CAPÍTULO IV

Ishmael

PARECE DIFÍCIL DE CREER que una joven inglesa de buena posición tuviera una pubertad más extraña que la de Rachel Dove. Para empezar, no tenía amigos —ni chicos ni chicas— de su propia edad y raza, ya que en ese período de la historia no los había en el país en el que ella creció. Sus únicos acompañantes eran su padre —un misionero entusiasta— y su madre —una mujer con el corazón destrozado, que no conseguía olvidar ni un momento a los hijos que había perdido—. Además, su misticismo habitual aumentó hasta tal punto que, a veces, parecía que hubiera añadido alguna cualidad especial a su naturaleza humana normal.

Y luego estaban los indígenas, entre quienes desde el principio se consideró a Rachel una especie de reina. En aquellos días, los primeros de la colonización, no habían visto a nadie como ella, nadie tan hermosa —pues crecía cada vez más guapa—, tan intrépida ni tan bondadosa. La historia de su aventura en una isla rodeada por la niebla y la crecida se esparció por el territorio como un reguero de pólvora con notables adulteraciones.

De modo que los cafres la consideraron una criatura celestial, es decir, un ser sobrenatural que podía evitar o dirigir los rayos, pues era lo que se suponía que había hecho aquella noche, caminar sobre las aguas, de ningún otro modo hubiera podido eludir la crecida, y, por último, que los animales salvajes la obedecieran, ya que Tom, el guía, y sus compañeros habían visto el rastro de leones salvajes delante de la cueva en la que ella y su acompañante se habían guarecido…, ¿y qué otra cosa podía significar sino que ella los había convocado para que los protegieran de las restantes alimañas?

Por consiguiente, tal y como ya se ha dicho, le dieron un nombre muy largo: Inkosazanaye-zulú o Inkosazanaye-zoola, que significa «Señora de los cielos», ya que zulú o zoola, que es el nombre por el que nosotros conocemos a ese pueblo, significa «cielo», o Udade-Silwana, que significa «Hermana de las fieras».

Pero como todos aquellos apelativos eran demasiado largos para utilizarlos de forma habitual incluso por los bantúes, quienes disponen de mucho tiempo para conversar, terminaron por acortar sus sobrenombres y la llamaron simplemente Zoola, por lo que Rachel fue, probablemente, la primera muchacha que ostentó el título de «Cielo» en el sudeste de África.

Rachel mantuvo relaciones cordiales con los nativos entre los que se hizo mujer sin intimar realmente con ellos, pues esa no es la forma de ganarse el afecto o el respeto de un cafre; pero les resultaba muy cercana en el sentido de que tenía el don de comprender sus pensamientos e inclinaciones. Nosotros, los blancos, tendemos a considerarnos superiores a esas gentes, cuando en realidad solo somos diferentes. De hecho, habría que preguntarse si los bantúes más conspicuos no son nuestros iguales.

Por supuesto que tenemos una formación superior, por supuesto que los mejores de nosotros somos superiores a los mejores de estos pueblos, pero, por otra parte, entre ellos no hay nada tan bajo como nuestros bajos fondos, y ninguno de sus vicios supera a los nuestros. ¿Acaso es más salvaje una lanza que una bala? ¿Existe tanta diferencia entre Chaka y Napoleón? Al menos, ellos no son hipócritas ni vulgares, ese es un privilegio de las naciones civilizadas.

Sea como fuere, lo cierto es que Rachel podía hablar con los guerreros de sus guerras, de los jardines con las mujeres y con sus hijos de ese mundo maravilloso que rodea la infancia a lo largo y ancho del universo. Y siempre la saludaban con respeto aunque no fuera una de ellos, ya que era la Inkosazana, la gran dama. Se reían de su padre y se mofaban de él a sus espaldas, cosa que jamás ocurría con Rachel ni con su madre, pese a que se mantenía al margen. Los nativos le buscaron a Janey un nombre que significa «Flor que crece en un sepulcro», no fueron tan poéticos con el padre, a quien llamaban «El que grita cosas de cosas que no entiende» o, simplemente, «El vociferador», un apelativo que se había ganado por su costumbre de alzar la voz y mover exageradamente los brazos cuando se dirigía a ellos. Tal mote puede explicarse. Los bantúes consideran interesantes sus puntos de vista religiosos, pero sus vidas privadas no eran de su incumbencia, y menos aún sus costumbres familiares que el misionero no se cansaba de denunciar para desconcierto de aquellos pobres paganos, poco impresionados por los escasos hombres blancos a quienes habían conocido hasta la fecha. Por consiguiente, con su «amabilidad» indígena, coligieron que les hablaba con tanta rudeza porque no entendía. De ahí su apelativo.

Pero Rachel tenía otros amigos. Ella era en verdad una hija de la naturaleza en el mejor y más puro sentido con el que utilizaba Byron esa expresión. Sus compañeros eran la mar, el veld[7], el cielo, el bosque y el río, y daba largos y solitarios paseos por ellos. Sus moradores también la conocían. Ella jamás alzó una mano contra cualquier criatura viva, por lo que los antílopes la dejaban pasar entre la manada y los pájaros no salían volando a su llegada. A menudo se quedaba a observar cómo comía el elefante o vagabundeaba entre las manadas de búfalos. De todas las criaturas vivas solo temía a dos: la serpiente y el cocodrilo, bestias malditas entre todos los animales. Por lo demás, ella no temía a ningún animal.

Rachel y sus padres reanudaron su lento y penoso viaje después de la aventura en el río y finalmente llegaron a la por aquellos días inexplorada Natal. Al principio vivieron en el lugar donde hoy se asienta la ciudad portuaria de Durban, que por aquel entonces solo tenía el nombre. La habitaban unos pocos hombres blancos —que habían hecho del comercio y la caza un medio de vida— rodeados de nativos, en su mayoría refugiados del país de los zulúes. El señor Dove comenzó su labor evangelizadora entre estos hombres y sus sirvientes, pero no tardó en surgir una agria disputa entre ellos.

Los lugareños llevaban unas vidas extrañas en medio de aquellos parajes sin ley y el misionero, como ya había hecho con anterioridad, se mantuvo firme en sus denuncias, afeándoles sus vicios siempre que podía en términos no muy mesurados. Mantuvo su postura hasta que se vio condenado al ostracismo. Le evitaban siempre que podían, ningún hombre blanco le dirigía la palabra y tampoco le permitían evangelizar a los cafres. De modo que su tarea concluyó de modo similar al que había finalizado en otras partes y su esposa y su hija albergaron la esperanza de dejar Sudáfrica y regresar a Inglaterra.

Sin embargo no fue así, y una vez más anunció que seguiría el ejemplo del Señor y que el Espíritu Santo lo guiaba hacia la selva. Se marcharon de Durban con unos pocos porteadores.

En esta ocasión, el padre de Rachel albergaba el insensato propósito de asentarse en Zululandia, donde Chaka, el gran rey, acababa de morir y Dingaan, su hermano y asesino, gobernaba en su lugar. El misionero se había prometido a sí mismo convertir a los zulúes, y es probable que hubiera intentado poner en práctica tal plan de no mediar un accidente. Cuando ya estaban a cincuenta kilómetros de Durban, acamparon para pernoctar cerca de un afluente del río Tugela, que fluía no lejos de allí y delimitaba la frontera del país de los zulúes. Era un paraje singularmente hermoso. Al Este se mecía el plácido océano Índico mientras que al Oeste se erguía un risco altísimo —su sombra llegaba prácticamente hasta allí— desde el que se precipitaba la corriente, que parecía una delgada columna de humo sobre su pétreo rostro. Vivaqueaban sobre un saliente rocoso y el afluente zigzagueaba como una culebra hasta unirse al gran Tugela. La panorámica guardaba una gran semejanza con la campiña inglesa, salpicada aquí y allá por florestas a cuyo alrededor descansaban varios elands, antílopes y un gran rinoceronte.

Los carromatos se detuvieron al llegar a la cima del otero, ya que, por supuesto, no existía ningún camino. Los cafres desuncieron a los hambrientos bueyes y Rachel, que cabalgaba junto a su padre, saltó de su montura y corrió para ayudar a descender a su madre. Era una jovencita alta, pletórica de vigor, fuerte y bien proporcionada. La señora Dove, frágil, delicada y con el pelo ya canoso, puso el pie sobre un eje y vaciló. El suelo parecía estar muy lejos y las pezuñas de los animales de tiro demasiado cerca.

—Salta —le dijo Rachel con su voz alegre y cantarina mientras palmoteaba el lomo del buey que se apartase, orden que el animal acató—. Yo te cogeré.

Pero su madre aún vacilaba, por lo que Rachel se abrió paso entre el buey y la rueda delantera, alargó los brazos y la alzó en vilo para depositarla sobre el suelo.

—¡Qué fuerte eres, cielo! —exclamó, con una pizca de admiración maravillada y una sonrisita triste—. Me resulta extraño creer que una vez fuera yo quien cargase contigo.

—Ven, demos un paseo. Debes estar agarrotada después de tanto tiempo sentada en ese terrible carro. —La condujo a la cima del otero y entonces añadió—: ¡Mira ahí! ¿No es una vista preciosa? Nunca había visto un lugar tan bello en toda África. ¡Mira esos antílopes… y hay un rinoceronte! Espero que no cargue contra nosotras.

La señora Dove obedeció, contemplando primero el inmenso mar y después la planicie moteada de árboles y finalmente, a su espalda, la cara de sombra del altísimo risco —el Sol lucía por el Oeste— de la que pendía la catarata como una cuerda plateada.

El rostro de la señora Dove cambió en cuanto contempló aquel promontorio rocoso.

—Conozco este sitio —dijo con voz alterada—. Lo he visto antes.

—No diga tonterías, madre. Jamás hemos cruzado por aquí, ¿cómo iba a conocerlo?

—No sabría decírtelo, cielo, pero es así. Recuerdo aquel risco y la cascada. Sí, y también esos árboles. Incluso los antílopes que pacen debajo…

—Yo… quería decir que no es ninguna tontería, a menudo una cree que ya ha estado en ciertos lugares, pero es imposible a menos que lo haya visto en sueños.

—Exacto, cielo. Bueno, debo haberlo soñado. ¿Qué soñé? Rachel, t-tú, tú llorabas… Rachel, cariño, creo que vamos a quedarnos a vivir aquí, creo, creo…

—De acuerdo —le atajó su hija rápidamente con un tono de ansiedad en la voz, como si no deseara saber qué pasaba por la mente de su madre—. No te preocupes, estoy segura de no querer ir a Zululandia para ver a ese terrible Dingaan, que siempre está matando gente, y tampoco creo que padre vaya a convertir a ese monstruo retorcido. Es como si el mar hubiera traído hasta aquí el Jardín del Edén, ¿verdad? Hay toda clase de animales y ese gran árbol verde lleno de frutos podría ser el Árbol de la Vida, y, ¡oh, Dios mío! ¡Ahí está Adán!

La señora Dove siguió la dirección indicada por el brazo extendido de su hija y se esforzó por ver a través de aquella atmósfera chispeante por las gotas de agua de la cascada la figura de un hombre a unos trescientos metros de distancia. Aparentemente se trataba de un hombre blanco vestido con pieles. Se afanaba en deslizarse sigilosamente hasta lo alto de una loma con la intención evidente de disparar a algún antílope que pacía en una hondonada entre quaggas[8] y otros animales mientras un cafre a caballo sostenía de la brida al caballo de su señor.

—Ya lo veo —dijo la señora Dove, no muy interesada—, aunque se parece más a Robinsón Crusoe sin su sombrilla. Adán no mata a los animales del Edén, cielo.

—Tendrá que vivir de algo…, además de manzanas prohibidas —puntualizó Rachel—, a menos que sea vegetariano, como pretende serlo padre. ¡Ha disparado!

Una nube de humo se alzó sobre el hombre mientras ella hablaba y les llegó la detonación del roer. Uno de los antílopes cayó a tierra, donde se agitó espasmódicamente, mientras que los demás, junto con el resto de los animales, volvieron al grupo y salieron de estampida, asustados por aquel ruido terrible y desconocido. El viejo rinoceronte que descansaba a la sombra de un árbol se levantó resoplando y olfateó el aire. Entonces, tras golpearse los lomos con la cola, se lanzó contra el cazador.

—Adán ha mancillado nuestro Edén. Espero que el rinoceronte le alcance —dijo Rachel con saña—. ¡Mira! Parece que lo ha visto y corre hacia su caballo.

Rachel tenía razón. Adán, o comoquiera que se llamara, corría con notoria velocidad. Saltó sobre la silla de montar en cuanto llegó junto a su montura, con el rinoceronte a menos de cincuenta metros, y galopó hacia su derecha en compañía de su sirviente. El rinoceronte se detuvo unos instantes, como pensándose si se atrevía o no a atacar a aquellas criaturas tan extrañas, y se dio la vuelta y desapareció una vez que decidió no hacerlo.

El hombre blanco y el cafre volvieron a recoger al antílope abatido apenas desapareció el rinoceronte y lo colocaron sobre el caballo del cafre antes de dirigirse lentamente hacia el carromato.

—Vienen hacia aquí —comentó Rachel—. ¿Cómo se recibe a un caballero que viste pieles?

Al parecer, el cazador también cayó en la cuenta del efecto que su indumentaria podría causar en ellas. En cualquier caso, primero miró a las dos mujeres blancas que permanecían en la cima de la colina y después a su particular atuendo, que, principalmente, consistía en una piel de león y en unos pantalones de piel de cebra. Se detuvo a setenta metros y las miró fijamente. Rachel, que tenía una vista excelente, pudo atisbar perfectamente su faz, dado que no llevaba sombrero, a la luz del Sol de poniente. Era el apuesto rostro moreno de un hombre que rondaría los treinta y cinco años, de facciones marcadas y ojos negros, barbado, con el pelo tan largo que le caía sobre los hombros. Se contemplaron de hito en hito, y finalmente dio una orden con voz fuerte y clara a su acompañante antes de alejarse al galope. El jinete azuzó a su montura colina arriba. Cuando estuvo a pocos metros, desmontó y saludó.

—¿Qué hay? —le respondió Rachel, que hablaba el zulú a la perfección.

—Inkosikaas [señoras] —le respondió el hombre—, mi señor cree que pueden tener hambre, por lo que les ofrenda este antílope.

Mientras hablaba soltó la rienda o la cuerda que fijaba al animal al arzón de su silla, dejando que este cayera sobre el suelo. Rachel desvió la mirada, ya que el antílope estaba cubierto de sangre y la visión de esta le desagradaba. Entonces, contestó:

—Mi padre y mi madre le dan las gracias a tu señor. ¿Cómo se llama y dónde vive?

—Entre nosotros se le conoce como Ibubesi [León], pero su nombre de blanco es Hismel.

—H-hismel… ¿Hismel? ¡Ah, ya caigo: Ismael! Ahí lo tienes madre, te dije que tenía algo bíblico y, por supuesto, moraba en el desierto después de que su padre tratara tan mal a la pobre Agar[9], ¿verdad?

—Rachel, Rachel —le reprendió su madre con una sonrisa—. Tu padre se enfadaría si te oyera hablar así. No deberías hablar a la ligera de los santos.

—Bueno, madre, tal vez Abraham fuera un santo, pero hoy lo consideraríamos como un viejo perverso, casi tan malo como Sara. Sabes que la mayoría no eran buenos, ¿por qué esa manía de pretender que lo fueron?

Entonces, sin esperar la respuesta de su progenitora, Rachel volvió a preguntar al cafre:

—¿Dónde vive el nkoos [señor] Ishmael?

—En la espesura. Su kraal se llama Mafooti —y señaló más allá del risco— y está lejos de aquí, a dos horas a caballo. El nkoos es cazador y comercia con los zulúes.

—¿Es holandés? —preguntó Rachel con creciente curiosidad.

El cafre negó con la cabeza.

—No, odia a los holandeses. Él es del pueblo de Jorge.

—¿El pueblo de Jorge? Supongo que se referirá al rey Jorge… Es inglés.

—Sí, sí. Un inglés. Como usted. —El cafre esbozó una amplia sonrisa y preguntó—: ¿Tiene algún mensaje para el nkoos Ishmael?

—Sí. Dígale al nkoos Ishmael o león-que-mora-en-la-selva, que odia a los holandeses y viste pantalones de piel de cebra que mi padre y mi madre le agradecen mucho su obsequio, y que espero que goce de buena salud. Es todo. Vete.

El hombre esbozó otra de sus sonrisas de oreja a oreja, como si detectase una broma en sus palabras —los zulúes tienen un gran sentido del humor—, y repitió el mensaje palabra por palabra, intentando pronunciar Ishmael tal y como lo había hecho Rachel. Saludó, montó a caballo y se marchó a galope por el mismo camino que su amo.

—Quizá deberías haber retenido al cafre hasta que viniera tu padre —comentó la señora Dove.

—¿Para qué? —inquirió Rachel—. Lo único que hubiera pretendido es que llamara a su señor para averiguar su credo… Y no quiero ver más a ese hombre.

—¿Por qué, Rachel?

—Porque no me gusta, madre. Creo que es peor que cualquiera con quienes nos hemos cruzado hasta ahora. Creo que por ahora no deberíamos tener más compañía… No es bueno tener prejuicios, pero él entró en nuestro Jardín del Edén y mató a un antílope. Espero que se vuelva a encontrar con el rinoceronte en el camino de vuelta.

Aunque desaprobaba tales opiniones, la señora Dove no le contradijo. El caso es que la vitalidad de su hija la desbordaba a ella y a su marido. De hecho, parecía curioso que aquella mujercita, tan fuerte de cuerpo y voluntad, hubiera nacido de unos padres como ellos, una pareja de mala cabeza y estrechos de miras, cuyo lugar más adecuado en este mundo hubiera sido la celda del monasterio de alguna de las órdenes más austeras.

Rachel apenas tenía rasgos de su padre, excepto cierta semejanza física. Incluso sus miras morales e intelectuales diferían mucho. Ella contaba con la formación escolar paterna pues, pese a su educación entre los cafres, y como ya se ha dicho, era capaz de leer los Evangelios en griego casi tan bien como él —era una magnífica alumna—, y también era capaz de recitar los nombres de los viejos y sanguinarios héroes zulúes. Pero ahí finalizaban los parecidos con el padre. Allí donde su inteligencia era limitada y estaba esclavizada por su fanatismo religioso, la de Rachel era abierta y humanista. Ella buscaba y comprendía.

Creía en Dios, como su padre, pero veía su voluntad en lo bueno y en lo malo. A menudo comparaba las fuerzas del día y de la noche, y creía que en el mundo de los hombres ambas eran necesarias. Para Rachel, el salvajismo tenía sus virtudes, como la civilización, aunque es cierto que sabía poco de esta última.

Había heredado más de su madre, por ejemplo, su elocuencia, su porte y su presciencia. Solo que en el caso de Rachel su don no le dominaba. Presentía, sabía, pero el sentimiento y el conocimiento no la amedrentaban ni la debilitaban. Ella las aceptaba como parte de sus capacidades, eso era todo, siendo consciente de que para ella había una puerta abierta que estaba cerrada a cal y canto para la mayoría de la gente, pero eso no le asustaba, al menos no como a su madre.

Por eso intuyó que Ishmael estaba destinado a traerle grandes males a ella y a los suyos en cuanto lo vio y, como cuando de niña se encontró con el joven Richard Darrien, supo aun más cosas. Por consiguiente, no demostró miedo alguno a aquel hombre ni a su diabólico acompañante. Además, encontró ridículos aquellos pantalones de piel de cebra.

El señor Dove llegó procedente de una pequeña garganta, donde había estado cortando arbustos y maleza con los cafres, para construir una alambrada de espinos alrededor del campamento como protección contra hienas y leones, justo cuando Rachel y su madre terminaron su conversación sobre Ishmael. Estaba más avejentado que la última vez que nos encontramos con él y, salvo un cerquillo de pelo blanco que acentuaba su apariencia monacal, se había quedado prácticamente calvo. Tenía el rostro todavía más chupado —denotaba impaciencia— y la mirada de sus ojos grises era incluso más perdida que antaño. También se había dejado una luenga barba blanca.

—¿De dónde ha salido este antílope? —preguntó al ver el cadáver del animal.

Rachel le contó toda la historia y, como su madre había previsto, él se enfadó con su hija. Era poco considerado y cristiano no haber invitado a su campamento a un caballero tan cortés ya que, además, le hubiera complacido mucho poder charlar con él. Le había reprobado con frecuencia su costumbre de juzgar por las apariencias, y ahora más aún, ya que las pieles del león y de la cebra eran muy cómodas de llevar en el veld. Ella debería recordar que tales prendas fueron las que vistieron nuestros primeros padres.

—Ya lo sé, padre —le interrumpió la joven—, cuando el clima se volvió demasiado frío para las faldas de hojas y todo eso. No me regañes más, que debo irme a preparar la cena. No me gustó el aspecto de ese hombre, y, en cualquier caso, se alejó al galope. No era asunto mío pedírselo, y madre, que lo vio todo, tampoco dijo nada. Puedes ir a por él mañana por la mañana si tanto deseas verle. Lo único… no me lleves, por favor. Y ahora, ¿puede enviar a Tom para desollar al antílope?

El señor Dove le contestó que Tom estaba atareado con la cerca y, tras cesar una discusión que presentía inútil, sugirió voluntariosamente que tendría que hacerlo él mismo.

—No, no —rechazó Rachel—. Sé que odia este tipo de cosas tanto como yo. Dejémoslo hasta que los cafres dispongan de tiempo. Tenemos filetes de carne fría para la cena y calentaré alguna otra cosa. Ve a ayudar en la alambrada mientras yo enciendo el fuego.

Por lo general, Rachel dormía muy bien. Tan pronto como dejaba caer su cabeza en lo que mejor podía encontrar a modo de almohada, sus ojos se cerraban hasta la llegada del alba. Sin embargo, aquella noche no era así. Su cama estaba situada en una pequeña tienda de lona sujeta a un lado de la carreta que ocupaban sus padres. Permaneció despierta durante mucho tiempo, escuchando a los cafres quienes, tras compartir efusivamente la carne del antílope, se sumían en los placeres de fumar dakka, la droga india, en sus pipas, un hábito que John Dove había intentado erradicar en vano.

Finalmente, la hoguera alrededor de la que se habían sentado, próxima a la cerca espinada y en el extremo más alejado de la carreta, se apagó y cesó su cháchara incoherente. Solo los ronquidos rompían el silencio. Rachel se adormeció, pero los cercanos aullidos de las hienas la despertaron. Los animales habían olfateado al antílope abatido y vagaban alrededor de la cerca con la esperanza de tener una cena a medianoche. Rachel se levanto y tomó el fusil que descansaba a su lado, arrojó una capa sobre sus hombres y salió de la tienda.

La luna brillaba con intensidad. Gracias a la luz lunar Rachel vio a dos hienas, lobos como las llamaban en Sudáfrica, unas criaturas grandes de pelambrera gris que rondaban hambrientas la cerca de espinos, haciendo que los bueyes, atados al carro que remolcaban, y los caballos, sujetos al otro lado del mismo, mugieran y relincharan inquietos.

Las hienas también la vieron y alzaron la cabeza por encima de la cerca, pero se escabulleron, ya que eran animales cobardes por naturaleza. Ella tuvo la ocasión de dispararles, pero no lo hizo por dos motivos: primero, odiaba matar a cualquier criatura innecesariamente, incluso a un lobo, y en segundo lugar, hubiera despertado a todo el campamento. De modo que se contentó con arrojar más leña seca al fuego. Con tal propósito caminó entre los cafres, que dormían como troncos, y después, apoyándose en su rifle, permaneció de guardia como una amazona. Vigiló un tiempo en aquella noche blanca de luna y regresó a la cama cuando ya no vio rastro ni de lobos ni de otras criaturas peligrosas.

Pensaba en Ishmael y en sus pantalones de piel de cebra, preguntándose el motivo de la desagradable impresión que le había causado su visión. Si le había desagradado a setenta metros… ¡cuánto podría llegar a odiarle cuando lo tuviera cerca! Y aún así, lo más probable es que solo fuera otro desarrapado soldado de fortuna que, como último recurso, se habían refugiado en la selva, degradándose al nivel de los salvajes entre los que vivía. No merecía pensar dos veces en una persona así. Procuró apartarlo de su pensamiento y, dado que no podía conciliar el sueño, intentó ocupar su mente con sus recuerdos sobre Richard Darrien como antídoto. Ya habían pasado algunos años desde que se encontraron y no había vuelto a tener noticias suyas en todo ese tiempo. Ni siquiera sabía si vivía o no, solo creía que de estar muerto, lo hubiera intuido. No, no había vuelto a saber de él, y lo más probable es que jamás se encontraran, aunque ella intuía lo contrario, y sobre esta intuición había cimentado su felicidad —por lo demás Rachel era una mujer feliz— desde que se habían separado, ya que lo había llevado en su corazón desde que lo vio y no había olvidado su beso de despedida.

Con tales reflexiones, Rachel se durmió y comenzó a soñar con Richard Darrien. Fue un sueño prolongado del que luego pudo recordar poco, pero en él había un enorme griterío, rostros negros, destello de lanzas y también aparecía aquel hombre blanco: Ishmael. No obstante, sí recordó una parte: Richard Darrien, ahora más alto, cambiado pero todavía el mismo, se inclinaba sobre ella y le advertía de los peligros venideros y le prevenía contra aquel hombre.

Se despertó sobresaltada a tiempo de ver cómo la luz del amanecer se filtraba en su tienda, esa luz tenue que es tan hermosa en Sudáfrica. Estaba perturbada y sentía la necesidad de moverse, de cambiar el curso de sus pensamientos. Nadie se había despertado aún. ¿Qué podía hacer? El mar estaba a poco más de un kilómetro de allí, bajaría a darse un baño y regresaría antes de que los demás se hubieran despertado.