El rapto de Noie
LA SEÑORA DOVE, QUE parecía haberse recobrado de su ataque, se marchó a dormir enseguida. En cuanto cerró la puerta, Rachel dijo:
—Esto no me gusta, padre. Por supuesto es contrario a lo que dicta la experiencia, pero creo que madre tiene el don de la clarividencia.
—Tonterías, cielo, tonterías. Son esas supersticiones escocesas suyas… Nada más. Llevamos casados veinticinco años y he escuchado lo mismo una y otra vez, y jamás nos ha pasado nada a pesar de que hemos vivido en lugares inhóspitos. De hecho, siempre nos hemos salvado milagrosamente.
—Eso es verdad, padre, pero no estoy segura del todo, quizá porque en ocasiones yo misma… Sé que tiene razón en lo que a mí se refiere: no sufriré daño alguno, al menos no de forma permanente. Presiento que salvaré la vida… y algo más.
—¿Qué más, Rachel?
—¿Recuerdas al joven Richard Darrien? —preguntó ella, poniéndose colorada.
—¿Aquel chico con quien te encontraste en aquella isla? Sí, naturalmente que lo recuerdo, aunque no he vuelto a saber nada de él en todos estos años.
—Bueno… Sé que volveré a verle.
El señor Dove rompió a reír y preguntó:
—¿Eso es todo? Bueno, no tendría nada de extraño que volvieras a encontrarte con él si aún vive en África, ¿no? Sin contar, por supuesto, con el día en que muramos y volvamos a vernos todos. Ya hay bastantes penalidades en esta vida como vivir entre salvajes y aceptar sus creencias. Estoy empezando a creer que tendré que marcharme de este continente, aunque se me rompe el corazón porque, tras tantos esfuerzos, era precisamente ahora cuando el éxito empezaba a compensar mis esfuerzos.
—Padre, siempre te he dicho que no deseaba irme de África, pero hay que tener en cuenta a madre. Su salud ya no es la que era.
—De acuerdo —le atajó el misionero—, hablaré con ella y sopesaremos la cuestión. Tal vez reciba alguna iluminación, ya que por mí solo ya no alcanzo a ver lo que importa. Todos tenemos que morir algún día y preferiría que eso sucediera en el cumplimiento de mi obligación.
Rachel le deseó buenas noches al comprobar que carecía de sentido proseguir con aquella conversación y se marchó en busca de Noie, solo para descubrir que ella no se hallaba en la casa. Este hecho le perturbó sobremanera, aunque creyó que era posible que estuviera en la aldea con sus amigos, ocultándose hasta que se hubiera marchado la legación zulú, por lo que se acostó sin preocupar a su padre.
Al romper el día a la mañana siguiente se levantó sin haber dormido bien y buscó a la joven, pero no tuvo suerte: nadie la había visto ni sabía nada de ella. Sin embargo, al regresar a la casa se encontró con un solitario zulú, un dignatario de mediana edad a quien creyó reconocer como uno de los miembros de la embajada, aunque no estaba del todo seguro, ya que solo los había podido ver a la luz de luna. El hombre, que no llevaba más arma que una maza, se inclinó nada más verla en señal de respeto. Se levantó cuando ella se aproximó y le brindó el saludo de los reyes. Entonces Rachel estuvo segura.
—Habla.
—Inkosazana —respondió él con voz humilde—, no te enfades conmigo. Me llamo Tamboosa, uno de los izinduna del rey. Me viste con los demás la pasada noche.
—Te vi.
—Zoola, vivía aquí contigo Noie, la hija de Seyapi, el hechicero, quien murió cerca de este lugar junto a toda su familia por orden del rey. También ella debería haber muerto, pero hemos sabido que hiciste bajar un rayo de los cielos que fulminó al guerrero que corría detrás de ella, como solo tú tienes derecho a hacer, y la convertiste en tu esclava, como era tu derecho.
—Continúa —dijo Rachel, ocultando su sorpresa.
—Sabemos que te has encariñado con esa joven. Por consiguiente, ayer, antes de hablar contigo, la apresamos tal y como se nos había ordenado y la ocultamos lejos de aquí, esperando tu respuesta a nuestro mensaje. Debíamos dejarla ir si consentías en visitar al rey, pero mis compañeros tienen orden de llevársela a Dingaan dado que no accediste al viaje.
—Un hecho aciago. ¿Qué más, Tamboosa?
—El rey habla por mi boca: «Dejad que la Inkosazana venga y gobierne y su sierva Noie se marchará libre e ilesa. ¿Acaso no es sino un perro en su choza? Pero Noie morirá si ella no viene de inmediato».
Rachel se esforzó por no perder el control porque tenía gran aprecio a Noie y preguntó:
—¿Y cómo puedo saber que no mientes, Tamboosa?
El hombre se volvió en dirección a unos arbustos tras los que permanecía oculta una muchacha de unos catorce años a quien Rachel conocía bien, ya que Noie solía llevársela para que le ayudara a cargar cestas y otros paquetes. Tamboosa ordenó:
—Relátale el rapto de Noie y repítele el mensaje que te dio.
A continuación, la temblorosa joven, tras la pertinente reverencia, comenzó a describir sin omitir detalle, por nimio que fuera, cómo los zulúes las habían sorprendido a ella y a Noie mientras recogían flores. Las maniataron y se las llevaron a toda prisa a una zona de densos matorrales a unos cinco kilómetros de la misión, donde las habían mantenido ocultas hasta que regresó la embajada. Luego, hablaron con Noie, quien la llamó y le dio un mensaje para ella: «Dile a la Inkosazana que los zulúes me han apresado y que van a entregarme al rey Dingaan. Dile que se comprometen a dejarme marchar ilesa si acude rápidamente, pero que me matarán si no viene. Dile que no le pido que venga porque estoy preparada para morir, y que, aunque no creo que le suceda nada en Zululandia, creo que sería mejor que no acudiera. Dile que, viva o muerta, la quiero».
Entonces, la doncella describió la marcha de la legación con Noie, dejándola a cargo de Tamboosa, quien la trajo de regreso a Ramah en cuanto amaneció y la obligó a ocultarse detrás de los arbustos.
Rachel ya no albergó ninguna duda. La historia era cierta. La cuestión era… ¿qué debía hacer? Rachel meditó el asunto durante un buen rato y después ordenó a Tamboosa y a la muchacha que le siguieran a la misión. Encontró a sus padres en el porche que, siguiendo la costumbre sudafricana, estaban tomando café.
—¿Qué ocurre? —preguntó el señor Dove mientras miraba con ansiedad al guerrero.
Rachel le ordenó repetir la historia, y él obedeció dirigiéndose a Rachel solamente, de forma que no pudiera informar directamente a sus padres. La niña hizo lo mismo cuando él hubo terminado.
—Salid fuera y esperad —dijo Rachel.
—Me marcho, Inkosazana, pero debes darte prisa si deseas salvar a tu sirvienta. Si no cruzas el Tugela antes de que se ponga el sol el rey lo sabrá y Noie morirá inmediatamente. También has de saber que debes acudir sola, ningún hombre, blanco o negro, puede acompañarte, ya que tienen orden de matarlo.
Cuando los tres se quedaron a solas, Rachel preguntó:
—¿Y ahora qué hacemos?
La señora Dove movió la cabeza con impotencia y miró a su esposo, quien lanzó una perorata contra los zulúes, sus supersticiones, crueldades, costumbres y todo lo concerniente a ellos para concluir diciendo amargamente que era imposible que Rachel obedeciera aquella orden suicida por la que quedaba a merced de los salvajes.
—Padre, ¿no comprendes que estás dictando la sentencia de muerte de Noie? ¿Acaso no irías si estuvieras en mi lugar?
—Naturalmente que iría. De hecho, es lo que me propongo hacer. No dudes que Dingaan me va a escuchar.
—Querrás decir que Dingaan te va a matar. ¿No oíste lo que dijo ese hombre? No puedes ir, padre.
—No, John —le atajó Janey Dove—. Rachel tiene razón, no debes ir, sencillamente porque jamás volverías. Además, ¿cómo puedes ser tan cruel y abandonarme aquí sola?
—En ese caso supongo que debemos abandonar a esa pobre niña a su destino —suspiró el clérigo.
—Padre, ¿cómo puedes suponerme tan insensible si está en mi mano salvarla? Jamás me lo perdonaría si dejara que los zulúes la asesinaran.
—Ya. ¿Y si te matan a ti?
—No me matarán, padre. Madre sabe perfectamente que no lo harán, y yo también, pero de lo que sí estoy segura es que enviarán un impi a Ramah para que asesinen a todo el mundo y me apresen ahora que se ha apoderado de ellos la locura.
»El rapto de Noie es solo el primer movimiento. Solo veo dos opciones. O visito Zululandia y salvo a Noie, jugando mis cartas lo mejor que pueda, o abandonamos a Noie y dejamos este lugar inmediatamente, mañana mismo si es posible. Pero, como ya te he dicho, jamás me lo perdonaré, especialmente porque nunca he temido a los zulúes.
—Es cierto que el buen Dios puede protegerte tanto aquí como en Zululandia —reconoció el misionero, cuyo rostro empezó a descomponerse ante la posibilidad de una alternativa tan desesperada.
—Por supuesto, padre, pero quiero que tú y madre os vayáis a Durban si me voy a Zululandia… y que esperéis allí hasta mi regreso.
—Pero… ¿por qué, Rachel? Es absurdo.
—Porque dudo que estéis seguros aquí, y no es tan descabellado —respondió con obstinación—. Estas gentes han decidido creer que estoy sujeta a ti, recuerda toda su cháchara sobre las nubes y los cielos. Naturalmente que no significa nada, pero me sentiré mucho mejor si permanecéis durante un tiempo en Durban, desde donde hay acceso al mar.
La obstinación del misionero se desató. Se negó a transigir con semejante plan, dando una tras otra un torrente de razones por las que no debía cumplirse. Y la discusión se prolongó durante media hora hasta que alcanzaron un principio de acuerdo que, como de costumbre, no satisfacía a nadie. John Dove autorizó a su hija a que intentara rescatar a Noie y ellos se quedarían en Ramah. A su vuelta, que esperaban que se produjera en una semana u ocho días a lo sumo, se decidiría el asunto de abandonar la misión en función de los conocimientos obtenidos durante su estancia entre los zulúes. Todos estuvieron de acuerdo con aquel arreglo, aunque con bastante renuencia por ambas partes, para salvar la vida de Noie, y solo por ese motivo.
Rachel estaba preparada para partir a la media hora de haber tomado tan importante decisión. Decidió viajar en su propia montura, una yegua torda que montaba desde hacía mucho y en la que podía confiar ciegamente, mientras que el buey blanco enjaezado que le había regalado Dingaan le acompañaría en su viaje para llevar su vestuario y otros artículos —tales como café, azúcar y algunas medicinas— apresuradamente empacados en bolsas de piel y como remonta si algo le sucedía a la yegua.
Rachel hizo llamar al zulú cuando todo estuvo dispuesto y, señalando al buey, dijo:
—Voy a visitar al rey Dingaan para reclamar a mi criada. Conduce el buey y yo te seguiré.
El hombre le saludó y comenzó con su bonga, es decir, la declamación de todos sus títulos de alabanza, pero ella le despidió con un simple movimiento de su mano y Tamboosa se adelantó con el buey. La joven fue a despedirse de su madre mientras el reverendo Dove comprobaba el ensillado de los caballos —él iba a cabalgar a su lado hasta donde se le permitía: el río Tugela—. La encontró sola en el cuarto de estar, sentada frente a una ventana abierta y contemplando tristemente el mar.
—Ya estoy lista, madre —dijo con voz dulce—. No te entristezcas, dentro de una semana volveré con Noie.
—Sí —respondió ella—, creo que tú y Noie volveréis sanas y salvas, pero…
De repente, enmudeció.
—Madre… ¿Pero qué?
—No sé. Siento una gran congoja en el corazón. Odio separarme de ti, Rachel. Ten en cuenta que nunca nos hemos separado desde que naciste.
Su hija la miró afligida y compungida.
—Madre, si sientes que… bueno, que aprecio demasiado a Noie… Tú me importas mucho más que Noie y lo dejaré todo y me quedaré contigo si es tu deseo. Es terrible, pero la pobre Noie lo entendería —y los ojos se le llenaron de lágrimas al pensar en el terrible destino de la joven.
—No, Rachel. No sé exactamente el motivo, pero estoy convencida de que debes partir, no solo por el bien de Noie, sino por el tuyo propio. Podría ser de otro modo si tu padre estuviera dispuesto a marcharse de aquí mañana o pasado mañana, como tú indicaste, pero él no lo hará, así que no se hable más. Esperemos que sea para bien.
—Como desees, madre.
—Ahora, dame un beso y vete. Ya oigo a tu padre llamarte. Sé que no me olvidarás si no volviéramos a vernos en este mundo y que más allá hay otro que sí compartiremos. No quiero que mis premoniciones te asusten. Adiós, cielo, adiós. Dios está contigo y hará que siempre, siempre, seas feliz.
Rachel la besó sin responderle nada, pues era incapaz de articular palabra, se volvió y abandonó la habitación desde donde su madre la miraba, también en silencio.
Un minuto después, y acompañada por su padre, avanzaba a lomos de su yegua por el camino que poco antes había seguido Tamboosa con el buey blanco.
Le dieron alcance enseguida. El zulú se detuvo y dijo tras mirar al señor Dove:
—Las órdenes del rey son que nadie te acompañe a Zululandia.
—¡Cállate! —le replicó Rachel con orgullo—. Cabalgará conmigo hasta la orilla del río.
Entonces prosiguieron su camino. Le alivió comprobar que, a diferencia de su madre, su padre estaba de buen humor. Lo cierto es había estado tan atareado ocupándose de los pequeños detalles del viaje que se había olvidado de los peligros que la acechaban.
Llegaron al vado del Tugela, más allá del cual se extendía Zululandia, tras dos horas de trotar a buen ritmo.
Nada más llegar divisaron a un buen número de cafres observándoles desde las colinas, quienes, al ver a Rachel, descendieron rápidamente hacia el río y entraron en él, gritando y golpeando las aguas para asustar a los cocodrilos que pudieran acechar por la zona.
Había llegado el momento de la despedida, pero el reverendo Dove se mostraba renuente a separarse de su hija y nuevamente sugirió a Tamboosa la posibilidad de acompañarla hasta el komkhulu[16] real.
—Morirás si pones un pie al otro lado del río, predicador —le advirtió severamente Tamboosa—. Mira, ahí están las lanzas que te matarán.
Y le indicó la cresta de la colina opuesta mientras hablaba. Allí apareció un regimiento zulú —llevaban grandes escudos blancos y lucían tocados de plumas igualmente blancas— corriendo velozmente en ordenada formación.
—Son la escolta de la Inkosazana —agregó—. ¿Crees que algo malo puede sucederle en su compañía? ¿Crees que podrías escapar de todos ellos si desobedecieras las órdenes de Dingaan? Regresa ahora mismo para que no tengan que venir y matarte aquí mismo.
Entonces, tras considerar que cualquier argumento o resistencia sería inútil y comprobar que Tamboosa no toleraría ninguna dilación, John Dove abrazó apresuradamente a su hija como gesto de despedida.
Rachel se entristeció sinceramente de que no hubiera tiempo para hablar, pero aquel grupo era más terrible de lo que había pensado y temía venirse abajo delante de aquel zulú que no le quitaba ojo de encima, y, por tanto, perder su consideración y la de los suyos.
Fue dicho y hecho. Ella entró en el río a lomos de su yegua torda mientras Tamboosa conducía el buey blanco a su lado. En ese momento, la joven se volvió y vio a su padre de rodillas en la orilla.
—¿Qué hace ese hombre? —preguntó Tamboosa intranquilo—. ¿Intenta lanzarnos un hechizo?
—No. Reza por nosotros.
Pasaron entre las dos filas de indígenas, que cesaron de golpear las aguas y guardaron silencio mientras ella pasaba. El río era poco profundo, por lo que cruzaron con facilidad. Para entonces el regimiento, alrededor de unos dos mil hombres traídos hasta allí para honrar a la mujer blanca en quien creían que se había encarnado el Espíritu tutelar de su pueblo, ya se había congregado en la orilla opuesta.
Rachel se preguntó cómo era posible que estuvieran tan preparados para dispensarle un recibimiento tan multitudinario y pronto adivinó la respuesta. Su función hubiera sido raptarla de la misión por la fuerza si hubiera rehusado visitar Zululandia. Por consiguiente, había sido muy prudente acudir por su propia voluntad.
Azuzó a su montura y prosiguió su avance. Ofrecía una estampa llamativa con su larga capa blanca bajo la cual flotaba al viento su cabello rubio, sentada altivamente, erguida sobre su montura sin mostrar signo alguno de vacilación o de miedo.
Los capitanes del regimiento corrieron a su encuentro con los escudos en alto y los cuerpos encorvados en señal de reverencia.
—¡Salve! —gritó su líder—. Os saludo, Princesa de los Cielos, Custodia y Encarnación del espíritu de Nomkubulwana, en nombre del Gran Elefante, el rey Dingaan.
Rachel continuó avanzando, preguntándose maravillada quién podría ser Nomkubulwana, cuyo espíritu supuestamente albergaba. Más tarde descubriría que solo era otro nombre, como Zoola o Inkosazanaye Zoola, el misterioso espectro blanco que, según creía aquella gente, controlaba sus destinos y con quien les complacía identificarla[17].
Los dos mil guerreros la miraban con temor reverencial, o así le pareció a ella, cuando su yegua abandonó el ancho río y puso los cascos en tierra firme. Comenzaron a golpear sus escudos de cuero con el mango de las azagayas al unísono.
Al principio lo hicieron con suavidad, levantando un sonido que evocaba el murmullo lejano del mar, después cada vez más fuerte; su volumen creció hasta convertirse en un rugido poderoso e imposible de describir, un sonido similar al del trueno del que se hacían eco las montañas. El estruendo aminoró y desapareció tan bruscamente como había comenzado. El silencio reinó durante unos instantes. En ese momento, en una señal que Rachel no logró ver, se alzaron todas las lanzas, centelleando a la luz del alba, y dos mil gargantas corearon el saludo real: Bayète.
Fue una bienvenida apabullante, tan tremenda que Rachel no albergó ya más dudas de que aquel pueblo la consideraba un ser especial, diferente al resto de los hombres blancos a los que conocían.
Sin embargo, dispuso de poco tiempo para meditar al respecto, ya que en ese momento su yegua, aterrada por el tumulto, se sobresaltó y se sacudió tan violentamente que estuvo a punto de derribarla. Afortunadamente Rachel era una buena amazona, ya que su prestigio hubiera sufrido un grave revés, habiéndose arruinado por completo, si la montura la hubiera arrojado ignominiosamente a tierra en semejante ocasión. Esto quedó demostrado cuando, a raíz de este lance, su fama creció significativamente.
En aquel tiempo la mayoría de los zulúes no había visto un caballo, al que casi todos consideraban una criatura peligrosa, sino mágica, y el hecho de que una mujer pudiera mantenerse sentada cuando esta brincó y se encabritó les impactó profundamente hasta el punto de considerarlo como algo maravilloso y fuera de lo común, una prueba irrefutable de que ella no era como el resto de los blancos.
Tranquilizó a la yegua y avanzó al trote entre las hileras de escudos blancos, inmóviles tras finalizar el saludo de bienvenida. Los guerreros no movían un músculo, como si fueran estatuas de bronce, solo la observaban con los ojos maravillados y los labios sellados.
Y así fue como Rachel hizo su entrada en Zululandia.
Solo en lo más íntimo de su ser se preguntó adónde se dirigía y cómo terminaría aquel viaje tan extraño, y también se preguntó cómo regresaría con sus padres.
No llevaba cabalgando ni dos horas, cuando aconteció un incidente que le demostró cuán grande y terrible era su renombre entre aquellas gentes. Súbitamente, algunas cabezas de ganado huyeron en estampida hacia su kraal, asustadas por la aproximación del impi. Pero al ver la imagen poco habitual de una amazona a caballo, un toro del rebaño bajó la testuz y cargó furiosamente contra ella, que lo vio venir y se las arregló para eludir su embestida con un hábil quiebro. En ese momento avanzaba por un sendero que discurría junto a una donga rocosa que no tendría más de dos o tres metros de profundidad. El toro, que había cerrado los ojos en el momento final de la embestida, como acostumbran los de su especie, se precipitó al interior de la donga y la cornamenta golpeó contra una roca, y por ello se le dislocó el cuello hasta el punto de quedar allí tendido, muerto.
Los zulúes profirieron una prolongada exclamación de asombro al ver lo sucedido. ¿Acaso no se había atrevido aquel animal a atacar al Espíritu Blanco y este no le había castigado con una muerte instantánea? Un momento después el capitán hizo un gesto con su mano y los hombres se abalanzaron prestamente sobre el resto del rebaño —cuatro o cinco vacas que habían seguido al toro— y las cosieron a lanzazos antes de que Rachel tuviera oportunidad de intervenir. Se produjo una pequeña pausa mientras sacaban fuera de su camino los cuerpos de los animales y tapaban las manchas de sangre con tierra húmeda de la donga.
Estaban a punto de finalizar esa tarea cuando, trepando por la donga, aparecieron una mujer gorda y repulsiva y varios hombres. Rachel dedujo de inmediato que se trataba una isanuzi, es decir, una hechicera, por su vestimenta —llevaba unos chillones adornos en el peinado y se cubría el cuerpo con pieles de serpiente—. Era evidente que estaba furiosa a juzgar por el rictus de su rostro y la extraordinaria ligereza con que se movía, a pesar de sus años y sus kilos.
—¿Quién se ha atrevido a matar a mi ganado? —chilló—. ¿Has sido tú, esa a quien llaman Nomkubulwana?
—Mujer, los Cielos han matado al toro que pretendía herirme —respondió Rachel con calma—. En cuanto al resto…, pregunta a los capitanes del rey.
La hechicera contempló al toro muerto que yacía en la donga con la cabeza retorcida en una posición y en un ángulo inhabitual. Pareció asustada durante unos momentos. Entonces, la pérdida de las reses ganado agudizó su ira, ya que era una persona con autoridad y estaba acostumbrada a que la temieran por su oficio y la práctica de las artes arcanas.
—Cuando se ve a la Inkosazana en Zululandia, la muerte camina con ella. Ahí hay una prueba —y señaló a sus reses muertas—. Así ha sido y así será. Oh, Blanca, rojo es el sendero que pisas. Vuelve, vuelve a tu propio kraal y comprueba si mis palabras son o no ciertas.
Lanzándose sobre la yegua, asió las riendas como si quisiera arrastrarla hacia donde había venido. Rachel sostenía una varita de cuerno de rinoceronte que usaba como fusta y la señaló con ella, dando a entender que quería que soltase la brida. Recordó demasiado tarde que en aquellas tierras salvajes tal ademán tenía otra interpretación muy distinta y ominosa cuando provenía del rey o de alguien con poder supremo: muerte sin piedad ni indulto.
Un segundo después, antes de que pudiera intervenir, antes incluso de que pudiera articular palabra, la hechicera yacía muerta junto al cadáver del toro.
—Oh, Reina, ¿qué hay del resto? ¿Qué hacemos con ellos? —preguntó el jefe de los asesinos inclinándose ante ella y señalando con su lanza a los ayudantes de la isanuzi, que huían despavoridos—. ¿Deseas que se reúnan con esa hacedora del mal que se atrevió alzar su mano contra ti?
—No —respondió la joven con un hilo de voz, pues el horror la había dejado casi sin habla—. Les concedo la vida. Sigamos.
—¡Les concede la vida! —vocearon a coro sus devotos—. La portadora de la vida y de la muerte les concede la vida a los hijos de la hacedora del mal.
Y aquellas palabras pasaron de una compañía a otra cuando la gran comitiva reanudó la marcha, y las entonaron como si fuera un himno.