CAPÍTULO VI

Echarlo a suertes

ASCENDIERON LA PENDIENTE DEL último altozano y desde allí vieron la carreta rodeada por la alambrada de espinas —el ganado y los caballos aún estaban encerrados en su interior, sin duda por miedo a los zulúes— en la loma de enfrente. Nada tenía un aspecto más apacible que aquel campamento, mirándolo era difícil de creer que a unos centenares de metros acaba de tener lugar una terrible carnicería. Sin embargo, se oyeron varios gritos y las cabezas se alzaron por encima de la cerca. Entonces, Rachel cayó en la cuenta de que ellos debían creerla prisionera de un zulú, por lo que ordenó a Noie que bajara el escudo. Al instante apartaron los espinos que formaban la cerca y su padre, rifle en mano, anduvo hacia ellas.

—Gracias a Dios que estás bien —dijo cuando se reunieron—. Tenía una gran desazón, aunque confiaba que ese hombre blanco, Israel… no, Ishmael te hubiera rescatado. Esta mañana temprano se acercó para avisarnos —añadió como explicación—, luego se marchó al galope en tu busca. Su acompañante, cuyo caballo se llevó, aún se encuentra aquí. ¿Se puede saber dónde te has metido?

Súbitamente, percatándose de la presencia de Noie, que presentaba un espectáculo impresionante, ataviada solo con una toalla, un escudo y una afilada lanza, le preguntó:

—¿Quién es esta joven?

—Una indígena a la que he salvado de la masacre —respondió Rachel, contestando a la última pregunta en primer lugar—. Es una larga historia, pero disparé al hombre que iba a matarla y arrojamos su cuerpo a una poza. ¿Estáis todos bien? ¿Dónde está madre?

—¡Disparaste a un hombre! ¡Derramaste sangre humana! ¡Escondiste el cuerpo en una poza! —exclamó el reverendo Dove a voz en grito, superado por los acontecimientos—. Rachel, eres más una prueba del Señor que una hija. ¿Por qué tuviste que irte antes del alba y hacer esas cosas?

—Lo ignoro. Supongo, padre, que estaba predestinada a salvar su vida, ya sabes…

El misionero contempló de nuevo a la hermosa Noie y farfulló algo sobre su atuendo antes de regresar al campamento. Pero para ese momento, la señora Dove ya había bajado de la carreta y llegaba con los cafres.

—No me sorprende que no te haya pasado nada —dijo con amabilidad—, ya que nada puede herirte, aunque le has dado un susto de muerte a tu padre. ¿Qué haces en compañía de esta joven desnuda?

—Dale algo de comer, madre —respondió Rachel—. No me preguntes nada más por ahora. Hemos estado en remojo durante horas y estamos heladas y muertas de hambre para contar nada más.

En ese momento llegó el señor Dove con una manta y se la ofreció a Noie, quien la aceptó y se envolvió con ella. A continuación se dirigieron al campamento, donde Rachel se cambió sus ropas empapadas mientras Noie se sentaba en una esquina de la tienda. Enseguida les trajeron comida y Rachel lo devoró con avidez, obligando a Noie a hacer lo mismo. Luego se marchó, dejando que la joven descansara en su tienda y relató a sus padres toda la historia —con ciertas omisiones, por supuesto, como el comportamiento de Noie cuando hallaron a su padre muerto—, tan brutal como los tiempos en los que vivían y tan extraña como las cosas que en estos acontecían.

Una vez que su hija hubo terminado, John Dove se arrodilló y ofreció una plegaria de agradecimiento porque hubiera sobrevivido a tan enorme peligro, incluyendo en sus oraciones la petición de que se la perdonara por haber disparado a un zulú, un hecho que, salvo por el horror intrínseco en sí mismo, no debía recaer sobre ella.

—Padre, usted sabe que hubiera hecho lo mismo, y también madre si pudiera sostener un arma. ¿Qué provecho obtiene de pretender que fue un pecado? Nadie lo vio, excepto Ishmael, y los cocodrilos que dieron buena cuenta del cadáver, por lo que cuanto menos hablemos del tema, mejor para todos.

—Admito —asintió el misionero— que las circunstancias justifican los hechos, mas temo que la verdad trascienda, pues la sangre llama a la sangre. ¿Pero qué vamos a hacer con la chica? Vendrán a buscarla y nos matarán a todos.

—No la buscarán, padre, porque creen que está muerta, y jamás lo sabrán a menos que el hombre blanco se lo diga, y no es muy probable que lo haga, ya que los zulúes creerán que fue él quien disparó contra ese guerrero, no yo. Noie nos ha sido enviada y es nuestro deber acogerla.

—Supongo que sí —admitió dubitativamente su padre—. ¡Pobre muchacha! Tiene motivos para dar gracias a la Divina Providencia. Esos sanguinarios salvajes han asesinado a todos sus parientes y ella se ha salvado.

—No me sentiría particularmente agradecida si os asesinaran a todos vosotros y solo yo me salvara —le replicó Rachel—. Pero no tiene sentido discutir al respecto, agradezcamos que no nos hayan matado a nosotras. Ahora estoy cansada y voy a tumbarme. Por supuesto, no podemos abandonar este sitio por el momento… a menos que regresemos a Durban.

Y así fue el hallazgo de Noie.

Estaba a punto de anochecer cuando Rachel se despertó. Salió de la tienda, donde Noie permanecía durmiendo o abrumada por el estupor, para encontrar a su madre y al sirviente de Ishmael, que aún se hallaba en el campamento. Su padre se había marchado con los cafres para enterrar a cuantos muertos fuera posible antes de que llegaran de noche los chacales y las hienas. Rachel avivó el fuego y se dispuso a ayudar a su madre a preparar la cena cuando escuchó los cascos de un caballo y alzó la mirada justo a tiempo de ver a Ishmael, que aún llevaba de las riendas al caballo de refresco con el que había huido aquella misma mañana. Se había detenido en lo más alto de las tierras donde lo había visto por primera vez el día anterior. Estaba mirando el campamento detenidamente, con el propósito aparente de cerciorarse de que sus moradores seguían aún con vida.

—Iré a ver qué quiere —anunció Rachel, que deseaba mantener una conversación con aquel hombre por razones propias.

Avanzó hacia él y pronto vio que estaba bastante avergonzado.

—Bueno —le saludó jovialmente—, ya ve que estoy aquí, sana y salva. Me alegro que también lo esté usted.

—Es usted una mujer admirable —dijo, desviando la vista al ser incapaz de sostener su mirada—, tan admirable como hermosa.

—Sin cumplidos, por favor. Están fuera de lugar en esta tierra tan salvaje.

—Le pido perdón. No puedo menos que decir la verdad. Mataron a la chica y la dejaron marchar a usted, ¿verdad?

—No. Me las arreglé para esconderla y ahora está aquí.

—Eso es muy peligroso, señorita Dove. Sé de qué hablo. Esa es la mujer a quien perseguía Dingaan. Enviará aquí a sus hombres y les matará a todos cuando se entere de que la han protegido. Acepte mi consejo y haga que se vaya esa mujer cuanto antes. Le repito que ocultarla es peligrosísimo.

—Tal vez —replicó Rachel con calma—, pero no pienso hacerlo a menos que ella desee marcharse, ni creo que tampoco lo haga mi padre. Ahora, por favor, escúcheme un minuto. Si esta historia llega a oídos de los zulúes, y no veo porqué debería ser así cuando los cocodrilos devoraron al soldado muerto, ¿quién creerán ellos que disparó a su guerrero? ¿Yo o el hombre blanco que me acompañaba? ¿Me comprende?

—La comprendo, y guardaré silencio por su bien.

—No, por mi bien no, por el suyo. Y para que sea un trato justo diré lo menos posible acerca de cómo nos separamos esta mañana. No le culparé por huir a caballo y abandonar a una joven terca por la que usted no quiso arriesgarse. Aunque otra gente podría pensar de forma diferente…

—Sí, podrían. Y confieso que estoy avergonzado, pero usted no conoce a los zulúes como yo, y creí que se nos iban a echar encima de un momento a otro, por lo que me enfadé con usted y perdí el temple. Lo lamento mucho.

—No se disculpe, por favor. Es natural, incluso fue lo mejor para todos. Nos habríamos encontrado con ellos si hubiéramos continuado cabalgando, y quizás hubiera sido el fin. Aquí llega mi padre, ¿estamos de acuerdo en que usted dirá lo menos posible sobre la muchacha?

Él asintió con la cabeza, desmontó y avanzó junto a ella al encuentro del señor Dove a la entrada de la cerca de espinos.

—Buenas tardes —saludó el clérigo, quien parecía muy abatido tras concluir su lúgubre tarea, mientras ordenaba a uno de los cafres que tomara su pica y las riendas de los caballos—. Aún no sé qué ha sucedido esta mañana, pero tengo que agradecerle su intento de salvar a mi hija de esos hombres crueles. He estado dando sepultura a sus víctimas en una pequeña grieta… a casi todos… Los buitres, ya sabe…

—Yo no la salvé, señor —respondió el extraño humildemente—. Parecía una tarea imposible, ya que no quería dejar a la joven nativa.

John Dove le dirigió una mirada escrutadora y el tono de su voz dejó entrever su autodominio cuando contestó:

—Usted tampoco habría abandonado a esa desdichada, ¿verdad? Por lo demás, Dios las salvó a ambas, por lo que no importa exactamente cómo lo hizo, ya que todo ha concluido felizmente. ¿No desea entrar y acompañarnos en la cena, señor… Ishmael…? Me temo que desconozco el resto de su nombre.

—No hay más que saber, señor Dove —le replicó aquel obstinadamente—. Este es un país inhóspito, como me atrevería a decir que usted ya ha descubierto, y la suerte ha sido adversa para muchas de las personas que acudimos a él.

»Tal vez yo sea de buena familia, como usted, y tuve mala suerte en otro lugar, por lo que elegí venir aquí y vivir en un lugar donde no existen las leyes ni la civilización.

»Pero también es posible que yo tomase el nombre de otro que se vio arrastrado a esta selva antes que yo. En cualquier caso, si el destino nos ha unido en este lugar, le rogaría que me tomase como lo que soy: un cazador y un comerciante en tierra zulú, y no se preocupe por lo que haya podido ser. Cualquiera que fuera el nombre con el que me bautizaron, ahora me llamo Ishmael, o Ibubesi entre los cafres. Y si desea un apellido, puede llamarme Smith.

—Eso me basta, señor Ishmael. No es asunto mío —replicó el reverendo Dove con una sonrisa, pues había conocido en África otros hombres cortados por el mismo patrón.

Pero, aunque en su fuero interno ya había decidido que aquel blanco, errabundo y pecador era uno de esos, consideraba su deber conducirlo a los senderos del decoro cristiano y la paz.

Tras dejar claros aquellos puntos, entraron todos en el pequeño campamento —en el que ya montaba guardia un centinela, pues anochecía rápidamente— y le presentaron a la señora Dove, que miró a Ishmael de arriba abajo y apenas dijo nada. Después se pusieron a cenar. Una vez dieron buena cuenta de la sencilla cena, Ishmael encendió su pipa y se sentó sobre el eje de la carreta. Tenía una apariencia atractiva y pintoresca a la luz del fuego, que iluminaba su rostro moreno, su larga melena negra y su curiosa vestimenta, aunque hubiera sustituido la piel de león por una vieja chaqueta. Al contemplarlo, Rachel supo que, cualquiera que fuese su pasado, decía la verdad cuando aseguró que procedía de buena familia, se notaba en su voz, en sus modales y en su conversación agradable y fluida, aunque ocasionalmente sustituía un término inglés por una palabra zulú y utilizaba indistintamente los dos idiomas para construir sus frases, sin duda, con el paso de los años, se había acostumbrado a hablar e incluso a pensar en aquel idioma.

En ese momento le estaba explicando al señor Dove la posición política y social de aquel pueblo, cuyas leyes y costumbres crueles les llevaban a continuas guerras entre tribus o familias, quienes se sabían condenadas a la masacre si los apresaban, como había ocurrido aquel día. Por supuesto, el misionero, que había vivido varios años en Durban, sabía que esto era cierto, aunque nunca hasta ese día había presenciado uno de aquellos luctuosos eventos y no conseguía comprender todo aquel horror.

—Temo que mi tarea será más dura de lo que pensaba —dijo con un suspiro.

—¿Qué tarea? —le preguntó Ishmael.

—La de convertir a los zulúes. Me dirijo al kraal real y tengo el propósito de establecerme allí.

Ishmael dio unos golpecitos en la cazoleta de su pipa para vaciarla y la llenó de nuevo antes de contestar. Al parecer, no encontraba las palabras adecuadas para expresar sus pensamientos, pero finalmente llegaron de una forma enérgica:

—¿Por qué no viaja al infierno y se establece allí de inmediato? Le pido perdón, quería decir, el Cielo… para usted y los que son como usted. Pero, hombre, ¿no tiene corazón? ¿No le preocupa la suerte de su mujer y su hija?

—Siempre he creído que me preocupaba de ellas —le respondió el clérigo con frialdad.

—Entonces, ¿desea ver cómo les rebanan el cuello delante de sus ojos? —Entonces miró significativamente a Rachel y agregó—: O aún peor…

—¿Cómo se atreve a preguntarme eso? —saltó el señor Dove fuera de sí—. Por supuesto que sé que corremos riesgos entre estos salvajes, pero confío en que la Divina Providencia nos protegerá.

Ishmael exhaló una bocanada de humo y soltó una maldición en zulú.

—Sí —dijo una vez que se hubo calmado—, como hizo con Seyapi y los suyos, pero usted los ha enterrado esta tarde, ¿verdad? A todos excepto a Noie, a quien ahora protege. Dingaan les enterrará a todos por eso, o tal vez les arroje a los buitres. No crea que su condición de umfundusi [predicador] le salvará. En esas tierras ni el Todopoderoso podría… Les matarán y olvidarán en menos de un mes. Y lo que es más, tendrá que arreglárselas con la carreta usted solo, porque sus cafres saben la verdad y no querrán continuar. Una Biblia no desvía la hoja de una azagaya.

—Por favor, señor Ishmael, no hable de forma tan… irreverente —le rogó el misionero con voz irritada pero nerviosa—. Usted no parece entender que tengo que llevar a cabo una misión, aunque supusiera el martirio…

—¡Ah, el maldito martirio! Eso es lo que está buscando, sin duda, recuerdo de qué iba. La pregunta es: ¿desea que asesinen a su esposa y a su hija?

—Por supuesto que no. ¿Cómo puede sugerir tal cosa?

—Entonces haría bien en no cruzar el Tugela. Regrese a Durban o establézcase aquí. A Dingaan no le gusta interferir en la vida de los hombres blancos de este lado del río a menos que esté buscando algo.

—Eso supondría abandonar mi más apreciada ambición que… No hablaré de cosas que tal vez usted no podría comprender.

—Me atreveré a decir lo que no debería, lo que sí entiendo es qué se debe sentir cuando te retuercen el pescuezo. Mire, señor, debería ir solo si desea adentrarse en Zululandia. No es lugar para las mujeres blancas.

—Eso deben decidirlo ellas, señor —le replicó el clérigo—. Creo que su fe soportará esta prueba.

Y miró a su esposa con un gesto casi de imploración. Sin embargo, esta le falló por una vez.

—Mi querido John, creo que este caballero tiene razón si quieres saber mi opinión. No me preocupa mucho mi suerte, pero nunca debe pensarse que debamos desperdiciar nuestras vidas. Siempre te he seguido a los lugares más extraños sin rechistar, aunque, como bien sabes, podríamos llevar una vida muy cómoda en Inglaterra o en alguna otra ciudad civilizada. Ahora te digo que no deberías ir a la tierra de los zulúes, hay que pensar sobre todo en Rachel.

—No os preocupéis por mí —le interrumpió la joven, encogiéndose de hombros—. Sabré arreglármelas como he tenido que hacerlo a menudo antes de hoy, por ejemplo.

—Pero me preocupo, cielo, aunque es verdad que no creo que te mataran, ya sabes que siempre lo he creído así, me preocupo, y John —añadió con un tono de súplica—. ¿Acaso no ves que me has agotado? ¿No comprendes que me estoy haciendo vieja y débil? ¿Acaso no tienes un deber para con los paganos? ¿No hay aquí suficientes paganos? —La señora Dove prosiguió con renovada energía—. Haz lo que dice este caballero si quieres trabajar entre ellos y quédate aquí, es decir, si no quieres regresar. Construyamos una casa y disfrutemos de un poco de paz hasta que nos llegue la hora, y la muerte va a venir muy pronto, John, y será terrible, de eso estoy segura.

Luego comenzó a sollozar.

—Querida, estás trastornada. Los terribles acontecimientos del día de hoy y tu preocupación por Rachel han sido demasiado para ti. Creo que sería mejor que te acostases, y también tú, Rachel. Continuaré tratando de este asunto con el señor Ishmael, quien, tal vez, me ha sido enviado para guiarme. No soy tan irracional como crees. Consideraré la sugerencia de edificar una casa-misión fuera de Zululandia, sin que el tiempo importe, si él me convence de que corren peligro vuestras vidas, la mía no importa. Puede que desista de entrar en el país por ahora.

La señora Dove y su hija se retiraron, pero Rachel escuchó conversar apasionadamente a su padre y al cazador durante más de dos horas, y se preguntó a qué conclusión habría llegado. Personalmente no le preocupaba demasiado a qué lado del Tugela vivieran si es que debían detenerse en aquella región. Pero por amor a su madre decidió que debían quedarse donde estaban si estaba en su mano conseguirlo. En verdad no había otra elección que eso o regresar a Inglaterra, ya que su padre se había enfrentado frontalmente con todos los hombres blancos de Durban como para pensar en fijar su residencia entre ellos.

Lo primero que vio en la claridad creciente del amanecer cuando se despertó a la mañana siguiente fue a la huérfana Noie sentada al otro lado de la tienda, con la cabeza descansando sobre un brazo, que la miraba con aire ausente. Aunque era pequeña en comparación con las mujeres cafres, estaba totalmente desarrollada, y entonces se percató de su hermosura por vez primera. Su piel suave parecía casi blanca bajo aquella luz glauca, eliminando el color achocolatado propio de los mestizos. Su pelo era largo, negro, rizado, sin los artificios de los peinados zulúes. Tenía facciones hermosas y apariencia inteligente. Sus ojos rasgados, ensombrecidos por unas larguísimas pestañas, eran de color marrón suave, como los de un obibi. Era realmente adorable para ser una indígena y, lo que es más, radicalmente distinta a cualquier otra mujer bantú que hubiera visto con anterioridad, excepto, tal vez, aquel muerto a quien ella llamaba padre y que, aunque de corta estatura, se las había arreglado para matar a dos guerreros zulúes antes de suicidarse de forma harto misteriosa.

—Noie —dijo Rachel cuando hubo terminado de observarla. La muchacha saltó con un movimiento rápido y ágil desde donde se hallaba, se arrodilló a su lado, le tomó la mano que colgaba entre su cama y la de Rachel y la besó, diciendo en isizulu:

—Aquí estoy, Inkosazana.

—Noie, ¿todavía duerme el hombre blanco?

—No, se ha ido. Él y su sirviente se marcharon a caballo antes del alba, temiendo que todavía pudiera haber zulúes entre este campamento y su kraal.

—Dime, ¿sabes algo de él?

—Sí, señora. Lo he visto en Zululandia. Es un mal bicho. Lo llaman Ibubesi, pero no porque sea bravo como un león, sino porque caza y actúa por la noche.

—Justo lo que hubiera pensado de él —respondió Rachel—, y las dos sabemos que no es valiente —agregó con una sonrisa—. Pero olvidemos a ese chacal con piel de león. Cuéntame tu historia si lo deseas, Noie, pero procura hablar bajo porque la lona de la tienda es delgada.

—Escúchame, señora, tú que has nacido pura de cuerpo y alma. Mi sangre no es enteramente zulú. Mi padre, cuya envoltura carnal murió ayer, marchando de regreso al mundo de los espíritus, era de otro pueblo que vive lejos, al norte de estas tierras. Viven entre árboles, adoran a los árboles y mueren cuando lo hacen sus árboles. Conceden sueños. Esos hombres pequeños ante quienes tiemblan las tribus son los acompañantes de los fantasmas. Odian el Sol y moran en el corazón del bosque. Yo no los conozco y nunca los he visto, pero mi padre me reveló estas cosas y otras que no puedo repetir. Mi padre abandonó a su gente cuando era joven.

—¿Por qué? —inquirió Rachel cuando la joven hizo una pausa.

—Lo ignoro, señora. Sospecho si sería porque de quedarse se hubiera convertido en uno de sus sacerdotes, y ya se había fijado en una mujer, una de sus esclavas, con quien ya no podría casarse. Creo que esa mujer era mi madre, así que se fugaron juntos y vinieron a vivir entre los zulúes. Fue un gran doctor entre ellos en los tiempos de Chaka, no uno de los abangomas, ni un Buscador de brujas, ni un Invocador de la muerte, porque aborrecía el derramamiento de sangre, como todos los de su pueblo.

»Practicaba la medicina, era un maestro de la magia, un intérprete de los sueños, un pozo de sabiduría. Sí, su sapiencia hizo grande a Chaka, cuando se apartó de él a causa de su crueldad, Chaka murió.

»Señora, Dingaan ocupa el puesto de Chaka, Dingaan, su asesino. Perdonaron a mi padre pese a haber sido médico de Chaka porque le temían. Yo era la única hija de mi madre, aunque él desposó a otras mujeres siguiendo la costumbre zulú, no porque las amara, sino para no parecer diferente al resto de los hombres. De modo que se hizo poderoso y rico, y vivió en paz porque le tenían miedo. Señora, mi padre me amaba y solo a mí me enseñó su idioma y su sabiduría. Yo le ayudaba con sus medicinas e interpretaba los sueños que él no podía descifrar. Me pidieron en matrimonio muchas veces, pero yo no deseaba casarme porque no deseaba más esposo que el Conocimiento, el Saber.

»Pero llegó un día infausto, tal y como mi padre y yo sabíamos que iba a llegar —yo deseaba abandonar el país, pero no podíamos a causa de las otras esposas y sus hijos—, en el que nos condujeron hasta el rey a todas las doncellas de mi distrito y Dingaan se fijó en mí porque era diferente a las mujeres zulúes, y ya puede suponer…

»Pese a todo me libré de ser su esposa porque los hechiceros y la esposa principal del rey dijeron que no sería prudente que yo entrara en su casa. Conocía demasiados secretos y podría embrujarle si lo deseaba, o envenenarle con drogas que no dejaban rastro. Así que me salvé, pero Dingaan se obsesionó precisamente porque no podía tenerme y soñaba conmigo de noche. Al final el rey me pidió a mi padre, no como su derecho sino como un regalo, porque pensó que así no tendría que temer nada de mí. Le supliqué a mi padre que me mantuviera lejos de Dingaan, porque yo le odiaba, le dije que lo envenenaría. Y mi padre atendió a mi deseo porque me amaba y no soportaba la idea de apartarse de mí. Entonces el rey se enfadó y preguntó a sus consejeros, pero ellos no le ayudaron porque temían a mi padre. Entonces, Dingaan pidió consejo a ese hombre blanco, a Hismel, a quien llamaban León, que frecuentaba mucho el kraal de Umgugundhlovu.

—¡Vaya! ¡Ahora entiendo porqué deseaba que te mataran!

—El hombre blanco, Hismel, el chacal con piel de león como tú le llamas, se burló de los temores de Dingaan y le dijo: «Es al padre, Seyapi, a quien debes temer. Él es quien hace la magia, no la chica. Mata al padre, mata a los suyos, toma a la hija como es el deseo de tu corazón y sé feliz».

»Así habló Hismel, y Dingaan dio por bueno su consejo y le pagó por él un colmillo de elefante y las mujeres que le solicitó. Entonces, mi padre presintió aquel mal, y también yo, pues los dos tuvimos el mismo sueño, pero no partimos casi hasta que teníamos el enemigo a las puertas del kraal a causa de sus otras esposas e hijos. De no ser así hubiera huido o hubiera muerto según la costumbre de los suyos, como hizo al final.

—¿La Muerte Blanca? —inquirió Rachel.

—Sí, señora, la Muerte Blanca. Escapamos por los pelos con la intención de ponernos bajo la protección del hombre blanco. Yo fui la primera en escaparme de los hombres del rey, ya que sabía que este había ordenado capturarme viva y conducirme a su presencia, de ahí que no estuviéramos juntos en el momento final. Hismel debió verte, sin duda, y creyó que el impi te mataría, por eso acudió a avisarte. Nos encontramos cuando estaba a punto de morir, aunque tal vez no por la azagaya del soldado, como puedes adivinar. He dicho.

—Dime, ¿qué mensaje te dio tu padre muerto cuando te arrodillaste junto a él? —preguntó por segunda vez Rachel, que sentía una gran curiosidad al respecto.

—Inkosazanaye-zulú, ¿no te dije que habló solo para mí? No me atrevo a desvelarlo, solo puedo decirte que tu destino y el mío y el de algunos otros están entrelazados porque antaño nuestros espíritus estuvieron hermanados y vivieron juntos.

—Sin duda —repuso con una sonrisa Rachel, que conocía bien las supersticiones al haber crecido entre ellas, y también que a menudo eran naderías—. Bien, Noie, yo te quiero, no sé por qué. Tal vez por todo lo que has sufrido, pero también te digo que sería mejor que te separaras de mí si quieres ser mi hermana de espíritu. Ese chacal de Ishmael conoce tu secreto, y tarde o temprano te arrojará su lanza.

—Sin duda —admitió la joven—, van a suceder muchas cosas porque así está escrito, y no importa que me marche o me quede. Por tanto, señora, habla y obedeceré. ¿Debo irme o debe quedarme? ¿O debo morir ante tus ojos?

—Haz lo que te plazca —respondió Rachel encogiéndose de hombros.

—No, no, señora, olvidas que puedo suponer un peligro para ti y los tuyos si me quedo aquí. ¿No me ordenas nada?

—Ya te he contestado, Noie… Decide tú misma.

—No seré yo quien decida. Dejemos que lo haga el Cielo. Señora, dame un cabello.

Rachel se arrancó un cabello y le entregó una hebra de oro a Noie, quien se quitó otro de sus trenzas negras y los puso uno junto a otro.

—Mira, señora, tienen la misma longitud. La brisa no sopla dentro de la tienda. Vamos a la entrada y arrojaré nuestros cabellos al viento. Me quedaré si el mío cae primero al suelo. Me iré a buscarlo si se aleja. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Las dos jóvenes fueron a la entrada de la tienda y Noie lanzó con un delicado movimiento ambos cabellos al aire y un golpe de viento se los llevó. Sucedió que uno de esos pequeños remolinos de viento tan habituales en Sudáfrica los atrapó y los alzó en el aire casi perpendicularmente. A unos treinta y cinco metros de altura amainó el viento que los sostenía. El cabello de Noie, una hebra de ébano a la luz del día, cayó suavemente justo a sus pies mientras que el viento arrastró el de Rachel más y más lejos hasta que se perdió de vista.

—Parece que me quedo.

—Sí —le respondió Rachel—. Me alegro. Si algún mal nos sobreviene, será culpa del viento, no nuestra.

—Cierto, señora, pero ¿quién ordena soplar al viento?

Rachel se encogió de hombres y contestó con otra pregunta:

—Noie, ¿adónde ha ido a parar el mío?

—Lo ignoro, señora. Pero tal vez lo sostuviera mi padre. Yo así lo creo. Pienso que voló hacia el norte. Sin embargo, el mío cayó, ¿verdad? Y eso que los dos flotaron juntos. Creo que un día tus pasos seguirán a tu cabello, lo seguirás hasta el país donde los grandes árboles susurran sus secretos a la noche.