El señor Dove visita a Ishmael
EL CAZADOR SE ALEJABA a galope tendido de la puerta de la casa cuando llegaron Rachel y Noie —no acudieron enseguida, se demoraron hasta asegurarse de que Ishmael se había marchado de verdad—. Noie le previno:
—Prepárate. Creo que ha llegado antes que nosotras, a tiempo para verter insidias en el oído de tu padre.
Y estaba en lo cierto, pues encontraron al señor Dove caminando arriba y abajo por la vereda con gesto de gran turbación.
—¿Qué le habéis hecho al señor Smith? Ha venido aquí muy perturbado, afirmando que te habías comportado de forma muy cruel con él y que Nonha le había amenazado con predicciones terribles que, por descontado, ella no puede saber.
El señor Dove, siguiendo la sugerencia del propio proscrito, se había acostumbrado a llamarle por su apellido, que llamaba mucho menos la atención que Ishmael.
—Bien, padre, si quieres escucharme… El señor Ishmael, o señor Smith, como tú le llamas, me ha pedido que me case con él y se ha comportado de forma muy desagradable cuando, por supuesto, lo rechacé.
—En verdad, Rachel, él ya me ha dicho que había sucedido algo por el estilo, solo que, tal y como lo cuenta, fuiste tú quien se comportó de forma intolerable, diciéndole que era despreciable. Naturalmente que no deseo que te cases con esa persona, de hecho, me desagradaría, aunque he observado que ha mejorado mucho en los últimos tiempos, espiritualmente me refiero, y se ha arrepentido de los errores de su vida pasada. Solo quiero decir que no se debe rehusar el afecto que te profesa un hombre honesto de forma desdeñosa y con palabras mordaces.
Rachel, que había soportado en silencio la reprimenda, no pudo contenerse más y exclamó:
—¡Un hombre honesto! Padre, ¿estás sordo y ciego? ¿Es que eres tan bueno que no puedes ver la maldad en los demás? ¿Sabías que fue este «hombre honesto» quien provocó el asesinato de la familia de Noie para conseguir la amistad de los zulúes?
El señor Dove dio un respingo, se volvió y preguntó:
—¿Fue así, Nonha?
—Sí, Maestro —respondió Noie—, aunque nunca te he hablado de ello. Después te contaré la historia si lo deseas.
—¿Y sabes por qué jamás te ha permitido visitar su kraal más allá de las montañas? Bien, te lo diré. Ese «hombre honesto» que me ha pedido en matrimonio tiene allí a sus esposas cafres y a sus hijos.
—¡Rachel! —replicó su padre quejumbrosamente—. ¡Jamás lo creeré! Solo repites las murmuraciones de los nativos… A menudo me ha hablado de tales costumbres con horror.
—Me atrevo a decirte que las tiene. Te pido que juzgues por ti mismo. Toma un guía y mañana de madrugada, dos horas antes de que amanezca, dirígete a su kraal y comprueba si es cierto lo que digo.
—Por supuesto que lo haré —dijo el señor Dove, ahora totalmente indignado, ya que la poligamia había sido la causa de su enconado enfrentamiento con los colonos de Natal—. No puedo creerte, Rachel, de verdad que no puedo, pero te prometo que ese hombre no volverá a poner un pie en esta casa si llego a descubrir que es verdad.
—En tal caso, creo que acabo de librarme de él —confesó Rachel con un suspiro de alivio—. Solo que… ten cuidado, que no te sorprenda con alguna treta, porque a ese tipo de hombres no les gusta verse descubiertos.
Luego fue a contarle a su madre cuanto había acontecido.
La señora Dove, que detestaba a Ishmael tanto o más que su hija, intentó convencer a su esposo de que no visitara su kraal cuando escuchó la historia, diciéndole que aquello solo ocasionaría más enemistad. Pero el señor Dove, tan obstinado como de costumbre, se negó a escucharla, alegando que jamás condenaría a un hombre sin pruebas y que no podía confiar en los indígenas. Además, su obligación como guía espiritual era reprocharle tal conducta si la historia resultaba ser cierta.
Finalmente su mujer dejó de discutir, como siempre hacía, y el reverendo, acompañado por dos guías, partió a cumplir su misión mucho antes del alba.
Justo al romper el día, antes de que hubiera recorrido a caballo veinte kilómetros a través de la planicie que se extendía delante de Ramah, llegó a un nek [paso] que discurría entre dos enormes colinas, más allá del cual los guías le aseguraban que estaba el kraal llamado Mafooti. Lo avistó poco después; era un lugar situado en un valle con forma de cuenco, elegido evidentemente porque resultaba fácil de defender. El kraal, un pequeño pueblo nativo rodeado por una cerca y con muros de piedra para guardar el ganado, estaba situado en una loma en el centro del fértil valle. Cuatro o cinco mujeres indígenas, una de ellas acompañada por un niño, salían por la puerta principal cuando el terceto se aproximó al lugar. Llevaban azadas en las manos, pues salían a trabajar los campos al amanecer. Se quedaron quietas al ver al señor Dove y le contemplaron fijamente hasta que este les pidió que no se asustaran y adelantando su montura les preguntó quiénes eran.
—Somos algunas de las esposas de Ibubesi, el León —le informó su portavoz, la mujer que llevaba al niño de la mano.
—¿Os referís al umlungu [hombre blanco] Ishmael? —volvió a preguntar.
—¿A quién sino podríamos referirnos? —le respondió ella—. Ahora que ha repudiado a la vieja Mami, yo soy la esposa principal y este es su hijo. Podría ver que es casi blanco si hubiera más luz —declaró con orgullo.
El misionero no supo qué contestar. Esta noticia lo dejó hundido y se sentó en la silla de montar. Las esposas de Ishmael se dispusieron a continuar hacia los campos, pero se detuvieron y comenzaron a cuchichear entre ellas. Al final, la madre del niño se volvió y se dirigió a él mientras las demás se apelotonaron detrás de ellas para escuchar.
—Querríamos preguntarle algo, Maestro —dijo ella con cierta timidez, ya que desde luego parecían saber quién era—. ¿Es cierto que vamos a tener una nueva hermana?
—Una… ¿Una nueva hermana? ¿Qué quiere decir? —preguntó el señor Dove.
—Pues a que hemos oído que Ibubesi está cortejando a la hermosa Zoola, la hija de su esposa principal —le replicó ella con una sonrisa—, y hemos pensado que tal vez habéis acudido para acordar cuánto ganado debe pagarte Ibubesi por ella. Sin duda tendrá que ser un rebaño si realmente es tan hermosa.
Aquello fue demasiado, incluso para el reverendo Dove.
—¿Cómo os atrevéis a hablarme de ese modo, paganas desvergonzadas? —gritó con voz entrecortada—. ¿Dónde está el hombre blanco?
—Maestro —le replicó la mujer indignada—, ¿por qué nos insultáis? Somos mujeres respetables, las esposas de un hombre tan respetable como usted. Se lo hemos oído decir a Ibubesi. Él se encuentra en la choza grande con nuestra hermana más joven, con la que se casó el mes pasado, si deseáis verle. Que tenga un buen día. Nos vamos a trabajar los campos de nuestros señor y esperamos que cuando venga su hija, la Inkosazana, no sea tan grosera como usted porque, si lo fuera, ¿cómo podríamos quererla tal y como es nuestro deseo?
Entonces se envolvió su vestido con un gesto de dignidad ofendida y se alejó caminando, seguida por sus «hermanas».
En cuanto al misionero, que por una vez en su vida se dejó llevar por la cólera, azuzó furiosamente a su caballo con el sjambok[14] y, seguido por sus guías, se dirigió al galope hacia la gran choza que había en el centro del kraal.
Al parecer, Ishmael había escuchado el estrépito de los cascos del caballo porque salió a gatas por la abertura de la misma —como hacen los cafres—, seguido por una jovencita sin apenas ropa, que bostezaba como si acabara de despertarse, mientras el clérigo desmontaba.
Ishmael parecía un cafre pues, salvo el color de la piel, vestía como tal: una moocha de piel y una kaross que había arrojado precipitadamente sobre sus hombros.
El merodeador vio por primera vez quién era su visitante cuando se puso de pie. Se quedó boquiabierto y profirió una maldición que no es necesario reproducir aquí. Después permaneció en silencio, al igual que el misionero, a quien la ira le impedía hablar.
—¿C-cómo está, señor? —consiguió balbucear finalmente—. Es usted un visitante muy madrugador y me encuentra poco preparado para recibirle. De haber sabido que venía…
Entonces cayó en la cuenta de cuál era su atuendo, o más bien en lo escaso del mismo, y en el de su compañera, que se escondía detrás de su hombro y miraba furtivamente al hombre blanco por encima del mismo. Entonces añadió apresuradamente:
—Me temo que estas no son las ropas con las que está acostumbrado a verme, pero considero necesario vestir según los hábitos de estos pobres paganos para ganarme su confianza y su… afecto. ¿Desea entrar en la choza? Mi criada le servirá tywala [cerveza] y un poco de amasi [leche agria] de inmediato y sacrificaré un ternero para el desayuno.
El señor Dove fue incapaz de contenerse por más tiempo.
—Ishmael, Smith o Ibubesi, cualquiera que sea el nombre que usted prefiera —lo atajó—, no me mienta sobre su criada porque ahora sé la verdad que me negaba a creer cuando mi hija y Nonha me la contaron. Es usted un villano de corazón taimado. Ayer mismo osó acudir para pedir a Rachel que se casara con usted y ahora le encuentro viviendo en… No puedo decirlo. ¡Hace que me avergüence de mi propia raza!
»Escúcheme con atención, señor. Si alguna vez se atreve a volver a poner un pie en Ramah o a dirigirse a mi esposa o a mi hija, los cafres lo echarán de allí sin contemplaciones. Le juro —agregó, agitando su sjambok ante el rostro de Ishmael— que si no fuera por mi sagrado ministerio, aunque soy más viejo que usted, le daría la paliza que se merece.
Al principio, Ishmael se acobardó ante aquel torrente de invectivas, pero la amenaza del uso de la violencia despertó su naturaleza agresiva. Su rostro adquirió un aspecto malévolo y los cabellos de su melena y los pelos de su barba se erizaron de rabia.
—Haría mejor en quitarse de en medio, viejo farsante —estalló brutalmente— porque haré que entone otra canción si se queda mucho tiempo. Aquí también tenemos látigos y aprenderá qué significa una verdadera paliza, una paliza tal que no le reconocerá ni su propia familia. Mire, le ofrecí a su hija casarme como es debido, y mantengo lo que dije. Me hubiera deshecho de todas estas negras y ella hubiera sido la única. Bien, aún quiero casarme, solo que ahora ella ocupará su lugar entre las demás. Todos somos de carne y hueso, blancos y negros, ¿no es cierto? A menudo le he oído predicar eso, así que… ¿qué motivo puede tener ella para quejarse? —se mofó—. Ella puede ir y trabajar los campos como el resto.
El señor Dove perdió los estribos al escuchar aquella brutal amenaza. Después de todo, primero era un caballero inglés y luego un sacerdote. Además, adoraba a su hija y le resultaba intolerable oír hablar de ella en semejantes términos así que hizo lo que hubiera hecho cualquier padre. Alzó el sjambok y le cruzó el rostro a Ishmael con tanta fuerza que la sangre brotó de sus labios. Entonces, comprendiendo que probablemente este arrebato le acarrearía la muerte, permaneció allí aguardando una reacción. El merodeador profirió un juramento e hizo ademán de abalanzarse sobre el clérigo obedeciendo a su primer instinto, pero retrocedió al ver que los dos guías —ambos empuñaban sendas azagayas— se situaban junto a él por miedo a que alguna de aquellas hojas le traspasaran el corazón.
—Usted está en mi casa —dijo mientras se limpiaba la sangre de la barba—, y es un hombre viejo, por lo que no puedo matarle como hubiera hecho con cualquier otra persona. Pero ahora me ha convertido en su enemigo, estúpido, y otros podrán… Hasta el momento le he protegido por consideración hacia su hija, pero ya no lo haré más. Piense en ello cuando llegue su hora…
—Mi hora, como la suya, llegará cuando Dios lo decida —respondió el señor Dove sin inmutarse—, no cuando usted o cualquier otro hombre desee. No le temo en lo más mínimo. Pese a todo, lamento haberle golpeado. Es un pecado del que me arrepiento y también oraré para que usted pueda arrepentirse de los suyos.
Dicho esto, montó a caballo y galopó lejos del kraal de Mafooti.
Al llegar a Ramah el clérigo solo le dijo a Rachel que era cierto lo que ella había oído y que había prohibido a Ishmael la entrada a la misión. Sin embargo, Noie pronto supo toda la historia de labios de los guías cafres y se la contó de inmediato a su señora. A su vez, el misionero no le ocultó nada a su esposa, que se alarmó mucho. Janey Dove indicó que aquel proscrito era un tipo muy peligroso que intentaría vengarse de un modo u otro.
De nuevo le suplicó, tal y como hacía a menudo, que abandonaran aquellos países salvajes a los que había consagrado los mejores años de su vida porque no tenía derecho a exponer a su hija a semejantes riesgos.
—Sin embargo —le replicó él—, siempre has dicho que estás segura de que nada malo le va a suceder a Rachel, y yo también lo creo.
—Sí, cariño, estoy segura. Pero aun así, hay muchas razones por las que no me parece seguro que se quede aquí.
No obstante, siendo como era una mujer sacrificada y altruista, Janey Dove no dijo que ella merecía la misma consideración que Rachel.
—¿Cómo voy a marcharme antes de segar la mies… ahora que maduran las espigas que he plantado? —prosiguió enérgicamente—. Todo mi trabajo se perdería si lo hiciera y mi rebaño volvería a su estado de barbarie. No temo lo que ese hombre ni ningún otro puedan hacer con mi cuerpo, pero agraviaría a mi alma inmortal si huyera de él ahora. ¿Y cómo podría explicar mi cobardía cuando llegue mi hora? Amor mío, vete tú y llévate a Rachel contigo si así lo deseas. Déjame que termine solo mi tarea.
Pero la historia se repitió de nuevo: Janey Dove no se iría y cuando le preguntaron a Rachel, esta se encogió de hombros y se rio, ya que no temía a nada ni a nadie y, salvo por amor a su madre, no le preocupaba irse o quedarse, aunque después apostilló que, desde luego, no la dejaría ir sola si deseaba abandonar África.
La joven sostuvo que había crecido allí y que lo consideraba su hogar cuando le preguntaron el motivo, pero su madre, que la conocía bien, sabía que existía otra razón, aunque no dijo nada. Rachel había conocido a Richard Darrien en África siendo aún una niña y creía que solo allí volvería a encontrarlo cuando fuera una mujer.
Las semanas se hicieron meses sin que volvieran a ver a Ishmael, aunque supieron por los cafres que había abandonado su kraal de Mafooti para emprender un largo viaje de negocios al norte y que se no esperaba que volviera antes de un año. Estas noticias regocijaron a todos salvo a Noie, quien movió pesarosa su linda cabecita sin decir nada.
El miedo al proscrito se desvaneció gradualmente y en Ramah todo se desarrolló de forma pacífica y próspera, pero aquella quietud solo era la calma que precedía a la tormenta.
Un día, ocho meses después de que el reverendo Dove visitase el kraal de Mafooti, llegó otra legación de Dingaan, rey de los zulúes, trayéndole como regalo nuevas reses de color blanco. Rachel los recibió como la otra vez, de noche y a solas, ya que los zulúes rehusaron hablarle en presencia de testigos.
La esencia de su petición era la misma que la de la anterior embajada, a saber, que visitara Zululandia; el rey y sus izinduna[15] deseaban contar con su consejo en asuntos de vital importancia. Interrogados sobre la naturaleza de los mismos, fingieron una ignorancia total, limitándose a decir que no se les había informado de estos. Rachel les contestó que les daría su opinión sobre los mismos si Dingaan accedía a formular sus preguntas a través de un mensajero, pero que no podía abandonar su kraal. Los embajadores le preguntaron el motivo, haciéndole ver que toda la nación velaría por ella y que nadie le tocaría ni un pelo de su cabello.
—Sigo siendo una hija en casa de mi padre y no se me permite marcharme, ni siquiera por un día —respondió, creyendo que esta réplica satisfaría a una raza que creía ciegamente en la obediencia a los padres y a la autoridad establecida.
—¿Es eso cierto? —preguntó el viejo induna que actuaba como «Boca-del-rey»—. ¿Cómo puede estar la Inkosazana, ante quien se inclina toda una nación, sujeta a un umfundusi, a un simple predicador? ¿Acaso obedecen los cielos a las nubes?
—Sí… sí cuando esas nubes los han engendrado.
—Los cielos engendran a las nubes, no las nubes a los cielos —replicó oportunamente el induna.
La situación se le había escapado de las manos a Rachel. Le había parecido una broma muy divertida aparecerse como una especie de espíritu tutelar de los zulúes y, por supuesto, le atraía ese amor al poder que es tan común entre las mujeres, pero la situación se volvía preocupante cuando aquellas gentes cuestionaban la autoridad de sus padres, por lo que decidió ponerle fin.
—Mensajero del rey, ¿qué quieres decir? No soy sino la hija de mis padres, y los padres son más grandes que los hijos y estos les deben obediencia.
—Inkosazana —respondió el anciano con una sonrisa de desaprobación—, debemos escuchar si te place contarnos esos pretextos, como también debemos morir si te place ordenar nuestras muertes, pero has de saber que conocemos la verdad. Sabemos que bajaste con los relámpagos y que esos hombres blancos con quienes moras te encontraron en la cima de una isla en medio de la niebla y te llevaron a su hogar en sustitución del hijo al que acababan de enterrar.
—¿Quién os ha contado eso? —preguntó Rachel asombrada.
—Le ha sido revelado al consejo de ancianos, Zoola.
—Pues esa revelación no es cierta. Nací como el resto de las mujeres. Recibí el nombre de «Señora de los Cielos» de forma casual, como también es casual mi parecido con el Espíritu de vuestra gente.
—Te oímos —respondió con cortesía la «Boca-del-rey»—. Naciste como nacen las mujeres mortales, recibiste de forma casual tan alto nombre y también por casualidad eres alta y hermosa y tienes el cabello de oro como el Espíritu de nuestro pueblo. Te oímos.
Rachel lo dio por imposible y dijo:
—Transmite mis palabras al rey.
Se alzaron, le tributaron un saludo exclusivo —Bayète—, un saludo real que jamás habían tributado a ninguna mujer, y se marcharon.
Rachel se marchó a cenar una vez se hubieron ido y les narró toda la historia a sus padres. El reverendo Dove pareció tomárselo muy en serio en esta ocasión, estaba demasiado alterado como para considerar que no fuera un despropósito. Habló de las estúpidas supersticiones zulúes, demostrando cómo habían retorcido la historia del hijo muerto y su salvación del río Umtavuna. Incluso sugirió que todo aquel sinsentido formaba parte de un movimiento político en aras a legitimar al rey, o a una facción del país, al declarar que tenían de su parte la palabra de su Espíritu y oráculo.
Sin embargo, la señora Dove, que aquella noche estaba triste e intranquila de forma desconcertante, lo veía de otro modo. Señaló que estaban jugando con fuerzas crueles y poderosas y que, con independencia de lo que aquellas gentes pensaran de Rachel, era aterrador que las vidas de cientos de personas dependieran de un simple asentimiento suyo.
—¡Claro! ¡Y también nuestras propias vidas! —añadió la joven histéricamente—. ¡Y también nuestras propias vidas!
Rachel preguntó si alguien había visto a Noie para cambiar de conversación, dado que esta se estaba volviendo demasiado agobiante. Su padre le respondió que la había visto hacía dos horas, justo antes de que llegara la legación zulú, en las orillas del río, a las que había acudido, suponía él, para recoger flores para la mesa. Entonces, el señor Dove comenzó a hablar de la joven, de lo dulce que era, y la extrañeza que le causaba que aceptara todas las doctrinas de la fe cristiana, aunque aún no había consentido que la bautizara.
El misionero seguía hablando cuando súbitamente Rachel observó que su madre caía hacia delante y su cuerpo permanecía inerte sobre la mesa, como si hubiera sufrido algún ataque. La joven se levantó rápidamente pero Janey Dove pareció recuperarse cuando llegó a su lado. Parecía hallarse bien, pero estaba extremadamente pálida.
—Madre, ¿qué te ha ocurrido?
—No me preguntes —musitó—. Ha sido terrible. He tenido una visión mientras os oía hablar de los zulúes. Creí ver este lugar teñido de rojo por la sangre derramada y las llamas que lo consumían. Se fue tan rápido como me sobrevino y, por supuesto, sé que es una tontería.