Madrid, 2 de diciembre de 1658

Alonso llevaba ropas prestadas: montera, gabán, ropilla, jubón y calzas que, si bien eran dignas, no le beneficiaban al talle, ni por el color a su condición religiosa. Pero era lo único que había encontrado para sustituir las propias, embarradas y rotas. La barba de varios días y un enorme abatimiento físico contribuyeron a que Tomás, en la portería, intentara impedirle el paso, cuando regresó al Colegio y se acercó con su caballo al portón.

—¿Adonde va? —preguntó el joven, adelantando la mano izquierda hacia él, con cierto autoritarismo, como para frenarlo.

Alonso, en un primer momento, se sintió desconcertado, hasta que comprendió que la culpa era de sus trazas y la incipiente barba. Pero estaba satisfecho de estar de vuelta y encontrarse con Tomás, con lo que éste representaba: el Colegio Imperial, lo cotidiano, la bendita rutina de las clases.

Aún le quedaba humor. Miró al muchacho —que estaba algo escamado porque, obviamente, el visitante le resultaba familiar—, y preguntó muy serio:

—¿Está el padre Alonso?

Si fueron la ropa y las barbas lo que engañó al novicio, en cambio, éste reconoció la voz. Lo miró fijamente a los ojos y ya no le cupo la menor duda, esa mirada penetrante, aunque ahora cansada, no podía ser otra. Decidió seguirle la broma.

—Está huido. Salió hace días en busca de algo y algunos lo creen por Flandes.

Ambos soltaron una carcajada.

—Me alegro mucho de que esté de vuelta. ¿Qué tal el viaje, padre? —preguntó el joven, mientras le sujetaba la montura.

—Ha acabado la pesadilla.

—¿Encontró el libro?

Alonso se limitó a esbozar una sonrisa.

—Deja que otro atienda el caballo. ¿Está Nithard?

—Eso creo.

—Llévalo al despacho del padre Ignacio y esperadme allí los tres. Subo un momento al cuarto.

«Bacalao», pensó Tomás, con cariño.

—¿Le pido una tinaja grande? ¿Muy caliente?

—No, no, después. Sólo quiero afeitarme y cambiarme.

—No me extraña, trae una cara que no parece la suya. De agotado, quiero decir.

—Menos mal —bromeó Alonso—, creí que lo peor era la ropa.

Cuando entró en el despacho del director, tanto éste como Nithard y Tomás, que se hallaban sentados, inmediatamente se levantaron para recibirlo. Era muy verdad que se estaba viviendo un momento único y definitivo en la ciudad, en el mismo Alcázar y en la sede del Priorato.

—Nos alegramos mucho de su vuelta, padre Alonso.

Quien hablaba era Nithard, que se acercó hacia él y, de inopinada manera, le pegó un fuerte y rotundo abrazo que nadie esperaba. Gesto de afecto que era muy infrecuente, por no decir absolutamente extraordinario en el distante alemán. Pero cada uno intentó reflejar la satisfacción que sentía de la mejor manera, porque el padre Ignacio no dudó en acabar endulzando el momento.

—Ya he encargado algo de merienda, chocolate con mi punto de canela. Siéntese Su Paternidad, que estará cansado.

Alonso se quedó en silencio unos segundos mirando a sus compañeros de religión. Estaba vencido por el agotamiento. Desde aquel lunes 25 de octubre había transcurrido algo más de un mes, en cambio, los hechos, que se sucedieron con enorme rapidez, fueron de tal envergadura e intensidad, que bien podían haber ocupado años de una azarosa vida. Espantosos crímenes, el primero de los cuales supuso la pérdida irreparable de uno de sus escasos amigos; una exigente y apremiante investigación, que implicaba un excesivo esfuerzo intelectual; la tensa e incómoda sensación de ser espiado, e incluso, la íntima convicción de vivir en un constante peligro de muerte. Pero todo aquello quedaba atrás.

—Cuando Nithard nos contó adonde iba, rezamos mucho por Su Paternidad —habló Tomás.

—Intuí que había dado con la clave de la investigación cuando vi su cuarto abierto y oí cómo pedía que le prepararan algo, porque salía de viaje inmediatamente —se explicó el alemán—. Entonces, entré y observé que tenía el Quijote abierto por la escena de la bajada a la cueva de Montesinos; eso y las notas que había en su mesa me confirmaron que había encontrado el lugar donde se hallaba el Speculum. Me apresuré a salir para el Alcázar. Todo lo bueno que le haya podido pasar, a partir de aquello, se lo debe a don Felipe, nuestro Rey. Él puso al Priorato de San Juan en acción.

—Durante mi investigación, Su Paternidad tuvo avisado a todo el Colegio acerca del asunto en el que yo andaba, ¿verdad? —preguntó Alonso.

—Era la manera de que toda la casa estuviera prevenida para auxiliarle si hacía falta. Sabíamos que peligraba su vida, pero desconocíamos de dónde vendría ese peligro —replicó Nithard.

—¿Por qué razón se aventuró por el pasadizo del Tribunal? —volvió a preguntar.

—¿Cómo lo supo?

—Aquel día, padre, traía los zapatos con barro, y Tomás se encargó de sacar una copia de sus suelas; luego la cotejamos con las huellas en la despensa.

El novicio, algo avergonzado, no soportó la mirada del alemán, quien acabó dispensándole una escueta sonrisa, aunque aquello pareció no gustarle. Nithard continuó su explicación:

—Enterado de la muerte de fray Nicolás, el propio Rey me pidió que verificara si podía accederse al Tribunal por esos corredores y si se habían apostado alguaciles ante la despensa. Aquel día, al Rey también se le mancharon los zapatos de barro.

—Pero, no comprendo por qué razón se lo pidió a Su Paternidad y, bueno…, no diré a don Luis de Haro, o…

—Si iba a decir don Luis de Oyanguren, sepa que esta mañana, nada más llegar el correo secreto del Priorato al Alcázar, el señor de Oyanguren abandonaba, precipitadamente, Palacio.

Alonso interrumpió el parlamento de Nithard:

—He de confesarle que me tuvo totalmente engañado.

—Pero don Felipe estaba con él, algo… ¿se dice «receloso»? Y ha impedido que hoy escapara hacia Portugal.

—¿El señor de Oyanguren?

—Así es, algunos caballeros de Alcántara también andaban tras el Speculum, de hecho, el túnel que Su Paternidad recorrió, en otro tiempo, fue utilizado por esta Orden para acceder a salones secretos.

—Ahora comprendo. Por eso la flecha indicadora era parte de una cruz floronada —pensó en voz alta Alonso.

—En efecto, padre. Ah, se me olvidaba. También se ha arrestado al capitán de los corchetes que vigilaban el Colegio, trabajaba para Oyanguren.

—¿Quiere decir que me…?

—Sí —le cortó Nithard—, lo vigilaban, ésa era la misión. No protegerlo, sino saber cuándo abandonaba el edificio, y si partía de viaje o no.

—Quisieron que yo devolviera el Speculum cordis, dejándolo bajo la flecha del pasadizo. Supongo que, de entregarlo ahí, me habrían matado.

—Eso pretendían, aunque los más claros implicados no eran los más pérfidos criminales —repuso Nithard.

—Déjeme que complete yo la frase —añadió Alonso—, porque el complot, la oscura trama, alcanzaba también a fray Juan Martínez, y llevaba años urdida, ¿me equivoco? Dominicos y caballeros de Alcántara aunaron fuerzas desde que supieron que el Gran Inquisidor, don Diego, mediante sus investigaciones, había localizado el Speculum cordis. Un libro que cuestionaba algunos aspectos… «difíciles» de la Cristiandad. Se sabía que don Diego había dado con él, pese a que no lo mostró nunca.

»Con respecto a fray Juan, ahora comprendo la razón del ataque que recibió, regresando en coche desde Valladolid. Sin duda, quiso que yo no sospechara de él, comunicándomelo y haciendo que yo culpara de los crímenes a los de San Juan. Él mismo me dijo que salvó la vida porque pudo hacerse el muerto, aunque reconoció la cruz sanjuanista en las empuñaduras de las espadas de sus atacantes. Eso me confundió e incluso pensé que él podría ser otra víctima de tan siniestro plan. Aunque sospeché al saber que viajaba sin escolta y ver que no estaba protegida su celda; algo que sólo podía permitirse el asesino o alguien vinculado al terrible complot. Obviamente, los del Priorato quisieron apresarlo porque tendrían sospechas fundadas de su implicación en los crímenes.

—El Rey tampoco se fiaba de él —dijo Nithard.

—Por fortuna, no podrá escapar, ahora se halla en cama. ¡Siempre andaba en Valladolid!

—Claro —añadió el alemán—, allí tiene fincas el de Oyanguren, allí se gestaría la trama asesina.

—¿Tanto empeño por un libro? —comentó Tomás, extrañado.

—Temían que atentara contra nuestra santa fe católica —aclaró Alonso.

—Si así fuera —matizó el padre Ignacio— sería porque nuestra fe, aunque católica, no es totalmente verdadera.

—Comparto su opinión —repuso Alonso.

—¿Estuvo siempre ese libro en la cueva de Ruidera? —preguntó Tomás.

—Sí, allí lo encontró don Diego, y allí lo dejó. Lástima que, en la pelea entre los del Priorato y los sicarios, fuera a parar al fondo de una profunda y oscura sima —se lamentó Alonso.

—Lo sé —replicó Nithard—. Es una de las cosas que comunicó el correo a Su Majestad. ¡Una pena que se perdiera una obra tan valiosa!

Pero Alonso sonrió.

—No se perdió del todo… —dijo.

Y metiendo la mano entre la sotana y su jubón, extrajo un pliego que extendió entre sus manos.

—… es una carta que me dejó don Diego en el cofre que guardaba el Speculum cordis.

Tomás, Nithard y el director acercaron sus asientos hacia Alonso, quien comenzó a leer con algo de emoción en la voz:

Muy querido padre Alonso:

Cuando esté leyendo estas líneas ya me habrán dado muerte mis asesinos, a los que espero desde hace un tiempo, pues la mano implacable del Mal está siempre presta a caer sobre los hombres. A mí me habrá acortado este camino en la Tierra, y a usted, le habrá creado una difícil tarea.

Habré fallecido inevitablemente, como una paloma acorralada, pero le habré traído hasta el Speculum cordis como una serpiente. De tan sibilina manera, que sólo una sutil inteligencia, como es la suya, podría llegar hasta la cueva y el libro.

Antes de redactarle esta carta y enterrarla junto al pequeño Speculum, prácticamente he ultimado las pistas que encontrará en mi librería para acercarle a la cueva y ayudarle a dar con los causantes de mi muerte. Porque le tocará a Su Paternidad descubrir a mis asesinos, cuya identidad no acabo de saber, pese a que algunos son hermanos de religión. Aun así, pido que Dios les conceda el perdón, pues no ha de fundarse nuestro Evangelio sobre el oscuro edificio de la venganza.

Pronto le haré llegar con mi propia mano el Coloquio de los perros y, si puedo, aún recibirá otras obras que le servirán para venir hasta esta cueva y hallar el Speculum cordis. Aunque ellos están muy cerca y tengo la sensación de que mi fin será en cuestión de días.

Poco creo que valen mis artimañas para distraer a la implacable Muerte.

Quizá, a estas alturas, esté sobradamente informado de las pesquisas de las órdenes en pos del Speculum. Si oye cómo llegaron los de San Juan a Río Lobos —porque así lo harán—, sepa que esa información la facilité yo, no por maldad hacia tan dignos caballeros, sino porque, conocedor de los muchos intereses que había en torno al libro y de cómo se cerraba el cerco criminal sobre mí, hice, pues, correr la especie de que allí estaba oculto, para así ganar tiempo (y si algo se encontró, que sería otra cosa, atribúyalo a los hados).

Sé que Su Majestad don Felipe le encomendará la investigación de mi muerte, por la confianza que yo le tengo y los servicios que Su Paternidad ha prestado a este Santo Oficio de la Inquisición. Yo, desde donde esté, procuraré allanarle el camino, aunque mis muchos pecados de omisión —siempre los más graves—, no sé a qué lugar me habrán relegado. Rece por mí.

El pequeño Speculum cordis, espejo del corazón, hace alusión con su nombre a todo aquello que los hombres reflejan de su interior. Es así que Jacques de Molay, antes de morir, escribió en él que sólo hay un arma capaz de cambiar el mundo, es el amor, el perdón, y con él, la mano amiga… y desarmada. Por eso, el libro se convirtió en un peligro.

La larga estancia de los caballeros del Temple en Tierra Santa produjo, según algunos, que tuvieran un estrecho contacto con el islam, e incluso que adoptaran sus ropas y estudiaran sus ciencias. Se dice que aprendieron prácticas diabólicas, propias de los ocultistas musulmanes.

En cambio, tales difamaciones no eran más que el intento de ocultar una verdad,tan sencilla, que resultaba escandalosamente inaceptable.

Sobradamente sabe Su Paternidad que las Cruzadas, todas, fueron un desastre, y que lo que se ha dado en llamar nuestra «cristiandad» jamás venció al islam, pues no se logró recuperar Tierra Santa. ¿Cómo íbamos a arrogarnos una victoria de sangre en nombre de un Dios de paz?

Nuestras tropas, nuestras costumbres y creencias hubieron de regresar a este lado del mundo, humilladas, aunque sin haber aprendido la lección.

Lo que los templarios descubrieron estando allí —como bien leerá—, no fueron trozos de la cruz, tesoros del Templo de Salomón u otros misterios insondables o beneficios inútiles, sino el único misterio al que hemos dado la espalda:

Tierra Santa no existe.

No hay lugares sagrados más allá del corazón del ser humano. No hay Compostelas ni Mecas de peregrinación que no pasen antes por el corazón de nuestro enemigo, el perdón y la hermandad de los hombres. Nuestros corazones, amado Alonso, son el Sinaí, el Vaticano o la Meca, donde habla el Dios, clemente y misericordioso, cada mañana. Si comprende esto, cambiará el mundo. Rechace esto, y estará abrazando el Apocalipsis.

Y con Jacques de Molay, yo también le digo que quien así no piense está fuera del mensaje y del proyecto de Dios en la Tierra.

Por descubrir esta verdad, el Temple fue aniquilado.

Su hermano.

DIEGO DE ARCE Y REINOSO

Sacerdote dominico

En Ruidera. El 5 de octubre del año del Señor de 1658.

Años después, tras el provisional nombramiento de fray Pascual de Aragón como Inquisidor General, la Compañía de Jesús sustituyó a la Orden de Santo Domingo, que perdió su influencia y quedó muy menguada en el ámbito de la Casa Real. Durante el reinado de Carlos II de Austria, en 1666 fue nombrado presidente de la Suprema Inquisición el padre Juan Everardo Nithard. Entonces, los caballeros del Priorato de San Juan («orden santísima», como la denominara Cervantes) intentaron que cayera bajo su jurisdicción toda el área de las lagunas de Ruidera, empresa que se logró en el siglo siguiente (conociéndose desde entonces como «Campo de San Juan»). Se adujeron diversas razones: la compensación por servicios prestados a la Corona y la distribución equitativa de encomiendas entre las diferentes órdenes.

Lo cierto es que, durante mucho tiempo, desarrollaron una persistente y nunca aclarada actividad en la que fue llamada Cueva de Montesinos.

FIN