A LOS OCHENTA AÑOS de su muerte, Sir Henry Rider Haggard (1856-1925) sigue siendo un representante imprescindible de la novela de aventuras y un referente inexcusable de lo que hoy se denomina proto-fantasía, debido a sus incursiones en lo sobrenatural. Aunque Las minas del rey Salomón (1885) —una novela que ha despertado el amor por la aventura de muchas generaciones de lectores— y Ella (1887) sean los títulos más conocidos de su producción literaria, novelas como Los reyes fantasmas (1908), explican porqué es epítome de la aventura africana, un género en sí mismo, y su peculiar técnica a la hora de arrastrar al lector desde las certezas de la civilización a la irracionalidad de lo ignoto.
Haggard se convirtió en un consumado maestro a la hora de recrear el escenario sudafricano, vasto, inabarcable, tanto que las creencias del hombre blanco, la lógica científica del lector blanco, no tardaban en derrumbarse ante un escenario fastuoso e ingobernable.
El lector hallará al final de la novela influencias manifiestas de la teosofía de Blavatsky, presentes en la obra de otros escritores como Conan Doyle, pero, por encima de todo, mundos perdidos, presciencia y los eternos temas de la longevidad, el peso del sino y el poder sobrenatural.
El tiempo, que es un juez acaso excesivamente implacable para todos quienes emborronaron cuartillas, ha aquilatado la obra de Haggard, convirtiéndolo en una garantía de calidad y entretenimiento. Probablemente, el secreto de la actualidad de su obra radique en la dosis exacta de su fórmula. Conocemos los ingredientes empleados en sus novelas: los grandes escenarios, la acción, aderezada con pasajes sobrenaturales —disfrazados siempre bajo los embozos del exotismo, la tradición y las leyendas étnicas, que tan bien conoció gracias a sus años como funcionario colonial en Natal y Transvaal—, la filia por lo que después se bautizaría como «mundos perdidos», las pasiones exacerbadas y sin medias tintas, y unos personajes sin fisuras, tratados a la vieja usanza: buenos intachables, agonistas y secundarios muy cuidados, canallas de buen pedigrí —con recursos, corazón tan negro como el carbón y sin escrúpulos— y la fuerza inexorable del sino.
Resulta llamativo el contraste entre las múltiples reediciones de algunas novelas de este autor con el olvido de uno de los títulos más señeros de su obra. Los reyes fantasmas se ha publicado una sola vez en nuestro país, el 30 de junio de 1941, por Ediciones Marisal en su colección «Aventuras». En ochenta páginas convivían esta novela, salpicada con varias ilustraciones a toda página de López Rubio, el folletín De galeote a policía, de Vidocq, y un ¿Sabía usted que…? Esto evidencia que la edición no era completa. La comparación con el original inglés demuestra que habían desaparecido cinco capítulos y que otros eran meros resúmenes del argumento. La necesidad de «cuadrar» la extensión de un original a unas dimensiones estándar, práctica bastante habitual en la España de la posguerra, donde el papel escaseaba, explica en parte esta amputación. Sin embargo, hay que resaltar que en el camino se quedaron también todos los elementos fantásticos y aquellos que pudieran contravenir la moral y la ortodoxia de la época. Por todo ello, disfrutamos ahora de la primera edición íntegra en castellano casi cien años después de su primera publicación en su idioma original.
Solo un aviso final para el lector. No se precipite al creer que la poderosa mitología zulú y la fascinante épica de tan belicoso pueblo son la meta final del libro. Los milenarios reyes fantasmas aguardan, observándonos desde sus cuencos colmados de rocío. Sala kahle!
José Miguel Pallarés