Adiós
RACHEL FUE LA PRIMERA en despertarse al sentir la mordedura del frío, ya que la fogata casi se había apagado. Se levantó y salió de la cueva. Un alba sin lluvia ni viento despuntaba apaciblemente, pero del río y de la tierra húmeda emergía una neblina tan densa que apenas podía ver a tres metros de distancia y no se atrevió a alejarse de la cueva, temiendo que pudiera toparse con los leones o algún otro carnívoro. Cerca de allí descansaba una gran roca en cuya superficie hueca se había formado una poza, ahora llena de agua, como si fuera una pileta. Bebió primero y luego se lavó y aseó como mejor pudo al no disponer de jabón, peine ni toalla. Regresó a la caverna una vez aseada.
Como Richard aún dormía, echó con gran sigilo un poco más de lumbre sobre el rescoldo para conservar el calor y se sentó a su lado para contemplarle a la luz trémula del alba que se filtraba ya en la cueva. El joven durmiente le parecía guapo y una ternura nueva y desconocida, como jamás antes había experimentado, invadió su joven corazón. Le había tomado gran afecto y supo que jamás lo olvidaría. Entonces le asaltó un dolor agudo y repentino al recordar que pronto tendrían que separarse y que jamás volverían a verse. Al menos así debía de ser, ¿cómo iba a ser de otro modo cuando él se dirigía a Ciudad del Cabo y ella viajaba hacia Natal?
Y aún así, pese a todo, tenía la extraña convicción de que no sería así. La presciencia heredada de su madre y sus ancestros escoceses despertó en ella y tuvo la certeza de que su vida y la de aquel muchacho estaban entrelazadas. Tal vez fuera que se hubiera quedado adormecida allí sentada junto al fuego pero, fuera como fuese, le pareció que soñaba y tuvo una visión en aquel sueño. Ante ella se desarrollaron tumultuosas escenas salvajes, escenas de sangre y terror, y el sonido de horrísonos gritos de guerra. Le pareció como si estuviera loca y, sin embargo, gobernaba como una reina. La muerte la rondó una docena de veces, pero Rachel siempre la burlaba. Richard Darrien tan pronto estaba a su lado como desaparecía y se vio, ¡ay!, se vio atravesando lugares sombríos de luz cenital y noche sobrenatural. Parecía que él hubiera muerto y ella, aún con vida, lo buscase en los salones de la mismísima Muerte. Ella lo halló al fin y se lo llevó consigo… ¿Cómo? No lo sabía.
Entonces tuvo lugar una escena, la última, la que, a diferencia de las demás, que se desvanecieron, se le grabó en la mente. Vio los troncos colosales de una foresta de árboles altos como torres, tanto que no permitían el paso de la luz y bajo ellos reinaba la oscuridad. Los débiles dardos luminosos de la alborada la iluminaron, vestía un ropaje de pieles níveas y sus largos cabellos rubios, destellantes como el oro, envolvían su figura. Los rayos del alba también iluminaron a unos seres pequeños, con rostros cadavéricos de tez morena. Uno de ellos —la versión simiesca y arrugada de un hombre— se agazapaba ante el tronco de un árbol. Y finalmente también iluminaron a alguien más, un semidesnudo hombre blanco de barba amarillenta que estaba atado con tiras de cuero a un segundo árbol. ¡Era Richard Darrien ya adulto! A sus pies yacía una azagaya de hoja ancha.
La visión terminó o quizá la interrumpió la agradable voz de ese mismo Richard, que bostezaba a su lado. ¿Quién sabe?
—Es hora de levantarse, digo yo. ¿Por qué me mira de forma tan rara? ¿Se encuentra bien?
—Hace rato que estoy despierta —respondió Rachel, esforzándose por ponerse en pie—. ¿Qué quiere decir?
—Nada, nada, solo que… hace un minuto parecía usted un espíritu. Ahora ya es otra vez una chica. Habrá sido un efecto óptico de la luz.
—¿De veras? Bueno, he soñado con espíritus, fantasmas o algo por el estilo.
Y le relató su visión de los árboles, aunque no consiguió acordarse del resto.
—¡Qué historia tan extraña! —comentó el joven cuando ella hubo terminado—. Me gustaría que se acordara del final, me encantaría saber qué sucedía.
—Algún día lo averiguaremos —le replicó ella con solemnidad.
—¿Quiere decir que usted se la cree de verdad, Rachel?
—Sí, Richard. Un día le veré a usted atado a un árbol.
—En tal caso, espero que usted corte las ligaduras y me libere. ¡Qué chica tan divertida! —Añadió sin convicción—: Ya sé qué ocurre, necesita comer algo. Tome el resto del biltong.
—No —replicó ella—, no podría tocarla. Ahí fuera hay una pileta con agua de lluvia. Vaya a lavarse esa herida y se la vendaré de nuevo.
Él salió, aún dándole vueltas a lo que había oído, y regresó pocos minutos después con la cara y las manos goteando.
—Deme el arma. Un antílope se ha quedado. Lo he visto entre la niebla. Vamos a tener un desayuno magnífico.
Ella le entregó el roer y se deslizó detrás de él fuera de la cueva. El orondo animal se hallaba a su derecha, a no más de treinta metros. Richard se aproximó un poco más, pues no deseaba errar el disparo, mientras Rachel se acurrucaba detrás de una roca. El animal se alarmó, volvió la cabeza y olfateó el aire mientras el joven alzaba el rifle. Apuntó y abrió fuego un segundo antes de que su presa se diese a la fuga. Esta se derrumbó allí mismo, Richard saltó exultante —regodeándose de su éxito como cualquier cazador joven que no se detiene a considerar la belleza de la vida que ha destruido— y desenfundó su cuchillo mientras Rachel, a quien le repugnaban aquellas escenas, se retiró a la cueva. Sin embargo, media hora más tarde no puso objeción alguna a comer la carne asada sobre el rescoldo carmesí de las ascuas del fuego.
Recargaron el fusil una vez que terminaron de comer y, pese a que la bruma era aún muy densa, salieron a explorar los alrededores aprovechando que el Sol brillaba por encima de la capa neblinosa que flotaba a ras del suelo.
Caminando por entre las rocas, descubrieron que el nivel del agua había descendido casi con igual rapidez que había crecido la noche anterior. Sin embargo, la isla estaba sembrada de troncos tronchados y otros restos, entre los que yacían los cadáveres de los antílopes y otras criaturas más pequeñas, entre ellas un buen número de serpientes ahogadas. Ganaron el borde de la donga caminando con extremo cuidado y se sentaron sobre una roca, dado que aún no podían apreciar la profundidad y anchura de la corriente.
Permanecían allí sentados cuando escucharon un grito procedente de la otra orilla de la donga que atravesó la niebla.
—¡Señorita! ¿Está usted ahí? —preguntó alguien en holandés.
—Es Tom, nuestro guía, que me está buscando —dijo la joven—. Conteste por mí, Richard.
El joven tenía buenos pulmones y voceó:
—¡Sí, estoy aquí, a la espera de que se levante la niebla y baje el nivel del agua!
—Gracias a Dios —chilló Tom desde la distancia—. Creíamos que se había ahogado. ¿Cómo es que le ha cambiado tanto la voz?
—Porque me acompaña un inglés que vino de lejos —gritó Rachel—. Ve a buscar su caballo y átalo a una cuerda. Entonces, aguarda a que aclare la niebla y envía a decirles al pastor y a mi madre que estoy a salvo.
—Estoy aquí, Rachel —gritó otra voz que ella identificó como la de su padre—. Te hemos buscado durante toda la noche. Ya hemos encontrado el caballo del inglés. No entres aún en el agua, espera que podamos vernos.
—Es una noticia estupenda —dijo Richard—, aunque tendré que cabalgar mucho para alcanzar a los carromatos.
El rostro de Rachel se demudó.
—Sí, es una gran noticia.
—Entonces, ¿se alegra usted de que me vaya? —preguntó con tono ofendido.
—Fue usted quien dijo que era una noticia estupenda —le replicó con amabilidad.
—Quise decir que me alegraba de que hubieran hallado a mi caballo, no de alejarme de aquí al galope. ¿Lamenta que me marche? —preguntó, y la miró con ansiedad.
—Sí, lo lamento. Puede que a usted no le importe tanto. Encontrará a muchas personas allá abajo, en El Cabo, ¿pero qué amigos puedo hacer yo en este desierto cuando usted se marche?
Richard la miró de nuevo y vio que sus hermosos ojos grises estaban llenos de lágrimas. Entonces creció una congoja parecida en el pecho del muchacho —recordemos que apenas alcanzaba la edad de la hombría—, ya conocía aquel sentimiento, lo había sentido hacía un par de horas, cuando ella lo miraba mientras dormitaba en la cueva. Sintió que aquellos llorosos ojos grises atraían a su corazón como el imán al hierro. Richard nada conocía del amor, excepto el nombre, pero aquel sentimiento era nuevo y desconcertante.
—¿Qué me ha hecho? —preguntó de forma brusca—. No deseo alejarme de ust… de ti, y es muy extraño porque nunca me gustaron las chicas. Te aseguro —prosiguió con creciente vehemencia— que no me marcharía de no ser porque no le puedo hacer eso a mi padre. ¿Qué me has hecho?
—Nada, nada de nada —le contestó Rachel entre sollozos—, excepto vendarte el brazo.
—No puede ser eso. Cualquiera puede vendar un brazo. Sé que está mal, pero me gustaría no dar alcance a los carros. Así podría regresar.
—No debes regresar. Vete lejos, vete tan pronto como sea posible. Tu padre estará preocupadísimo.
Rachel comenzó a gritar a la orilla opuesta.
—Calle y escúcheme. ¡Calle! No voy a ponerme a gimotear solo porque no vuelva a ver a una chiquilla a quien conocí ayer mismo…
Soltó estas últimas palabras de sopetón, pero mientras tanto los lagrimones resbalaron por sus mejillas.
Permanecieron mirándose el uno al otro de forma lastimera por un momento y, la verdad sea dicha, llorando ambos. Entonces, algo, llamémosle instinto primigenio, impulsó a Richard a rodearla con sus brazos y besarla. Después continuaron llorando, cada uno con la cabeza reclinada en el pecho del otro. Richard comentó:
—Eso significa que ahora ya somos verdaderos amigos.
—Sí —contestó ella secándose las lágrimas de los ojos con el dorso de la mano, gesto que tanto había irritado a su padre el día anterior—, pero no sé por qué tuviste que besarme solo porque fueras mi amigo, y —en un arranque de sinceridad agregó—: porqué te besé yo.
Richard permaneció con el ceño fruncido, reflexionando, durante un buen rato, pero como el problema le venía grande, dijo:
—Esto… ¿Recuerdas aquella tontería que soñaste? Eso de que yo estaba atado a un árbol y todo lo demás… Bueno, no reconforta, y me estremezco solo de pensarlo, como cuando los leones rondaban la cueva, pero no me importaría que fuera verdad, ya que eso significaría que volveríamos a encontrarnos, aunque solo sea para decirnos: «buenas noches».
—Sí, Richard —respondió ella mientras acariciaba su manaza morena con sus delicados deditos—. Volveremos a vernos, estoy segura, muy segura. Y creo que no será para decir «buenas noches», más bien para decir «buenos días».
Un golpe de viento barrió la donga, llevándose los últimos jirones de bruma, y un Sol resplandeciente derramó sus rayos más brillantes sobre ellos apenas terminó de hablar la joven. Como por arte de magia las mariposas sobrevolaron las azucenas moteadas de gotas de lluvia, pájaros de brillantes plumajes revolotearon de árbol en árbol y las palomas torcaces comenzaron a zurear.
El pánico de la tempestad y la negrura nocturna habían pasado y el mundo despertaba de nuevo a la vida, al amor y a la alegría. Ese cambio se reflejó al instante en sus jóvenes corazones y, pese a que su naturaleza había despuntado prematuramente a causa de la tensión del peligro y la sombra de la muerte, volvieron a ser niños de nuevo. Olvidaron las vívidas emociones que habían experimentado o las dejaron a un lado, sin pensar en la separación o en el futuro que les aguardaba, preocupados solo por vadear el arroyo y ganar la otra orilla, donde Rachel vio a su padre, a Tom y a los otros cafres, y Richard contempló su montura, a la que daba por perdida.
Corrieron hasta el borde de la corriente y la observaron con precaución. Aún era demasiado profunda para intentar cruzarla. Entonces, guiados por los gritos y las señales de Tom y el señor Dove, anduvieron un centenar de metros hasta llegar a un punto donde el caudal era menor y se veía un espinazo de piedra. Comenzaron a cruzar cogidos de la mano tras una minuciosa inspección. El paso demostró ser difícil, mas no peligroso, hasta que llegaron cerca de la orilla, donde la donga era más profunda y la corriente, encajonada entre los salientes de las rocas, más veloz. Pero Tom les arrojó una cuerda del carromato y, sujetos por esta, ganaron la orilla empapados, pero riendo.
—¡Está viva! —exclamaron los cafres, juntando las manos—. Los rayos la han respetado. ¡Reina sobre las aguas y los rayos!
Entonces, siguiendo su costumbre, otorgaron a Rachel un nombre que iba a jugar un papel crucial en el futuro: «Reina de los rayos» o, para traducirlo con más propiedad, «Señora de los cielos».
—Creí que no volvería a verte —dijo su padre, mirando a Rachel con el rostro aún lívido de preocupación—. Me equivoqué al enviarte tan lejos amenazando semejante tormenta. He pasado una noche terrible, sí, terrible. Y también tu pobre madre. Sin embargo, ella sabía que estarías a salvo. ¡Gracias a Dios!
La tomó entre sus brazos y la besó.
—Bueno, padre, usted dijo que Él velaría por mí, ¿no es cierto? Pues bien, lo hizo. Él envió a Richard, me habría ahogado de no ser por él —añadió, hablando de forma incoherente.
—Sí, sí —admitió el señor Dove—. La Divina Providencia se manifiesta de muchas maneras. Pero ¿quién es este amiguito a quien llamas Richard? Supongo que tendrá algún apellido.
—Por supuesto —le respondió el propio joven—. Todo el mundo tiene uno, salvo los cafres. El mío es Darrien.
—Darrien… —repitió el señor Dove—. ¿Darrien? Yo tuve un amigo en la escuela que se apellidaba así. Nunca volví a verlo desde que terminamos, pero creo que ingresó en la Marina.
—En tal caso, ese debe ser mi padre. Le he oído decir que no ha habido en el servicio otro Darrien en los últimos cien años.
—Lo creo —admitió el pastor—, porque advierto cierto parecido con él ahora que te miro. Compartimos habitación hará cosa de treinta y cinco años si no recuerdo mal. Y ahora ha salvado a mi hija. ¡Es sorprendente! Pero cuénteme, cómo ha sido…
Le contaron toda la historia entre ambos jóvenes, a excepción de la última escena, a la que ninguno de ellos creyó necesario aludir, o quizá ambos la olvidaron.
—En verdad os digo que el Altísimo os ha tenido a ambos bajo su protección —exclamó el misionero cuando terminaron de relatarle sus aventuras—. Y ahora, Richard, muchacho, ¿qué piensas hacer? Ya ves, hemos encontrado tu caballo. Estaba a poco más de un kilómetro de aquí, con la silla de montar colgando del vientre. Nos preguntábamos qué hombre blanco podría galopar por este secarral. Después, uno de mis exploradores me ha informado que ayer vio un par de carromatos cruzando el paso a unas cinco millas al norte. Dijeron viajar hacia El Cabo.
»Por si se encontraba contigo, los hombres blancos le dejaron el recado de que los siguiera tan deprisa como pudiera y que, si no les alcanzaba, le aguardarían en las inmediaciones de Pondo, en el lugar donde acamparon hace unos meses.
—Sí, lo recuerdo, pero aquel pastizal está a más de treinta kilómetros de aquí. O parto ahora mismo o tendrán que volver a buscarme.
—Pero antes descansará y comerá con nosotros, ¿no?
—No, no, ya he comido, y también he guardado algo de carne en el morral. Debo partir de inmediato o mi padre se enfadará conmigo. Verá —añadió Richard—, salí a cazar sin su permiso.
—¡Hijo mío! —comentó el reverendo, que rara vez dejaba pasar la ocasión de sermonear a alguien—. Ahora ya sabes a qué conduce la desobediencia.
—Sí, señor, lo sé —respondió el muchacho mirando a Rachel—. He llegado justo a tiempo para salvarle la vida a vuestra hija. La Divina Providencia me envió, como dijo usted. Bueno, adiós, y no crea que soy malo si le digo que me alegro de haber sido desobediente.
—En ocasiones, el bien proviene del mal, pero esa no es razón para que lo hagamos —apostilló el misionero, sin saber qué más decir.
Richard no intentó rebatirle, ya que en ese momento estaba despidiéndose de Rachel. Fue una despedida sin palabras, ninguno de los dos despegó los labios, solo se estrecharon las manos y se miraron a los ojos el uno al otro. Después murmuraron algo en voz tan baja que John Dove no consiguió oír y Richard montó a caballo y se alejó a galope tendido en dirección a las montañas.
—Padre, ¡llámale! —exclamó Rachel en ese instante.
—¿Para qué? —quiso saber el señor Dove.
—Quiero darle nuestra dirección y saber la suya.
—Nosotros no tenemos dirección. Además…, ya está demasiado lejos. ¿Por qué quieres la dirección de alguien a quien acabas de conocer?
—Porque me salvó la vida…, y porque sí —replicó la muchacha, bajando la mirada. Entonces, sin mediar palabra, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia el campamento. Para Rachel iba a ser un día muy duro.
Halló a su madre ligeramente mejor. En cualquier caso, aunque la fiebre le había debilitado, se había levantado y, pese a su flojera, estaba guardando la ropita del niño muerto mientras sollozaba en silencio. La imagen era conmovedora. Cuando vio a Rachel, abrió los brazos y la abrazó sin decir nada.
—Madre, ¿no estaba preocupada por mí?
—No, cariño —respondió ella—. Sé que nada malo te sucederá. Siempre te lo digo. Fue una locura por parte de tu padre enviarte a ese lugar con semejante tiempo, pero nada puede ocurrirle a quien está destinado a vivir. Rachel, jamás temas a nada, tu destino es morirte de vieja.
—No sé si alegrarme. Nuestra vida no es muy dichosa. ¿Es así como vamos a vivir siempre, madre?
—Hay cosas buenas y cosas malas en nuestra vida, cielo, y casi todos nosotros debemos tomarla como viene hasta que termine el camino que hemos emprendido, ni antes ni después. Pero Rachel, te encuentro cambiada desde ayer. Lo veo en tu rostro. ¿Qué ha pasado?
—Muchas cosas madre. Te contaré la historia con todos los detalles. ¿Te gustaría oírla?
Su madre asintió, cerró la caja en la que había guardado las ropitas del hijo muerto, se sentó sobre ella con un suspiro y se puso a escuchar.
Rachel le describió su encuentro con Richard Darrien y cómo ella le salvó de la crecida. Le contó la extraña noche que habían pasado juntos en la pequeña cueva mientras rondaban los leones. Le reveló el sueño que había tenido al romper el alba en el que le veía a él, ya adulto, atado a un árbol gigantesco y a ella misma, ya convertida en una mujer, a los enanos de facciones pálidas y los primeros rayos del alba iluminando un bosque de árboles gigantescos. Le confesó que se le había encogido el corazón, y también cómo se habían besado, así como el llanto de la separación.
Entonces se detuvo, a la espera de que su madre la regañara por su conducta, como estaba segura de que hubiera hecho su padre. Pero ella no se enfadó ni la reprendió, solo le estrechó entre sus brazos y acaricio sus cabellos con sus manos delicadas y le dijo:
—No te asustes ni te aflijas, Rachel. Ahora crees que lo has perdido, pero tarde o temprano volverá a ti, tal vez como tú soñaste, tal vez de otra manera…
—No me preocuparía tanto si estuviera segura, madre, pero no sé por qué me preocupo tanto.
—No, ahora no lo sabes. Ya lo comprenderás algún día, y cuando lo hagas recuerda esto: volverás a encontrarle aunque la espera se te antoje interminable, te lo digo yo, que lo sé porque tengo el don de la predicción. Ahora, cuéntame otra vez cómo es Richard Darrien con todo lujo de detalles, pues puede que no viva para conocerle y deseo tenerle en mis pensamientos.
Y así lo hizo Rachel, pero súbitamente se interrumpió y le preguntó abruptamente:
—Madre, ¿realmente tenemos que continuar en este horrible desierto? ¿De verdad padre no daría media vuelta si tú se lo pidieras?
—Tal vez sí, pero no lo haré. Jamás me perdonaría que le apartara de lo que él considera que es su obligación. Seguir es una locura… cuando podríamos ser felices en El Cabo o en Inglaterra, pero esto nos ayudará, ya que su destino es nuestro destino. No juzgues a tu padre con dureza, Rachel, porque es un santo. Crees que no tiene sentimientos, que no le importamos ni yo ni tu pobre hermano, que nos está sacrificando a todos. Pero te aseguro que lo siente más de lo que podríamos lamentarlo tú o yo. Le observo de noche, mientras finjo que me voy a dormir, lamentando su pérdida, implorando fuerzas para sobrellevarlo y entereza para realizar su cometido.
»Estuvo a punto de volverse loco por tu ausencia y bajó solo al río, mientras los cafres no se apartaban del carromato, aunque, por supuesto, regresó medio muerto y sin localizarte. Y al alba regresó a la ribera otra vez, sin que el amor y la preocupación le dejaran descansar un minuto. Y pese a todo, jamás te lo contará, dejará que pienses que jamás vaciló su fe en la Divina Providencia.
»Soy consciente de que es un hombre extraño, y que lo habitual no es ocultar esas cosas, pero se volvería loco si yo me echara atrás y yo, que lo acepté en lo bueno y en lo malo, jamás me lo perdonaría.
»Rachel, sé feliz y hazlo todo lo mejor que puedas, tal y como yo lo hago, porque tienes toda la vida por delante. Comprende que dejo la mía atrás… y muy honda —Janey Dove señaló el lugar donde había sepultado al niño—. ¡Chitón, viene tu padre! Ayúdame a empacar. Esta tarde cruzamos el vado.