El muchacho
EL RÍO AL QUE se dirigía Rachel, una de las muchas bocas del Umtavuna, estaba más lejos de lo que parecía, a casi dos kilómetros de distancia. Ella había afirmado que no tenía miedo, lo cual era cierto, ya que el coraje era una de las características de la joven. De hecho, no recordaba haberse asustado nunca, salvo cuando su padre se enojaba con ella y la amenazaba con los castigos de la otra vida por sus chiquillerías. La sensación tampoco duraba mucho en tales casos, acaso porque no creía en los castigos que su padre describía con todo lujo de detalles, por lo que no se atemorizaba ni siquiera cuando había motivo.
Era un lugar solitario en el que no se veía a ningún ser vivo. Un silencio ominoso dominaba cielo y tierra. El fulgor zigzagueante de los relámpagos destellaba sobre las montañas, como si desde el cielo un monstruo lamiera con mil lenguas de fuego las cumbres y los precipicios. No se movía ni una mosca, era como si todas las criaturas se hubieran ocultado hasta que pasara el terror que se avecinaba.
La atmósfera estaba cargada de electricidad y, aunque ignoraba qué era, lo sentía en la sangre y en la mente. Sí, de un modo desconcertante parecían abrirse ventanas por las que el alma podía mirar. Comprendió que una nueva influencia aparecía en su vida. Su condición de mujer brotó en su pecho, iluminada por un Sol invisible. Ya no era una niña. Todo su ser se confortó y comprendió la grandeza de cuanto la rodeaba.
Formaba parte de aquel inquietante cielo en llamas y del suelo que pisaba. La Mente que hacía girar a las estrellas y que le daba la vida se alojó en su pecho y ella acunó en sus brazos a aquella voluntad omnipotente como si fuera un bebé.
Rachel descendió como en sueños por la empinada y rocosa orilla de aquel ramal seco y siguió su camino entre los cantos rodados, sorteando la maleza reseca y los matorrales desnudos que se apoyaban sobre los tallos espinados de las mimosas que allí crecían, marcas que le indicaban que el agua había fluido por allí en tiempos. Ahora apenas quedaban un par de lavajos que reflejaban la luminosidad intermitente. Frente a ella se extendía la isla en la que crecían las grosellas del Cabo, o cerezas de invierno, como también se las conocía, que había venido a buscar. Era una porción de tierra de escasa altura y poco más de medio kilómetro de longitud, pero en su centro crecían árboles entre las rocas, uno de los cuales descollaba sobre el resto. Más allá corría el verdadero río que, aún entonces, al término de la estación de la sequía, tendría unos doscientos o trescientos metros de anchura, aunque de tan escasa profundidad que un carromato tirado por bueyes podía vadearlo.
En las montañas lejanas seguía lloviendo. Las oscuras nubes vertían una lluvia torrencial tal y como lo habían venido haciendo durante las últimas veinticuatro horas, y sobre su seno de color fuego flotaban enormes masas vaporosas a las que los rayos del Sol crepuscular entintaban de mil colores. Encima de ella no había Sol, solo bancos de nubes cuyo color iba pasando del gris al negro. Cada minuto que pasaba se acercaban más y más al suelo.
Rachel alcanzó la isla —la última y más prominente de una serie de isletas separadas unas de otras por delgados brazos de agua y colocadas como una cadena entre la donga seca y el río— caminando por el lecho seco del río y comenzó a recoger las grosellas, arrancando las vainas plateadas y octogonales de los tallos verdes en los que crecían. Al principio abrió las vainas y extrajo las doradas grosellas en la creencia de que así cabrían más en su cesto, pero descartó aquel plan al comprobar que le llevaba mucho tiempo. Además, aunque abundaban las plantas, no resultaba fácil distinguirlas entre los densos cañales con tan poca luz.
Mientras estaba así ocupada percibió un sonido apagado —similar a un lamento—, una agitación en el aire circundante que hizo que las hojas y las matas temblaran aunque sin llegar a doblarse. A continuación sopló un viento helado que arreció hasta ser cortante y alborotar las aguas estancadas. Rachel perseveró —no había llenado ni la mitad del cesto— hasta que los cielos que se extendían sobre ella comenzaron a murmurar y gemir y gotones de agua cayeron sobre su cabeza y sus manos. Entonces comprendió que había llegado el momento de retirarse y cruzó la isla —en aquel momento se encontraba en el lado más lejano— con el fin de llegar a la rocosa y profunda donga.
Pero la tempestad estalló con una tremenda impetuosidad e inimaginable furia antes de que pudiera llegar hasta allí. Un viento huracanado barrió el valle en dirección al mar y la negrura fue tan densa que durante unos instantes anduvo a trompicones sin avanzar nada. Entonces se hizo la luz de nuevo, una luz mortecina. Cielo y tierra parecían arder. Era como si una hecatombe definitiva se abalanzara sobre el mundo.
Rachel alcanzó finalmente la orilla del hondo lecho del río —tendría alrededor de cuarenta y cinco metros— agotada y sin aliento. Estaba a punto de pisarla cuando se percató de dos circunstancias: la primera era un bullicio tan estruendoso que su rugido parecía apagar el bramido de los truenos; la segunda era la figura de un joven, un joven blanco que había desmontado de su caballo —aunque seguía cerca de él— y permanecía, fusil en mano, sobre una roca en la orilla opuesta de la donga, a quien se veía de forma intermitente a la luz de los relámpagos.
Él también la había visto y le gritaba algo, de eso estaba segura, pero el sonido de su voz se perdía en el tumulto y ella solo percibía sus gestos e incluso el movimiento de sus labios cuando los relámpagos cruzaban el firmamento.
Rachel comenzó a avanzar hacia él con pasos cortos cuando el resplandor le permitía ver dónde podía pisar sin apenas preguntarse qué podría hacer un joven blanco en semejante lugar y muy contenta ante la expectativa de tener compañía. Dio dos o tres pasos cuando dedujo de la energía y violencia de sus movimientos que el joven intentaba evitar que siguiera adelante. Se detuvo confusa.
Supo el motivo poco después. El lecho del río formaba un recodo a pocos cientos de metros y súbitamente una gran masa de agua coronada de espuma irrumpió por dicha revuelta. Parecía un gran muro de agua en el que los árboles y los cadáveres de animales se arremolinaban y giraban como si fueran pajas.
La crecida se precipitaba desde las montañas y avanzaba hacia ella a mayor velocidad de la que podía galopar un caballo. Rachel avanzó un trecho antes de comprender que no disponía de tiempo para cruzar y se detuvo desconcertada y agobiada ante el tumulto aterrador de los elementos y el rugido estremecedor de aquel muro de agua espumeante. Los relámpagos cesaron durante un instante pero volvieron con renovados ímpetus, parecía como si en el cielo los titanes y los dioses se arrojaran lanzas ígneas unos a otros. Los destellos iluminaron el torrente y el lecho seco que se extendía delante de ella.
Vio al muchacho saltar de su roca y avanzar hacia ella a la luz pavorosa de los relámpagos. Un rayo cayó a veinticinco metros y deshizo una roca. Se tambaleó, pero se rehízo rápidamente y siguió corriendo. Pronto estuvo cerca, pero el torrente lo estaba más aún. Avanzaba en oleadas, precedida de una delgada capa de espuma y luego otras detrás, sobre la última flotaba un búfalo muerto que subía y bajaba la cabeza como si aún pudiera embestir. Rachel fue vagamente consciente de la dirección en que venía y que dentro de poco sus cuernos la ensartarían. Un brazo rodeó su cintura un segundo después —notó que era blanco hasta el pliegue de la manga subida— y se sintió arrastrada hasta la orilla de la que había partido. La golpeó la primera onda de agua, pero apenas sí le mojó los pies. Ella era fuerte y activa, y el contacto de aquel brazo parecía haberle devuelto su energía, por lo que se recobró y avanzó chapoteando. El siguiente golpe de agua les hizo caer de rodillas, pero no consiguió arrastrarles. La elevada orilla estaba a unos seis metros de distancia y el gran muro acuoso a poco más de veinte.
—¡Juntos para vivir o morir! —dijo una voz en inglés a su oído, y el grito le llegó como si fuera un murmullo.
Ambos jóvenes saltaron como gamos, alcanzaron la orilla y se sujetaron a las rocas. Las aguas ávidas se lanzaron sobre ellos como si tuvieran vida propia, aferrándoles pies y brazos como si tuvieran manos. Una rama que giraba en la corriente junto a ellos golpeó al muchacho en el hombro, rasgándole la ropa. La sangre roja brotó por la herida. Estuvo a punto de caer, pero en esta ocasión fue Rachel quien lo sujetó. Lograron subir con un último esfuerzo y rodaron exhaustos sobre el suelo del mismo borde del torrente furibundo.
Y así fue como Richard Darrien entró en la vida de Rachel Dove: en medio de la tempestad, amenazado de muerte por las aguas de las que la había salvado y acompañado por los relámpagos que rasgaban los cielos.
En ese momento, tras recobrar el aliento, se sentaron y se miraron el uno al otro a la luz de la tormenta, la única que había. Él era un muchacho guapo que rondaría los diecisiete años, de poca estatura para su edad, de complexión robusta y piel blanquísima y con un parecido notorio a Rachel, salvo sus cabellos, que eran levemente más oscuros que los de la joven. Ambos tenían ojos grises y facciones proporcionadas. Viéndolos juntos, la mayoría de la gente los hubiera tomado por hermanos, recalcando el parecido familiar. Rachel habló primero:
—¿Quién es usted? —le gritó al oído en uno de los intervalos de oscuridad—. ¿Por qué ha venido aquí?
—Me llamo Richard Darrien —respondió tan fuerte como pudo—, y no sé por qué he venido. Supongo que algo me envió para salvarla.
—Sí —replicó ella convencida—, algo o alguien le envió. Estaría muerta si usted no hubiera acudido, ¿verdad? El Cielo, como diría mi padre.
—De eso no sé mucho —puntualizó él, eligiendo con sumo cuidado sus palabras—, pero la corriente se la hubiera llevado hasta el mar con todos los huesos rotos, como aquel búfalo. Algo poco celestial…
—Eso es porque su padre no es un misionero —le replicó Rachel.
—No. Es oficial de la marina, o al menos lo fue. Ahora se dedica a la caza y al comercio. Ahora bajábamos desde Natal. ¿Cómo se llama?
—Rachel Dove.
—Bueno, Rachel Dove… es un nombre bonito, como lo sería usted si estuviera más limpia. Va a llover de un momento a otro. ¿Hay por aquí algún lugar donde podamos cobijarnos?
—¡Estoy tan limpia como usted! —le respondió indignada—. El río me ha cubierto de barro, eso es todo. Usted puede ponerse a cubierto. Yo esperaré a que la lluvia me lave…
—Y morirá de frío o le caerá un rayo. Ya suponía yo que era una chica aseada… ¿No hay ningún refugio?
Ella asintió, aplacada.
—Creo que conozco uno. Venga —dijo, y le ofreció su mano.
Él se la cogió y así, juntos de la mano, recorrieron el camino hasta el punto más alto de la isla, donde crecían los árboles. Las rocas apiladas formaban una especie de cueva en aquel punto, y Rachel y su madre se sentaron durante un buen rato en la misma cuando visitaron el lugar. Vieron cómo una gran llamarada caía sobre el árbol más alto mientras avanzaban casi a ciegas. El árbol quedó calcinado y un animal salvaje, que probablemente se había refugiado allí, pasó junto a ellos bufando.
—No parece muy seguro —observó Richard, deteniéndose—, pero vamos, es poco probable que vuelva a caer otro rayo en el mismo sitio.
—¿No sería mejor que dejara su rifle? —le sugirió ella. El arma había colgado a su espalda todo el tiempo, y Rachel sabía que el hierro atraía los rayos.
—Desde luego que no —respondió él—. Es un rifle nuevo que me regaló mi padre y no pienso separarme de él.
Reanudaron su marcha y alcanzaron la pequeña cueva justo cuando rompió a llover de forma torrencial. Casi por azar, el sitio estaba seco; el agua no penetraba allí debido a su buena situación. Se agacharon para entrar, estremeciéndose mientras intentaban cubrirse bajo las ramas de los matorrales que habían florecido durante la estación húmeda, cuando la isla entera estaba sumergida.
—Sería perfecto si tuviéramos un buen fuego —dijo Rachel. Los dientes le castañetearon mientras hablaba.
El joven Richard permaneció pensativo durante un instante. Después, abrió un estuche de cuero que pendía del portafusil y extrajo del mismo un saquito de pólvora, eslabón, pedernal y un poco de yesca. Vertió algo de pólvora sobre la yesca humedecida y golpeó el pedernal hasta que finalmente saltó una chispa que prendió la pólvora. La yesca también ardió, aunque con más dificultad. Amontonó hojas secas y ramitas —algunas también ardieron— mientras Rachel soplaba para avivar la llama.
Tras estos preparativos, y al haber leña en abundancia, pronto tuvieron una fogata espléndida ardiendo a la boca de la cueva por donde escapaba el humo. Sus ánimos mejoraron una vez que estuvieron secos y entraron en calor. El contraste entre aquel refugio cómodo y resguardado y la rugiente tempestad del exterior llenó de alegría a los jóvenes, que no se habían ahogado por los pelos.
—Tengo mucha hambre —dijo entonces Rachel.
Richard volvió a rebuscar y extrajo del bolsillo un trozo grande de carne.
—¿Quiere biltong[4]?
—Por supuesto —respondió ella con avidez.
—En ese caso deberá cortarlo —repuso, alargándole la carne y su cuchillo—. Yo no puedo. Estoy herido en el brazo.
—¡Oh! —exclamó Rachel—. ¡Qué egoísta soy! Había olvidado que aquella rama le golpeó. ¡Déjeme ver la herida!
Richard se quitó la chaqueta y se arrodilló mientras ella se inclinaba para examinar la herida a la luz de la fogata. Vio que el antebrazo izquierdo estaba magullado y contusionado; y además sangraba.
Como el lector recordará, Rachel no tenía pañuelo, por lo que le pidió el suyo a Richard, lo empapó en un charco que la lluvia había formado a la entrada de la cueva y, una vez que hubo limpiado cuidadosamente la herida, le vendó el brazo con el mismo y le rogó que se pusiera de nuevo la chaqueta, asegurándole que se pondría bien en unos pocos días.
—Es muy hábil —señaló con admiración—. ¿Quién le ha enseñado a vendar heridas?
—Ayudo a mi padre siempre que cura a los cafres —respondió Rachel.
Acto seguido extendió los brazos y sacó fuera las manos para que la lluvia se las lavara. Luego tomó el biltong y empezó a cortarlo en finas lonchas. Hizo comer al joven en primer lugar, ya que lo veía muy debilitado por la pérdida de sangre. Su propia ración fue muy frugal porque, según le dijo, debían reservar la mitad de la carne por si no conseguían salir pronto de la isla. Entonces, él se percató de que lo había hecho comer primero, y se enfadó consigo mismo y con Rachel, pero ella se rio y se burló explicándole que había aprendido de los cafres que los hombres tenían que comer antes que las mujeres porque ellos eran más importantes.
—Querrá decir usted más egoístas —le replicó él, contemplando a la prudente jovencita que comía lentamente su magra ración de biltong para hacerle creer que su apetito estaba sobradamente saciado.
Él le imploró que se comiera el resto, diciéndole que se las arreglaría para abatir alguna pieza a la mañana siguiente, pero ella negó con la cabeza y apretó los labios obstinadamente.
—¿Es usted cazador? —le preguntó Rachel para cambiar de tema.
—Sí —respondió Richard con orgullo—. Bueno, casi. Ya he derribado a más de un «eland del Cabo» y un elefante, pero todavía no he cazado ningún león. Precisamente ahora estaba siguiendo el rastro de uno, pero salió de entre las rocas y se alejó antes de que pudiera abrir fuego. Creo que debía ir a por usted.
—Tal vez —concedió Rachel—. Merodean por aquí. Oigo sus rugidos por las noches.
—Y entonces —prosiguió él— escuché el sonido del torrente mientras la veía a usted cruzar la isla…, y también el avance de la crecida por la donga. Comprendí el peligro de que le arrastrara y ya conoce el resto…
—Sí, en efecto —mirándole con ojos relucientes—. Arriesgó usted su vida para salvar la mía y, por consiguiente —agregó con voz pausada y convencida—, le pertenezco.
Él la miró fijamente y se limitó a decir:
—Desearía que así fuese. Esta mañana quería matar un león con mi nuevo roer[5] —señaló al pesado rifle que descansaba a su lado— más que cualquier otra cosa, pero lo que más deseo esta noche es que su vida me perteneciera…
Sus miradas se encontraron y, aunque aún era una niña, Rachel vio algo en los ojos del joven que le hizo apartar la cabeza.
—¿Adónde se dirige? —preguntó rápidamente.
—De vuelta a la granja de mi padre en Graaf-Reinet[6] para vender el marfil. En nuestro grupo hay tres miembros más además de mi padre, dos bóers y un inglés.
—Y yo voy precisamente a Natal, de donde usted viene —replicó ella—, por lo que supongo que nunca volveremos a vernos, aunque mi vida le pertenezca… si escapamos de aquí.
En aquel preciso instante, la tempestad, que había amainado levemente, redobló su furia acompañada de un viento huracanado y una lluvia torrencial. Los truenos eran tan ensordecedores y continuos que su sonido, que hacía retemblar el suelo, impedía que Rachel y Richard pudieran oírse, por lo que tuvieron que permanecer callados. Solo Richard se levantó y miró fuera de la cueva, entonces se volvió y llamó a su compañera, quien acudió y miró.
En ese momento Rachel vio lo que él había contemplado cuando una cegadora ráfaga de fuego iluminó todo el paisaje. Toda la isla, excepto la altura en la que se encontraban, se hallaba bajo las aguas, oculta por un torrente turbio y achocolatado que lo arrasaba todo en su camino hacia el mar.
—Nos arrastrará si crece un poco más —le gritó él al oído.
Rachel asintió y chilló también para hacerse oír:
—Recemos nuestras plegarias y preparémonos.
A Rachel le parecía que tenían la Gloria de la que su padre hablaba tan a menudo más cerca de ellos que nunca.
Ella le arrastró de vuelta al interior de la cueva y le hizo señas para que se arrodillase a su lado. Él lo hizo con notable timidez y los dos niños, pues en realidad ninguno era mucho más que eso, permanecieron con las manos juntas y moviendo los labios. Los truenos aminoraron su intensidad y de nuevo pudieron hablar entre ellos.
—¿Qué ha pedido en su oración? —preguntó él cuando se hubieron incorporado.
—He orado para que usted pueda escapar y para que mi madre no sufra mucho por mí —respondió ella con sencillez—. ¿Y usted?
—¿Yo? Lo mismo, que usted pudiera escapar. No he pedido por la mía porque está muerta… y me he olvidado de mi padre.
—¡Mire, mire! —exclamó Rachel, señalando la boca la de cueva.
El joven escudriñó en la oscuridad y vio dos grandes figuras amarillentas a través de las finas llamadas de la fogata. Rondaban de un lado para otro lanzando miradas aviesas al interior de la cueva.
—¡Leones! —dijo con voz sofocada y echó a mano a su roer.
—No dispare —pidió la muchacha—. Podría enfurecerlos. Quizás solo estén buscando un refugio…, como nosotros. El fuego les mantendrá a distancia.
Él asintió. Entonces cayó en la cuenta de que la carga y la cebadura de su fusil de chispa podrían estar mojadas y, con la ayuda de Rachel, se apresuró a sacarlas, forzándola con el extremo de la baqueta. Hecho esto, cargó de nuevo el roer con pólvora que había puesto a secar previamente sobre una roca —de superficie plana— próxima al fuego. La operación les llevó unos cinco minutos.
Al finalizar, y con el arma cargada con pólvora seca, se deslizaron hasta la entrada de la cueva —Richard aferraba con fuerza su roer— e inspeccionaron el exterior.
La gran tormenta decrecía y la lluvia disminuía su intensidad, pero de vez en cuando las flamas cegadoras de los relámpagos zigzagueaban en el cielo. Vieron algo insólito con cada parpadeo espectral de la borrasca: los dos leones iban y venían como si estuvieran enjaulados y emitían rugidos lastimeros, pero no estaban solos, había varias clases de antílopes: impalas, algún órice e incluso un gran eland. Los leones caminaban entre ellos sin la más mínima señal de atacarles. Los antílopes a su vez olisqueaban y contemplaban el caudal de agua, sin preocuparse de los felinos.
—Tiene razón —aceptó Richard—. Están asustados y no nos atacarán a menos que la riada aumente. Entonces irrumpirán en la cueva. Vamos, avivemos el fuego.
Así lo hicieron, y después se sentaron al otro lado de la fogata, esperando. Pero no sucedió nada y terminaron perdiendo el miedo a los leones y comenzaron a hablar de nuevo, contándose recíprocamente la historia de sus vidas.
Richard Darrien solo llevaba cinco años en África. Su padre había emigrado tras la muerte de su esposa, ya que no tenía más ingresos que su media paga como capitán retirado de marina, con la esperanza de mejorar su fortuna en aquella tierra nueva. Había obtenido la concesión de una granja en el distrito de Graaf-Reinet, pero la fortuna no le había acompañado, como a tantos otros de los primeros colonos. Ahora, para conseguir dinero, organizaba cacerías de elefantes y regresaba junto a sus compañeros de una exitosa campaña a las tierras costeras de Natal, por aquel entonces un territorio prácticamente inexplorado.
Su padre le había permitido tomar parte en la expedición, pero cuando regresaran, añadió el joven con consternación, lo iba a enviar dos o tres años a un internado de Ciudad del Cabo, pues hasta ese momento su padre no había dispuesto de dinero para permitirse el lujo de darle una formación. Además, deseaba que Richard aprendiera una profesión, aunque en ese punto él tenía sus propias ideas, pese a que aún no le hubiera hecho partícipe de las mismas a su progenitor. Sería cazador, solo eso, hasta que se hiciera demasiado mayor, momento en el que pensaba explotar una granja.
Rachel le contó después su historia, que el joven escuchó atentamente.
—Esto… ¿Su padre está loco? —le preguntó una vez ella hubo concluido.
—No —le replicó—. ¿Cómo se atreve a sugerirlo? Es muy bueno, mejor que cualquier otro.
—Bueno, en cierto modo es lo mismo… ¿no cree? Por otra parte, no debería haberla enviado aquí a recoger grosellas con semejante tormenta en ciernes.
—En tal caso, ¿por qué le envió su padre a cazar leones «con semejante tormenta en ciernes»?
—No me envió, vine por voluntad propia. Ya le dije que quería cazar un antílope, pero me topé con el rastro de un león y lo seguí. Desde que yo los dejé para cobrar mi pieza los carromatos deben haberse alejado mucho de aquí. Aún no sé cómo me las arreglaré para alcanzarles, porque, desde luego, nadie me vendrá a buscar hasta aquí, máxime cuando la lluvia habrá borrado las huellas del caballo.
—Suponiendo que no lo encuentre… Me refiero a su caballo… ¿Qué piensa hacer? No tenemos ninguno que podamos prestarle.
—Intentaré alcanzarles a pie —replicó.
—¿Y si no lo consigue?
—Regresaré hasta su campamento… Los cafres me asesinarían si prosiguiera en solitario.
—¡Oh! ¿Y qué pensará su padre?
—Pues que habría un muchacho menos en este mundo y se entristecería durante un tiempo. Eso es todo. La gente desaparece a menudo en África, donde hay muchos leones y criaturas más salvajes.
Rachel permaneció pensativa durante un buen rato, y sugirió al joven que saliera a ver qué hacían sus leones al no encontrar otro tema de conversación, por lo que Richard se marchó a inspeccionar. A su vuelta le informó que la tormenta había cesado y que a la luz de la Luna no se veían ni leones ni ningún otro animal, por lo que suponía que se debían haber marchado a algún otro lugar. La riada también parecía haber disminuido de nivel.
Reconfortados por estas nuevas, Rachel arrojó al fuego toda la leña que les quedaba. Entonces se sentaron de nuevo uno junto al otro e intentaron reanudar la conversación. Sin embargo, esta decayó gradualmente y al final se quedaron dormidos uno en los brazos del otro.