CAPÍTULO I

La muchacha

LA TARDE ERA INTENSA y terriblemente sofocante. En la costa de la tierra de los Pondo, la pequeña Rachel Dove contemplaba con melancolía aquel mar desde el altozano próximo al río donde habían acampado, un mar que parecía una balsa de aceite infinita y que se extendía a su derecha a dos o tres kilómetros. El Sol seguía sin lucir; una niebla gris pendía del cielo como si fuera un manto denso y espeso que impidiera a los rayos alcanzar el suelo cuarteado. Tom, el guía cafre, le había anunciado la llegada de una tormenta, la madre de las tormentas, que pondría fin a la prolongada sequía. A continuación se había marchado a un lugar de las montañas donde había dejado los bueyes a cargo de dos jóvenes nativos, ya que en aquel altozano no había ningún pasto que les permitiera mantenerlos cerca del carromato y, según le había explicado, el ganado solía asustarse durante la tormenta y alejarse varios kilómetros. Su condición actual empeoraría aún más sin los animales.

Al menos eso era lo que Tom había dicho, pero Rachel, que había crecido entre los indígenas y conocía su forma de pensar, sabía que la verdadera causa de su marcha era el deseo de estar lejos cuando enterraran al niño. Los cafres tienen un temor supersticioso a la muerte, a menos que esta la cause una azagaya en el transcurso de una batalla. Tom, un hombre de buen corazón, se había encariñado con aquel niño durante su corta vida.

Bueno, ahora ya estaba enterrado. El cafre había terminado de cavar la fosa en aquel suelo duro antes de marcharse. La pobre Rachel, que solo tenía quince años, lo había llevado hasta su último lecho y su padre había desempacado su sobrepelliz, se la había puesto y había leído el responso fúnebre sobre la tumba.

Luego la habían rellenado con cantos rodados y reseca tierra rojiza, y, como las flores escaseaban en aquella estación del año, habían colocado un par de marchitas ramas de mimosa sobre las piedras, la mejor ofrenda que podían hacerle.

Rachel y su padre eran todo el cortejo fúnebre, a menos que se incluyera a dos conejos sentados en lo alto de una piedra en un risco próximo y a un viejo mandril que observaba sus desconcertantes movimientos desde la cima, y que acabó por empujar al vacío un canto antes de irse. Su madre no había podido acudir, estaba en una pequeña tienda levantada junto al carromato, enferma a causa de la pena y la fiebre. Regresaron a su lado cuando todo hubo terminado y allí acaeció una penosa escena.

La señora Dove yacía en un lecho tosco, confeccionado con tiras de cuero sin curtir que habían sacado del carromato. Era una mujer hermosa, de tez clara y cabellos rubios. Rachel siempre recordaría aquella imagen de la tienda, donde reinaba un calor asfixiante, con las lonas que constituían las paredes levantadas para que circulara el aire; Su madre con la bata azul gastada por el uso y los viajes, que permanecía con el rostro vuelto hacia la lona y sollozaba silenciosamente; la figura enjuta de su padre, con su pálido rostro de fanático, extasiado como el de un santo, aquella frente bien alta sobre la que caía un mechón canoso, sus labios finos y bien marcados, y sus ojos grises de mirada lejana mientras se quitaba la sobrepelliz y la doblaba con movimientos rápidos y nerviosos; y ella misma, una muchacha asustada y desconcertada, mirándolos a ambos, anhelando escabullirse fuera para mostrar su pesar sin testigos.

Se le antojó eterno el tiempo que su padre tardó en doblar la sobrepelliz y depositarla en una bolsa de lino que en su antigua casa servía para guardar la ropa sucia. Finalmente, la colocó en el fondo de una caja de madera de pino con una bisagra rota.

Se irguió con un suspiro una vez que hubo concluido y dijo con una voz que intentó sonar jovial:

—No llores, Janey. Recuerda que es lo mejor para todos. El Señor se lo ha llevado, bendito sea su nombre.

Su madre se levantó y sus ojos azules le dirigieron una mirada de reproche antes de contestarle con su suave acento escocés:

—John, ya me dijiste eso antes, cuando nuestro otro hijo se nos marchó para siempre en Grahamstown, y me he cansado de oírlo. No me pidas que bendiga el nombre del Altísimo cuando Él se lleva a mis hijos, ni a mí ni a ninguna madre. ¿Por qué me envió fiebres que me impidieron cuidarlo? Si esos son los caminos del Todopoderoso…, en tal caso esos salvajes son más misericordiosos.

—Janey, Janey, no blasfemes —exclamó el padre—. Deberías regocijarte, tu hijo está en el Cielo.

—Entonces, regocíjate tú y déjame con mi dolor. De ahora en adelante, solo formularé una plegaria y puede que no tenga otra. John —agregó—, esto es culpa tuya. Sabes perfectamente que te advertí lo que sucedería. Te dije que el niño moriría si emprendías este viaje, ¡ay!, te lo dije. —Su voz se convirtió en un susurro—. Otros morirán antes de que todo termine, todos nosotros, salvo Rachel, cuyo destino es vivir su vida. Bueno, en lo que a mí respecta cuanto antes mejor, ya que solo deseo dormir con mis dos hijos.

—Esto es una locura —la atajó su esposo—, una locura y una insubordinación.

—En ese caso, déjame ser loca y rebelde, John. ¿Por qué tendría que ser una locura si tengo el don de la doble vista, igual que mi madre? Ella me previno de lo que sucedería si me casaba contigo y no la escuché. Ahora soy yo quien te avisa, y tampoco tú me escucharás. Nuestro camino está trazado, el de todos nosotros, y es muy corto, a excepción del de Rachel, cuyo destino es otro. Predigo que el destino te empuja a convertir infieles con un único propósito: hacer de ti un mártir.

—Así sea —respondió orgullosamente su padre—. No pretendo otro final mejor.

—¡Ay! —gimió ella, dejándose caer sobre el catre—, que así sea, pero mi niño, mi pobre niño. ¿Por qué ha tenido que morir mi hijo sin más motivo que tu excesivo fervor religioso, qué te ha enloquecido hasta el extremo de desear la corona de mártir? Los mártires no deberían casarse ni tener hijos, John.

Rachel se había marchado de la tienda en ese momento, incapaz de soportarlo más, y se había sentado lejos para contemplar el mar.

Se ha dicho antes que Rachel solo tenía quince años, pero las jóvenes alcanzan pronto la pubertad en África del Sur y la experiencia le había ayudado a ser más despierta, por lo que estaba en condiciones de juzgar a sus padres, con sus virtudes y sus debilidades. Rachel nació en Inglaterra, pero no recordaba nada de su país, dado que vino a Sudáfrica a los cuatro años.

Fue poco después de su nacimiento cuando aquel furor misionero se apoderó de su padre a raíz de su asistencia a ciertas reuniones en Londres. Hasta ese momento había sido un clérigo que vivía confortablemente en la pacífica parroquia de Hertfordshire y, además, poseía un pequeño patrimonio. Nada pudo disuadirlo de abandonarlo todo y embarcarse rumbo a Sudáfrica para obedecer a «la llamada del Cielo». Rachel sabía todo esto porque su madre se lo había contado a menudo, agregando que ella y los suyos, una familia escocesa de buena posición, habían discutido a causa de aquel viaje hasta llegar a un enfrentamiento directo.

De hecho, al final, se vio obligada a elegir entre la sumisión o la separación. John Dove había dejado claro que no pecaría contra el Cielo, que lo había elegido para llevar la luz a los que vivían en las tinieblas, esto es, a los cafres, en especial a aquellos que vivían bajo el yugo de los bóers, ni siquiera por su amor. En Inglaterra crecía por aquel entonces un movimiento que defendía la liberación de los esclavos de los bóers, lo que finalmente desembocó en las guerras que nos son tan familiares a los de nuestra generación.

Dado que ella se había consagrado a su marido, un hombre realmente adorable si exceptuamos su excesivo celo religioso, cedió y lo acompañó. Sin embargo, antes de zarpar le sobrevino una lúgubre premonición: ninguno de ellos regresaría a casa, todos estaban destinados a morir a manos de los salvajes.

Cualquiera que fuera la razón o explicación, lo cierto es que Janey Dove, como su madre y muchos de sus antepasados escoceses, tenía el don de la presciencia, o al menos así lo creían sus parientes y amigos. Por consiguiente, nunca dudaron de su vaticinio ni un segundo cuando ella les hizo partícipes del mismo, más aún, duplicaron sus esfuerzos para impedir su marcha a África. Su esposo también le creyó, pero comentó irritado que era una lástima que sus predicciones jamás anunciaran hechos venturosos, y que, al menos por su parte, estaba dispuesto a no afrontar los sucesos desagradables hasta que realmente sucedieran.

La perspectiva del martirio no le amilanaba, lo contemplaba con complacencia, incluso con entusiasmo, pero, pese a su fanatismo, la posibilidad de que su hermosa y delicada esposa estuviera llamada a compartir con él la gloria de esa corona le encogía el corazón. De hecho, aunque su resolución era inquebrantable, él mismo sugirió la posibilidad de continuar adelante solo.

En ese momento su mujer demostró una insospechada fuerza de voluntad. Le dijo que, para bien o para mal, se había casado con él en contra de los deseos de su familia, que lo amaba y respetaba, y que prefería arriesgarse a que la asesinaran los cafres antes que enfrentarse a una separación de por vida. Así que al final, ambos zarparon a bordo de un velero con su hija Rachel, y ni sus amigos ni familiares volvieron a saber de ellos.

La historia ulterior comprendida entre esa fecha y el momento en que da comienzo este libro se puede resumir en pocas palabras. El reverendo John Dove no tuvo éxito como misionero. Los bóers de la parte oriental de la colonia de El Cabo, donde trabajaba, no apreciaron sus esfuerzos por evangelizar a sus esclavos, ni tampoco las de estos, porque, aunque era un santo, carecía de la facultad de granjearse sus simpatías al no comprender que un indígena, con miles de generaciones de salvajismo detrás, difería mucho de un cristiano bien formado o de personas de cualquier otro credo.

Sus pecados, como proclamaba incesantemente, lo espantaban, e incluía entre ellos algunas de sus más queridas costumbres. Es más, cuando ocasionalmente les apartaba de algún vicio, recaían o, aún peor, reemplazaban sus pecados ancestrales por los del hombre blanco: la bebida, el robo y la mentira, antes desconocidos entre ellos, que él condenaba abiertamente como merecedores del fuego eterno. Y más aún, era un clérigo rebelde o, como él se autoproclamaba, demasiado honesto para someterse a la autoridad de sus superiores jerárquicos de la Iglesia local y, por consiguiente, trabajaba acatando solo sus propios dictados. La gota que colmó el vaso según lo describía él o, dicho en castellano sencillo, que hizo que la región se revolviera contra él, fue el verse envuelto en una agria disputa con los bóers, en su mayoría gente honesta, de quienes se había formado una pésima opinión de manera bastante injusta, llegando a enviar informes a Inglaterra para que se imprimieran en las hojas parroquiales y en los gruesos informes anexos a los del Gobierno local.

Dichos documentos terminaron volviendo a Sudáfrica nuevamente, donde se tradujeron al holandés y de forma colateral se convirtieron en una de las causas de la Great Trek[3].

Los bóers montaron en cólera y amenazaron con demandarle por injurias. Las autoridades británicas locales también se enojaron, exigiéndole el cese de aquella disputa o el abandono del país. Al final, siendo tan obstinado y sabedor de su incapacidad para mantenerse en silencio, optó por la segunda alternativa. Su única duda era el destino. John Dove era un hombre acaudalado, ya que había heredado una pequeña fortuna además de lo que ya tenía al abandonar Inglaterra. Su mujer le imploró que regresaran a casa, donde podría denunciar su caso ante la opinión pública. Esta posibilidad le atraía, pero la rechazó como si se tratara de una tentación enviada por el Diablo después de una noche de reflexión y plegarias.

¿Acaso había concluido su misión? ¿Debía regresar tras un fracaso estrepitoso para vivir acomodadamente en Inglaterra sin haber conseguido el martirio? Su esposa podía marcharse si lo deseaba, llevándose consigo a Rachel y a su hijo recién nacido —ya habían enterrado a dos hijas—, pero él se mantendría en su puesto y cumpliría su deber.

Sabía que algunos ingleses se habían dirigido al país llamado Natal, donde los hombres blancos comenzaban a instalarse. En aquellas tierras parecía no haber rastro de los esclavistas bóers y los nativos, según sus informes parecían muy necesitados de un guía espiritual, en especial su rey, un hombre llamado Chaka o Dingaan, ese dato no lo sabía a ciencia cierta. Ardía en deseos de encontrarse con este monarca tan beligerante, albergando pocas dudas de que, sin el influjo perturbador de los bóers, sería capaz de hacerle comprender el error de su conducta y cambiar las costumbres de aquel pueblo en lo referente a sus continuas guerras y, lo que era peor, la poligamia.

Su desdichada esposa lo escuchó entre sollozos; ahora la corona de los mártires que siempre había previsto estaba peligrosamente cerca. Además, en lo más profundo de su corazón albergaba la convicción de que no se podía cambiar a los cafres de modo alguno. Era un pueblo de guerreros, al igual que sus antepasados escoceses, y ella comprendía esa debilidad. En lo que respecta a la poligamia había colegido en secreto que era una costumbre que les convenía, como les había convenido a David, Salomón y el propio Abraham. Y, sin embargo, tal y como había hecho once años antes, rehusó abandonar a su marido, pese a que estaba persuadida de que su hijo moriría si se quedaba.

Un cariño inquebrantable estaba en el fondo de su decisión —era una mujer muy fiel—, pero pesaban en su ánimo otros factores: su fatalismo y, más fuerte aún, el cansancio. Janey creía que estaban condenados. «Bien, dejemos que se cumpla la sentencia», se decía; además, ella no temía al Más Allá, más aún, de ese modo finalmente podría ser feliz y gozar de un descanso eterno. Se sentía como si necesitara miles de años de paz y sosiego. Además, tenía el convencimiento de que Rachel, la niña de sus ojos, no sufriría daño alguno, puesto que su destino era vivir y encontrar la felicidad incluso en aquellas tierras inhóspitas. Por ello declinó la oferta de volver al hogar, con el que ya no le unía ningún lazo, y se preparó por enésima vez para viajar a un destino desconocido.

Sentada a la sombra en medio de un calor sofocante, Rachel meditaba sobre todo esto. Por supuesto, desconocía la historia en su totalidad, pero, dada su perspicacia innata, podía deducir el resto, ya que era observadora y disponía de mucho tiempo para entregarse a la reflexión y a las suposiciones. Simpatizaba con las ideas de su padre al comprender, de modo impreciso, que había algo grande y noble en ellas. Pero por encima de todo, era la hija de su madre en cuerpo y alma. Ya evidenciaba su espléndida belleza, a la que se añadían el rostro franco y los ojos grises paternos, además de la posibilidad de alcanzar su estatura. Pero tenía poco de sus respectivos caracteres, salvo el coraje y la fuerza de voluntad que los caracterizaba a ambos.

Por lo demás, se asemejaba a su madre en su lealtad y en una facultad aún poco definida, de prever o pronosticar acontecimientos futuros.

Rachel no era feliz. No le importaban las penalidades ni la canícula —estaba habituada a ambas— y gozaba de tan buena salud que se necesitaban cosas peores para que esta se viera afectada. Pero adoraba al niño recién enterrado y se preguntaba si lo volvería a ver. Su intuición le indicaba que así sería, pero estaba convencida de que tendría que esperar mucho.

También quería a su madre, y sufría más por ella que por sí misma, especialmente ahora que se encontraba enferma. Conocía y compartía su opinión: aquel viaje era una estupidez, su padre era un hombre «guiado por una estrella», como decían los nativos, y la seguiría hasta el fin del mundo sin acercarse a ella jamás.

Rachel no solía pensar en sí misma. En Grahamstown había tenido algunos compañeros, bóers en su mayoría, durante cerca de un año. Muchachos duros de mollera y de modales toscos, aunque, al menos, eran blancos y seres humanos. Se olvidaba de que les aventajaba en instrucción mientras jugaban. Por ejemplo, sabía leer en griego los Evangelios —su padre le había dado lecciones desde muy pequeña— mientras que ellos apenas podían deletrearlos en taal, el dialecto bóer, ni habían oído hablar de Guillermo el Conquistador. A ella no le preocupaban ni el griego ni el rey Guillermo, pero sí tener amigos, y ahora todos estaban lejos, se habían ido, como el bebé, tan lejos como Guillermo el Conquistador. Y en ese momento se hallaba sola en la selva con un padre que pensaba y hablaba del Cielo sin cesar y una madre que se alimentaba de recuerdos y caminaba a la sombra de una maldición. Sí. Era muy desgraciada.

Sus ojos grises se llenaron de lágrimas hasta que no pudo ver el océano sinfín. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, morena y tostada por el sol, y se revolvió al sentirse observada por dos de aquellos extraños insectos conocidos como mantis religiosas, aunque allí se les llamaba a menudo dioses hotentotes, que, tras varias genuflexiones, se enzarzaron en una pelea tremebunda entre los tallos muertos que había a sus pies. Su ferocidad era tan espantosa que ni los hombres podían superar su salvajismo, pensó la joven. En ese instante, una gran lágrima cayó sobre uno de ellos que, sorprendido por ese fenómeno o tal vez creyendo que comenzaba a llover, se retiró y se ocultó mientras su adversario brincaba exultante, reclamando para sí el mérito de la victoria.

Rachel escuchó un paso detrás de ella y de nuevo se secó las lágrimas con el dorso de la mano, el único pañuelo disponible, antes de volverse y ver a su padre acercarse sigilosamente hacia ella.

—Rachel, ¿por qué lloras? —preguntó irritado—. No debes llorar porque tu hermano esté en el Cielo.

—Jesús lloró por Lázaro y ni siquiera era su hermano —le respondió ella con voz pausada; entonces intentó cambiar de tema—: Estaba viendo la lucha entre dos dioses hotentotes.

—Una diversión cruel —le reconvino el padre—, especialmente cuando he oído que muchachos e incluso hombres hechos y derechos azuzan a uno contra otro y cruzan apuestas sobre el ganador.

—La naturaleza es cruel, no yo, padre. La naturaleza siempre es cruel —entonces Rachel miró de soslayo el montón de rocas sobre la tumba. Mientras su padre vacilaba por segunda vez al no saber qué responder, ella agregó—: ¿Está mejor madre?

—No —respondió él—, creo que está peor, demasiado alterada para ver las cosas con claridad.

Ella se levantó y se encaró con él, pues era una joven de carácter, y le preguntó:

—Padre, ¿por qué no la llevas de vuelta a casa? Madre no puede continuar y será peor si la arrastras hasta la selva.

El reverendo Dove se enfureció al oír aquello y comenzó a reñirla y hablar de la indignidad que supondría el abandono de la «llamada».

—Pero madre no tiene esa «llamada» —le atajó Rachel.

Entonces se quedó sin saber qué decir por tercera vez y la acusó con vehemencia de haberse aliado con su madre, de ser ambas instrumentos del Maligno para tentarle y hacerle desistir en sus deberes.

La joven lo miró con sus claros ojos grises sin despegar los labios hasta que al fin el misionero se calmó e hizo una pausa.

—Todos estamos muy alterados —prosiguió, acariciándose la despejada frente con su delicada mano—. Supongo que es el calor y esta… esta prueba de fe. ¿Qué venía a decirte? ¡Ah, ya recuerdo! Tu madre no quiere comer nada, solo pide fruta. ¿Sabes dónde puede haber?

—Aquí no hay fruta, padre. —Entonces su rostro se iluminó y añadió—: Sí, creo que sí. Madre y yo bajamos al río el día que montamos el campamento y caminamos por el donga [lecho del río] hacia esa especie de isla para recoger flores que crecían en las zonas húmedas. Allí vi muchas grosellas del Cabo bastante maduras.

—Entonces, ve y recoge alguna, cariño. Tendrás tiempo de sobra antes del anochecer.

Ella se puso en marcha para obedecer, aunque se detuvo y dijo:

—Madre me prohibió bajar sola al río porque vimos huellas de leones y cocodrilos en el barro.

—Dios te protegerá de leones y de cocodrilos si es que hubiera alguno —repuso el misionero con obstinación, como si fuera otra oportunidad de demostrar su fe—. No irás a tener miedo, ¿verdad?

—No, padre, no temo nada, tal vez porque no importa lo que pueda ocurrir. Recojo un cestillo y me voy ahora mismo.

Poco después, una pequeña figura solitaria caminaba a paso ligero en dirección al río. El señor Dove la contempló con gran inquietud hasta que la bruma la ocultó. El sentido común le decía que aquel viaje era un disparate.

—El Todopoderoso enviará a sus ángeles para protegerla —murmuró para sí—. ¡Ay, si tuviera más fe! Todos estos problemas me suceden por mi falta de fe, por eso estoy continuamente tentado. Debería ir tras ella y acompañarla, pero no, Janey me llama y no puedo dejarla sola. El Señor cuidará de ella. Además, no tengo por qué mencionarle a Janey que Rachel se ha ido a menos que me lo pregunte de forma directa. Estará a salvo, la tormenta no estallará esta noche.