CAPÍTULO XI

Ishmael visita a la Inkosazana

RACHEL ABRAZÓ A NOIE y la besó cuando al fin estuvieron en la tienda y el toldillo de la entrada estaba bien cerrado. Pero Noie no le devolvió el beso, sino que tomó la mano de Rachel y la presionó contra su frente.

—¿Por qué no me das un beso, Noie?

—¿Cómo podría, Inkosazana? —replicó la muchacha con humildad—. ¿Quién soy yo sino un perro a tus pies, el perro a quien dos veces has tenido a bien salvarle la vida?

—¡Inkosazana! Me estoy cansando de ese nombre. Solo soy una mujer como tú, y odio el papel que me ha correspondido representar.

—Aun así, es un gran papel y lo estás haciendo muy bien. Zoola, esta noche me preguntaba una y otra vez mientras te escuchaba si realmente no serías algo más de lo que tú misma crees ser. Tu hermoso cuerpo no es sino una copa como el del resto de las mujeres, pero ¿no es una copa rebosante con el vino de la sabiduría? ¿Por qué reyes y consejeros te temen y no tú a ellos? ¿Por qué no tienes miedo a nada? ¿Por qué el difunto Seyapi me habla de ti en sueños? ¿Qué extraño azar te dio ese nombre y te hizo sagrada a los ojos de los hombres? ¿Qué poder te muestra la verdad y te proporciona el ingenio y el coraje para decirla? ¿Por qué eres diferente al resto de jóvenes, blancas o negras?

—Lo ignoro, Noie. Algo me dicta qué hacer y decir. Además, comprendo a los zulúes, y tú me has enseñado mucho. Me contaste toda la historia secreta de Mopo hará cosa de un año, y me has revelado muchos de los oscuros secretos de este pueblo que te había enseñado tu padre, que sabía mucho sobre todos ellos. Me acordé de todo eso en el apuro, nada más, y jugué con ellos.

—Señora, ¿qué le dijiste a Mopo bajo tu manto?

—Solo le pregunté si no tenía intención, después de haber asesinado a un rey, de matar a otro. Y que ocultara esa lanza.

—¡Vaya! —exclamó Noie admirada—. Al menos eso no te lo dije yo.

—No. Lo leí en sus ojos. Lo leí en sus ojos. Durante un momento su corazón fue un libro abierto para mí, y también el de Dingaan. Este teme a Mopo y él le odia. Un día el odio y el temor se encontrarán.

—Sabes mucho —dijo Noie.

—Sí, más de lo que quisiera —reconoció Rachel con inusitado frenesí—. Noie, tienes razón, no soy como las demás. Hay poder en mi sangre. Veo y escucho cosas que no debería ver ni escuchar. A veces, me embarga el temor y otras la alegría, y creo que he escuchado voces del otro mundo. ¡No, es una tontería! Estoy demasiado alterada. ¿Quién no lo estaría después de soportar tanto y sentarse en semejante trono: una diosa entre salvajes con el poder de la vida y de la muerte en mis labios?

»Cuando el rey me planteó el enigma, supe que no sabía la respuesta, temí que diez mil vidas podían pagar el precio de las palabras imprudentes de una jovencita. Entonces llegó aquel meteorito. Esta noche ha habido varios, pero no me di cuenta hasta que alcé la vista… y ya conoces el resto. Dejemos que adivinen su significado. No pueden, ya que no tiene ninguno.

—Zoola, ¿por qué no hablaste de forma más inteligible?

—Porque no me atreví. ¿Quién soy yo para inmiscuirme en tales asuntos? Vine para salvarte. Les he avisado de que no vayan a la guerra contra los bóers, ¿qué más puedo hacer? Además, es inútil. Ellos lucharán y pagarán un precio terrible, de eso estoy segura. Lo presiento aquí —Rachel se puso la mano en el corazón—. Eso y otras cosas más próximas… ¡Ay, Noie! ¿Cuándo podremos volver a casa? Dime, ¿podremos salir mañana al amanecer?

Noie negó con la cabeza.

—Dudo que te dejen marchar. Querrán tenerte aquí como su gran consejera. No deberías haber venido. Ya te lo dije: ¿Qué importa mi vida?

—¡Retenerme! —exclamó Rachel, pisando el suelo con impaciencia—. No se atreverán. Aquí soy la Inkosazana y me obedecerán.

Noie no le replicó, solo dijo:

—Ishmael está aquí. Le he visto. Quería que me mataran en el acto porque me teme, pero Dingaan no rompió la palabra que te había dado cuando estuvo seguro de que venías hacia aquí.

El rostro de Rachel se descompuso y exclamó con desánimo:

—¡Ishmael! —Entonces se recobró y agregó—: No le temo, porque aquí su vida está en mis manos. Estoy agotada, no puedo hablar de ese hombre esta noche. Necesito dormir, Noie, dormir. Ven, acuéstate a mi lado y durmamos.

—No —respondió la aludida—. Mi sitio está en la puerta, pero bebe leche y échate a dormir sin miedo. Yo velaré.

Rachel obedeció y Noie se sentó junto a ella y le tomó la mano hasta que sus ojos se cerraron y se durmió. Pero Noie no durmió. Se sentó a vigilar y escuchar toda la noche hasta que amaneció y se tendió al lado de la puerta para descansar.

El Sol estaba en lo alto cuando Rachel despertó.

—Buenos días, Zoola —dijo Noie con voz dulce—. Has dormido bien. Ahora debes levantarte, asearte y comer. Los mensajeros del rey ya están en la puerta diciendo que esperan para escoltarte hasta una casa mejor que se ha acondicionado para ti.

—Esperaba que me escoltaran para irme de Zululandia —comentó Rachel.

—Les he preguntado al respecto, Zoola, pero me han dicho que no puede ser hasta que el consejo de hechiceros haya analizado tus palabras, y pasarán dos días antes de que se reúna. También me han dicho que tu yegua está enferma y no puede viajar, lo que significa que no te van a dejar marchar.

—Pero tengo derecho a hacerlo, Noie.

—El pájaro tiene derecho a volar, Zoola, pero ¿qué ocurre si está en una jaula?

—Soy una reina aquí, Noie. Esos barrotes se derretirán con una palabra mía.

—Tal vez sí, Zoola, pero… ¿qué ocurriría si el pájaro no tuviera un nido al que volar?

—Noie, ¿qué quieres decir? —inquirió Rachel empalideciendo.

—Solo que sería mejor que no enfadases a los zulúes, señora, para evitar que se les meta en la cabeza destruir tu casa en la creencia de que así podrás llegar a amar esta jaula.

»No, no es que haya oído nada, pero intuyo sus pensamientos. Necesitas descansar, espera aquí, donde estás a salvo, un par de días y vamos a ver qué ocurre.

—Habla con claridad, Noie. No comprendo tu parábola de pájaros y jaulas.

—Obedezco, Zoola. Creo que nadie, ni siquiera el rey, se atrevería a retenerte si anunciaras tu marcha, aunque tendrías que ir a pie, ya que tu montura moriría y un impi tendría que escoltarte… ¿Y qué les sucedería a quienes te retienen lejos de Zululandia?

—Cierto —respondió Rachel—. Quieres decir que les… No puedo decirlo. Me quedaré aquí unos días más.

Se levantó, se aseó y dejó que Noie la vistiera. Después picoteó un poco de la comida que le habían dejado a la entrada de la choza. Entonces salió a un pequeño patio en el que encontró una litera esperándola.

—El rey ha dicho que debes viajar en la litera —dijo Noie.

Ella se metió dentro. Noie dio dos palmadas y las jóvenes se postraron delante de la litera, a la que levantaron y se llevaron de allí. Noie caminó a su lado.

Rachel, que espiaba entre las cortinillas, vio que la guardia de centenares de hombres armados la alejaban del poblado. En ese momento, emprendieron el ascenso a una colina donde crecían muchos árboles y llegaron tras un buen rato de ascenso a un gran kraal con chozas dentro y fuera de la empalizada. En su centro había un gran espacio arbolado por el que fluía un arroyo.

A la orilla de este se levantaba una gran choza nueva y detrás de esta, a escasa distancia, dos o tres más. Los porteadores depositaron en el suelo la litera y se marcharon inmediatamente. Entonces Rachel salió de ella a indicación de Noie y contempló el lugar que habían elegido para ella.

Era un lugar hermoso, lejos del bullicio y el polvo del gran kraal. Estaba situado cerca de la cumbre de una ladera, por lo que no se podía oír ni ver a los guerreros que custodiaban la Casa de la Inkosazana, pues tal era el nombre que le había dado. Pese a todo, Rachel lo miró con disgusto, comprendiendo que esa era la jaula de la que había hablado Noie, una jaula realmente solitaria, pues se hallaba en un regio aislamiento, en un estado que solo podía considerarse horrible. Todos los hombres tenían prohibido acercarse y las doncellas que la servían se acercaban con los ojos bajos, sin hablar, y de rodillas si tenían que dirigirse a ella.

Un infeliz zulú, ignorante o estúpido, se deslizó entre las chozas exteriores e intentó aproximarse a la cerca el primer día de su cautiverio. Rachel escuchó los gritos de ira y miedo, y vio correr a los guerreros hacia él. Un minuto después bajaron su cuerpo sobre un escudo. Le habían matado por su acto sacrílego.

Los embajadores del rey acudían una vez al día para interesarse por su salud y preguntarle si tenía alguna orden que dar, pero tampoco a ellos se les permitía mirarla directamente. Al igual que las mujeres, estos llevaban el rostro y la cabeza ocultos, y se dirigían a ella bajo aquellos velos como si en verdad fuera una divinidad.

El primer día les encargó decirle al rey que su misión había concluido y que deseaba marcharse a su hogar, más allá del Tugela. La escucharon en silencio y le preguntaron si tenía algo más que añadir. Ella les dijo que sí, que les ordenaba que dejaran de llevar velos en su presencia y que ningún hombre debía morir por su causa como había sucedido aquella mañana. Le aseguraron que transmitirían enseguida la orden al rey, ya que había varios sentenciados a muerte por haber dudado de que ella fuera la Inkosazana. Ella los despidió, temiendo que llegaran demasiado tarde, y estos se marcharon caminando hacia atrás, haciéndole reverencias y tributándole el saludo real. Rachel se regocijó cuando supo que las órdenes habían llegado justo a tiempo y que la sangre de aquellos desdichados no pesaría sobre su conciencia.

Los mensajeros volvieron al día siguiente a la misma hora y sin velo, tal y como ella deseaba, transmitiendo la respuesta del rey y de su consejo. Era evidente que la Inkosazana no necesitaba pedir permiso para ir y venir a su antojo. Sabían que su Espíritu era poderoso y podía vagar libremente, ni todos los impis zulúes podrían resistirse; pero, y ahí estaba el sarcasmo de tan inteligente respuesta, que el cuerpo en el que se había encarnado debía permanecer un tiempo entre ellos, hasta que sus afirmaciones se hubieran sopesado. Hasta entonces, el rey, sus consejeros y todo el pueblo zulú oraban para que se satisficiera enviando su espíritu a la otra orilla del Tugela y dejara que su cuerpo morara en el interior de la Casa de la Inkosazana.

Rachel los miró con desesperación, pues… ¿qué podía replicar a un razonamiento como aquel? Antes de que pudiera poner en orden sus ideas, el portavoz le informó de que un hombre blanco, Ibubesi, quien decía haber hablado a menudo con ella, solicitaba permiso para visitarla en su casa.

Rachel caviló durante un tiempo. Ishmael era la última persona en el mundo a quien le apetecía ver. Se habían separado después de su anterior encuentro, y veía su mano en todo cuanto había sucedido desde entonces, no podía ser de otro modo. Recordó las amenazas que había pronunciado en ese momento y luego las que hizo a su padre, indignantes y brutales. Había dirigido algunas directamente a Noie y, por consiguiente, los zulúes la habían raptado. Las que le había dirigido a ella no se habían cumplido simplemente porque no había tenido la oportunidad, de eso estaba segura.

Temía y odiaba a aquel hombre, pero, pese a todo, era blanco y gozaba de cierto renombre entre los zulúes que, como sabía, le consultaban a menudo. Es más, pese a su jactancia, al igual que los supersticiosos zulúes, parecía tenerle cierto miedo. No podía hacerle ningún daño en aquel país donde ella era casi una divinidad y, por otra parte, podría sonsacarle información que le resultaría muy útil, o incluso podría valerse de él para escaparse de Zululandia. Además, lo más prudente parecía concederle una entrevista, especialmente porque era un induna de Dingaan quien le formulaba tal petición, lo cual significaba que el rey esperaba que se la concediera.

Aun así vaciló, aborreciendo como aborrecía a aquel hombre. Se volvió a Noie, que no se apartaba de su lado, y le dijo en inglés:

—Ya le has oído. ¿Qué debo hacer?

—Dile que venga —le aconsejó Noie en el mismo idioma—. Lee en su negro corazón y descubre la verdad. No podrá ocultártela. Dile que venga, pero con soldados. Mátalo si se comporta mal. Ellos te obedecerán. No te preocupes por mí, ahora no temo a esa bestia salvaje.

Entonces, Rachel dijo a los izinduna:

—He escuchado las palabras del rey y deduzco que desea que reciba a ese Ibubesi. Conozco a ese hombre, como los conozco a todos, blancos o negros. Es un malvado y no deseo hablar con él a solas. Hacedle venir con una guardia de seis capitanes y permitid que conserven sus azagayas para que puedan darle fin si yo lo ordeno.

Los mensajeros la saludaron y se marcharon como la vez anterior. Al día siguiente, aproximadamente a la misma hora, un heraldo llegó al kraal y anunció, tras proclamar a voz en grito los títulos, atributos, hermosura y poderes sobrenaturales de Rachel durante no menos de diez minutos y sin repetirse ni una sola vez, que los izinduna del rey estaban fuera en compañía del hombre blanco, Ibubesi, a la espera de su permiso para entrar. Ella se lo concedió a través de Noie y se sentó sobre un taburete tallado delante de la gran choza con el cuerno de hipopótamo en las manos. Se produjo un altercado en el extremo opuesto de la empalizada. Ella reconoció la voz estridente de Ishmael entremezclada con los tonos más graves de los zulúes, que parecían insistir en algo. Noie dijo:

—Le ordenan quitarse su tocado y le amenazan con golpearle si no obedece.

—Ve y diles que le dejen pasar como está, siempre que pueda verle la cara y saber si es el hombre blanco a quien conozco u otro —dijo Rachel, y Noie se fue.

Las puertas se abrieron y entraron los mensajeros. Tras ellos acudían seis capitanes provistas de lanzas de hojas anchas, tal y como ella había ordenado, y finalmente el propio Ishmael. Rachel se acobardó ante aquel rostro moreno y agraciado. Aborrecía a ese hombre como siempre y su instinto le avisaba del peligro. También recordaba las amenazas que profirió cuando lo rechazó la última vez que se encontraron, y lo que había pasado entre él y su padre al día siguiente. Pero su rostro no dejó entrever nada, se mantuvo sentada en silencio, con calma y la expresión inescrutable.

Ishmael avanzó con aire desafiante. Lucía ropas europeas, salvo el kaross que llevaba sobre los hombros, y el ridículo sombrero con pluma de avestruz. También fumaba en pipa. Uno de los capitanes pareció descubrirla súbitamente y la mandó lejos de un manotazo, y también el sombrero. Ishmael, con los labios y los dientes ensangrentados, se revolvió contra el hombre con un grito y le golpeó, aunque le sujetaron de inmediato, y le hubieran matado inmediatamente de no habérseles prohibido el derramamiento de sangre en presencia de la Inkosazana, quien les indicó que le soltaran con un gesto y Noie les explicó la orden. La acataron, aunque el capitán pisoteó el sombrero y la pipa. Entonces, Ishmael se adelantó y dijo torpemente:

—¿Cómo está? No esperaba verla aquí.

Devoraba su hermosura con ojos ávidos, aunque en ellos también había duda y temor, o al menos así lo creyó Rachel quien, sin responder a su saludo, dijo con frialdad:

—Le he enviado a buscar para preguntarle si existe algún motivo por el que no debo ordenar que le maten por su comportamiento primero contra mi criada Noie, y contra mí después.

Ishmael se puso pálido, ya que no esperaba semejante recibimiento, y comenzó a negarlo todo.

—Ahórrese sus mentiras —continuó Rachel—. Lo he sabido de labios del rey y por mí misma. Recuerde que aquí soy la Inkosazana y tengo el poder de la vida y de la muerte. Tendrá los segundos contados si le señalo con este cuerno o doy una orden.

—Inkosazana o no —reconoció intimidado—, sabe mucho. Bueno, la raptaron para que usted tuviera que seguirla a Zululandia y suplicara por su vida, y reconocerá que el plan era bueno, ya que usted vino y aquí estamos, dos blancos juntos en medio de todos estos estúpidos negros.

Rachel lo miró de arriba abajo y se percató de que los izinduna se sentaban en silencio delante de ella; más lejos se encontraban los gigantescos capitanes —seguían empuñando sus azagayas de hoja ancha— que, por sus plumas y su actitud, le recordaban algunos dibujos que había visto sobre los gladiadores romanos a punto de morir.

Finalmente, contempló la delicada figura de Noie, que estaba a su lado, con su rostro dulce e impenetrable, cuyos padres y parientes habían sido declarados proscritos y habían tenido una muerte sanguinaria, la mujer a quien había intentado asesinar para conseguir sus rastreros propósitos. Rachel los contempló a todos y después a él antes de decir:

—¿Debo explicar a estos nobles y capitanes cómo les ha llamado y cómo le llaman a usted entre su propia gente? ¿Debo contarles su historia, señor Ishmael?

—Haga lo que quiera —respondió lúgubremente—. Sabe porqué le traje aquí, porque la amo, se lo dije hace unos meses. No tenía ninguna oportunidad mientras permaneciera en Ramah por culpa del hipócrita de su padre y esta chica negra.

Ishmael miró ferozmente a Noie.

—Creí que aquí sería diferente, que se alegría de tener mi compañía, pero se ha convertido en una especie de diosa y me rechaza.

Se detuvo y Rachel dijo:

—Continúe.

—De acuerdo, lo haré. Puede creer que es una diosa como yo mismo lo hago a menudo, pero sé que también es una mujer y que pronto se cansará de esta pantomima. Quiere volver a casa con su padre y con su madre, ¿verdad? Bueno, pues no puede. Aquí es una prisionera, pues a estos imbéciles se les ha metido en la cabeza que usted es su Espíritu, que les traería mala suerte que abandonara el país. Se quedará aquí tal vez durante años, hasta que se cansen de usted y la maten. Rachel, comprenda que nadie puede ayudarla a escapar salvo yo, y que no lo haré a cambio de nada.

Rachel se irguió sobre el taburete, sujetando los bordes con sus manos crispadas, conforme se enojaba, mientras Noie se inclinaba y le susurraba algo al oído:

—¿Qué está cuchicheando esa diabólica negra? Supongo que le está diciendo que me maten. Bueno, no se atreverá, ¿qué dirían esos padres suyos tan religiosos? Sería un asesinato y usted iría al infierno donde le veré algún día, de otra forma… ¿Cómo podría ser tan bruja? Míreme —continuó, cambiando el tono de voz—. No nos peleemos. Conseguiré que salga de este apuro y me casaré con usted como es debido. Si no accede… seré lo peor para usted y para el resto, sí, para los demás también.

—Señor Ishmael —le replicó Rachel con serenidad—, comete un gran error en lo que a mis escrúpulos de quitarle la vida se refiere, entre otras cosas… Me vio matar a un hombre cuando fue necesario. Lo haré de nuevo si me veo forzada a ello, solo que esta vez no será por mi mano.

»Acaba de afirmar que puede sacarme de Zululandia. Le tomo la palabra, y no por mí, pues me encuentro bien aquí, sino por mis padres, que estarán muy preocupados.

La voz le falló un poco al mencionarlos.

—¿Sí? Bueno, no quiero. También me encuentro muy a gusto aquí y lo estaré más cuando me convierta en el esposo de la Inkosazana. Este kraal es muy bonito, suficientemente amplio para dos —añadió, adoptando una expresión desdeñosa.

Rachel permaneció quieta y rígida durante casi un minuto. Jadeaba cuando habló de nuevo:

—¡Jamás ha estado tan cerca de la muerte, vagabundo sin nombre ni vergüenza! Escúcheme ahora. Le doy una semana para preparar mi fuga y vuelta a casa. Le haré pagar esas palabras si no lo hace. ¡Cállese, no quiero escucharle más!

Entonces dijo en voz alta:

—Alzaos y llevadle al rey este mensaje de la Inkosazana, decidle que este perro blanco que ha enviado a mi casa me ha insultado, me ha pedido a mí, la Inkosazanaye-zulú, que sea una de sus esposas.

Los consejeros y los capitanes lanzaron un grito de rabia al oír estas palabras, y dos de estos últimos atraparon a Ishmael por los brazos y alzaron las lanzas para atravesarle allí mismo. Rachel movió el brazo y volvieron a bajarlas.

—Aún no. Llevadlo al rey. Morirá cuando yo se lo diga al rey, no antes. No tendré su sangre vil en mis manos. Respetad la vida de este hombre mientras yo, ¡Princesa de los Cielos!, no ordene lo contrario. Mi manto cubre su cabeza. Ahora devolvédselo al rey y que no vuelva a ver su rostro nunca más.

—Te oímos y así se hará —dijeron al unísono y, olvidando el ceremonial, arrastraron a Ishmael fuera del kraal.

—¿He hecho bien, Noie? —preguntó Rachel cuando se quedaron solas.

—No, Zoola —le respondió esta—, deberías haber matado a la serpiente cuando te hervía la sangre, ya nunca lo harás cuando se enfríe y… vivirá para morderte.

—No tengo ningún derecho a matar a un hombre solo porque me ame y yo no le corresponda, Noie. Además, no podría ayudarme a escapar de Zululandia si lo matara, y ahora lo hará porque me teme.

—¿Te seguirá temiendo al otro lado del Tugela? —preguntó Noie—. Inkosazana, dame poder y no hagas preguntas. Ibubesi mató a mi padre, a mi madre, a mis hermanos e intentó asesinarme. Por tanto, mi corazón no penaría si, como es nuestra costumbre, le devolvieras mazas a cambio de lanzas, porque él merece morir.

—Tal vez, Noie, pero no por una palabra mía.

—Entonces, quizá por tu mano —dijo Noie, mirándola con curiosidad—. Bueno, él tendrá una muerte roja más pronto o más tarde, la más roja de las muertes. El espíritu de mi padre me lo dijo.

—¿El espíritu de tu padre?

—Así es. Me habla a menudo y me cuenta muchas cosas, aunque no puedo revelarlas hasta que se hayan cumplido. Por eso no temía a las manos de Dingaan, él me dijo que me salvarías.

—Desearía que me hablase y me dijera cuándo podré volver a casa —suspiró Rachel.

—Lo haría si pudiera, Zoola, pero el velo es demasiado espeso. Si todos los tuyos hubieran muerto degollados ante tus ojos, entonces el velo sería tan fino como el mío, y entonces podrías oír y entender la conversación de los espectros y les verías vagabundear entre sus árboles.

—¿Entre sus árboles?

—Sí, los árboles de sus vidas, cuyas ramas son actos y sus hojas palabras. Deben habitar eternamente bajo su sombra. Mi pueblo podría contarte cosas sobre esos árboles y tal vez algún día los visitemos juntas. No, no prestes atención, estaba desvariando… Ha sido al ver a esa bestia salvaje de Ibubesi. No me has dejado matarle. Sin duda así estaba escrito. Creo que un día te arrepentirás, pero ya será demasiado tarde.