CAPÍTULO XIV

Lo que acaeció en Ramah

LAS NOTICIAS QUE LE llegaron a Rachel sobre el mal estado de Ishmael tras el duro trato dispensado por los capitanes eran ciertas. Estuvo demasiado enfermo para viajar durante muchos días, solo cuando se hubo recuperado lo suficiente comenzó su solitario viaje hacia el Tugela.

Recordarán que se le había dicho a la Inkosazana que se había fugado, y eso es lo que en verdad parecía, que se había escabullido durante la noche, pero esta fuga estaba arreglada de antemano, y no hubo ningún intento de apresarlo en su camino. Encontró al impi esperándolo cuando al final llegó al río, que ignoraba adónde irían o qué tenían que hacer. Sus instrucciones eran obedecerle en todo. También se encontró con que el Tugela bajaba muy crecido, por lo que vadearlo resultaba casi imposible y se vio obligado a aguardar diez días mientras disminuía el nivel de las aguas.

Ishmael no permaneció ocioso durante aquellos diez días, que empleó en recobrar la salud y reflexionar. Pensó mucho en su vida pasada y no halló muchos recuerdos agradables.

Era de buena cuna, tal y como le había dicho a Rachel, pero las cosas le habían salido mal. Su carácter difícil le había ocasionado problemas de joven, pero lo dejó todo en lugar de intentar reformarse, se alistó en el ejército y llegó a Sudáfrica, donde cometió un crimen —un asesinato o algo similar— y se internó en el desierto donde, en un alarde de imaginación, decidió adoptar el nombre de Ishmael.

Su nueva vida le satisfizo durante algún tiempo. Tenía suficiente número de esposas y se hizo más y más rico, convirtiéndose en el tipo de persona que podía esperarse de semejante ambiente y sus desenfrenadas tendencias naturales. Pero al final sucedió que conoció a Rachel, quien despertó en él ciertas sensaciones olvidadas. Ella era una señorita inglesa y él había sido un gentleman inglés hacía muchos años. Era hermosa —eso despertaba su fuerte instinto animal— y espiritual —eso avivaba a un materialista impregnado por las supersticiones de los cafres—, por lo que se enamoró de ella, es decir, deseó convertirla en su esposa más que cualquier otra cosa en el mundo. Por ella comenzó a desairar a sus consortes negras, aunque eran hermosas, incluso el acaparamiento de ganado, según la costumbre nativa, dejó de atraerle. Quería vivir como lo habían hecho sus antepasados: de forma tranquila, respetable y con una mujer de su propia clase.

Y por ello intentó conquistarla… con el resultado que conocemos. Había vivido quince años entre salvajes y no podía esconder ese salvajismo ante sus ojos por más que rompiera las ataduras y uniones que había acumulado. Sin embargo, es muy posible que lo hubiera logrado si ella le hubiera prestado atención. Hubiera podido reformarse completamente y muerto de viejo como un respectado gentleman de colonias, quizá incluso como miembro de la Asamblea Legislativa Local. Pero Rachel no lo hizo; le detestaba; sabía cómo era: un proscrito cobarde cuyo hermoso rostro no le atraía. De modo que el pie inmisericorde de la joven pisoteó sus nuevas aspiraciones y solo permanecieron el salvajismo y las supersticiones adquiridas, entremezcladas con los innatos instintos de un sinvergüenza.

Esa superstición era la que le había ocasionado tantos problemas a Rachel. Creía que era más que una mujer común y compartió esa creencia y las historias de su misterioso origen y sus poderes de los zulúes. Arraigaron en ellos a causa de la coincidencia de su nombre entre los nativos y su encanto personal con los del tradicional Espíritu blanco de su raza, y la posterior identificación de Mopo. Y así fue como se convirtió en su diosa. Pero mientras que ellos solo deseaban adorarla, y usar su sabiduría como oráculo, él pretendía convertirla en su esposa.

Ella lo rechazó ofendida y él tramó un complot para atraerla con un señuelo a Zululandia en la creencia de que allí estaría en su poder. Al final tuvo un vil éxito, pero solo para encontrarse que era él quien estaba en poder de Rachel y la ofensa, aumentada, seguía ahí.

Pero eso no le detuvo ni un ápice en la consecución de sus objetivos, y como arriesgó, la fortuna puso en sus manos nuevas bazas. Sabía que no quería quedarse con los zulúes y que estos eran conscientes de ello. Por consiguiente, le habían encargado llevar hasta Zululandia a los suyos. Ishmael estaba seguro de que si sus padres no aparecían ella los buscaría, y si no los encontraba ¿dónde podría ir en ese caso, o dónde iba a encontrar una mano dispuesta a ayudarla? Seguramente, tendría su oportunidad y a él, que había pasado tantos años entre salvajes, ni se le pasó por la cabeza que el matrimonio por rapto fuera un crimen ante el que tuviera que arredrarse.

Solo temía que la cautiva, la Inkosazanaye-zulú, era alguien a quien no resultaba fácil engañar. Pero el amor era más fuerte que el miedo. Creyó que debería asumir el riesgo.

Tales fueron las cavilaciones de Ishmael a las orillas del desbordado Tugela y estaba resuelto a ponerlas en práctica si la ocasión se presentaba cuando al fin el nivel del agua bajase lo suficiente para que entraran en Natal los guerreros a sus órdenes. Dejaba al azar el modo de conseguir sus fines. No deseaba mancharse más las manos de sangre, solo deseaba que Rachel se encontrara sin hogar y sin amigos, y entonces… ¿Quién la protegería de él? Se le ocurría una respuesta: ella misma o ese Poder que parecía acompañarla podían protegerla. Algo le advertía que se había embarcado en una empresa muy peligrosa, pero el fuego que ardía en su interior lo empujaba a lanzarse al peligro.

Ishmael se hallaba aún en la orilla zulú del río Tugela cuando un día, a eso del mediodía, llegó un mensajero de Dingaan. Le dijo que el rey estaba tan furioso como un búfalo herido al saber que él, Ibubesi, se había demorado en el camino y aún no había cumplido su misión. La Inkosazana, acompañada de un hombre blanco, estaba viajando hacia Ramah y a menos que él avanzara inmediatamente lo alcanzaría. Por tanto, debía marchar ya y raptar al viejo Maestro y a su esposa como se le había pedido. Si se encontrara con la Inkosazana y su compañero al regresar con los prisioneros blancos no debía tocarla ni hacer nada que la enojara en modo alguno, lo único que tenían que cumplir él y sus soldados era hacer oídos sordos a sus órdenes o sus ruegos de liberarlos, por lo que probablemente daría media vuelta y regresaría motu propio al «Gran Lugar».

Si el hombre blanco que la acompañaba causaba problemas o se resistía, tenía que maniatarlo sin derramar una gota de sangre, ya que si esto sucedía se desataría una maldición sobre el país, y él, Dingaan, juraba por el Negro que se había ido, esto es, por Chaka, que le mataría a él, Ibubesi, como castigo. Le embadurnaría con miel y le abandonaría al sol atado a la entrada de un hormiguero aunque tuviera que recorrer África de uno a otro confín para capturarle. Es más, si le fallaba en aquel cometido, enviaría un regimiento para destruir el poblado de Mafooti, pasaría a cuchillo a sus esposas y a sus hijos y se apoderaría de todo su ganado. Y todo eso lo juraba también por la cabeza del Negro.

Ishmael se asustó terriblemente cuando recibió aquel mensaje. Sabía que no eran amenazas vanas. El exhausto mensajero le dijo que nadie había visto a Dingaan tan fuera de sí como cuando se enteró de que él, Ibubesi, se demoraba en la orilla del Tugela, agregando que soltaba espumarajos por la boca y profería amenazas terribles.

El Merodeador de la Noche le envió una respuesta de disculpa, indicando que había sido imposible cruzar el río, pero que cumpliría cuanto antes todo lo que le ordenaba, y en especial que no se tocaría ni un cabello al hombre blanco.

—En ese caso debes apresurarte —le aconsejó el mensajero con una sonrisa siniestra mientras se preparaba para marcharse—, has de saber que la Inkosazana está a menos de medio día de marcha, acompañada por el nkosi blanco, Dario.

—¿Cómo es ese Dario? —inquirió Ishmael.

—Es joven y muy guapo, con el pelo y barba de oro, y con los ojos iguales a los de la Inkosazana. Algunos dicen que es su hermano, otro que es hijo de los Cielos, y otros que es su esposo. ¿Cómo voy a saber yo de asuntos tan elevados? Pero es evidente que le tiene muchísimo aprecio. Anunció al rey su llegada gracias a su magia… Pero aun cuando viaja detrás de la Inkosazana, esta vuelve la cabeza siempre que puede para mirarle.

—De modo que le quiere mucho, ¿verdad? —masculló entre dientes Ishmael.

Se volvió, llamó al capitán del impi y le dio orden de cruzar el río sin dilación por orden del rey, y que sería mejor morir con honor en el agua que perecer sin él bajo la azagaya.

Nadaron y vadearon el río con enormes dificultades pero, por suerte, sin sufrir ninguna baja. Ishmael cruzó a hombros del guerrero más fuerte. Convocó a los capitanes en la otra orilla y les comunicó las órdenes de Dingaan de dirigirse a Ramah. El Merodeador de la Noche viajaría en una litera confeccionada con ramas. Hizo llamar a dos habitantes de los pantanos, que tenían sus hogares a orillas del río, mientras los soldados la construían y les prometió una recompensa si corrían a Mafooti y le comunicaban al líder de sus hombres que acudiera lo más pronto posible con treinta de sus mejores hombres y los escondiera tras los arbustos de la hondonada cercana a Ramah, donde se reuniría con ellos aquella noche. Los hombres —conocían a Ibubesi y sabían lo que les sucedía a quienes le fallaban— se marcharon velozmente. Poco después la litera estuvo acabada, entró en ella y se encaminaron hacia Ramah.

Hicieron acto de presencia sobre el risco desde el que se dominaba el asentamiento antes de la puesta del Sol, justo cuando los pastores conducían los rebaños a los kraales. Estos dieron la voz de alarma al ver a los zulúes cuando estaban a mitad de camino y los lugareños, creyendo que Dingaan había enviado un regimiento para acabar con ellos, corrieron a refugiarse entre los arbustos. Los pastores condujeron al rebaño tras ellos. Hombres, mujeres y niños abandonaron a su pastor, que nada sabía de todo aquello al estar ocupado en un triste cometido. Se dieron a la fuga despavoridos, por lo que cuando el impi entró en Ramah no había nadie, salvo unos pocos ancianos y enfermos, que no podían caminar.

Ishmael se bajó de la litera a las afueras del poblado y ordenó a los guerreros que lo rodearan, impartiendo órdenes de no herir a nadie, aunque si el umfundusi llamado Vociferador o su esposa intentaban escapar tenían que atraparlos y traérselos. Avanzó hacia la casa-misión llevando con él a algunos capitanes y una escolta de diez hombres.

La puerta estaba abierta. Entró para registrar el lugar, seguido por los zulúes, pues temía que sus habitantes les hubieran visto y se hubieran escapado con el resto. Ishmael supo que no era así al mirar en la primera habitación —la puerta estaba también abierta—, pues allí se encontraba la señora Dove, aparentemente muy enferma, mientras su esposo rezaba arrodillado a un lado de la cama. Ishmael y los salvajes permanecieron quietos contemplando a la pareja hasta que repentinamente la señora Dove volvió la cabeza y los vio. Alzándose en el lecho le señaló con el dedo. El proscrito notó que tenía los labios muy azules y que parecía incapaz de hablar. El misionero se volvió al ver su mano extendida. No había vuelto a ver a Ishmael desde el día que tuvieron aquel tormentoso encuentro en Mafooti, pero, reconociéndole al instante, le preguntó con dureza:

—Señor, ¿qué hace usted en mi casa con estos salvajes? ¿No ve que mi esposa está enferma y que no se le puede molestar?

—Lo lamento —respondió avergonzado, porque en el fondo temía al señor Dove—, pero traigo un mensaje del rey Dingaan… y de su hija.

—¡De mi hija! —exclamó el clérigo impaciente—. ¿Qué es de ella? ¿Se encuentra bien? No he sabido nada ella, solo rumores.

—La vi solo una vez —repuso Ishmael—, y parecía estar bastante bien. ¿Sabía usted que los zulúes la han hecho su Inkosazana y que la protegen?

—¿Vive sola en medio de esos salvajes?

—Vivía, pero lamento tener que informarle de que al parecer ahora tiene un compañero, un bribón blanco de quien se ha enamorado.

—¿Mi hija enamorada de un sinvergüenza? ¡Eso es falso! ¿Cómo se llama ese hombre?

—No lo sé, pero los indígenas le llaman Dario. Dicen que es joven y rubio, y que la Inkosazana le ama. Es cuanto puedo decirle sobre ese tipo.

El señor Dove movió la cabeza, pero su esposa se sentó súbitamente en la cama y le tiró de la manga, ya que había escuchado atentamente cuanto se decía.

—Dario, joven, rubio y enamorada de él… —repitió con voz pastosa y débil, entonces añadió—: ¡John, es Richard Darrien adulto! El chico que la salvó en el río Umtooma hace años y a quien ella nunca ha podido olvidar. ¡Gracias a Dios, gracias a Dios! Estará a salvo con él. Siempre supe que la encontraría, porque se pertenecen el uno al otro.

Y se derrumbó exhausta sobre el lecho.

—Eso es lo que afirman los zulúes, que ambos se pertenecen el uno al otro —replicó Ishmael con una nueva sonrisa de desprecio—. ¡Tal vez se hayan casado según el rito zulú!

—Deje de insultar a mi hija, señor —dijo el señor Dove con acritud—. Ella no tomaría marido como usted toma a sus esposas, no si ese hombre es Richard Darrien, como espero y deseo; él no se avendría a algo así. Dígame, ¿vienen hacia aquí?

—No. Están demasiado cómodos donde se encuentran, pero no se aflija por ello, me han enviado a recogerles a ustedes dos para que se reúnan con ella en el «Gran Lugar», donde van a vivir.

—¿Reunirnos con ella? ¡Eso es imposible! —exclamó el señor Dove contemplando a su esposa enferma.

—Imposible o no, ustedes dos van a acompañarme ahora mismo. Tal es el mandato del rey y el deseo de la Inkosazana… y ahí fuera hay un impi para asegurar su obediencia. Les doy cinco minutos para prepararse y nos marchamos.

—¡Pero, hombre! ¿Está usted loco? ¿Cómo va a viajar mi mujer a Zululandia en su estado? No puede dar un paso.

—Entonces la llevaremos —repuso Ishmael cruelmente—. ¡Vamos, no perdamos el tiempo hablando! Esas son mis órdenes y no voy a dejar que me rebanen el pescuezo por ninguno de ustedes. Si la señora Dove no se puede vestir, que se envuelva con mantas.

—Ve tú, John, ve tú —susurró su esposa— o te matarán. No te preocupes por mí. Ha llegado mi hora y muero feliz sabiendo que Richard Darrien está con Rachel.

La mención de Richard Darrien pareció enfurecer a Ishmael, quien preguntó ferozmente:

—¿Van a venir o debo usar la fuerza?

—¿Ir, canalla redomado? ¿Cómo voy a ir? —gritó el señor Dove, loco de dolor y cólera—. Márchese con sus salvajes. Dispararé al primer hombre que le ponga un dedo encima a mi esposa.

Tomó una pistola de dos cañones que estaba colgada en la pared y la amartilló. Ishmael se volvió hacia los zulúes, que se mantenían detrás de él contemplando la escena con curiosidad.

—¡Apresad al Vociferador! —ordenó—. ¡Atadlo! ¡Alzad el colchón de la vieja! No podremos hacer nada si muere en el viaje.

Los capitanes vacilaron, no por miedo, sino porque la condición de la señora Dove despertaba compasión incluso en sus corazones embrutecidos.

—¿Por qué no obedecéis? —bramó—. ¡Perros cobardes, es una orden del rey! Cogedla o moriréis todos, lo sabéis. Derribad al viejo malhechor con las lanzas si causa problemas.

Los hombres no vacilaron más. Unos cuantos se precipitaron sobre el colchón y lo izaron en vilo. La señora Dove se levantó e intentó salir de la cama penosamente. En ese momento profirió un lamento débil y quejumbroso, cayó de espaldas y se quedó quieta.

—¡Demonios, la habéis matado! —exclamó con voz entrecortada el señor Dove, quien alzó la pistola y abrió fuego sobre el zulú más cercano, que se derrumbó agonizante sobre el suelo. Temiendo que volviera a disparar, los capitanes cayeron encima del pobre viejo y le golpearon con las mazas y los mangos de las azagayas para neutralizarlo y obligarle a soltar la pistola.

El azar quiso que un imponente golpe de maza impactase en la sien del anciano, pues esa no era su intención. El segundo cañón de la pistola se disparó y la bala se perdió por poco cerca de Ishmael, que se había apartado. Cuando se disipó el humo del disparo vieron que el señor Dove se había caído de espaldas contra la cama. Había conseguido el martirio que tanto había perseguido y esperado. Estaba muerto. ¡Ambos estaban muertos!

El induna al mando del impi se adelantó y los miró. Luego palpó sus corazones.

—Estos blancos están ya en el Más Allá —dijo—. Los dos se han reunido con los espíritus. ¿Qué hacemos ahora, Ibubesi?

Ishmael, que permanecía en una esquina con el rostro lívido y los ojos desmesuradamente abiertos —ni buscaba ni esperaba que aquello hubiera tomado un giro tan trágico—, tembló y se pasó la mano por la frente antes de responder:

—Supongo que llevarlos al «Gran Lugar». El rey ordenó que se los llevaseis. —Luego, añadió irritado—: ¡Idiotas! ¿Por qué habéis matado al viejo? Habéis derramado su sangre y atraído la maldición de la Inkosazana sobre nuestras cabezas.

—¿Qué? Nos ordenaste que le golpeásemos y nuestras instrucciones eran obedecerte en todo. ¿Quién iba a pensar que el cráneo del viejo fuera tan frágil? —le replicó el induna—. Ni tú ni yo hubiéramos caído por un golpecito tan suave, pero los dos se han ido al Más Allá y no nos mancillaremos tocándolos. Los huesos de los muertos no le son útiles a nadie y sus espíritus podrían perseguirnos. Venga, hermanos, regresemos junto al rey e informémosle. Ibubesi dio la orden, no se nos puede echar la culpa.

—Sí —respondieron—. Volvamos para informar. ¿Vienes, Ibubesi?

—No. No me apetece que me retuerzan el cuello por vuestra torpeza. Iros vosotros y congraciaos con el rey si podéis, pero os aconsejo que si veis a la Inkosazana la evitéis para que no sepa la verdad y atraigáis la muerte. Viene hacia aquí y consideraba a estos tipos sus padres.

—Eso haremos, sin duda —dijo el capitán—, pues su maldición será terrible, y caerá sobre ti, Ibubesi, no sobre nosotros, que no hicimos otra cosa que obedecer como se nos ordenó. Sí, ella descargará su ira antes de que acabe esta luna. Haz las paces con los Cielos si puedes, Ibubesi, que nosotros haremos lo propio con el rey.

—¿Me queréis echar mal de ojo, pájaros de mal agüero? —gritó Ishmael, que sudaba de miedo y se lo limpió con la mano—. Puede que pronto estéis muertos.

—No, no, Ibubesi. Serás tú quien muera. La Inkosazana verá esto y no estoy tan seguro que me juzgue igual que a ti. Soy un noble a quien no le llaman umfagozan, un tipo de baja estofa que trama asesinatos y deja el derramamiento de sangre a los valientes. Adiós, Ibubesi. Regresaremos para enterrar tus huesos si las hienas dejan algo después de que haya hablado la Inkosazana.

—¡Esperad! —gritó el guerrero moribundo desde el suelo—. ¿Me dejaréis aquí herido, hermanos?

El induna se acercó a él y lo examinó. Movió la cabeza y dijo:

—Es mortal. Ha atravesado el hígado. ¿Por qué el trueno del hombre blanco no golpearía a Ibubesi en lugar de a ti? Hubiera ahorrado a la Inkosazana más de un problema.

—Bueno, tus brazos aún son fuertes y aquí tienes una lanza. Sabes dónde tienes que hundirla. Sé rápido con tus mensajes. Sí, sí, me encargaré de entregarlos.

—Buenas noches, hermano. ¿Recuerdas cómo luchamos codo con codo en aquella gran batalla hace veinte años? ¿Te acuerdas cómo aquel gigantesco pondo me derribó? Te plantaste delante de mí, lo derribaste y lo mataste. Fue un buen combate, ¿verdad? Volveremos a hablar de ello en el mundo de los espíritus. Buenas noches, hermano.

—Sí, sí, le diré a tu hija dónde puede encontrar el iziqu[21] y que deseas que le ponga tu nombre a su primer hijo. Buenas noches. Usa esta azagaya sin demora, antes de que tu herida sea más dolorosa, o que Ibubesi lo haga por ti. Buenas noches, hermano mío, y buenas noches también a ti, Ibubesi. Cruzaremos el Tugela por otra ruta, espera aquí a la Inkosazana y cuéntale cómo murió el Vociferador.

Se dieron la vuelta y se fueron. El herido los vio trasponer el umbral de la puerta y se clavó la azagaya cuando hubo salido el último. Luego se la arrojó con mano temblorosa a Ishmael, que se apartó.

La lanza del agonizante zulú solo le rozó la mejilla, haciéndole un corte por el que brotó sangre. Ishmael siguió allí, casi paralizado, ni siquiera la brecha en la mejilla le hizo moverse. Contempló a los Dove y al zulú muerto, y en su interior una voz dijo: «Los has asesinado. Ahora le están implorando a Dios que se tome venganza contra ti, Ishmael, el proscrito. Nunca más tendrás que preocuparte de la soledad, ellos te darán caza».

Mientras pensaba en todo aquello, la mano laxa del anciano clérigo, que se había desplomado como si se sentase en la cama, cayó desde la herida en la cabeza —se la había sujetado antes de morir— y durante un momento le pareció que le señalaba. Se estremeció, incapaz de moverse. ¡Cuán terrible y solemne era aquel rostro! Y esos ojos… ¡cómo trataban de descubrir los oscuros secretos de su corazón!

Los tenues rayos del sol vespertino penetraron repentinamente por la ventana e iluminaron las facciones acusadoras hasta que relucieron como las de un santo. Una gota de sangre de su herida resbaló hasta el suelo; estaba tan alterado que el golpeteo le sonó como un disparo. ¡Sangre! Su propia sangre, con ella tendría que pagar la que había derramado. Aquella visión y ese pensamiento rompieron el conjuro. Soltando un juramento, salió de la habitación como un lobo despavorido. Los muertos le miraron fijamente mientras se marchaba, y él se alejó apresuradamente de la casa en la que estaban.

Ishmael se detuvo una vez que estuvo fuera. Los zulúes se habían marchado en una dirección y los habitantes de Ramah en otra. No se veía a nadie. Fijó la vista en las densas masas de arbustos que había sobre la misión y recordó el mensaje que había enviado a sus hombres para que se reunieran allí con él. Tal vez ya habían llegado. Iría a comprobarlo, tal era su necesidad de compañía humana.

Recuperó sus ofuscadas facultades mientras avanzaba y se le pasó parte del miedo a plena luz del día. «Lo hecho, hecho está», pensó. No podía devolver la vida a los muertos. No podía quedarse, después de todo, las cosas le habían salido bastante bien. Salvo por ese blanco, Dario, Rachel estaba sola en el mundo y los muertos no hablaban. No había nadie que la informase de su participación en aquel drama. ¿Por qué no podría volverse hacia él ahora que no tenía nadie a quien recurrir? Podía librarse del hombre blanco, si es que aún la acompañaba, y lo más probable es que se marchara lejos y les dejara solos a ellos dos. En cualquier caso, había entrado en aquel oscuro camino de pecado por su amor… ¿Qué importaba dar otro paso más, el paso que le concediera su recompensa? Este le podía conducir a cualquier parte. Rachel era una mujer temible, al igual que los zulúes, y otras cosas que no tenían nombre ni figura, pero él lo era aún más si estaba entre la espada y la pared.

Tal vez haría mejor en escaparse, adentrarse en el continente o embarcarse rumbo a otro país en el que nadie lo conociera, ni a él ni a su oscura historia. ¡Pero cómo! ¿Escapar atosigado por aquellos fantasmas y dejar a Rachel, la mujer que inflamaba su pasión, con ese tal Dario, de quien los zulúes decían estaba enamorada y con quien, según había manifestado su madre, estaría segura? ¡Jamás! Era suya. La había comprado con sangre y tendría lo que el Diablo le debía.

Llegó a la altura de los arbustos y le llamó una voz, la del jefe de sus soldados.

—¡Sal de ahí, perro! —dijo, escrutando el follaje con la vista.

El hombre apareció y le saludó con humildad.

—Recibimos tu aviso y hemos acudido, nkosi. Acabamos de llegar. ¿Qué ha ocurrido para que el pueblo esté tan callado?

—Los zulúes han venido y se han ido. Han matado al Maestro blanco y a su esposa. Intenté salvarles… Mira mi herida. Los habitantes han huido.

—¡Ay, qué desgracia! —replicó el jefe—. Era un santo y un gran profeta. Sin duda, su espíritu tendrá fuerza para vengarse. Está bien, amo, que vuestra mano no haya participado en tales hechos como al principio me temía, pues has de saber que la noche pasada un extraño perro se encaramó al techo de la choza y aulló sin que lográramos espantarlo ni matarlo con lanzas… Por eso creímos que era un fantasma. Todas tus esposas pensaron que el diablo te rondaba.

Ishmael le cruzó la boca de una bofetada y exclamó:

—¡Cállate, maldito brujo, o acabarás aullando más bajo que tu perro fantasma!

—No pretendía ofenderos —se disculpó el hombre, con un brillo de curiosidad en la mirada.

—¿Qué ordenas, amo?

—Vigilaremos desde este lugar. Creo que va a venir la hija del Vociferador, esa a la que llaman Inkosazanaye-zulú, y puede que necesite ayuda. ¿Has traído los treinta hombres que te pedí?

—Sí, Ibubesi, están todos ocultos entre la maleza. Voy a reunirlos, aunque creo que poca ayuda va a necesitar de nosotros la poderosa Inkosazana, que puede dirigir todos los impis zulúes y gobernar los espíritus de los muertos.