Rachel regresa a casa
RACHEL, TAL VEZ LA primera mujer blanca que había entrado en Zululandia, efectuó el camino de vuelta del komkhulu real al Tugela igual que a la ida: con la dignidad y el respeto propios de una divinidad. Cabalga sola todo el día. Tamboosa, que conducía el buey blanco, marchaba detrás de ella y Richard los seguía, mientras que en vanguardia y retaguardia marchaban las cerradas filas del impi, su escolta. De igual modo, por las noches dormía sola en kraales vacíos, atendida por las doncellas de más alto rango. Alojaban a Richard en alguna choza fuera de la empalizada.
Y finalmente un mediodía llegaron a la orilla del Tugela, no mucho después de que lo hubiera cruzado Ishmael, y acamparon allí. Después de comer, Rachel hizo llamar a Richard, con quien había tenido muy pocas oportunidades de hablar durante el viaje. Este acudió y se mantuvo de pie ante ella, como debía hacer. Le habló en inglés mientras los espías y los capitanes lo vigilaban con resentimiento. Les molestaba el uso de una lengua extranjera que no comprendían. Le preguntó por su salud y cómo había hecho el viaje manteniendo un aire frío y distante.
—Bastante bien. ¿Qué planes tienes? El río baja crecido y resultará difícil cruzarlo, aunque se puede hacer. Esta mañana me he enterado de que el hombre blanco, ese Ishmael de quien me has hablado, lo vadeó esta mañana con una compañía de guerreros armados.
—¿Cómo es eso? Creí que ese hombre había abandonado Zululandia hacía muchos días. ¿Por qué se marcha del país con guerreros?
—No sabría decirte, Rachel. Hay algo muy raro en todo esto. Todo el mundo se encoge de hombros cuando les preguntó, dicen que el rey sabe lo que se hace. Yo no les preguntaría si estuviera en tu lugar. No te vas a enterar de nada, mientras que seguirán creyendo que lo sabes todo si no les preguntas.
—Comprendo, pero debo cruzar el río hoy mismo. Tú y yo tenemos que cruzarlo solos y llegar esta noche a Ramah. Richard, un presentimiento me encoge el corazón. Estoy realmente asustada.
—¿Cómo vas a arreglártelas? —le preguntó, ignorando lo demás.
—Aún no puedo decírtelo, Richard, pero ten ensillados nuestros caballos en donde acampas —señaló con la cabeza una choza a menos de cincuenta metros—. Creo que me reuniré pronto contigo. Ahora vete.
Él le saludó y se marchó.
Rachel convocó a Tamboosa y a los capitanes poco después y les preguntó por el estado del río, que estaba fuera de su campo de visión, a medio kilómetro de donde se hallaban. Le contestaron que el río «estaba muy enfadado» y que no se podía cruzar dada la cantidad de agua que bajaba.
—¿Ah, sí? —dijo ella con indiferencia—. Bien, iré a ver.
Se encaminó con pasos lentos hacia la choza donde sabía que la aguardaban los caballos, seguida por Tamboosa y los capitanes. Vio las monturas ensilladas en el extremo opuesto y a Richard sentado en el suelo y fumando, pero fingió no notar su presencia y se dirigió hacia su yegua torda, puso un pie en el estribo y se sentó en la silla de montar, haciéndole señas para que la imitase.
—¿Adónde vas, Inkosazana? —le pregunto Tamboosa con ansiedad.
—A lanzar un conjuro para que las aguas bajen y podamos cruzarlas mañana. Ven, Dario, y también tú, Tamboosa. Los demás quedaos aquí, pues los ojos mortales no deben presenciar mi magia: quien se atreviera a mirar se quedaría ciego.
Los capitanes vacilaron y, encarándolos con fiereza, les ordenó acatar sus órdenes so pena de que les ocurriera alguna desgracia.
Entonces se retiraron y ella galopó hacia el Tugela, seguida por Richard en su caballo y Tamboosa a pie. Llegaron al lugar de la orilla donde un regimiento le había tributado un gran recibimiento cuando entró en Zululandia y vio que, aunque el gran río era caudaloso, era factible vadearlo a caballo. Llamó a Richard y le dijo:
—Debemos hacerlo ahora, mientras no haya nadie para detenernos, salvo Tamboosa. No le dispares a menos que intente arrojarte su lanza. Ha sido muy amable conmigo.
Entonces se dirigió al zulú y le dijo:
—He hablado a las aguas y no me harán ningún daño. Ha llegado la hora en que debo dejar a mi pueblo durante un tiempo y seguir adelante solo con mi servidor blanco. Estas son mis órdenes: que nadie se atreva a seguirme salvo tú, que me llevarás a Ramah el buey blanco y su carga tan pronto como haya descendido el nivel de las aguas. ¿Me escuchas?
—Te oigo, Inkosazana —respondió el viejo induna—, pero tus palabras me rompen el corazón.
—Aún así las obedecerás, Tamboosa.
—Sí, lo haré. Sabes que no puede ser de otro modo, pues la voluntad del rey es que nadie coarte tus movimientos. Aún así, creo que muy pronto volverás con tus hijos. Por tanto, ¿por qué no esperas hasta mañana a que las aguas estén bajas?
—Tamboosa —dijo Rachel, inclinándose y mirándole a los ojos—, ¿por qué Ibubesi ha cruzado este río con guerreros hace unas horas? Ibubesi, el que huyó del «Gran Lugar» cuando la luna era joven sigue aquí cuando está llena. ¡Mira sus huellas en el barro!
—No lo sé —respondió, bajando los ojos—. Inkosazana, mañana te llevaré el buey blanco a Ramah e iré yo solo.
—Así sea. Pregunta por Ibubesi si por un casual no me encontrases. Búscame con el impi de ser necesario. A mí y al hombre blanco, a Dario.
Rachel se reclinó hacia delante nuevamente y lo miró fijamente.
—No sé a qué te refieres, Inkosazana, pero puedes estar seguro de que te buscaré si no te encuentro… con todas las azagayas de Zululandia si fuera necesario.
—En ese caso, adiós, Tamboosa. Despídeme también del impi. Diles a los capitanes que es mi voluntad que regresen al «Gran Lugar» y presenten mis respetos y los del jefe blanco al rey. Búscame mañana en Ramah.
Entonces, seguida por Richard, galopó y entró en el borde del río dejándole atrás. Cuando se hubo marchado, Tamboosa se irguió y le tributó el saludo real, el Bayète.
Aunque la tierra teñía de rojo la corriente y esta rugía como si fuera a desembocar en el mar, el río no resultó difícil de vadear. En una ocasión los caballos perdieron pie y tuvieron que nadar pero solo fue durante unos metros y finalmente ganaron la otra orilla sin incidentes.
—Al fin libres, Rachel. Tenemos toda la vida por delante y nada que temer —la llamó Richard con voz jovial cuando consiguió que su caballo se pusiera junto a su yegua. Entonces vio su rostro y vio que estaba pálido y triste. Su cuerpo se venció hacia delante sobre la silla de montar y se agarró a la perilla delantera como si estuviera a punto de desmayarse.
—¿Qué ocurre? —exclamó él alarmado—. ¿Te ha asustado la corriente? ¿Te encuentras mal?
Durante unos instantes no respondió, se irguió exhalando un suspiro y susurró:
—Richard, he pasado tanto tiempo entre los zulúes representando el papel de uno de sus espíritus que empiezo a creerme uno de ellos, eso, o queda algo de su magia en mi interior.
»Te aseguro que oía voces en medio del estruendo de la corriente, las voces de mi padre y de mi madre, me llamaban, me hablaban de ti. Parecían estar en grave peligro y sentir un gran dolor.
»Entonces me azotó un gran golpe de viento helado… parecía venir del cielo… Y todo pasó, dejándome tan confusa y vacía que no recordaba que habíamos salido del río. No te rías de mí, es así. Los cafres están en lo cierto: tengo algún tipo de poder. Recuerda que te vi viajar en las aguas del estanque.
—¿Por qué iba a reírme de ti, cielo? —preguntó ansiosamente, pues parte de aquella audición asombrosa había pasado de la mente de Rachel a la suya al haber un vínculo entre ambas—. De verdad que no me río. Sé que no eres como las demás mujeres, pero la tensión de estos dos meses te ha dejado agotada y ahora lo estás pagando. Tal vez no sea nada.
—Tal vez —respondió ella con tristeza—. Eso espero, Richard. ¿Qué hora es?
—A juzgar por la posición del Sol… las seis y cuarto.
—En ese caso no podremos llegar a Ramah antes de que haya anochecido.
—No, pero hay Luna Llena.
—Sí, hay Luna Llena. Me preguntó qué nos mostrará —musitó. Y se estremeció. Entonces azuzaron a sus monturas para ir a medio galope. Cabalgaron sin conversar apenas, como si se les hubieran acabado las palabras, aunque él recordó con cierto asombro cuánto tiempo había aguardado la ocasión de hablar con Rachel y lo mucho que tenía que contarle.
Cabalgaron sobre valles y colinas, atravesaron ríos y zonas de matorrales y finalmente llegaron a la planicie sobre la que se extendía Ramah en las últimas luces del breve crepúsculo. Entonces oscureció y tuvieron que aminorar el paso hasta que el borde redondeado de la Luna asomó sobre la ladera de una colina y hubo luz de nuevo, una luz pura, plácida, que doró el veld y bañó el rostro pálido de Rachel.
—¿Dónde están todos, Richard? —musitó Rachel—. El lugar está intacto, sin embargo… ¿dónde está la gente?
Pero este solo pudo negar con la cabeza. El pavor de que hubiera sucedido algo espantoso también lo sobrecogía y no sabía qué responder.
Saltaron de los caballos, dejándolos sueltos, en cuanto alcanzaron los muros de la misión. Avanzaron juntos hacia la puerta abierta. Algo se movió sigilosamente por el porche y lo cruzó velozmente. Era una hiena. Vieron la rayada pelambrera erizada del lomo cuando pasó delante de ellos con un hosco gimoteo. Rachel, compelida por el instinto, guio a su compañero directamente a la habitación de sus padres, cuyas ventanas estaban tan abiertas como la puerta.
Un instante después estuvieron allí y la luz de la Luna les mostró todo.
Durante mucho tiempo, a Richard le parecieron horas, Rachel no dijo nada. Permaneció inmóvil, como una estatua, contemplando fijamente aquellos rostros rígidos que parecían devolverle la mirada bajo el baño de luz ultraterrena. Richard habló primero, sintiendo que si no rompía aquel ominoso silencio se iba a ahogar o a desmayar.
—Los zulúes los han asesinado —dijo con voz ronca, mirando al cafre muerto en el suelo.
—No —replicó ella con un tono de voz bajo y frío—. ¡Ishmael, Ishmael!
Señaló un objeto que yacía a sus pies.
Richard se acuclilló y lo recogió. Era un látigo de cola de elefante y empuñadura de cuerno de rinoceronte que había soltado cuando le alcanzó la lanza del zulú.
—Lo reconozco, siempre lo llevaba encima —prosiguió—. Él es un asesino. Los zulúes jamás se hubieran atrevido.
Rachel se ahogó y no pudo hablar más.
—Déjame pensar —dijo Richard muy confuso—. Se me está ocurriendo… ¡Ya sé! Si tienes razón, ese diablo no ha hecho esto sin un motivo. Está en algún lugar muy cerca de aquí. ¡Quiere capturarte! —Los dientes le castañetearon solo de pensarlo, entonces añadió—: Rachel, debemos salir de aquí enseguida e ir a galope tendido hasta Durban. ¡Rápido! Los blancos te protegerán allí.
—¿Y quién enterrará a mi padre y a mi madre? —preguntó con el mismo tono de voz helado.
—No lo sé, pero da igual. Los vivos importan más que los muertos. Yo puedo regresar y encargarme después.
—Tienes razón —respondió.
Se arrodilló junto a la cama, alzó su rostro hermoso y atormentado y elevó una plegaria en silencio. Luego se levantó y besó primero a su padre y después a su madre. Besó sus frentes como última despedida y se giró para marcharse.
Al irse vio la azagaya que yacía junto al cadáver del zulú. Se agachó y la recogió, cruzando el porche con esta en la mano. Las fuerzas le fallaron, se apoyó contra el muro y se arrojó a los brazos de Richard con un gran esfuerzo gimiendo.
—Vete tú solo, Richard, solo tú. ¿Qué sería de mí si también te perdiera a ti?
Un instante después se dio cuenta que el porche era un hervidero de hombres que parecían haber salido de las sombras. Una voz dijo en el idioma de los cafres:
—Coged a ese tipo y maniatadlo.
Antes de que Richard pudiera hacer nada, antes de que ni siquiera pudiera darse la vuelta, lo apartaron de su lado y lo arrojaron al suelo. Rachel saltó hacia el muro y, pegando la espalda al mismo, alzó la lanza que sostenía. Creyó que eran zulúes y no les temía.
—¿Qué perros son esos que se atreven a alzar una mano contra la Inkosazana y su servidor? —chilló.
Los cafres que la rodeaban vacilaron y murmuraron, abriendo paso a un hombre que subía los escalones del porche. La luz de la luna iluminó su rostro y vio que era Ishmael.
—Rachel —dijo, quitándose cortésmente el sombrero— estos son mis hombres. Vimos que ese canalla blanco la asaltaba y, por supuesto, lo capturamos al instante. Como sabrá, ha ocurrido algo horrible. Los zulúes mataron a su padre y a su madre esta tarde, o más bien mataron a su padre, y su madre, que estaba muy enferma, murió de la impresión, porque se negaron a ir a Zululandia, adonde Dingaan había ordenado que los condujesen. Al ver que se dirigía hacia aquí he acudido en su rescate para impedir que cayera en sus manos —añadió de forma poco convincente—, y ya conoce el resto.
Ishmael se había dirigido a ella en inglés, pero ella le respondió en zulú:
—Lo sé todo, Merodeador de la Noche —dijo a voz en grito—. Sé que mis padres murieron por orden tuya y en tu presencia. Sus espíritus me lo dijeron y ahora te sentencio a muerte por ese crimen —y le señaló con la lanza—. Los Cielos en las alturas y la Tierra en lo profundo —prosiguió—, sed testigos de que he condenado a muerte a este hombre. Pueblo zulú, oídme en vuestros kraales lejanos. Escúchame, Dingaan, tú que te sientas en tu «Gran Lugar». Escuchadme todos, capitanes e izinduna, oíd la voz de vuestra Inkosazana: condeno a muerte a este hombre, ya que por su culpa media la sangre entre mi pueblo y yo, la sangre de mi padre y de mi madre.
»Ahora, Merodeador de la Noche, no lo empeores antes de morir, tú y tus siervos debéis saber que si resulto herida o este hombre, el jefe Dario, sufre algún daño, todos vosotros moriréis. ¿Qué quieres, Merodeador de la Noche?
—Se lo diré en Mafooti —respondió Ishmael, intentando parecer valiente—. No le temo como esos salvajes zulúes y Dingaan está muy lejos. ¿Vendrá usted pacíficamente? Espero que así sea porque no deseo herirla ni asustarla, pero tiene que venir, y el tal Dario también. Lo mataré en el acto si causa algún problema. Debe entender, Rachel, que tendré que matarlo aquí mismo si no viene. Puede que mi gente le tema, pero no les importará rebanarle el gaznate a él.
—No te preocupes por mí —dijo Richard con voz ahogada desde el suelo, donde lo mantenían sujeto los cafres—. Haz lo que consideres mejor para ti, Rachel.
Rachel contempló los rostros de los nativos que tenía a su alrededor e incluso a la débil luz de la luna leyó en ellos como en un libro abierto, como siempre había podido hacer. Supo que la temían, y que la dejarían marchar si ella se lo ordenaba, sin que importara lo que dijera o hiciera su amo, pero también supo que Ishmael decía la verdad cuando afirmaba que no tenían el mismo miedo a Richard, podían creer que le estaba haciendo daño. Por consiguiente, si escapaba sería a costa de la vida de Richard. Su naturaleza impetuosa le llevó a tomar una decisión. Ella había dicho la verdad: Ishmael estaba condenado y no tenía poder para herirla, aunque pudiera parecer lo contrario. Pero la vida de Richard dependía de si aceptaba acompañarlo.
—¡Siervos de Ibubesi! ¡Poned en pie al jefe blanco y escuchad mis palabras!
Le obedecieron en el acto sin ni siquiera esperar a que su amo hablara. Se limitaron a sujetar a Richard por los brazos.
La mayoría de los hombres entraron el jardín —solo unos pocos se rezagaron para vigilarla—, llevándose a Richard con ellos y seguidos por Ishmael. Poco después allí se desató una ruidosa trifulca. Rachel estaba demasiado lejos para comprender qué se decía, pero dedujo que Ishmael daba órdenes que su gente se negaba obedecer, ya que se le escuchaba bramar juramentos con furia. Luego oyó algo más: la detonación de un arma seguida de un lamento.
Entonces un cafre llegó a la carrera —era el jefe al que Ishmael había golpeado en la boca cuando le dijo que un perro se había subido al techo de su choza—, estaba muy asustado y susurró algo a quienes la rodeaban. Rachel se apoyó sobre el muro y lo miró, incapaz de hablar, convencida de que habían matado a Richard.
—No temáis, Inkosazana —dijo el hombre, respondiendo a la pregunta que adivinaba en sus ojos—. Ibubesi ha matado a uno de los nuestros porque no nos gustaba este asunto y queríamos desentendernos, eso es todo. El jefe Dario está seguro y os juro que no le haremos ningún daño. Cuidaremos de él, lo protegeremos. Lo llevamos prisionero porque de lo contrario Ibubesi nos mataría a todos. Por tanto, tened misericordia cuando uséis la lanza de vuestro poder.
Antes de que Rachel pudiera contestar se oyó la voz de Ishmael preguntando por qué no traían a la Inkosazana ahora que ya estaban listos los caballos.
—Os ruego que vengáis, Inkosazana —la urgió el hombre—, o nos disparará.
Rachel descendió las escaleras del porche con la cabeza erguida y dejó atrás la casa-misión de Ramah y sus muertos. Los caballos se hallaban a la puerta del jardín. Richard ya estaba sobre su caballo, atado de pies y manos con una soga de piel. Ella temía pasar junto a él y al hacerlo le dijo con voz ahogada por la rabia:
—No puedo hacer nada, no puedo salvarte, pero llegará nuestro momento.
—Sí, Richard —le respondió con calma—, nuestro momento llegará cuando a él le llegue el suyo.
Y una vez más señaló con la lanza a Ishmael, que los miraba hoscamente. Entonces, montó en su yegua —jamás recordaría cómo lo logró— y los separaron.
Después de esto, a Rachel le pareció oír a Ishmael, que le hablaba, se defendía y daba explicaciones, pero no replicó a sus palabras. Su mente estaba en blanco y todo lo que supo es que cabalgaron durante horas. Su montura renqueaba cuando escuchó los ladridos de los perros y vio luces. La yegua se detuvo y ella desmontó, pero estaba demasiado exhausta para caminar y la llevaron a una choza. Creyó ver a un grupo de mujeres, temerosas de tocarla. Y después se hundió en la negrura.
Rachel despertó de su sopor y se encontró tendida en una cama dentro de una gran choza cafre amueblada al estilo europeo, había sillas y una mesa, y unas ventanas toscas cerradas con esteras de cañas en lugar de cristales. Un haz de luz entraba por el agujero en el centro del techo que servía de chimenea, por lo que pudo deducir debía ser mediodía. Comenzó a pensar hasta que progresivamente lo recordó todo, y entonces estuvo a punto de sucumbir a la pena y al horror. Se quiso morir. A su lado yacía un medio para matarse: la azagaya que había encontrado junto al cuerpo del zulú en Ramah y que nadie le había arrebatado. Se agachó para recogerla y sintió su filo. Volvió a dejarla en su sitio. En la oscuridad de su desesperación parecía emerger una esperanza. Estaba segura de que Richard vivía y si ella se mataba, él moriría también. ¿Por qué tenía que morir mientras él viviera? Es más, sería un crimen que solo cometería cuando ya no hubiera ninguna esperanza y se viera cara a cara con el deshonor.
Desechando esa idea, se levantó. Encima de la mesa había amasi y otras viandas que se obligó a comer para recuperar las fuerzas, pues sabía que las iba a necesitar. Después se aseó —en un rincón de la choza había cuencos de madera con agua, e incluso un peine y otros objetos que, al parecer, habían colocado allí para su uso— y se vistió. Hecho esto, se dirigió a la puerta, la abrió al descubrir que no estaba cerrada y echó un vistazo al exterior. Afuera había una especie de patio con el suelo recubierto con tierra apelmazada —procedente de las bocas de los hormigueros— y pintada de negro, siguiendo la costumbre nativa. Un alto muro de piedra circunvalaba aquel espacio. Al final del mismo vio una puerta muy recia. En el centro crecía un árbol alto, frondoso; debajo había un banco. Tomó la azagaya y se dirigió a la puerta del muro. Comprobó que estaba atrancada por fuera. Entonces se dio la vuelta y se sentó en el banco, a la sombra del árbol.
Se sintió espiada. Al poco tiempo oyó que alguien descorría los cerrojos y la puerta del muro se abrió. Ishmael entró y la cerró. Miró al hombre y la simple visión de su rostro apuesto y malicioso, y de sus ojos ladinos abrumados por la culpa, le dio náuseas. Estaba sola en aquel lugar secreto con el asesino de su padre y de su madre, que pretendía conseguir su amor. Aun así, y por extraño que parezca, el corazón se le llenó de una ira fría y contenida en lugar de dolor. No le rehuyó cuando se dirigió hacia ella vistiendo unas ropas ostentosas y con un aire de insolente confianza, sino que permaneció sentada, pálida y orgullosa, tal y como se sentaba en Umgugundhlovu, cuando los zulúes le presentaban los casos para que juzgara.
Se adentró en la sombra, se quitó el sombrero haciendo un floreo, y se inclinó. Al no recibir respuesta a sus saludos —Rachel se limitó mirarle—, comenzó a hablar entrecortadamente.
—Espero que haya dormido bien, Rachel. Me alegra verla tan recuperada. Temía encontrarla exhausta. Ayer fue un día muy largo. Cabalgó muchos kilómetros y lo que encontró en Ramah debe haberle causado una gran impresión, por supuesto. Quería explicarle con calma que no tengo culpa alguna en este luctuoso suceso. Fueron esos malditos zulúes, que se excedieron al cumplir sus órdenes.
Se detenía de vez en cuando a la espera de una respuesta que no se producía. Finalmente se calló desconcertado. Rachel alzó la azagaya y examinó su hoja y súbitamente le preguntó:
—¿De quién es la sangre de esta hoja? ¿Suya?
—Un poco quizá. Aquel estúpido cafre me la arrojó después de que su padre le disparase y me alcanzó de forma accidental.
Ishmael señaló la herida de su rostro. Rachel se ladeó y comenzó a frotar la hoja contra la pata del banco para limpiarla. Él desconocía el significado de ese comportamiento, pero le intimidó.
—¿Qué hace usted?
—No deseo que su sangre contamine la mía ni en la muerte —respondió, y siguió con la limpieza de la lanza. Ishmael la contempló durante unos momentos y estalló:
—¡Malditos sean todos! No le entiendo. ¿Qué pretende decir?
Ella interrumpió su tarea y le dijo mientras alzaba la mirada:
—Pregunte a los zulúes, ellos me entienden y se lo dirán. Y si no hubiera tiempo… pregúnteselo a mis padres… después.
Ishmael palideció visiblemente, pero hizo un gran esfuerzo para recobrarse y dijo:
—Acabemos con toda esta tontería de hechiceros y vayamos al meollo del asunto. No tuve nada que ver en la muerte de sus padres, de hecho, resulté herido al intentar protegerles…
—En ese caso, ¿por qué les veo a ambos detrás de usted mirándole con ojos acusadores? —le preguntó con calma.
Se quedó paralizado, volvió la cabeza y miró a su alrededor.
—No me asuste de ese modo —continuó—. No soy un estúpido cafre, así que déjelo. Mire, Rachel, usted sabe desde hace mucho que la quiero, y ahora la amo más que nunca aunque me haya tratado tan mal. ¿Se casará conmigo?
—La noche pasada le dije que moriría dentro de poco. No malgaste su tiempo hablando de matrimonio. Cúbrase de ceniza y arrepiéntase de sus pecados antes de que se hunda en el polvo.
—De acuerdo, Rachel, sé que es usted una buena profetisa…
—Noie también lo es —le interrumpió ella pensativamente—. Usted se sirvió de los zulúes para asesinar a su padre, y también a su madre, ¿verdad? ¿Recuerda el mensaje de Seyapi que ella le comunicó aquella tarde, junto al mar, antes de que usted la raptase como cebo para atraparme en Zululandia?
—¡Recordar! —respondió, frunciendo el ceño—. ¿Cómo voy a olvidar sus diabluras? Si usted es la hechicera, ella es su familiar, el ehlosé[22] oscuro que susurra en su oído. Nunca la hubiera capturado a usted si esa negra no se hubiera ido.
—Volverá, aunque me temo que no a tiempo para despedirse de usted.
—Usted me asegura que moriré pronto —exclamó, ignorando su conversación sobre Noie—. Bien, no me asusta. No creo nada de lo que dice, pero tiene razón, más motivo aún para vivir mientras pueda. Coincido con usted, Rachel, no tenemos que perder el tiempo con un noviazgo largo. ¿Cuándo será la boda?
—¡Nunca! —le respondió desdeñosamente—, ni en este mundo ni en ningún otro. ¡Nunca! Usted me resulta odioso. Me estremezco al verle a usted como si una serpiente se arrastrase cerca de mis pies. Cuando miro sus manos, las veo rojas, manchadas de sangre, la sangre de mis padres, la sangre de los padres de Noie, y la de otros muchos. Esa es mi respuesta.
Le miró durante un instante y dijo:
—Parece olvidar que estoy pidiendo lo que puedo tomar. Nadie puede verla, nadie puede oírla, excepto mis mujeres. Al fin está en mi poder, Rachel Dove.
—Mire —dijo ella, señalando a un águila que volaba en círculos sobre ellos en el cielo azul, tan alto que parecía tener el tamaño de un halcón—. Ese pájaro está más en su poder que yo, y más cerca de usted de lo que lo estoy yo. Encontraré una docena de maneras de matarme antes de que me ponga una mano encima, aunque vuelvo a decirle que no vivirá para hacerlo.
Ishmael permaneció en silencio, sopesando aquellas palabras. Al parecer no podía encontrar una respuesta, ya que se refirió a otro asunto cuando volvió a hablar.
—Dice que me odia, Rachel. Si eso es así, será culpa de ese maldito tipo, Darrien, a quien usted dice que ama. De acuerdo, en cualquier caso, él también está en mi poder. Mírelo de esta forma. No tiene elección. O pone fin a todas esas tonterías o su amigo Darrien morirá. ¿Me ha oído?
Rachel no respondió. Por primera vez estaba asustada y temía que su voz le delatara.
—Ha pasado por un trance duro, está cansada y no sabe lo que dice —continuó él lentamente—. Cree que yo maté a los viejos, pero no lo hice y, por supuesto, eso la ha predispuesto en mi contra. No quiero ser brusco ni meterle prisa, especialmente cuando tengo tantas cosas que hacer antes de nuestra boda. Así que le doy tres días. Si no cambia de parecer después de ese plazo, ese joven morirá, y ya veremos si está usted o no en mi poder. No me mire de esa forma. Ya he ido demasiado lejos para echarme atrás y no me preocupa correr algunos riesgos más. Entretanto, no se complique. Al querido Richard le parecerá bien después, y no la importunaré en asuntos amatorios. Eso puede esperar…
—¡Váyase!
—Muy bien, ya me voy, Rachel. Adiós… hasta dentro de tres días. Espero que mis mujeres le hagan la estancia en este agreste lugar lo más placentera posible. Pida cuanto desee. Adiós, Rachel.
Ishmael se marchó, cerrando la puerta del muro tras él.