Rachel tiene una visión
CONDUJERON A ISHMAEL ANTE el rey aquella misma tarde. Estaba hecho un cristo, ya que los capitanes —algunos tenían cuentas pendientes que saldar contra él— le habían golpeado con los astiles de sus lanzas durante todo el viaje desde el kraal al komkhulu real. Indicaron que había intentado zafarse cuando salieron de la empalizada, que había luchado y se había resistido, puntualizando que la Inkosazana les había prohibido matarle, pero no había dicho nada de la paliza que se tenía merecida.
Las ropas estaban hechas jirones, había perdido su sombrero y su pipa —en realidad, Noie había arrojado ambos al fuego hacía horas—, tenía los ojos amoratados y magulladuras por todo el cuerpo.
Tal era su aspecto cuando lo empujaron ante Dingaan mientras la sangre le hervía de rabia, sin que apenas pudiera contenerse, ni siquiera en su presencia.
—¿Visitaste hoy a la Inkosazana, hombre blanco? —preguntó el rey con voz suave, mientras los izinduna lo miraban divertidos.
Entonces, Ishmael prorrumpió en un discurso sobre sus heridas, exigiendo que mataran a los capitanes que le habían golpeado a él, a un blanco, a una persona importante.
—¡Cállate! —dijo Dingaan al fin—. La cuestión, Merodeador de la Noche, es si te debemos matar o no a ti, perro, que te has atrevido a insultar a la Inkosazana proponiéndote como su esposo. Hubiera hecho bien en hacerte matar, y si me molestas con tus quejas y gritos, te enviaré a dormir con los chacales esta misma noche, sin esperar su veredicto.
Ishmael enmudeció al verse en peligro, y el rey continuó:
—¿Has descubierto, como te encomendé, por qué la Inkosazana desea dejarnos?
—Sí, rey. Quiere volver con los suyos, el viejo médico que predica y su esposa.
—¡Ellos no son su pueblo! —estalló Dingaan—. Sabemos que la encontraron durante la tormenta, que no son sino los padres adoptivos que los Cielos eligieron para ella. Tú fuiste el primero en contarnos esa historia y cómo llamó al rayo que fulminó a mi guerrero en Ramah. Nosotros y solo nosotros somos su pueblo. ¿Puede tener la Inkosazana un padre y una madre?
—Lo ignoro, pero es una mujer, y jamás supe de ninguna mujer sin padres. Al menos creo estar seguro de que ella los ve como si lo fueran de verdad, y los obedecerá en todo, y jamás los abandonará mientras vivan… a menos que ellos así se lo ordenen.
Dingaan lo miró fijamente con sus ojillos porcinos y repitió sus palabras: «jamás los abandonará mientras vivan… a menos que ellos así se lo ordenen». Pareció meditar durante unos instantes y a continuación preguntó:
—¿Quién va a atreverse a obligar a la Inkosazana a que se quede si ella desea marcharse? ¿Quién tiene poder para hacerlo si usa su magia? ¿Acaso no caerá su maldición sobre nosotros y nos destruirá si alguien osa alzar una mano contra ella?
—No lo sé —volvió a responder Ishmael—, pero creo que lanzaría a los bóers contra vosotros si regresase enojada entre esos hombres blancos.
El rostro de Dingaan se volvió gris y ordenó a Ishmael que se volviera de espaldas mientras deliberaba con su consejo. Luego dijo:
—Escúchame, hombre blanco. Sería terrible que la Inkosazana nos abandonara porque se marcharía el Espíritu de nuestro pueblo y la buena fortuna. Así lo ha dicho el consejo de hechiceros unánimemente, y yo les creo. Más aún, es nuestro deseo que ella se quede con nosotros un tiempo. Hoy mismo, el consejo de hechiceros ha reconocido que no puede interpretar las palabras que pronunció y que hay que buscar a los sabios de un pueblo que vive lejos para que hablen cara a cara con ella. Por consiguiente, ella debería permanecer en Umgugundhlovu hasta su llegada.
—Sin duda —respondió Ishmael con indiferencia, que no creía en los sabios que vivían lejos ni el consejo de hechiceros pero, conociendo como conocía a los nativos, dedujo acertadamente que los adivinos se hallaban en un apuro. Habían aceptado a Rachel como a un ser sobrenatural, la encarnación del Espíritu de su pueblo, movidos por sus supersticiones, que al principio él mismo había fomentado para sus propios fines. El tal Mopo, de quien se rumoreaba que había matado a Chaka por orden del Espíritu, la había reconocido como tal y, por consiguiente, no se atrevían a decir que las palabras que había pronunciado como profecía eran buenas, pero tampoco se atrevían a interpretar que lo que había dicho significaba que debían obedecerla y no debían atacar a los bóers.
Hacerlo equivalía a entorpecer las aspiraciones militares de la nación y los deseos secretos del rey, y les costaría la vida si finalmente estallaba la guerra. Por todo ello habían anunciado que no comprendían sus palabras y decidido delegar la responsabilidad sobre los hombros de otros videntes, de los que él no sabía nada ni se había molestado en preguntar.
—Pero —prosiguió el rey—, ¿quién puede obligar a la paloma a anidar en un árbol que no le gusta, sabiendo que tiene alas y que puede volar?, ¿no le agradaría a la paloma vivir en su propio árbol, donde tiene el nido en que se crio, si lo trajéramos? ¿Comprendes, hombre blanco?
—No —respondió Ishmael, aunque, de hecho, entendía perfectamente que el rey estaba haciendo un juego de palabras con el apellido inglés de Rachel[19], que pretendía que trasladara su hogar a Zululandia—. La Inkosazana no es un pájaro. ¿Y quién puede mover los árboles?
—¿Te han atontado la cabeza los golpes o has bebido demasiada cerveza? Entiende lo que quiero decir. La Inkosazana no se quedará porque su hogar está lejos, por consiguiente tenemos que traerlo aquí y entonces se quedará. Al principio, ordené que si ese viejo misionero y su esposa intentaban acompañarla, los mataran. Ahora me trago mis palabras. Tienen que venir a Zululandia.
—¿Y cómo vas a convencer a ese par de tontos? —preguntó Ishmael.
—¿Cómo persuadí a la mismísima Inkosazana para que viniera? Encontrando a alguien a quien ella quisiera.
—Creerán que la has matado y que también pretendes matarlos a ellos.
—No, porque tú irás al frente de un impi y les convencerás de lo contrario.
—No puedo ir. Esos brutos de tus capitanes me han herido en la cabeza y me han dejado cojo, no puedo caminar ni montar.
—Entonces te llevarán en una litera o… —añadió Dingaan con tono amenazador— puedes quedarte aquí haciendo compañía a los buitres. La Inkosazana es compasiva, pero ¿por qué no podría yo vengar tus ofensas, perro blanco, tú que te has atrevido a arañar la puerta del kraal de la Inkosazanaye-zulú?
Ishmael comprendió que no tenía elección. Además, una idea siniestra comenzó a tomar forma en su mente. Deseaba conseguir a Rachel más que a nada en el mundo, le había enloquecido de amor —o lo que él llamaba amor— y aquel encargo le podía proporcionar ciertas ventajas. Además, quedarse significaba la muerte, por lo que comenzó a negociar una compensación por sus servicios, una gran recompensa en ganado y marfil, la mitad al contado y el resto al final del trabajo. Entonces recibió sus órdenes, que consistían en viajar a la misión de Ramah a la cabeza de un pequeño impi de trescientos hombres, cuyas únicas instrucciones eran obedecerle en todo. Debía decirle al umfundusi Vociferador que él y su esposa debían venir a vivir en Zululandia si deseaban volver a ver a la Inkosazana. Debía traerlos por la fuerza si rehusaban. Si por un casual la Inkosazana cruzaba el Tugela antes que ellos, haciendo ejercicio de su autoridad, también debía traerlos, ya que ella los seguiría. Asimismo, debían continuar viaje si el Vociferador y su esposa se la encontraban en el camino durante su viaje de vuelta a Ramah, ya que entonces ella daría la vuelta y los acompañaría. Ishmael tenía que marcharse de inmediato y cumplir aquellas instrucciones.
—Te oigo —dijo Ishmael—, y comenzaré tan pronto como reciba el ganado y se envíe el marfil a mi kraal de Mafooti.
Había algo en la voz del hombre o en su aspecto rastrero y astuto que impregnaba sus facciones y llamó la atención de Dingaan.
—Se te enviará el ganado y el marfil —dijo con acritud—, pero sería aciago para ti, Ibubesi, que intentaras engañarme en este asunto. Mi generosidad te ha convertido en un hombre rico y allí, en tu casa de Mafooti, tienes muchas reses, muchas esposas y muchos hijos. Mis espías me han informado de todos ellos. Si me la juegas o te atreves a ponerle un dedo encima a la Blanca, has de saber que quemaré ese kraal, haré degollar a todos sus habitantes y te arrebataré todo el ganado… Y cuando te capture, Ibubesi, te mataré despacio, despacio, muy despacio. He hablado. Vete.
—Iré, ¡oh, Gran Elefante, Hijo de la Vaca Negra!, iré y te obedeceré en todo —respondió Ishmael con humildad, ya que estaba asustado—. Te traeré a los blancos, solo espero que me protejas de la ira de la Inkosazana por lo que pueda hacer.
—Tendrás que encontrar la forma de hacer las paces con la Inkosazana por ti mismo —le replicó Dingaan, que le dio la espalda y se deslizó dentro de su choza.
El gran induna Tamboosa hizo acto de presencia en el kraal de Rachel una hora después y solicitó autorización para hablar con ella.
—¿De qué se trata? —le preguntó Rachel cuando se le hubo concedido—. ¿Vienes a llevarme fuera de Zululandia, Tamboosa?
—No, Blanca —le contestó él—. El país aún te necesita aquí. He venido para decirte que a Dingaan le gustaría hablar con tu sirviente Noie si te place concederle permiso para visitarle. No temas, no le sucederá ningún mal. Respondo con mi vida. Tú misma no podrías estar más segura de lo que lo estará Noie.
—¿Temes ir? —preguntó Rachel a Noie.
—No —respondió la muchacha riendo—. Confío en la palabra del rey y en tu poder.
—Ve entonces y regresa tan pronto como puedas. Tamboosa te guiará.
Noie se marchó.
El toldo de la entrada se abrió dos horas después del crepúsculo, mientras Rachel, atendida por sus doncellas, estaba cenando. Noie entró, saludó y se sentó. Rachel hizo señas a las mujeres para que se llevaran la comida al marcharse, y le preguntó ansiosa qué deseaba el rey en cuanto se quedaron a solas, ya que esperaba que fuera algo realizado con su marcha de Zululandia.
—Es una larga historia, Zoola, pero te contaré lo importante. La primera vez que nos vimos te dije que, aunque mi madre era zulú, yo no era de los suyos, que pertenecía al pueblo de los sueños, al pueblo fantasma, al pequeño pueblo gris, que vive lejos de aquí, al norte, bajo los árboles a los que adoran.
—Sí, y que por eso no te interesas por los hombres como hacen las demás mujeres, sino que sueñas y hablas de espíritus. ¿Adónde quieres llegar?
—Es por eso por lo que sueño y hablo con los espíritus, como un día espero enseñarte a hacer a ti, pues tu alma y la mía son gemelas —replicó Noie con ojos relucientes—. Y tiene que ver porque los miembros del pueblo fantasma son adivinos, leen el futuro y ven en el corazón de los hombres. Nadie les iguala. Por tanto, jefes y pueblos que viven muy lejos les envían grandes obsequios y les imploran que lean su destino, aunque ellos rara vez les escuchan u obedecen.
»El asunto de los bóers, las palabras que pronunciaste sobre el comienzo de la guerra y la profecía de la estrella preocupan a Dingaan y sus consejeros. El consejo de hechiceros no puede interpretarlas y no se atreven a preguntarte, ya que dijiste que no volverías a hablar del tema y, además, saben que no les responderías si lo hicieras o, aún peor, les anunciarías cosas que les contrariarían.
—En eso tienen razón. Inventarme un oráculo indescifrable ya fue suficiente. Si tuviera que hablar de nuevo, lo haría con más claridad.
—Por eso han pensado en los Tratantes de Sueños, para enfrentarles a tus profecías, ya que los reyes fantasmas pueden ver tu grandeza y decirles el significado preciso de tus palabras y de la profecía que les trajiste de los Cielos.
—Noie, ¿quieres decir que desean que visite a esos reyes fantasmas?
—En absoluto, Zoola. En tal caso tendrían que separarse de ti. Quieren que los sacerdotes de los reyes fantasmas te visiten y traigan la palabra de la Madre de los Árboles.
—¡Visitarme! ¿Cómo? ¿Quién los guiará hasta aquí?
—Pretenden que sea yo, ya que saben que soy de su sangre, y la única que hablo su idioma, pues mi padre me lo enseñó de niña.
—Pero Noie… Eso significa que tendríamos que separarnos —dijo Rachel alarmada.
—En efecto, así sería. De todas formas, creo que lo mejor que podrías hacer es seguirles la corriente y dejarme ir, ya que, por otra parte, no sé cómo podrías escapar de Zululandia. Le dije al rey que pensaba que me dejaría ir con una condición, que serías libre de ir adonde quisieras una vez que hayas hablado con los reyes fantasmas y estos hayan descifrado tu enigma.
—Él respondió que de esta forma se haría, y que mientras tanto permanecerías aquí con honores, tranquilidad y seguridad. Es más, me prometió que enviaría un mensajero a Ramah para explicar los motivos de tu retraso.
—¿Cuánto tiempo estarás de viaje, Noie? ¿Y qué pasará si los profetas de tu pueblo rehúsan venir?
—No sabría decirte, ya que nunca he viajado por esos caminos, pero iré deprisa. Corredores veloces me pueden llevar en una litera. No está muy lejos para quienes conocen el secreto de la entrada a aquellas tierras. Además, la anciana Madre de los Árboles es la tía de mi padre y creo que los profetas vendrán si yo se lo ruego, o al menos enviarán un mensaje con la respuesta a su pregunta. Estoy segura de ello… No me preguntes por qué.
Rachel se resistió a aquella separación —le asustaba quedarse sola— durante un buen rato mientras que Noie abogaba a favor de la misma. Le recordaba que allí estaría segura, pues ya había visto el tratamiento que le habían dado a Ishmael, un blanco con quien los zulúes mantenían buenas relaciones.
Añadió muy convencida que aquellos misteriosos reyes fantasmas eran muy poderosos y podrían liberarla de las garras de los zulúes y protegerla de ellos, y que lo harían cuando conocieran su caso.
Al final Rachel le dio permiso para viajar, no porque la convencieran sus razones sino porque estaba persuadida de que Noie tenía otros motivos que prefería no desvelar.
Habían sido inseparables desde el día en que lanzaron al viento los cabellos en Ramah, sin que importaran las circunstancias ni las diferencias de raza. Rachel creía en Noie más que en la otra vida, y lo mismo ocurría con esta. Sabían que sus destinos estaban entrelazados y que ni ríos, ni montañas, ni la voluntad de los hombres podrían separarlas.
—Veo que crees que mi destino depende de esa delegación de tu gente —suspiró Rachel al fin.
—Así es —aseguró ella confiadamente.
—Ve entonces, pero vuelve tan deprisa como puedas, hermana, porque no sé cómo podré vivir en esta soledad.
Rachel le abrazó y le besó en los labios.
Antes de acostarse, Rachel le preguntó si sabía algo de Ishmael. Noie le respondió que se había enterado de que lo habían llevado aquella tarde al kraal del rey y que se hallaba vigilado en su choza. Uno de sus escoltas le había dicho también que Ibubesi se había encontrado muy mal tras su entrevista con el rey —probablemente por la paliza recibida mientras se lo llevaban de la Casa de la Inkosazana— y los doctores lo estaban atendiendo. La joven agregó:
—Me gustaría tenerlo aquí, nos ahorraríamos muchas penalidades, pero eso no puede ser hasta que llegue el momento.
Noie partió de viaje al día siguiente antes de que amaneciera. Rachel hizo llamar a los capitanes de la escolta y hechiceros que la acompañaban, les dijo de forma cortante que la ponía a su cargo y que respondían de su seguridad con sus vidas, a lo que ellos replicaron que eran conscientes y estaban preparados para morir si algo le sucedía a la hija de Seyapi. Entonces charló largo y tendido con Noie, revelándole todo cuanto sabía de los bóers y el propósito de sus vagabundeos, autorizándole a dar esa información a los reyes fantasmas y mostrarles cuán terrible podía llegar a ser una guerra entre aquel pueblo blanco y los zulúes.
Noie le respondió que les daría su mensaje, aunque fuera innecesario, ya que ellos podían ver todo cuanto sucedía «en los cuencos de agua debajo de los árboles, y sin duda saben de mi llegada y de los motivos de la misma». Una respuesta cuyo significado no tuvo tiempo de preguntar. Se abrazaron y se separaron, no sin derramar algunas lágrimas.
Rachel caminó a la parte trasera, la más elevada de la choza, desde donde se divisaba todo el kraal y podía contemplar la salida de Noie. Tenía una escolta de cien guerreros armados y unos cincuenta o sesenta porteadores, que trasportaban comida, ropas y una litera. También integraban el grupo tres doctores en magia y medicina y dos mujeres, viudas de alto rango, para atenderla.
Salvo dos guías, la propia Noie marchaba a la cabeza del grupo; calzaba sandalias, vestía una túnica blanca que le colgaba de los hombros y sostenía en la mano una rama en la que crecían hojas de verde intenso, cuyo significado se le escapaba. Rachel estuvo observando hasta que sobrepasaron la cima de la colina. Noie se giró y ondeó la rama en señal de despedida.
Ahí comenzó un rosario de días atroces, la mayoría de los cuales pasó caminando dentro del perímetro de la empalizada del kraal, un espacio de unos tres o cuatro acres, o se sentaba a la sombra de los hermosos árboles cuyas ramas sobrevolaban las aguas profundas y cristalinas del estanque que formaba el riachuelo al atravesar el kraal, un estanque flanqueado por los juncos de las orillas en el que flotaban lirios en flor. Llegó a contar los brotes de estas últimas, contemplando cómo se abrían por la mañana y cómo se cerraban por la noche hasta que llegaba el día en que perdían su encanto y otras las sustituían.
Tamboosa y otros izinduna la visitaron al día siguiente de la partida de Noie y le preguntaron si no le gustaría bajar al kraal del rey y ayudarle a él y a su consejo a impartir justicia en varios juicios, ya que su opinión prevalecía mientras ella estuviera en su tierra. Rachel declinó la oferta respondiendo:
—No, aquel lugar huele demasiado a sangre.
Despreocupadamente añadió que si tenían causas que juzgar, tendrían que traerlas a su propia casa. Y no pensó más en ello hasta que al día siguiente descubrió atónita que el demandante y el demandado de un gran caso, con sus respectivos abogados, y treinta o cuarenta testigos la estaban esperando, sin saber cuándo le complacería oír su causa.
Con su característico coraje, Rachel respondió:
—Ahora.
Su conocimiento de las leyes se limitaba a lo que había leído, a falta de algo más interesante, en los manuales de su padre, que había sido juez de paz en la colonia de El Cabo y unos cuantos juicios improvisados que había presenciado en Durban, a lo que había que añadir su profundo conocimiento de las costumbres cafres. Poseía un sincero deseo de descubrir la verdad y hacer justicia y lo hizo muy bien.
El asunto en disputa, la propiedad de un gran rebaño que ambas partes reclamaban como herencia, era importante. Rachel no tardó en descubrir que ambos eran jefes poderosos y que el rey le había remitido el caso porque si fallaba a favor uno u otro, ofendería mortalmente al otro.
Sentada en su taburete, Rachel estuvo escuchando en silencio durante mucho tiempo las apasionadas súplicas de los defensores del demandante, a quien se llamó a declarar como testigo. En el curso de su declaración dijo algo que le convenció de que mentía y, rompiendo su silencio por primera vez, le preguntó cómo se atrevía a prestar falso testimonio delante de la Inkosazanaye-zulú, para quien la verdad siempre era evidente y estaba enterada de todos los detalles del rebaño en disputa. El hombre, viendo que clavaba sus ojos en él y estando seguro de sus poderes sobrenaturales, se asustó, se vino abajo y confesó públicamente que había intentado aquel fraude al envidiar las riquezas de su primo, el demandado.
Rachel dictó sentencia en función de lo oído, ordenándole que pagara en reses las costas a su primo y una multa al rey, y le amonestó para que se comportara mejor en el futuro. El resultado fue que su fama como jueza se corrió por todo el reino y los litigantes asediaban a diario su empalizada, y ella resolvía sus casos con gran habilidad y a entera satisfacción de las partes.
Sin embargo, se negó con firmeza a juzgar casos relacionados con asuntos criminales castigados con pena de muerte o asuntos relacionados con la brujería, afirmando que la Inkosazana no causaría derramamiento de sangre. Tales casos los remitía al rey y a su consejo, limitándose a las actuaciones que en Inglaterra llevarían los Tribunales de Equidad.
Por ello, Rachel añadió a su reputación de Reina celestial la de jueza íntegra a la que no influían ni amenazas ni sobornos; probablemente, el primer caso conocido en Zululandia.
Pero no podía resolver casos durante todo el día, la tensión era excesiva, aunque al final la mayoría se asemejara a los arbitrajes en los que las partes enfrentadas, tras haber llegado a la conclusión de que no podían engañar a alguien tan sabio y ecuánime, se sometían al dictamen de su sabiduría.
Después los despedía, siempre a mediodía, ya que abría su corte a las siete de la mañana y no permanecía sentada en ella más de cinco horas. Entonces quedaba en su desolada soledad hasta la mañana siguiente, y las horas le pesaban como losas. Se envió un mensajero a Ramah, pero volvió a los diez días diciendo que el Tugela bajaba crecido y no se podía cruzar. Ella lo envió de nuevo, pero una semana después le dijeron que lo había devorado un león durante el camino. Entonces eligió otro mensajero, pero no volvió a saber de él en mucho tiempo.
Fue por aquel entonces cuando Rachel supo que Ishmael, tras haberse recuperado de sus dolencias, se había escapado de Umgugundhlovu durante la noche, sin que al parecer nadie conociera su paradero. El miedo acongojó a la joven desde ese momento. Temía a Ishmael e intuyó que el marcharse sin despedirse de ella no presagiaba nada bueno. De hecho, una o dos veces se arrepintió de no haber seguido el consejo de Noie y haberlo entregado a la justicia del rey. Entretanto, nada se sabía de Noie, que había desaparecido en la jungla.
El temple de la joven comenzó a resentirse al vivir aquella vida extraña y tan poco normal. Parecía serena y tranquila mientras administraba justicia, pero cuando la muchedumbre de humildes litigantes se dispersaba fuera de su corte de justicia, cuando los gritos de los aduladores se perdían más allá de la empalizada y se apagaba el clamor que proclamaba sus títulos, todo era muy diferente. ¡Oh, sí! Todo cambiaba cuando se retiraba a la soledad de su choza para descansar tras haber despedido a las doncellas obsequiosas que la aguardaban. Entonces se arrojaba en su lecho de hermosas pieles, y a veces rompía a sollozar porque ella, que parecía una reina sobrenatural, no era más que una chiquilla abandonada por Dios y por los hombres.
Era la estación de las tormentas y casi todas las tardes estallaba una sobre su kraal, que se agitaba con el ir y venir de los nubarrones, mientras los relámpagos zigzagueantes impactaban una y otra vez contra el rostro rocoso de la colina.
Nunca antes había temido a estas tormentas, pero ahora la aterraban. Su llegada le daba pánico, y lo peor de todo era que no podía demostrar su miedo, pues se suponía que gobernaba y dirigía los rayos. De hecho, todos atribuyeron aquella pluviosidad, que aseguraba una buena cosecha tras varios años de sequía, a la influencia benéfica de su presencia en el país. De igual modo, cuando un rayo impactó en la choza de un hechicero, no hacía ni dos días que este había manifestado abiertamente su incredulidad ante los poderes de la Inkosazana, atribuyeron el hecho a un acto de venganza, suya o de los Cielos, a los que les había molestado semejante falta de fe. Ni que decir tiene que las críticas desaparecieron tras aquella memorable exhibición de fuerza sobrenatural y Rachel se volvió incuestionable.
Las tormentas cesaron y se alejaron definitivamente sin causarle ningún daño, y cuando el Sol volvió a brillar, pudo salir al exterior y sentarse bajo los árboles al borde del bellísimo estanque hasta que los lirios se cerraban y el aire frío le indicaba la proximidad de la noche.
¡Ay! ¡Qué largas e interminables se le hacían aquellas noches a Rachel en su soledad! Siempre había dormido bien, pero entonces no podía conciliar el sueño, o tenía pesadillas cuando lo conseguía. Siempre soñaba con su madre, que estaba enferma y que la llamaba, hasta que acabó por creer que era cierto. Esta convicción arraigó tan fuerte en ella que resolvió no esperar a Noie e intentar salir de Zululandia a toda costa.
Le expresó tal resolución al rey a través de Tamboosa.
La respuesta le llegó al día siguiente. Nadie podía controlar sus movimientos, por supuesto, pero tendría que volar si deseaba volver a Ramah porque todos los ríos se habían desbordado como podría comprobar si miraba desde lo alto de la montaña de su kraal. Tamboosa agregó que habían enviado a una compañía de hombres para apresar a Ishmael, pero que se había detenido ante el primer río durante una semana y al final había regresado al resultar imposible vadearlo, al igual que tuvo que hacer su mensajero.
Rachel no contestó al enterarse por otras fuentes que era verdad. Lo que no sabía, sin embargo, era que Ishmael había cruzado los ríos menos caudalosos antes de la crecida y que continuaba avanzando al encuentro de los guerreros, a los que se les había ordenado esperarle a orillas del Tugela.
La fuga era totalmente imposible en aquel momento y los zulúes no se lo hubieran permitido de haber sido de otra manera. Debía quedarse allí con la sola compañía de sus miedos y sus pesadillas.
Afortunadamente para ella, otras imágenes más agradables sustituyeron a aquellos sueños perturbadores, pero, aunque eran muy vívidas, al despertar solo podía recordar que tenían que ver con Richard Darrien, el compañero de su odisea en el río, de quien no había sabido nada durante años. Aunque era consciente de que podía haber muerto hacía tiempo, ella no lo creía. Podía haberla olvidado si estaba vivo, aunque tampoco creía que él, que siendo un adolescente había deseado seguirla el resto de su vida, y en quien ella había pensado un día sí y otro también, la hubiera olvidado. Sí, había pensado en él, pero no de aquella manera. ¿Por qué su imagen se erigía con tanta fuerza en aquel preciso momento? ¿Por qué su mente jamás se libraba de él? ¿Pudiera ser que se encontraran de nuevo? Se estremeció gozosa cuando esa esperanza la sostuvo y recordó que su madre siempre había dicho que volverían a encontrarse. ¿Podría ser que de entre todos los hombres del mundo, él, pues ya sería un hombre si vivía, acudiera en su rescate? Entonces nada tendría que temer. Entonces se sentiría segura ante cada peligro, como un niño en brazos de su madre. No, era demasiado hermoso para que se cumpliera. Su imaginación jugaba con ella, nada más. Y aun así, aun así… ¿Por qué frecuentaba Richard sus sueños?
Los días tristes se sucedieron. Había pasado un mes desde que Noie desapareció por aquel espinazo montañoso, y lo peor de todo era que los sueños con Richard desaparecieron durante tres noches y solo permanecieron los que se referían a su madre.
Rachel estaba agotada, desesperada. Había pasado toda la mañana enfrascada con un caso exigente que había ocupado su mente, pero la habían fatigado, uno de aquellos casos interminables sobre la herencia de un rebaño que reclamaban tres hermanos, descendientes de las diferentes esposas del abuelo, el dueño del rebaño en disputa.
Finalmente, consiguió un acuerdo entre las partes y se retiró a su choza entre sus saludos y aclamaciones. Pero no podía comer, la monotonía de las comidas le desagradaba. Tampoco podía descansar, pues la tempestad de aquel día no dejaba de crecer y la pesadez de la atmósfera y el calor agobiante enervaban sus nervios y le impedían dormir.
Al final llegó el habitual soplo de aire gélido y estalló la tormenta. El trueno bramó, el relámpago parpadeó y llovió a cántaros, pero, como de costumbre, pasó pronto y el sol volvió a brillar.
Respirando aliviada, Rachel salió de la choza sofocante al aire frío y dulce del exterior y tendió sobre la piel de un toro que había ordenado extender a sus sirvientes junto al estanque, bajo los árboles. Era muy agradable estar allí, la brisa agitaba las ramas de los árboles y las gotas de lluvia de sus hojas cayeron sobre su rostro febril y la refrescaron.
Intentó olvidar sus cuitas durante un tiempo y comenzó a pensar en Richard Darrien, su joven amado, durante más de una hora, preguntándose qué aspecto tendría ahora que se había convertido en un hombre.
—Si pudieras venir a ayudarme, si pudieras venir… —y la exhausta joven se quedó dormida mientras murmuraba estas palabras.
Súbitamente le pareció que estaba despierta y miraba el fondo del estanque, las aguas eran claras y se veía perfectamente el fondo de granito. Vio una imagen en aquellas aguas: una larga hilera de carromatos. Junto a uno de ellos un grupo de hombres barbados y joviales fumaban y charlaban. En aquel momento se acercó un hombre fornido y de aspecto desenvuelto seguido por un fatigado cafre. Estaba de espaldas por lo que no podía verle el rostro, pero sí podía escuchar lo que decía, aunque las voces eran débiles y lejanas.
—¿Qué ocurre, sobrino? —preguntó el más anciano de los barbudos en holandés—. ¿Por qué tienes tanta prisa?
—Quabi, el espía que enviamos hace tiempo y a quien dábamos por muerto, logró llegar al kraal de Dingaan —respondió el hombre en su mismo idioma con una voz agradable que a Rachel le sonó familiar—, y ahora vuelve con una historia extraña.
—¡Dios omnipotente! —gruñó el viejo—. Todos los espías tienen historias extrañas, pero déjale que se explique. Habla, moreno.
Entonces, el fatigado espía comenzó a contar una larga historia. Describió cómo se infiltró en Zululandia y llegó hasta Umgugundhlovu, donde se alojó con un pariente, su mejor fuente de información sobre la actitud del rey y sus izinduna hacia los bóers. Mientras estaba allí tuvo noticia de la llegada del espíritu Blanco, ese al que llamaban Inkosazanaye-zulú, procedente de Natal, donde habitaba con sus padres, que eran misioneros.
—¡Dios omnipotente! —le interrumpió el viejo—. ¿Pero qué estupidez es esa? ¿Cómo puede tener unos padres misioneros un espíritu, sea blanco o negro?
El espía de aspecto cansado le respondió que no lo sabía, que no le habían enviado a resolver enigmas. Todo lo que podía asegurar era que reinaba una gran expectación ante la llegada de esta Princesa de los Cielos, y que él, muy interesado en obtener información de primera mano, consiguió salir del kraal con su pariente y caminaron más de un día para acercarse al sendero que conduce al Tugela para ver su paso. Describió el lugar con tal minuciosidad que Rachel lo reconoció en su sueño. Era el sitio donde había muerto la isanuzi.
Quabi continuó con su historia, narró su aparición a lomos de una yegua torda custodiada por un impi. Describió su hermosura, su capa blanca, su melena cayendo en cascada sobre los hombros, el cuernecillo de hipopótamo que lleva en la mano, el color de sus ojos, sus rasgos, todo, y solo como un nativo puede hacerlo. Narró el incidente de las reses que irrumpieron en el sendero, la carga del toro, la aparición de la furiosa isanuzi que se apoderó de las riendas del caballo, cómo ella la señaló con la vara y la ejecución sumaria de la mujer.
A continuación narró cómo había seguido al impi hasta el «Gran lugar», la historia de Noie tal y como se la había contado y los informes que había conseguido de la entrevista entre el rey y esta Inkosazana, quien, según se decía, le había aconsejado no hacer la guerra a los bóers.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó el viejo holandés.
—Allí, en Umgugundhlovu —le respondió el espía—, gobernando el país como la suprema isanuzi, aunque se rumorea que desea marcharse y que los zulúes no le dejan irse.
—Creo que deberíamos saber más sobre esa mujer, especialmente cuando parece ser una amiga de nuestro pueblo —concluyó el viejo bóer—. Ahora bien, ¿quién se atreve a ir y descubrir la verdad?
—Yo iré —proclamó el joven que había traído al espía, y se volvió mientras hablaba y… ¡Caramba! ¡Su rostro era el de Richard Darrien! Llevaba barba y se había convertido en todo un hombre, pero sin duda alguna era Richard Darrien.
—¿Por qué te ofreces voluntario para emprender una misión tan peligrosa? —preguntó el bóer, mirando afablemente al hombre—. ¿Acaso deseas ver a esa hermosa blanca de quien Quabi nos cuenta semejantes mentiras, sobrino?
Richard asintió y se puso colorado. Los bóers allí presentes se rieron de él.
—Es cierto, tío —respondió enérgicamente—. Podéis considerarme un necio, pero no lo soy. Hace muchos años conocí a una joven blanca que era hija de un misionero. Si aún vive, debe haberse convertido en la mujer que describe Quabi. Me uní el año pasado a vosotros, los bóers, para encontrarla, y ahora pienso ir a buscarla más allá del río.
Todo, absolutamente todo —hilera de carromatos, bóers y Richard— se desvaneció inopinadamente en cuanto aquellas palabras llegaron al sentido, fuera el que fuese, por el que Rachel les escuchaba. Intentó recrearlos en su sueño, al principio en vano, pero después la cortina de oscuridad pareció aclararse y en las aguas calmas del estanque vio otra imagen en la que Richard Darrien montaba un caballo negro con una pata blanca. Avanzaba por un sendero a través de una tierra llena de arbustos. A su lado trotaba el espía conocido como Quabi.
—¿Cuánto falta para llegar a Umgugundhlovu? —preguntó Richard.
—Tres días de viaje si nos detienen los ríos desbordados, nkosi.
Rachel vio y escuchó todo esto durante unos instantes, pero también se desvanecieron y ella se despertó para no ver más que el estanque vacío salvo los lirios y escuchar el murmullo de la brisa vespertina entre los árboles.