu… ¡oh!, no puedo decirlo. Deja que esta bestia estúpida me mate y entonces, si te importo lo bastante, sigue el mismo camino. Unos pocos años antes o después no son gran diferencia, y así podremos estar juntos otra vez.

Ella reflexionó un momento y entonces dijo con tranquilidad:

—Sí, me importa lo suficiente, cien veces más que morir. Sí, esa es la única salida. Escucha, tú, Ishmael: Richard Darrien, el hombre al que estoy prometida, y yo, te damos esta respuesta. Asesínalo si quieres y que Dios haga caer su venganza infinita sobre tu cabeza. Él no comprará su vida en tales términos y le sería infiel si yo consintiera en ellos. Mátalo como mataste a mi padre y a mi madre, y cuando yo sepa que él está muerto, iré a unirme con todos ellos.

—De acuerdo, Rachel —dijo Ishmael, cuyo rostro se había puesto blanco de furia—. Creo que os voy a tomar la palabra; puede mirarlo aquí abajo si quiere… porque si yo no voy a poseerte, tampoco él. Así que ahora, diga sus oraciones, señor Darrien —y dando un paso adelante lentamente amartilló el rifle de dos cañones.

—Hombres de Mafooti —exclamó Rachel en zulú—. Ibubesi va a asesinar a alguien que, al igual que yo, está bajo el manto de Dingaan. Si se vierte su sangre hoy o mañana, la vuestra y la de vuestras mujeres e hijos fluirá en compensación, porque el crimen del jefe es el crimen de su pueblo.

Ante esas palabras, los cuatro nativos que habían presenciado la escena —muy incómodos al no entender el inglés— mostraron su protesta a Ishmael. Su única respuesta fue elevar el arma y, en un instante que pareció infinito, Rachel esperó oír la explosión y ver el rostro amable, de ojos grises, del hombre que amaba y que permanecía de pie como una roca, caer como un cadáver destrozado. Entonces, uno de los cafres, más valiente que el resto, apartó los cañones con su brazo y con lentitud, como si hubiera apretado el gatillo sin querer, el rifle se disparó.

—Inténtalo con el otro cañón —dijo Richard sarcásticamente, cuando el humo se disipó—, ese disparo te ha salido muy alto.

Quizás Ishmael lo hubiera hecho, porque el hombre estaba a su lado, pero los cafres no querían esto de ningún modo. Se removieron inquietos, levantando sus azagayas de forma amenazante, gritando que no permitirían que la sangre del nkosi blanco y la maldición de la Inkosazana cayeran sobre sus cabezas y la de sus familias. Más bien lo atarían a él, a Ibubesi, y se lo entregarían a los zulúes. Entonces, haciendo como que realmente no había querido matar a Richard, Ishmael pensó que era más razonable ceder.

—Que así sea —le dijo a Rachel—, soy clemente, y tendréis otra oportunidad. Me llevaré a este muchacho, pero la mujer, Mami, vendrá aquí a hacerle compañía. Le perdonaré si dentro de tres horas me la envía con un mensaje que diga que has cambiado de forma de pensar. Si no, antes del crepúsculo verá su cadáver y después aclararemos las cosas.

—Rachel, Rachel —gritó Richard—, júrame que no enviarás ese mensaje.

El energúmeno de Ishmael se abalanzó para golpearle en la cara, pero Richard lo vio venir y, atado como estaba, agachó la cabeza y le embistió tan salvajemente que, aún siendo Ishmael un hombre más fuerte lo derribó al suelo, donde quedó sin resuello.

—Jura, Rachel, jura —repitió él—, o vivo o muerto, jamás te perdonaré.

—Lo juro —dijo ella, débilmente.

Entonces él se arrastró hacia ella. Inclinándose, la besó en la cara y ella le devolvió el beso; no hubo más palabras entre ellos, esa fue su despedida. Dos de los cafres levantaron a Ishmael y la ayudaron a llegar al patio, mientras que los otros se llevaron a Richard, que no opuso resistencia. Al llegar a la verja se volvió, y sus ojos se encontraron durante un momento. Después se cerró tras él y ella se quedó sola otra vez.