Richard llega
RACHEL SE LEVANTÓ Y se dirigió a su choza cuando se puso el Sol. Estaba confusa y no podía comprender si aquello no era sino una ficción, fruto de una mente fatigada, o si había tenido una visión de algo que estaba pasando o que había pasado hace mucho tiempo.
Solo sería otra gota en el cáliz de la amargura si se tratara de un sueño, pero… ¿Qué ocurriría si fuera verdad? Quería decir que Richard, que había llenado su corazón durante tantos años, vivía y la quería. ¿Acaso no le había oído decir que había viajado desde El Cabo con los bóers para buscarla? ¿Acaso no se arriesgaba a viajar solo en una tierra hostil para buscarla? ¿Quién podría hacer eso por una mujer a menos que… a menos que? Él la protegería y la rescataría de aquella terrible situación, que la arrancaría de las garras de aquellos salvajes para llevarla de nuevo a casa… Y quizá mucho más que no se atrevía a imaginar.
¿Pero cómo iba a ser verdad? Ese tipo de cosas contradecía la razón y el conocimiento de los hombres blancos, aunque los nativos las creyeran con facilidad. No obstante, la naturaleza hacía posibles cosas que se consideraban imposibles. Su madre tenía ciertos dones… ¿Era factible que ella los hubiera heredado? ¿Había despertado su impotencia la conmiseración de un poder más alto? ¿Se habían escuchado sus continuas plegarias? ¿Por qué deberían ser diferentes las leyes universales para ella? ¿Por qué se le había permitido alzar de tapadillo el oscuro velo de la ignorancia y vislumbrar lo que había más allá?
Si Richard se estaba aproximando, ella lo hubiera sabido en un par de días. No había necesidad de que tales influencias misteriosas entrasen en juego para informarle a ella de su llegada.
¡Qué egoísta estaba siendo! La advertencia se refería a él, no a ella. Lo más probable era que los zulúes matasen a todo hombre blanco, sobre todo si descubrían que se proponía visitar a la Inkosazana. Bueno, ella tenía el poder necesario para protegerlo, lo «cubriría con su manto» y ningún hombre de aquellas tierras se arriesgaría a agredirle.
Probablemente por eso se le había permitido conocer todo aquello. Tendría que arriesgarse al fracaso y la mofa, e incluso a la pérdida de su poder entre aquellas gentes. Tenía que actuar inmediatamente.
Rachel dio dos palmadas y apareció una doncella a la que encomendó la tarea de llamar al capitán de la guardia de su puerta. Se presentó de inmediato, rodeado de un grupo de mujeres, ya que ningún hombre podía visitarla a solas. Tras ordenarle que cesara en sus salutaciones, le ordenó que fuera rápidamente al «Gran Lugar» y pidiera el envío de una escolta y una litera, ya que debía verle aquella misma noche por un asunto que no admitía dilación.
En una hora, justo después de que hubiera terminado la cena, de la que había dado buena cuenta con más apetito que en días anteriores, se le informó de que ya estaban allí. Tras ponerse su capa blanca sobre los hombros y tomar la vara de cuerno de hipopótamo, entró en la litera; la llevaron velozmente a la casa de Dingaan, custodiada por un centenar de hombres. Se bajó en la puerta y una vez más entró en la corte a la luz de luna.
El rey estaba sentado con sus izinduna fuera de su choza, como la vez anterior, y mientras caminaba entre ellos todos se alzaron y la saludaron:
—¡Salve, Inkosazana!
Sí, incluso Dingaan, que era una verdadera montaña de carne, se levantó de su sitial y le saludó. Rachel alzó su mano como señal de aceptación de sus saludos, indicó que se sentasen todos y esperó:
—¡Oh, Blanca! ¿Has venido a aclararnos las palabras oscuras que dijiste hace una luna?
—No, rey —le replicó ella—. Como te dije entonces, te digo ahora y en el futuro. Interpreta mis palabras según tu voluntad o deja que el pueblo fantasma las interprete para ti. Escuchadme, ¡oh, rey, y vosotros, sus consejeros! Me habéis mantenido aquí cuando debería haberme marchado pues mi cometido ya ha terminado.
»Me habéis dicho que los ríos se habían desbordado, que mi montura había enfermado y que el país padecería todo tipo de calamidades si os abandonaba. Ahora bien, sé, y vosotros también, que podía marcharme cuando quisiera, pero no sería adecuado que la Inkosazana se marchara a hurtadillas de Zululandia como un ladrón en la noche, por lo que moré en mi casa.
»Mi corazón se enojó con vosotros y yo, a quien también los blancos escuchan, estuve tentada de hacer venir a los miles de amaboona que acampan más allá del río Búfalo para que me escoltaran a mi casa.
El rey parecía intranquilo ante su enérgico discurso, y uno de sus consejeros susurró a otro:
—¿Cómo sabe que los blancos acampan más allá del Búfalo?
—Pero no lo hice, pues entonces hubiera habido grandes batallas y un gran derramamiento de sangre, y yo lo aborrezco. Pero he hecho otra cosa. Un jefe inglés, un hombre llamado Darrien, a quien conocí hace muchos años y que me sirve, viaja con los amaboona, y le he ordenado que se acerque hasta aquí para llevarme a mi verdadero hogar, en la otra orilla del Tugela. Esta noche duerme a tres días escasos de este poblado, y me persono aquí para ordenarte que le enviéis mensajeros veloces que lo guíen.
Rachel calló y ellos la contemplaron fijamente durante mucho tiempo. Entonces el rey preguntó:
—¿Qué mensajero es ese, Inkosazana, el que has enviado a ese jefe blanco, D-Da-Darrien? No hemos visto salir a ninguno de tu casa.
—¿Acaso crees, ¡oh, rey!, que podéis ver a mis emisarios? Mi pensamiento voló hasta él y le hablé al oído durante la noche. Vi su llegada en el remanso de aguas que hay cerca de mi choza.
—¡Oh! —exclamó un miembro del consejo—. Le ha enviado pensamientos como si fueran pájaros y ha visto su cercanía en las aguas del estanque. Poderosa es la magia de la Inkosazana.
—Reconoceréis al jefe Darrien por las siguientes indicaciones —continuó Rachel sin prestar atención a la interrupción, aunque se percató que era Mopo, el de la mano atrofiada, quien había hablado bajo la manta que le cubría la cabeza—: Tiene la piel blanca y ojos como los míos, lleva barba y su pelo es de color oro. Monta en un caballo negro con una pata blanca. Su único acompañante es un cafre llamado Quabi que, según creo —Rachel se pasó una mano por la frente—, estaba visitando a un pariente aquí, en el «Gran Lugar», mientras yo cruzaba el Tugela.
El rey preguntó si alguien conocía al tal Quabi y un induna respondió con voz acobardada que era cierto que un hombre que se llamaba así había estado en el poblado en la época indicada por la Inkosazana, hospedándose en la casa de un guerrero que ahora se había marchado de servicio. Sin embargo, se fue antes de que la Inkosazana llegara, o al menos eso creía. No sabía más.
—Eso tengo entendido —prosiguió Rachel—. Según pude ver en el estanque, es un hombre delgado, cargado de espaldas y con barba blanca, aunque su pelo es negro. No lleva un anillo[20] en la cabeza.
—Ese es —dijo el induna—. Me fijé bien en él al ser extranjero, como era mi deber.
—Reúne rápidamente a tus mensajeros, ¡oh, rey!, y ordénales partir en seguida, pero has de saber que este jefe blanco y su servidor están bajo la protección de los Cielos, y que si llegara a ocurrirles algún percance, mi maldición caerá sobre el país, que se deshará en un mar de sangre. Ordénales que digan a Darrien que la Inkosazanaye-zulú, que le acompañó entre las rocas de una isla mientras caían los rayos y merodeaban los leones, le envía saludos y le aguarda.
Dingaan se volvió al induna y le dijo:
—Id y cumplid las órdenes de la Inkosazana. Ordena a los mensajeros más veloces que busquen a ese jefe blanco y que le conduzcan a su casa. Y recuerda… esos hombres morirán si algo llegara a sucederles, y tú con ellos.
El induna se puso en pie de un salto y se marchó. También Rachel se disponía a irse cuando entró el capitán de la guardia de las puertas, se arrodilló ante Dingaan y anunció:
—¡Oh, rey! Traigo noticias.
—¿Cuáles?
—Los centinelas envían señales de cumbre en cumbre, informando que han avistado a un hombre blanco montando a caballo. Ha cruzado el Búfalo y se dirige al «Gran Sitio». ¿Cuál es tu deseo? ¿Debe morir o se le obliga a retroceder?
—¿Cuándo han llegado esas noticias? —inquirió el rey en medio del silencio que siguió a aquel anuncio.
—No hace ni un minuto. El centinela lo ha traído deprisa, está a tus puertas. No ha llegado ninguna otra noticia del oeste durante días.
—Tu centinela te avisa tarde, rey, las aguas del estanque hablan más deprisa —apostilló Rachel. Entonces se dio la vuelta y se marchó en medio de un silencio sepulcral, ya que aquel hecho los había llenado de temor.
«Es cierto, es cierto», repetía Rachel para sí misma. Estas palabras se acompasaban al ritmo del paso de los porteadores de la litera. Había pasado todo el día entre trabajos e intensas emociones que habían culminado en aquel último acto en el que interpretó su peligroso y sobrenatural papel ante aquellos salvajes vestidos con pieles, por lo que no pudo pensar más. Se desvistió y apenas consiguió dejarse caer sobre el lecho de su choza. Aquella noche durmió profundamente, como no lo había hecho desde que se marchó Noie. Ninguna pesadilla le perturbó y se despertó totalmente recuperada a la mañana siguiente.
Entonces le llegaron las dudas. ¿No podría ser que, después de todo, se equivocara? Sabía de los maravillosos sistemas de comunicación de los indígenas al transmitir información, tanto que mucha gente, incluso hombres blancos, lo atribuían a la hechicería. Por tanto, no dudaba en que un inglés o un bóer habían entrado en Zululandia. La noticia de su llegada había cruzado cientos de kilómetros de colina en colina, como había dicho el capitán, o de algún otro modo. Pero ¿no podría ser una mera coincidencia? ¿Qué demostraba que aquel extranjero a caballo era Richard Darrien? Quizás todo fuera un error y se tratara solo de uno de esos blancos errabundos de la calaña del proscrito Ishmael que habían hecho de su vida en aquellos inhóspitos países una forma de lucrarse y disfrutar de una vida licenciosa. Pero aun así, aun así Quabi, a quien también había visto en sueño, había visitado el «Gran Lugar», tal y como ella había soñado.
Los dos días siguientes fueron terribles para Rachel. Los soportó como todos los anteriores, resolviendo los casos que le presentaban, manteniendo su apariencia de distante dignidad y completa indiferencia. No preguntó nada, ya que hubiera evidenciado sus vacilaciones y su debilidad, aunque era consciente que la historia de su visión corría de boca en boca y que el asunto interesaba a casi todos.
Llegó a saber, gracias a una conversación casual entre dos hombres a los que iban a ejecutar mientras ella fingía atender a los testimonios, que se lamentaban de no poder vivir más para enterarse de la verdad. El segundo día escuchó pocas noticias e intentó dormirse de nuevo junto al estanque, pero sus aguas permanecieron ciegas y mudas.
El induna Tamboosa, en una de sus visitas ceremoniales, tras informarle del estado de su yegua, que al parecer estaba mejorando, le dijo que los mensajeros habían corrido día y noche para encontrar al hombre blanco y que habían informado que se encontraba sano y salvo. Añadió que sin duda lo habrían matado por ser un espía de no haber sido por su visión.
—Sí, lo sé —respondió Rachel con indiferencia, aunque el corazón le dio un vuelco—. No recuerdo si os dije que debéis traerme a ese hombre directamente aquí cuando llegue. Haced saber mis órdenes. El rey puede hablar con él más tarde si así le place, ya que probablemente no partiremos hasta el día siguiente.
Entonces bostezó y preguntó, como si se le acabara de ocurrir, si tenían noticias de Noie. Tamboosa le respondió que no, pues no se había organizado ningún sistema de vigilancia al no haber enemigos ni casi población en la dirección por la que ella viajaba, pero que eso no debía perturbar a la Inkosazana, a quien le bastaba consultar al Espíritu para ver cuanto sucedía a su sirvienta.
Rachel le replicó que, por supuesto, así era y, como en realidad no le preocupaba el asunto en ese momento, movió la mano para indicar que la audiencia había concluido.
A la mañana del tercer día, mientras la joven celebraba un juicio, un mensajero entró y susurró algo al oído del induna de guardia, que se levantó y la saludó.
—¿Qué sucede? —preguntó Rachel.
—Solo esto, Inkosazana: ha llegado el blanco procedente del río Búfalo y está ahí fuera.
—De acuerdo —respondió—, hacedle esperar ahí.
A continuación reanudó el juicio. Sí, la joven continuó su trabajo, aunque sus ojos estaban ciegos y la sangre golpeteaba en sus oídos como un redoble de tambores. Ella concluyó y, tras un intervalo prudente, inclinó la cabeza e hizo la señal para que abandonaran su tribunal. Despacio, muy despacio, la multitud se marchó y la dejó a solas con sus criadas.
—Ve —le dijo a una de ellas—, y dile al capitán que haga entrar al jefe blanco. Debe venir solo y desarmado. Ahora marchaos todas. Os llamaré si os necesito.
La muchacha salió a cumplir el recado mientras sus compañeras cruzaban la puerta trasera de la cerca interior. Rachel miró a su alrededor para cerciorarse de que estaba sola y no quedaba nadie. Entonces se sentó sobre su taburete de madera tallada, con la vara en la mano y la capa blanca sobre los hombros. Los rayos del sol se filtraban por la techumbre curva de la choza, incidiendo sobre su melena, que brillaba de tal que modo que esta brillaba como una corona de oro, dejando su rostro en sombras. Permaneció sentada, tan inmóvil como una estatua.
La puerta de la cerca interior se abrió y se cerró detrás del recién llegado. Avanzó unos pocos pasos y se detuvo, el torrente de luz le había impedido verla sentada en la penumbra.
Rachel ya no albergó más dudas: ante ella estaba Richard Darrien, el muchacho de quien se había separado hacía tantos años, ahora convertido en un hombre. Ahora, al igual que entonces, seguía sin ser muy alto, aunque era de complexión fuerte y, salvo la barbita, había cambiado muy poco. Los mismos pensativos ojos grises, el mismo rostro franco y apuesto, la misma determinación en el rictus de los labios. Rachel supo al instante que no le había defraudado. También le gustaba, como ocurrió la primera vez.
Richard la vio y se quedó inmóvil, mirándola fijamente. Ella intentó hablar, darle la bienvenida, pero no podía, no le salían las palabras. Él también parecía embobado, y los dos permanecieron de esa guisa durante un buen rato. Al fin, él se quitó el sombrero con gesto mecánico y aventuró:
—Usted es la Inkosazanaye-zulú, ¿verdad?
Haciendo un gran esfuerzo, ella le respondió con voz dulce:
—Así me llaman.
En cuanto escuchó su voz avanzó rápidamente hacia ella, casi saltando, y dijo:
—Ahora estoy seguro… ¡Eres Rachel Dove, la jovencita que…! ¡En qué mujer tan hermosa te has convertido!
—Me alegro de que lo creas así, Richard —le respondió de nuevo con la misma voz baja, una voz abrumada por el amor y los ojos enrojecidos. Entonces dejó caer su varita, se levantó y le tendió las manos.
Se encontraron cara a cara, pero Richard no tomó aquellas manos, sino que la atrajo hacia sí de forma irresistible y la besó en los labios. Ella se soltó de su abrazo y se sentó sobre el taburete, primero con las mejillas coloradas y después blancas. Él permaneció donde estaba, tembloroso y desconcertado. Rachel alzó la mirada, tenía los ojos llenos de lágrimas, y musitó:
—¿Por qué debería avergonzarme? Es el destino.
—Sí, el destino.
Ambos estaban convencidos de que así era. Aunque solo se hubieran visto una sola vez, su amor era tan grande, la ligazón de sus respectivas naturalezas tan perfecta y plena, que su manifestación no se podía negar. Una verdad tan poderosa se saltaba todas las convenciones y proclama su fuerza y su belleza. Aquel beso era la declaración de una unión que no podían controlar, y así se lo confesaron el uno al otro.
—¿Cuánto tiempo? —le pregunto, alzando la vista de nuevo.
—Hoy hace ocho años desde que me alejé detrás de esas carretas.
—¡Ocho años! No he sabido nada de ti en todo este tiempo. Me has tratado muy mal, Richard.
—No, no. Te escribí tres veces, pero las cartas me vinieron devueltas, salvo una, que llegó a la persona equivocada y se enfadó mucho. Hace dos años me enteré de que tus padres se habían instalado en Natal, pero luego se habían marchado a Inglaterra y que tú habías muerto. Sí, un viejo me dijo que habías muerto —dijo, tragando saliva—. Supuse que se refería a otra persona, ya que no recordaba si el apellido era Cove o Dove, o quizás solo me mentía. En cualquier caso, no le creí. Siempre pensé que vivías.
—¿Por qué no viniste a verme, Richard?
—Porque era imposible. Mi padre ha sido un inválido durante años, estaba paralítico y yo era su único hijo, no podía abandonarle.
Ella le formuló una pregunta con la mirada.
—Sí —asintió él—, murió hace diez meses, y tuve que quedarme durante unas semanas más para arreglar los papeles de la herencia; los últimos años nos fue muy bien y me dejó un buen patrimonio.
»Entonces escuché el rumor de que un misionero inglés, con su esposa y su hija, se había instalado más allá de las fronteras de Natal, en un lugar sin civilizar de Transvaal, cerca de los montes Drakensberg, y como sabía que muchos bóers marchaban hacia ese país, me uní a ellos con la leve esperanza de que aquella historia fuera cierta.
—¿V-viniste en busca de la pequeña Rachel Dove?
—Por supuesto. De otro modo, ¿por qué hubiera dejado mis granjas en El Cabo para arriesgar mi cuello entre estos salvajes?
—Y entonces tú, o alguien, envió al espía Quabi, que regresó al campamento bóer con esa historia de la Inkosazanaye-zulú. Entonces, al llevarlo cojeando ante ese tipo de barba gris y una gran pipa, te acordaste y los otros se rieron de tu historia. Quiero decir, cuando les dijiste que esa Inkosazana se parecía mucho a una doncella inglesa, a «la hija de un misionero» a la que buscabas y que te ofrecías voluntario para averiguar qué había de verdad en aquella historia.
—Sí, es cierto. Rachel, ¿cómo puedes saber todo eso? Lo del viejo Oom Piet y el resto, y las palabras que usé. Tus espías deben ser muy buenos y veloces, porque no puedes haber visto a Quabi.
—Lo son. ¿Te dieron mi mensaje los hombres del rey? ¿El de que la chica que estuvo contigo en la isla del río te saludaba y esperaba?
—Sí. No lo entendí, ni tampoco ahora. Llegaron justo cuando iban a matarme por ser un espía bóer. ¿Quién te contó todo eso?
—Mi corazón —le dijo con una sonrisa—. Lo soñé todo. Supongo que para permitirme salvarte la vida y que pudiera traerte aquí para que me rescataras. Richard, ahora escucha la historia más extraña que hayas podido oír y ve y pregunta al rey y sus izinduna si no la crees.
Entonces le narró su visión junto al estanque y cuanto había sucedido después. Cuando terminó, Richard solo pudo mover la cabeza y decir:
—Aún sigo sin comprenderlo, pero no me maravilla que estos zulúes te hayan convertido en su diosa. Pero, Rachel, ¿qué va a pasar ahora? No me van a convertir en Sumo Sacerdote si tú te quedas aquí.
—No me voy a quedar. Vuelvo a casa, y tú debes llevarme. Les dije que habías venido con tal fin. Tienes un caballo, ¿no? ¿El caballo negro con una pata blanca? Bien, podemos salir de inmediato… No, no, antes debes comer y hay que preparar algunas cosas. Ahora debes guardar cierta distancia y mirarme con tanto respeto como puedas, porque aquí ocupo una posición delicada.
Rachel dio una palmada y las mujeres acudieron apresuradamente.
—Traed comida para el nkosi Darrien y llamad al capitán de la guardia.
El hombre llegó de inmediato, inclinó la cabeza en señal de respeto y comenzó a recitar todos sus títulos:
—Preséntate ante el rey y dile que la Inkosazana ordena que se le devuelva la montura en la que vino, ya que debe marcharse de Zululandia durante un tiempo. Dile también que un impi debe estar preparado antes de una hora para darle escolta a ella y su servidor, el jefe blanco, hasta el Tugela. Infórmale de que el nkosi Darrien le ha traído noticias que hacen necesario que la Inkosazana parta rápidamente si quiere salvar a los zulúes, su pueblo, de un gran infortunio, y dile que este la acompañará. Si el rey o sus izinduna desean ver a la Inkosazana o al jefe Darrien, deberán reunirse con ellos en el camino, ya que no disponen de tiempo para visitar el «Gran Lugar». Tamboosa debe estar al mando de ese impi, y dile también que la Inkosazana se enfadará si no aparece este inmediatamente y reclutará a cualquier otro por sí misma. Ahora ve, pues las vidas de muchos hombres dependen de tu velocidad, sí, las vidas de los más grandes de este país.
El hombre saludó y salió como un rayo.
—¿Te obedecerán?
—Eso creo, porque me temen, sobre todo ahora que has venido. En cualquier caso tenemos que actuar ahora mismo, antes de que tengan tiempo para pensar… Es nuestra mejor oportunidad. Aquí hay comida… come. Mujeres, marchad y decidle a la guardia que den de comer al caballo del nkosi en la puerta, porque lo va a necesitar muy pronto, y también al de su sirviente.
—No tengo sirviente —le interrumpió Richard—. Dejé a Quabi en un kraal a unos ochenta kilómetros de aquí con una herida en el pie. Volverá a cruzar el río Búfalo tan pronto como se recupere.
Richard comió entonces, y lo hizo con avidez, pues estaba muy hambriento, mientras hablaban, pues tenían mucho que contarse. Él preguntó porqué pensaba que era necesario dejar Zululandia inmediatamente y Rachel le explicó que tenía dos motivos: la primera, porque tenía una gran ansiedad por ver a sus padres, ya que tenía un mal presentimiento, y en segundo lugar, por el interés del propio Darrien.
Le explicó que los zulúes la consideraban un símbolo del Espíritu de su pueblo y que eran terriblemente celosos en todo lo tocante a ella, tanto que no podría protegerlo si él se quedaba mucho tiempo y ellos comprendían lo mucho que significaba para ella. Era imposible que pudiera verlo a menudo y más aún que pudiera quedarse en su kraal.
Además, él debería vivir lejos si los detenían ahora, allí donde ninguna azagaya lo buscara por las noches ni pudieran envenenar su comida. En ese momento estaban impresionados por su presciencia y de ahí que estuvieran dispuestos a ceder, pero si esa sensación desaparecía… ¿Quién podría decirlo? Especialmente si regresaba Ishmael.
Richard le preguntó quién era Ishmael y qué tenía que ver con Rachel. Ella se lo contó brevemente y a él le pareció un asunto muy serio, a pesar de que omitió gran parte de la historia.
Una mujer llamó, pidiendo permiso para entrar, mientras terminaban de hablar y, como antes, Rachel le pidió que guardara una actitud respetuosa y se alejara de ella. Richard le obedeció y la mujer entró para decirle que los izinduna del rey le solicitaban una audiencia.
Les recibió y la saludaron con la humildad de costumbre, pero no se preocuparon de Richard, más allá de alguna mirada curiosa y, como ella había intuido, hostil.
—¿Está todo dispuesto para mi viaje como os ordené? —preguntó Rachel.
—Inkosazana, todo está dispuesto. ¿Cómo podríamos desobedecerte? —respondió el portavoz—. Tamboosa y el impi aguardan fuera. Pero los corazones del rey, de sus consejeros y de todo el pueblo zulú están desolados porque vuestra marcha nos deja de duelo.
»También les entristece ese hombre blanco, Dario, a quien has llamado… porque no es tu servidor. —El induna añadió con gravedad—: Al menos él debería quedarse en Zululandia.
—Es el servidor a quien envié a buscar —replicó Rachel orgullosamente—. Eso basta. Recordad todos vosotros y repetidlo también al rey, que si le sobreviniera algún mal a este jefe blanco, que es mi huésped y también el vuestro, su sangre derramada me habrá separado del pueblo zulú y mi venganza será terrible.
Los izinduna parecieron acobardarse ante sus palabras, pero no respondieron. El jefe solo dijo:
—Al rey le gustaría saber si el nkosi, tu servidor, te ha traído noticias de los amaboona, los blancos en cuya compañía ha viajado.
—Trae noticias de que buscan la paz con los zulúes, y que no les atacarán si no son atacados. ¿Puedo decirles que los zulúes también buscan la paz?
—El rey no nos ha dado ningún mensaje sobre ese asunto, Inkosazana —replicó el induna—. Aguarda la llegada de los profetas del pueblo fantasma para interpretar el significado de tus palabras y de la profecía de la estrella.
—Así sea —dijo ella—. Cuando regrese mi servidora Noie, permitidle llegar a mí cuanto antes, para que pueda oír y considerar las palabras de su pueblo —Rachel comenzó a levantarse de su asiento para dar por concluida la audiencia cuando el induna añadió apresuradamente:
—Inkosazana, solamente una pregunta del rey: ¿Cuándo volverás a Zululandia?
—Regresaré cuando sea necesario. No temáis, creo que volveré, pero os prevengo a todos vosotros y al rey: Cuidad que no haya sangre entre vosotros y la Inkosazana cuando regrese o los Cielos os enviarán grandes calamidades. He hablado. Buena suerte hasta que volvamos a encontrarnos.
Los izinduna se miraron unos a otros, se levantaron y se marcharon con la misma humildad con la que habían entrado.
Una hora más tarde, rodeada por el impi y seguida por Richard, Rachel se encontraba en la carretera que conducía al río Tugela. Tiró de las riendas al llegar a la cresta de una colina volvió la vista hacia el gran kraal, Umgugundhlovu. Entonces llamó a su lado a Richard y le dijo:
—Sospecho que no tardaré en volver a ver este odioso lugar.
—¿Por qué? —le preguntó él.
—Por la forma en que los izinduna se miraban entre sí. Había un secreto siniestro en sus ojos. Richard, tengo miedo.