CAPÍTULO V

Noie

EL QUE UNA JOVEN blanca fuera sola a bañarse en un país poblado principalmente por fieras y salvajes merodeadores puede parecer una forma extraña de diversión. Y lo es, sin duda, pero Rachel se preocupaba poco de tales peligros; de hecho, apenas pensaba en ellos. Hacía mucho tiempo que había descubierto que los animales no la herían si ella no lo hacía, excepto, tal vez, los rinocerontes, que tendían a cargar contra cualquier cosa que se moviera, pero eran grandes y se les podía ver a distancia. En cuanto a los leones y los elefantes su experiencia era que se apartaban, excepto en contadas ocasiones, que se quedaban quietos y la miraban. Tampoco temía a los nativos, que siempre la trataban con sumo respeto, incluso cuando no la hubieran visto jamás.

Llevaba un rifle de dos cañones, uno cargado con bala y el otro con posta o perdigones para prevenir malos encuentros. Despertó a Tom, el guía, para indicarle a dónde iba. El hombre la miró adormilado y farfulló una protesta, pero Rachel no le hizo caso, apartó algunos espinos de la cerca para abrirse paso y se perdió de vista en la niebla matutina.

Siguió un sendero a través de los herbazales húmedos por el rocío que crecían en las ondulaciones y valles del veld, y se cruzó en su camino con varias crías de antílope. Rachel llegó a la orilla del mar en veinte minutos, justo cuando se hizo de día. El mar estaba en calma y la marea se retiraba. Pronto encontró lo que estaba buscando: una gran cala rodeada de piedras, donde no debería temer a los tiburones, que nunca se quedaban en aquel tipo de lugares por miedo a quedarse atrapados. Se desnudó y se zambulló en las aguas frías y cristalinas y comenzó a dar brazadas —era una consumada nadadora—, buceando y nadando como una sirena. Se secó con una toalla que había traído al terminar su baño, todo excepto sus cabellos, dejándolos sueltos al viento, y se demoró para disfrutar del espectáculo del Sol alzándose por encima de las aguas.

Mientras permanecía de esta guisa, y de modo repentino, escuchó el galope de unos caballos que se dirigían hacia allí. Dedujo que eran dos por el golpeteo de los cascos, aunque la bruma le impedía verlos. Emergieron unos instantes después. Lo primero que vio fueron unas rayas, lo cual le hizo reír al pensar que había confundido a las cebras con caballos, pero la risa murió en sus labios cuando comprendió que las rayas eran los pantalones de piel de cebra de Ishmael. Sí, no había duda, era Ishmael, que había sustituido su piel de león por una burda chaqueta, quien se acercaba al galope, llevando de la brida a una montura sin jinete. Recordando su melena mojada y alborotada, Rachel enrolló la toalla a su cabeza, que quedó colgando como un tocado del Antiguo Egipto. Después tomó el rifle y lo amartilló, dudaba de las intenciones de aquel hombre. No se había encontrado con demasiados libros en su camino, pero había leído historias de jóvenes raptadas por la fuerza.

Por un momento se asustó, pero recobró su coraje innato en cuanto amartilló el segundo cañón.

«Dejémosle que lo intente», dijo para sí, «hubiera sido aterrador que hubiera aparecido hace diez minutos, pero ahora no tengo de qué preocuparme».

Al llegar Ishmael apreció que estaba aún más asustado que ella. Su rostro varonil estaba lívido y le temblaban los labios. «Tal vez le persiga otra vez el rinoceronte», pensó Rachel. Entonces dijo con aplomo:

—¿Qué sucede?

—Perdone, perdone que la moleste —respondió con unos modales que la sorprendieron—. Estoy avergonzado, pero es necesario… Los zulúes…

—¿Y bien? ¿Qué ocurre con los zulúes?

—Todo un regimiento viene hacia aquí con ganas de pelea. Persiguen a unos fugitivos. Estos, unos cincuenta, pasaron por mi campamento hará cosa de una hora. He visto como un impi [ejército] los seguía. Monté a caballo para avisarles a ustedes. Los fugitivos me dijeron que usted estaba a la orilla del mar. He venido hasta aquí para llevarla a su campamento y evitar que le hagan daño.

—Se lo agradezco mucho, pero no temo a los zulúes. Dudo que me causen daño alguno.

—¿Lo duda? ¡Siendo blanca y hermosa como es usted y no hacerle daño! ¿Por qué no?

—No sé —dijo ella entre risas—, pero sepa que me llaman Inkosazanaye-zulú y Zoola. No se atreverán a tocar a alguien con tal nombre.

—Inkosazanaye-zulú y Zoola —repitió atónito—. Es el nombre de una de sus diosas y ya recuerdo…, era blanca como usted, o eso dicen. ¿Cómo es que la llaman así? Pero, monte, monte a caballo. Primero la matarán y luego se preocuparán por las presentaciones. Su padre debe de estar muy preocupado.

—Mi madre no temería, ella sabe… —murmuró, y saltó a la silla de montar. Entonces, sin mediar más palabras, comenzaron a galopar de regreso al campamento. El Sol se levantó totalmente del seno del mar y la bruma se disipó antes de alcanzar la cima de la segunda loma, mostrándoles un terrible espectáculo. Una joven nativa, hermosa, bien contorneada y de piel cobriza, corría hacia ellos; estaba desnuda, a excepción de su mocha [faldellín], y tras ella, blandiendo su azagaya, llegaba un guerrero zulú. Era evidente que estaba al borde del agotamiento: se tambaleaba, la lengua le sobresalía entre los labios y parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas.

—Venga —gritó Ishmael—. Es solo uno de los fugitivos a los que están matando.

Pero Rachel no le hizo caso. Detuvo su caballo y esperó. La joven la vio y, dando un salvaje alarido, redobló sus esfuerzos con lo que el guerrero que la perseguía, que ya estaba bastante cerca, se rezagó. La nativa apoyó sus brazos sobre sus rodillas y jadeando imploró:

—¡Sálveme, mujer blanca, sálveme!

—Dispárela si no le deja irse —chilló Ishmael— y vayámonos.

Pero Rachel desmontó y se encaró con el zulú que se acercaba.

—¡Atrás! —ordenó, y el guerrero se detuvo.

—Ahora, dime, ¿qué quieres de esta mujer?

—Matarla o capturarla.

—¿Por orden de quien?

—Por orden del rey Dingaan.

—¿De qué crimen se le acusa?

—Brujería, pero ¿quién eres tú para interrogarme, mujer blanca?

—Alguien a quien tienes que obedecer —replicó Rachel orgullosamente—. Vete y deja a la chica. Me pertenece.

El hombre la miró fijamente, rompió a reír y volvió a avanzar.

—¡Atrás! —repitió Rachel.

Él no le prestó atención y siguió aproximándose.

—Retrocede o muere —le advirtió por tercera vez.

—Moriré sin duda si me presento ante Dingaan sin ella —le replicó el guerrero, de apariencia feroz—. Ahora, Noie, ¿regresarás conmigo o tengo que matarte? Decide, bruja.

El zulú alzó la azagaya.

—Prefiero morir, no volveré. No le embrujé para que soñara conmigo, seré la esposa de la Muerte antes que suya, un fantasma en su kraal, no una mujer.

—Bueno, se lo diré al rey, Noie. Adiós. —Y alzó la azagaya aún más alto antes de añadir—: Apártese, mujer blanca, o tendré que matarla también a usted.

Rachel apoyó la culata del rifle en el hombro y le apuntó por toda respuesta.

—¿Está loca? Sus compañeros nos matarán a todos si le dispara. ¿Está chiflada?

—¿Es usted un cobarde? —le respondió Rachel fríamente sin apartar sus ojos del soldado. Entonces le dijo a este en isizulu[10]—: Escucha, el rey Dingaan dio a los ingleses las tierras a este lado del Tugela. No tiene derecho a matar aquí. Esta mujer me pertenece a mí, no a él. Da otro paso y morirás.

—Ya veremos quién muere —rio el zulú, y saltó hacia delante.

Fueron sus últimas palabras. Rachel apuntó, apretó el gatillo y disparó. La detonación sonó con fuerza. El zulú se retorció en el aire y cayó muerto sobre su espalda. Ishmael cabalgó hacia ellos, frenó a su caballo y permaneció inmóvil, mirando. Era una imagen digna de ver. El guerrero rígido, muerto. La joven blanca, en cuya mano aún humeaba el rifle, inmóvil como una estatua. La doncella zulú arrodillada sobre el veld, mirándola como si fuera un espíritu. Los dos caballos, uno con las orejas levantadas y el otro pastando.

—¡Dios mío! ¿Qué ha hecho usted?

—Justicia.

—Entonces que esa sangre caiga sobre su cabeza. No me voy a quedar aquí para que me rebanen el pescuezo.

—No se quede. Tengo un guardián mejor que usted y él cuidará de mí.

El hombre blanco pareció incapaz de replicarle, por lo que volvió a grupas, aunque no en dirección al campamento, y el otro caballo les siguió poco después. Se desvanecieron en la niebla, dejando solas a las dos mujeres.

En ese momento les llegó el estrépito del combate y gritos distantes desde la dirección en que se hallaba la carreta, al parecer procedían del valle que había entre esta y ellas.

—Los hombres del rey están matando a los míos —musitó la joven Noie—. Váyase o la matarán también a usted.

Rachel lo meditó unos instantes. Evidentemente, era imposible atravesar el campo, les hubieran cortado el paso incluso aunque lo hubieran intentado a caballo. Entonces tuvo una idea. Se encontraban al borde de una torrentera poblada de maleza por la que un arroyo desembocaba en el mar durante la estación húmeda, pero en aquel momento solo había algunas pozas de agua y barro en las que pululaban varios cocodrilos. Tenían una de ellas justo a sus pies.

—Ayúdame a arrojar el cadáver al agua —pidió Rachel.

La chica comprendió sus intenciones y movieron el cuerpo del guerrero hasta el borde mismo del barranco con la energía que da la desesperación para arrojarlo acto seguido. Cayó ruidosamente y desapareció.

—Allí hay cocodrilos —dijo Rachel—. He visto uno al pasar. Ahora, toma el escudo y la lanza y sígueme.

La muchacha le obedeció con la esperanza que infundía su entereza. Ambas descendieron por la torrentera y al llegar al borde de la poza vieron grandes hocicos y la agitación de las aguas. Rachel tenía razón: allí habitaban cocodrilos.

—Ahora, arroja tu moocha sobre aquella roca. Ellos la verán y creerán…

Noie asintió, humedeció la prenda y la dejó donde Rachel le había indicado. Entonces, tomó la mano de la mujer blanca y juntas se dirigieron hacia el mar, procurando no dejar huellas. La fugitiva solo se detuvo una vez para beber agua fresca, ya que se moría de sed.

Mientras Rachel se bañaba había descubierto una zona entre las rocas donde el agua no tenía más de un metro de profundidad en el extremo opuesto de su cala. El lugar estaba cubierto por una densa capa de algas marinas de colores negro y amarillo. El estanque era grande, de unos doscientos metros y rodearlo les obligaba a exponerse a caminar sobre la arena, por lo que dejarían de estar a cubierto un buen rato.

—¿Sabes nadar? —dijo Rachel a Noie.

Esta asintió de nuevo y ambas se zambulleron en las aguas y cruzaron a nado la cala hasta llegar al lugar elegido. Se sentaron en la orilla y se cubrieron de algas.

No llevaban allí ni cinco minutos cuando escucharon el sonido de voces procedentes de la torrentera. Se deslizaron en las aguas de inmediato, manteniendo en el exterior únicamente la cabeza, de tal modo que solo se podría decir qué era pelo y qué algas si se las examinaba de cerca.

—Los zulúes —dijo Noie, estremeciéndose—. Me buscan.

—Quédate quieta. Ahora no puedo disparar. El rifle está mojado.

Las voces se amortiguaron y las jóvenes creyeron que se habían ido, pero se mantuvieron ocultas en el agua por precaución. Una medida excelente, pues al poco volvieron a escuchar las voces, y mucho más cerca. Los zulúes caminaban alrededor del estuario. Dos de ellos se aproximaron mucho a su escondrijo y se sentaron a descansar sobre las rocas. Rachel pudo ver desde su cobertura de algas a dos hombretones que sostenían lanzas ensangrentadas en las manos.

—Eres tonto —le dijo el uno al otro—, y nos hemos dado este paseo para nada. Como si nuestros pies no tuvieran ya bastante. Los cocodrilos se han encargado de Noie, su brujería no ha podido salvarla de ellos. La huella que viste en el barro era de un babuino, no de una mujer.

—Eso parecía, hermano —le respondió su interlocutor—, cuando encontramos la moocha. Pero… ¿dónde está Bomba, que corría detrás de ella? ¿Y qué causó esa marca de sangre en la hierba?

—Bomba la alcanzó y la hirió, sin duda —le replicó el primero—. Siendo mujer y cobarde, Noie huyó y se lanzó a la poza, donde la devoraron los cocodrilos. La otra huella que vimos corresponde a una mujer blanca, era de una bota. Ahí lejos hay un campamento, pero recuerda que tenemos órdenes de no tocar al pueblo de Jorge.

—Bueno, hermano, será mejor que regresemos si estás seguro. Dingaan estará satisfecho cuando le mostremos la moocha y así podrá dormir en paz de una vez. Por otro lado, la pequeña Noie era realmente tagati [enigmática], aunque es cierto que era muy hermosa… ¿Por qué tuvo Dingaan que ir a enamorarse de ella entre todas las mujeres de Zululandia? ¿Y por qué ella rehusó entrar en su casa y convenció a todo el kraal para huir?

»Por mi parte, no creo que esté muerta, dejó la moocha para despistarnos. Creo que es una bruja y que se transformó en algo, un pájaro, una serpiente o algo parecido. Bueno, por lo menos los demás no se transformarán en nada que no sea polvo… Veamos, hemos matado a todos: a la madre de Noie, a ese enano hechicero de Seyapi, su padre, y a sus otras cuatro esposas, y a sus hermanos y hermanas… Doce en total.

Noie tembló de nuevo bajo su camuflaje de algas al oír estas palabras, por lo que se onduló el agua de su alrededor.

—Ahí chapotea un pez —dijo el primer cafre—. Lo he visto. El agua cubre poco, ¿intentamos pescarlo?

—No, hermano, solo la gente de la costa come peces. Estoy hambriento, pero esperaré a tener comida de hombres. ¡Toma esto, pez!

Y arrojó una piedra al agua que impactó muy cerca de Rachel. Entonces los dos guerreros se levantaron y se marcharon caminando hombro con hombro amistosamente, como era su costumbre.

Las jóvenes se mantuvieron bajo la capa de algas durante un buen rato, temiendo que aquellos hombres regresaran, hasta que no pudieron resistir más el frescor del agua, y se arrastraron hasta el borde y dejaron que el Sol las calentara. Noie parecía medio muerta y Rachel temió por su integridad.

—Despierta, aún tienes la vida por delante.

—Sería mejor que me hubiera quedado atrás, señora —gimió la desdichada muchacha—. Usted entiende nuestra lengua. ¿No les escuchó? Mi padre, mi madre, mis otras madres, mis hermanos y hermanas… todos muertos, muertos por mi culpa, y yo aún viva. Fue muy generosa, ¿pero por qué no dejó que Bomba me traspasara con su lanza? Todo hubiera acabado muy rápido y ahora no tendría que vivir con esto.

Rachel no le respondió al comprender que era inútil. Se limitó a tomar la mano de Noie y la apretó en silencio con ternura, hasta que la muchacha, amargamente vencida por el dolor y la fatiga de su larga huida, se adormeció. Rachel la dejó dormir, sabiendo que la luz no le haría daño. Se sentó a su lado una hora tras otra, soportando un Sol de justicia del que se protegía con las algas, ya secas.

El crecimiento de las sombras le indicó que había pasado el mediodía y el lameteo del mar sobre las rocas anunciaba la marea alta. No podían demorarse más tiempo allí a menos que deseasen morir ahogadas.

—Vamos —le dijo a Noie—. Los zulúes se han marchado y llega la marea. Debemos nadar hasta la orilla y regresar al campamento de mi padre.

—¿Y qué lugar tengo yo en tu kraal, señora? —preguntó la chica cuando se despertó del todo.

—Te encontraré uno —respondió Rachel—. Ahora me perteneces.

—Sí, señora, eso es cierto —admitió con resolución—. Soy vuestra y de nadie más.

Tomó la mano de Rachel y la apretó contra su frente.

Después, se zambulleron una vez más y ganaron la orilla, una tarea que no resultó fácil para Rachel al tener que llevar el pesado rifle sobre la cabeza. Noie se ató la toalla de Rachel a la cintura para reemplazar a su moocha y juntas ascendieron a la torrentera con mucha cautela, temiendo que algún guerrero acechara por los alrededores.

Finalmente llegaron hasta la poza a la que habían arrojado el cuerpo de Bomba y vieron sesteando sobre las rocas a los dos cocodrilos que, sin duda, lo habían devorado. Dejaron la torrentera, tanto por temor a los reptiles como porque su camino hacia el campamento discurría por otra dirección, por lo que treparon por los riscos y otearon el terreno circundante, pero solo distinguieron a dos oribi, uno descansando debajo de un árbol y otro pastando muy cerca de su compañero.

—Los zulúes se han ido, de lo contrario los antílopes no estarían ahí —apuntó Rachel—. Vamos, sostén el escudo delante del cuerpo y aferra la lanza para ocultar que eres una mujer. Sigamos adelante sin miedo.

Y así prosiguieron hasta ganar la cima del siguiente altozano. Entonces retrocedieron precipitadamente al ver que allí había gente que parecía dormir.

—¡Los zulúes están descansando! —exclamó Rachel.

—No —suspiró la muchacha—. Son los míos… muertos. Mira a los buitres que sobrevuelan a su alrededor.

Rachel observó atentamente y comprobó que esta estaba en lo cierto. Reanudaron su marcha en silencio, aunque Noie murmuraba los nombres cuando pasaban junto a algún cadáver. Allí yacía un hermano, allá una hermana, más lejos cuatro integrantes del kraal de su padre. Finalmente llegaron a la altura de una mujer de mediana edad, alta y hermosa, y Noie se estremeció como había hecho en el agua y dijo con voz gélida.

—Mi madre, la que me trajo a este mundo…

A pocos metros, en una zona donde la hierba crecía alta alrededor de un hormiguero, encontraron a dos soldados zulúes traspasados por una azagaya. También vieron a un hombre recostado contra el hormiguero. Parecía descansar. Era un hombre pequeño, de tez morena y facciones marcadas. Debían de haberle quitado sus ropas, ya que estaba prácticamente desnudo. Rachel se percató de que no tenía ninguna herida visible.

—Observa a mi padre —dijo Noie con la misma voz átona.

—Pero solo está dormido… No le ha alcanzado ninguna azagaya.

—No. Está muerto, la Muerte Blanca se lo ha llevado siguiendo la costumbre de su pueblo.

Rachel se preguntó qué podría ser la Muerte Blanca y a qué pueblo podría pertenecer aquel hombre. Podía deducir por sí misma que no era zulú dada su raquítica constitución. Tampoco recordaba haber visto a ningún indígena que se le pareciera. Aunque no era el momento de formular preguntas, estaba horrorizada. Y más lo estuvo cuando Noie se arrodilló junto al cuerpo, rodeó el cuello con los brazos y le susurró algo al oído. Noie estuvo musitándole algo a su padre durante casi un minuto y entonces puso su oído junto a sus fríos labios inmóviles durante otro minuto, tal vez más, como si escuchara con gran atención, asintiendo con la cabeza de vez cuando. Rachel jamás había presenciado algo tan desconcertante y, lo más extraño, lo que hacía que todo fuera más aterrador, es que la escena sucedía a plena luz del día. Se quedó paralizada, olvidándose de los zulúes, olvidándolo todo excepto de que un vivo conversaba con un muerto.

Noie se alzó al fin y volvió hacia su compañera para decirle:

—Mi Espíritu ha sido bueno conmigo. Le agradezco que me haya traído hasta aquí antes de que fuera demasiado tarde para que pudiéramos hablar. Ahora tengo el mensaje.

—El mensaje… ¿Qué mensaje? —jadeó Rachel.

La hermosa indígena le dedicó una mirada inescrutable.

—Es solo para mí —respondió—, pero puedo revelarte que gran parte del mismo versaba sobre ti: Inkosazanaye-zulú.

—¿Quién te ha dicho mi nombre entre vosotros? —preguntó Rachel, retrocediendo un paso.

—Estaba en el mensaje. ¡Oh, tú, ante quien se inclinan los reyes!

—¡Tontería! —exclamó Rachel—, lo has oído entre los tuyos.

—Fue así, señora. Lo he escuchado de gente a quien tú no has visto jamás. Vayámonos, tu padre estará preocupado por ti.

Rachel le miró de soslayo y Noie prosiguió:

—Señora, de ahora adelante soy tu sierva, ¿no es cierto? Ese servicio no será sencillo.

«Cree que seré su perdición», pensó Rachel mientras la muchacha continuó murmurando con su dulce voz:

—Ahora debo pedirte una cosa: cuando te cuente mi historia, la guardarás solo para ti.

—¿Por qué? —le contestó Rachel.

—Es cuanto tengo que decir.

Entonces volvieron a ponerse en camino. Rachel se preguntaba si estaba soñado. La joven Noie caminaba a su lado, erguida y con el rostro tan rígido como el de una estatua.