CAPÍTULO X

La profecía de la estrella

COMO SE PUEDE SUPONER, Rachel no pudo efectuar una entrada más efectiva o más calculada en Zululandia para confirmar su prestigio sobrenatural. Se mantuvo sentada como si hubiera crecido encima de la yegua cuando se encabritó la «bestia salvaje» que montaba, hecho que no estaba al alcance de ninguno de ellos. El toro cayó fulminado por los Cielos cuando embistió contra ella. Ordenó la muerte de la isanuzi cuando esta osó alzarle la voz, demostrando que no temía a una rival con poderes mágicos. Cierto es que tendrían que haber matado a la mujer en cualquier caso, pues tal era la orden del rey para todos aquellos que se atrevieran a enfrentarse a la Inkosazana, pero, pese a todo, los capitanes habían esperado para juzgar si su reacción era acorde al rango. Hubieran pensado que, después de todo, solo era una hermosísima doncella blanca con la sabiduría propia de los suyos si hubiera demostrado temor, o incluso si se hubiera negado a tomar cumplida venganza.

Pero ahora lo tenían muy claro. Ella era el Espíritu, tenía el poder del Espíritu sobre hombres y animales y lo empleaba como debía hacerlo el Espíritu. La fama de estos hechos cruzó aquellas tierras como un reguero de pólvora y a Rachel ya no le quedó ninguna oportunidad de escapar de la sombra de su temible renombre.

Llegaron a un kraal sito sobre una colina poco antes del crepúsculo y le preguntaron si le complacería pasar allí la noche. Ella asintió con la cabeza y penetraron en el mismo. Estaba totalmente desierto, a excepción de unas doncellas vestidas con un simple faldellín que la aguardaban para servirla. Los restantes moradores se habían marchado. Eligieron una choza enorme y limpia para ella. Las doncellas se arrodillaron ante Rachel y le sirvieron comida: carne, amasi y unas mazorcas de maíz tostado. Se comió las mazorcas y tomó el amasi, pero envió la carne como regalo a los capitanes.

Entonces se quedó sola en la choza —las jóvenes parecían tener demasiado miedo para quedarse— y durmió mientras dos mil hombres garantizaban su seguridad fuera de la cerca.

Fue un sueño intranquilo, ya que siempre aparecía la repulsiva isanuzi con su extraño peinado, que no cesaba de gritarle que su camino por esta vida estaría manchado de sangre, de instarle a que regresara a su kraal y verificase si decía o no la verdad y de proponerle un enigma que no podía descifrar.

Revivió el rostro iracundo y tosco de la mujer que súbitamente reflejó un pavor abyecto al comprender la inapelable sentencia de muerte a la que la había condenado con un simple movimiento de mano. Después tuvo otra pesadilla en la que veía a su padre y a su madre que, yaciendo el uno junto al otro, la miraban fijamente con los ojos abiertos como platos. No le respondían cuando ella les habló.

Y así discurrió la noche hasta que despertó con la súbita sensación de que una mano rozaba su rostro. Abrió los ojos e intentó ver qué era a la débil luz del alba que se filtraba por las rendijas de la entrada. Se trataba de una enorme rata que se le había subido a la cabeza y le mordisqueaba el pelo. Se incorporó velozmente, asustando a esta y a sus compañeras. Luego se aseó con el agua que aún quedaba en las enormes calabazas mientras escuchaba el cántico matutino de las mujeres, aunque no conseguía entender la letra.

Estas entraron apenas había terminado de arreglarse, la saludaron y dejaron más comida. Cuando terminó el desayuno, pidió a una de ellas que avisara al capitán del impi que ya estaba dispuesta para reanudar la marcha. Instantes después la doncella volvió para informarle de que todo estaba preparado. Salió del kraal en busca de su yegua, bien cuidada y alimentada por Tamboosa, que ya había visto más caballos en Natal y sabía cómo tratarlos. La montura esperaba ya ensillada. Detrás aguardaban los guerreros, que la recibieron en medio de un silencio sepulcral.

Rachel montó y la comitiva reanudó la marcha. Recorrieron colinas y montañas, efectuando una parada de dos horas a mediodía, y cruzaron muchos poblados de chozas cónicas con aspecto de colmena. Los habitantes de estos huían antes de su llegada gritando:

—¡Nomkubulwana, Nomkubulwana!

Parecía evidente que la historia de la muerte de la isanuzi la había precedido y que temían cruzarse en su camino, recelando que pudieran correr la misma suerte. Una de las circunstancias más sorprendentes de aquel extraño viaje era su completa soledad. Nadie se atrevía a acercarse a ella, salvo aquellos que aguardaban sus órdenes. Rachel era sagrada, era el Espíritu, y estaba prohibido acercarse bajo pena de muerte.

Al anochecer llegaron a otro kraal abandonado donde nuevamente durmió sola. Al partir a la mañana siguiente hizo llamar a Tamboosa y le preguntó cuándo estaba prevista su llegada a Umgugundhlovu —«el lugar donde barrita el elefante»—, el komkhulu de Dingaan. Él le respondió que al caer la noche.

Cabalgó todo el día hasta que el sol comenzó a hundirse en el horizonte. Desde lo alto de una colina, una planicie circunvalada por las montañas en la que crecían las verdes tabaibas, Rachel vio el poblado rodeado por una gran cerca en cuyo interior había millares de chozas dispuestas en círculo, que a su vez rodeaban un gran espacio despejado en el centro. Descendieron rápidamente y la oscuridad se les echaba encima cuando llegaron a la puerta principal en la que, como siempre, no se podía ver a nadie. No entraron por allí, sino que se dirigieron a otra puerta, la del intunkulu o casa del rey. La escolta se retiró, dejando solos a Rachel y al enviado real, Tamboosa, que aún conducía el buey blanco. Cruzaron esa puerta y otra segunda, que era la del emposeni, la morada de las esposas del monarca, del que salió un grupo de mujeres —con antorchas en la mano izquierda— que se postró ante Rachel. Algunas desempacaron el equipaje e indicaron mediante señales, no se atrevían a dirigirle la palabra, que desmontara. A continuación, Tamboosa la saludó y, tomando a la yegua por la brida, se marchó, llevándose al caballo y al buey.

Entonces Rachel se sintió realmente sola, pues Tamboosa al menos la había visto en su casa, ahora tan distante, y se había ido. Pese a todo, siguió a las mujeres, que seguían haciéndole reverencias, que la guiaron a una gran choza iluminada por una tosca lámpara de grasa de hipopótamo, donde depositaron su equipaje y se marcharon para regresar instantes después con agua y comida.

Una vez se hubo limpiado el polvo del camino y peinado, Rachel comió con avidez, pues estaba hambrienta y presentía que aquella noche iba a necesitar de toda su fortaleza.

Se tendió sobre un montón de hermosas karosses que habían dispuesto para ella y descansó.

Apenas había transcurrido una hora cuando, en el instante en que empezaba a quedarse dormida, una mujer altísima apartó el toldillo de la entrada. Entró, se arrodilló ante ella y dijo:

—Salve, Inkosazana. El rey pregunta si te gustaría comparecer ante él esta noche.

—Me complacería, pues con ese propósito he venido hasta aquí. Condúceme hasta el rey.

La mujer salió de la choza seguida de cerca por Rachel. La luna relucía en el cielo estrellado. La mujer le condujo a través de un tortuoso camino que discurría entre empalizadas de cañas, hasta llegar a un gran espacio abierto delante de una gran choza en el que estaban sentados varios hombres envueltos en pieles. Intuyendo que se encontraba en presencia de Dingaan, envolvió su esbelta figura en su capa blanca y avanzó lentamente hasta llegar al centro del claro, donde se detuvo y permaneció inmóvil. A la luz de la luna parecía una figura espectral. Entonces todos los hombres que había a derecha e izquierda se incorporaron y levantaron un brazo en señal de saludo. Solo el que estaba en el centro no se levantó ni saludó. Se mantuvo inmóvil, sin decir palabra, durante unos seis o siete minutos. Combatía con el silencio a su silencio, pues comprendía que aquel que hablase primero demostraría su inferioridad frente al otro.

Al final alzó la mano en que sostenía el cuero de hipopótamo que usaba como fusta en respuesta a su saludo y se giró lentamente. La luz de la luna centelleó en su hermosa melena. Entonces, el hombre que se sentaba en el centro, temiendo que pudiera marcharse o desvanecerse, dijo temeroso y a media voz:

—Soy Dingaan, rey de los amazulu. Habla, ¡oh, Blanca!, ¿quién eres tú?

—Dingaan, rey de los zulúes, ¿por qué nombre sé me conoce en estas tierras?

—Por un nombre sagrado, Blanca, un nombre que rara vez se pronuncia entre nosotros: por el nombre de Inkosazanaye-Zoola y por el título de Nomkubulwana, el Espíritu de nuestro pueblo. ¿Cómo es que recibiste ese nombre?

—Ese es mi nombre —respondió.

—Lo sabemos, Blanca, lo sabemos. El viento ha cruzado nuestras tierras y ha traído la historia. Sabemos que los Cielos te dieron su propio nombre, ¡oh, hija de los Cielos! ¡Oh, Custodia del espíritu de Nomkubulwana!

—Tú lo dices, rey; tú, no yo.

—Yo lo digo, y después de haberte visto sé que es verdad. Tu belleza, Blanca, no es la de una sola mujer, sino la de la más hermosa. Confirmo las palabras que te dieron mis emisarios hace días. Gobiernas conmigo. La vida y la muerte están en tus manos. Los impi aguardan tus instrucciones. Ordena y saldrán a matar. Manda y regresarán. Solo tú reinas a mi lado y los negros, no los blancos, son tus súbditos.

—Te escucho, rey. Primero te pido que me devuelvas a mi esclava Noie, la hija de Seyapi, a quien tus guerreros raptaron en Ramah, más allá del río, donde vivo.

—Está muerta, Blanca. Murió por sus crímenes —respondió el rey, mirándola fijamente.

A Rachel se le encogió el corazón. Tal vez le habían jugado esa mala pasada y fuera verdad que la habían matado. Pero también podía ser que la pretendida muerte de Noie fuera una forma de probar sus poderes, es más, no resultaba probable que el rey, que se había comprometido a dejarla vivir, hubiera roto la palabra dada a quien creía que era o que podía ser un espíritu.

Caviló durante unos instantes y, fiel a su manera de ser, decidió jugárselo a una sola carta. Por tanto, no discutió ni le reprochó nada, pero dijo:

—No está muerta. He preguntado a todas las lanzas de Zululandia y ninguna está enrojecida con su sangre.

—Estás en lo cierto —respondió—. Las hojas están limpias. Se ahogó en el río.

Entonces, Rachel estuvo segura y le respondió con voz clara.

—He preguntado a las aguas del río y a los cocodrilos, y me han asegurado que Noie cruzó sana y salva.

—Estás en lo cierto, Blanca, murió estrangulada con una cuerda en una de estas chozas.

En ese momento miró a las chozas y gritó:

—Noie, te escucho, te veo, te huelo. ¡Preséntate ante mí, Noie!

El rey y sus consejeros la contemplaron y cuchichearon entre sí. Noie emergió de la penumbra de las chozas antes de que hubieran terminado las deliberaciones. Se arrastró hacia Rachel sin prestar atención ni siquiera al rey y se arrodilló a la débil sombra que ella proyectaba a la luz de la luna. Noie se aferró a las rodillas de Rachel y se aovilló hasta poner la frente sobre sus pies. El corazón de Rachel Dove saltó de júbilo y de buena gana se hubiera agachado para obligarle a levantarse y besar a su amiga, pero se contuvo para no aminorar su dignidad a los ojos del monarca. Solo dijo:

—Te saludo, Noie. Siéntate a mi vera, donde estarás segura, y dime, ¿te han maltratado alguno de estos hombres?

—No desde que llegamos al gran kraal, pero antes, uno de ellos, ese que se sienta al fondo —Noie señaló a un induna— me golpeó durante el viaje y me privó de mi comida.

Rachel miró con furia al hombre, jugueteando con la fusta en la mano. El induna palideció aterrorizado, temiendo que lo señalase con la varita de un momento a otro. Se levantó, se presentó ante Rachel y se arrojó a sus pies.

—¿Qué tienes que decir? ¿Cómo te has atrevido a golpear a mi esclava?

—Inkosazana —murmuró—, la doncella era testaruda e intentó escaparse, y teníamos orden de traérsela al rey. Perdóname la vida, te lo imploro.

—Rey, tengo poder sobre él, ¿verdad?

—Así es. Mátalo si es tu deseo.

Rachel fingió sopesar la cuestión mientras al pobre infeliz le castañeteaban los dientes al suplicarle su perdón. Entonces se volvió hacia Noie y le dijo:

—Te golpeó a ti, no a mí. Te lo entrego. Haz con él lo que consideres oportuno. ¿Con quién debe dormir esta noche? ¿Con los vivos o con los muertos?

Noie clavó su vista primero en el induna y después en los moratones de su brazo.

Aquel cesó de suplicar a Rachel y aferró el tobillo de Noie implorándole misericordia.

—Te han salvado la vida, salva tú la mía.

—¿Recuerdas que me dijiste, cuando me golpeabas en la otra orilla del Tugela, que esperas tener la suerte de traspasarme el corazón con tu lanza? —le replicó ella con desdén—. ¿Recuerdas que te respondí que la hoja atravesaría primero tu corazón? ¿Te acuerdas que me llamabas «hija de brujos» y que me volviste a golpear? A mí, a la hija de Seyapi, a una protegida de la Inkosazana, a mí que bebo de su sabiduría… ¡Perro!

Levantó el pie y le golpeó en la cara con desprecio.

El rey y sus consejeros, creyendo que el asunto había terminado, miraron a Rachel para ver cómo lo señalaba con su varita y lo condenaba a muerte. Pero Rachel, convencida de que Noie no había acabado, esperó. Es más, había decidido salvarlo dijera lo que dijera Noie.

—Tendrías la dignidad de no suplicarme que te perdone la vida si fueras un hombre, pero solo eres un perro, y recuerdo que tienes hijos, y entre ellos una hija de mi misma edad a quien he visto salir a recibirte. Conservarás tu vida gracias a ellos con este nuevo nombre que elijo para ti: «Guerrero-que-pega-a-mujeres».

Entonces el hombre se levantó y se deslizó penosamente —avergonzado y temeroso— fuera de aquel lugar, recelando que la Inkosazana o su criada pudieran cambiar de opinión y lo hicieran matar. Pero el nombre que Noie le había dado tan certeramente pesó sobre él como una losa, e incapaz de soportar la humillación él y su familia se marcharon de Zululandia.

Y este asunto concluyó.

—Grande es tu poder, Blanca. Tus ojos penetran las tinieblas, ves a tu esclava oculta y le ordenas que se presente ante ti. Pero aun así es mía y no tuya, ya que la había elegido como esposa antes de que la eligiera como mi esposa y después ordené matar a Seyapi y a toda su casa.

—Pero no murió, rey, yo la salvé.

—Así es, Blanca. Tengo entendido que hiciste bajar un rayo de los cielos para que carbonizara al guerrero que la seguía y que no quedó nada de él.

—Yebo [Sí] —dijo Rachel tranquilamente—, y podría hacer lo mismo contigo.

Dingaan la miró asustado cuando pronunció estas palabras.

—Pese a todo —prosiguió él, haciendo un ademán como si quisiera alejar esta sugerencia tan poco halagüeña—, la doncella es mía y no tuya, y, por consiguiente, la tomé.

—¿Cómo supiste que ella moraba en mi kraal? —inquirió Rachel. El rey vaciló—. ¿Te lo dijo Ishmael, el hombre blanco, ese al que llaman Ibubesi, verdad?

Dingaan asintió con la cabeza.

—Y también te dijo que podías prometerme que respetarías la vida de la chica, aunque podrías matarla o desposarla, según te placiera después de que me hubieras hecho venir hasta aquí.

—No se te puede ocultar nada. Así es —reconoció Dingaan.

—¿Sigue siendo esa tu idea, rey? —preguntó Rachel, y comenzó a mover el cuerno de rinoceronte.

—No, no —respondió este apresuradamente—. La muchacha hubiera muerto tal y como merece según nuestra ley si tú no hubieras venido. Pero tú, Encarnación del espíritu de Nomkubulwana, has venido y la reclamas, y Noie se sienta a tu sombra y se ampara tras tu manto. Quédatela, pues de aquí en adelante es sagrada, al igual que tú.

Rachel lo escuchó imperturbable e hizo un gesto con su mano para dar a entender que daba por zanjado aquel asunto. Entonces preguntó súbitamente:

—¿Cuál era el asunto importante que deseabas consultarme, oh rey?

—Seguramente tú, en tu sabiduría, ya lo sabes, Blanca —le respondió incómodo.

—Quiero oírlo de tus labios… ¡Ahora!

Dingaan deliberó unos instantes con su consejo.

—El asunto es grave, Inkosazana, y necesitamos un guía. Por consiguiente, te preguntamos, tal y como el consejo de hechiceros ha dicho que debíamos hacer, que llevas el nombre del Espíritu de nuestro pueblo, a ti que posees su sabiduría. Sabes mejor que nadie, Blanca, de las luchas que hubo en el pasado entre los blancos de Natal y los zulúes. Muchos guerreros perecieron en ambos bandos, pero ahora que estamos en paz con los ingleses hemos oído de hablar de otros blancos, los amaboona [bóers], que avanzan desde El Cabo hacia nosotros. Ya se han enfrentado con Moselikatze, ese traidor que una vez fue uno de mis capitanes, y han matado a miles de los suyos. Ahora los amaboona nos amenazan y dicen públicamente que nos aniquilarán, ya que son valientes y tienen las armas de los blancos, esas que escupen relámpagos.

»Blanca, ¿qué debo hacer? ¿Debo enviar a mis ejércitos contra ellos para que los aniquilen antes de que estén preparados, como parece lo más sabio, y desean los izinduna? ¿Debo aguardarles aquí y esperar, intentando mantener la paz con ellos, y devolver el golpe solo si me atacan?

»No hables a la ligera, oh, Blanca, porque es mucho lo que depende de tus palabras. Recuerda también que aquel cuyo nombre no se puede pronunciar, el León que me precedió en el trono efectuó con su último aliento una preocupante profecía relacionada con los hombres blancos y esta tierra.

—Permíteme oír esa profecía, rey.

—Adelántate —dijo Dingaan a uno de los consejeros que se sentaba en el círculo—. Adelántate tú, que eres quien mejor la conoce, y cuenta la historia a esta Blanca.

Entonces se alzó una figura —una figura cubierta, con el rostro oculto por la capucha de la manta— y se acercó a ella sujetándose con firmeza la manta. Rachel, que era muy observadora, creyó ver que una de sus manos era blancuzca, como si el fuego la hubiera quemado. Estaba convencida de haber visto antes esa mano.

—Habla —le dijo.

—Pronunciad mi nombre, decidme quién soy y os obedeceré —replicó el hombre.

Entonces estuvo segura, ya que recordaba aquella voz. Lo miró con simulada indiferencia y le preguntó:

—Dime, ¿por qué nombre te he de llamar, asesino de un rey? ¿Deberé llamarte Mopo o Umbopa, pues has llevado ambos?

Dingaan clavó en él sus ojos, y la figura velada tembló antes de empezar a hablar, como si lo hubieran sorprendido.

—¿Por qué pretendes mofarte de mí? —prosiguió Rachel—. ¿Acaso crees que una manta puede ocultar tu rostro de mis ojos, a ti que te vi cuando viniste a Ramah hace tiempo para juzgarme, oh, «Boca-del-rey»?

El hombre dejó caer la manta, descubrió su cabeza y le miró antes de responder:

—Parece que no puedo. Entonces te dije que había soñado con el Espíritu de mi pueblo y que tú, ¡oh, Blanca!, tú eras como él. ¿Puedes decirme cuál fue mi sueño?

Rachel comprendió que a pesar de sus palabras en Ramah aquel hombre seguía dudando de ella, que seguía probándola. Entonces recordó todo lo que Noie le había contado acerca de él y la historia secreta de los zulúes.

—Seguramente, Mopo o Umbopa tuviste tres sueños y no uno. ¿Es al último al que te refieres? —le replicó—. ¿Al sueño que tuviste en el kraal de Duguza, cuando viste a la Inkosazana cruzar la tormenta vestida de relámpagos mientras sostenía una lanza de fuego en la mano?

—Sí, a ese me refiero —contestó intimidado—. ¿Cómo es que sabes tanto de estas cosas si nos dijiste que solo eras una mujer?

—Tal vez sea ambas cosas, mujer y espíritu, y tal vez por casualidad me las hayan contado los ancestros, pero tienen muchas voces y no puedo oírlas ahora que me he encarnado. Déjame averiguarlo. Déjame leer en tu corazón.

La joven se inclinó hacia delante y le miró fijamente, aguantando su mirada.

—¡Ah, ahora veo y escucho! ¿No tenías tú una hermana, Mopo? ¿Una tal Baleka que tiempo después entró en la casa del Negro[18] y tuvo un hijo que murió en la hendidura de Tatiyana? ¿Deseas que te cuente cómo murió Baleka?

—¡No lo digas, no lo digas! —exclamó el anciano tembloroso.

—Así sea. No es necesario. Le hiciste una promesa antes de que muriera, y esa promesa te condujo al kraal de Duguza, a ti, al príncipe Umhlangana y otro príncipe más cuyo nombre he olvidado —Rachel miró a Dingaan, que se cubrió el rostro con una mano—. Cumpliste tu juramento con una azagaya… ¡Mírame! ¡Déjame leer en tu corazón! Sí… Una pequeña azagaya con el mango de madera real ensangrentado, una azagaya que había bebido mucha sangre.

Dingaan emitió un grito sofocado y quienes se sentaban alrededor vieron estremecerse a Umbopa.

—Apiádate de mí, te lo ruego —dijo con voz entrecortada—. Perdóname si desde que te vi en Ramah pensé muchas veces que solo eras una doncella blanca, hermosa y enérgica. Ahora veo que en ti mora el Espíritu… ¿Cómo si no podrías saber estas cosas?

Noie sonrió en la penumbra al oír aquello, pero Rachel guardó silencio.

—Se me ha pedido que te cuente cuáles fueron las últimas palabras del Negro —continuó Umbopa apresuradamente—, pero ¿qué necesidad hay de repetirlas si tú lo sabes todo? Dijo que escuchaba el ruido de pisadas de miles de hombres blancos que se aproximaban y aplastarían a los hijos de los zulúes.

—No —replicó Rachel—. Yo creo que fueron: «¿Por qué quieres matarme, Mopo?».

Dingaan volvió a gemir, ya que él también había oído esas mismas palabras. Umbopa se volvió y miró al rey, y este le devolvió la mirada.

—Acércate —dijo Rachel, llamando al anciano.

Este obedeció y ella le arrojó uno de los extremos de su capa, murmurando algo a su oído. Este la escuchó con atención y repentinamente se apartó precipitadamente de ella y huyó espantado del consejo del rey. Se hizo el silencio tras su huida, aunque el rey interrogaba con la mirada a Rachel.

—No me preguntes. No me preguntes nada sobre él o sobre mí. Creo que el tal Mopo tenía sus secretos, que en cierta ocasión se sentó una noche en una choza y negoció con algunos grandes, un príncipe que vive y otro que murió —Rachel alzó la voz de nuevo, esta vez al aire—. ¡Acercaos, acercaos vosotros, hijos de Senzangakona, venid desde la tierra de los muertos y contadme qué trato sellasteis con Mopo!

El rostro de Dingaan se tornó gris incluso a la luz de la luna, gris aun a pesar de la negrura de su tez, porque su mente recreó la visión de una gran cabaña y las figuras de Mopo, de Umhlangana, el príncipe a quien él asesinó, y la suya misma, sentadas en la penumbra, con los rostros embozados, conspirando entre susurros para matar a un rey.

—Tú lo sabes todo —dijo entre jadeos—. Tú eres Nomkubulwana y nadie más. Nos vas a volver locos, Espíritu que puedes invocar a nuestros pecados, muertos en las tumbas del tiempo, y hacerles caminar entre nosotros.

—No, no —le replicó ella, mofándose—. Seguramente no soy más que una mujer, la hija de un predicador que vive más allá del río Tugela, una doncella blanca que come, bebe y duerme como las demás. Entérate, rey, enteraos, vosotros sus capitanes, que no soy un espíritu, que solo soy una mujer que casualmente lleva un nombre sagrado y tiene un poco de sentido común. Solo si algo me sucediera —añadió significativamente—, si muriera, me convertiría en un espíritu, un espíritu terrible que desencadenaría todo tipo de calamidades sobre el pueblo que derramara mi sangre.

—Lo sabemos, lo sabemos —dijo el rey, aún sobrecogido por el pánico—. No te burles de nosotros, te lo suplico. Tú eres el Espíritu que ha escogido la envoltura de una mujer, como el fuego se oculta en el pedernal. Blanca, ilústranos ahora con ese sentido común del que hablaste antes. ¿Debemos caer sobre los bóers o dejarlos en paz?

Rachel alzó los ojos al cielo y estudió las estrellas.

—Toma consejo de los Cielos, de quienes es hija —murmuró en voz baja uno de los izinduna.

Así hablaba cuando quiso la casualidad que apareciera desde el sudoeste una brillante estrella fugaz y cruzase el firmamento para fulgurar sobre el kraal de Umgugundhlovu antes de desvanecerse.

—Los Cielos le envían un mensajero —aventuró uno—, le he visto brillar en su cabello y ocultarse en su pecho.

—No —replicó otro—, es el ehlosé, el espíritu guardián de los amazulu que aparece y desaparece.

—Nada de eso —apuntó un tercero—, esa luz muestra a los amaboona viajando desde el sudeste para caer sobre nuestros impis.

—Una estrella como esa solo surca los cielos cuando va a morir un rey. Así sucedió la noche previa a la muerte del Negro —musitó un cuarto como si hablara para sí mismo.

Dingaan no les prestó atención y dirigiéndose a Rachel le inquirió:

—Interpreta la profecía.

—No —repuso ella, dejándose llevar por su primer impulso—. No lo haré. Interpretadla como deseéis. He aquí mi respuesta a tu pregunta: «Quien alce la lanza, perecerá bajo la lanza».

Ladeó la cabeza hacia el suelo e hizo ademán de escuchar.

—¿Cuáles fueron las últimas palabras del Gran León antes de morir? —prosiguió—. Pregúntale a Mopo. Pregúntale a Dingaan el rey. Me parece que también ellos escuchan las pisadas de un pueblo viajando por planicies y montañas, y las aguas de los ríos que dejan atrás bajan rojas de sangre. ¿Son pies blancos o pies negros? Interpretad la profecía como gustéis. He hablado por primera y última vez. No me molestéis más con este asunto de los blancos y vuestras guerras.

Rachel se dio la vuelta y se escabulló de la corte, seguida de cerca por Noie, que caminaba con la cabeza gacha.