El Toboso, 27 de noviembre de 1658

El padre Alonso había emprendido el viaje desde el Noviciado de la calle de San Bernardo. Y aun así, callejeó con la cabalgadura como si se encaminara hacia el norte, por miedo a que lo siguieran, como ya le ocurrió camino de Torres de la Alameda.

Por fin, enfiló la calle de Toledo, que era como volver al Colegio, para salir de la ciudad hacia el sur.

Ya en las afueras de la villa, cabalgó deteniéndose y oteando el horizonte, aunque de poco le valió, porque, cuando quiso cerciorarse de que viajaba sin compañía (la de Tomás, por ejemplo), distinguió una polvareda a escasos dos kilómetros. Eran tres jinetes.

Aun con el mucho cansancio que acusaba su cuerpo por las penas y la falta de sueño, tal imprevisto le obligó a desviarse de su recorrido, de manera que perdió parte de la jornada intentando deshacerse de sus perseguidores, porque, en un suelo tan llano, como era el de los alrededores de la capital, resultaba imposible no ser visto. Se desvió hacia Arganda, que era lugar de postas, para seguir hasta Tarancón y, desde allí, en línea recta bajar a Quintanar de la Orden, ya que su intención era detenerse en El Toboso.

No tenía la certeza de que sus perseguidores relacionaran su viaje con la ruta quijotesca. Bien que, hallándose de fondo la ocultación del Speculum cordis por Miguel de Cervantes, no era disparatado pensar que los matasiete enviados para seguirle —y acabar con él, si encontraba el libro— estuvieran al corriente de algunos de los más sencillos aspectos de tan enrevesada trama, tales como que el misterioso volumen lo escondió el autor del Quijote. Y que se les hubiera advertido acerca de la inconveniencia de que el libro cayera en manos de terceros, porque poseía un inmenso valor.

Cuando, ya de noche, llegó a El Toboso, le tentó la idea de alojarse en la casa parroquial, además de celebrar misa. Pero recordó el infortunado final del párroco de Torres de la Alameda y no quiso arriesgar otra vida. Escogió, por lo tanto, la posada. Por otra parte, pensaba que, de hacerlo así, aunque lo siguieran hasta la gruta, no lo molestarían. El encuentro con sus presumibles asesinos se daría una vez consumado su trabajo, donde Cervantes hizo reposar al personaje de Durandarte.

Fue muy de madrugada cuando oyó unos relinchos de caballos que procedían de la plaza y el ruido de cascos sobre el empedrado. Era un ir y venir entrecortado y nervioso. Alonso se levantó del camastro, pero no encendió la palmatoria que había en la mesa. Abrió con discreción la contraventana y vio a unos jinetes. Ya no eran tres. Como poco, triplicaban el número, pero no supo precisarlo, porque algunos entraban y salían al trote por las callejuelas, y la oscuridad le impidió distinguir si eran siempre los mismos. Tampoco descubrió parecidos. Sí vio que iban bien armados.

Quienes callejeaban lo hicieron como si buscaran algo o a alguien. «Si era a él —pensó—, ya no podía arriesgarse a partir con el alba, porque, a esas horas, la soledad del pueblo, de los campos y caminos lo convertiría en presa muy reconocible y desprotegida».

Ante la amenaza de la noche anterior, hacía apenas unas horas, Alonso se replanteó cómo salir de El Toboso sin levantar sospechas. Imaginó que los caminos estarían vigilados, así que, por lo pronto, retrasó el viaje y actuó como si no se viera acosado.

Si quería pasar inadvertido, lo mejor era ser visto.

Al saber de la existencia de un monasterio de clarisas en el pueblo, cuando muy de mañana se disponía a pagar el alojamiento, preguntó dónde quedaba aquel claustro. No explicó para qué, lo que suscitó el interés del posadero, que era lo que Alonso quería. A regañadientes —eso es lo que hizo creer—, y con cajas destempladas, le respondió que «un sacerdote comisionado de la catedral de Toledo no tenía que dar explicaciones a un posadero curioso y que, si estaba en El Toboso para cumplir con su obligación, que era dirigir unos ejercicios espirituales, sólo le interesaba a Dios Nuestro Señor y a las franciscanas». Que «en vez de andar husmeando quién va y quién viene, mejor haría en frecuentar la iglesia». Bronca que redondeó con un despectivo: «esto me pasa a mí por hospedarme en casa de conversos», lo que fue muy hiriente y definitivo, porque el posadero, avergonzado y jurando pureza de sangre, no sólo insistió en no cobrarle la noche —a lo que se negó rotundamente el jesuita—, sino que se prestó a acompañarle hasta el lugar, lo que hicieron a pie, como Alonso prefería, para no llamar la atención, pues había dejado el encargo de que más tarde le llevaran el caballo.

Las religiosas, muy poco visitadas, se sintieron regaladas con la llegada del dinámico cura, más culto y agradable que el anciano sacerdote del pueblo, y dado a la buena mesa. Desayunando, fue cuando se enteró de que, esa misma noche, los freiles del Priorato de San Juan habían despertado a medio pueblo con el ir y venir de las cabalgaduras.

Aquello era nuevo para él. La información le trajo a la mente la agresión a fray Juan Martínez. Después, quiso asociarlo con la señal en el pasadizo del Tribunal de Corte, la que parecía responder a parte de una cruz floronada de alguna orden de caballería. Aunque había un matiz que no se le podía escapar: la cruz de los caballeros de San Juan era patada, de ocho puntas. Por lo tanto, lo único que tenían por igual las cruces del Priorato con las de Calatrava, Santiago o Alcántara era la calidad del signo, pero no la forma de los brazos.

Aún le preocupó más la salida del pueblo. ¿Y si ahora llevaba tras él a dos grupos de perseguidores?

Como de momento se sentía seguro, demoró el viaje hasta tener un plan que le permitiera darles esquinazo, por lo que no dictó un curso de teología, pero casi, haciendo tiempo en una charla con las religiosas, explicándoles la razón y ventaja de los ejercicios ignacianos.

Durante ese entretanto supo, mediante un labriego portador de enseres para el convento, que las nubes se acercaban con agua en abundancia y que caería un chaparrón durante las primeras horas de la tarde. Esperó el previsto aguacero y aprovechó su tremenda contundencia para reemprender el viaje. «En penitencia», le dijo a las hermanas, que veían un disparate en tan húmedo viaje. Salió de El Toboso a través de la finca de las monjas, por la parte trasera del convento, y no por el camino de carros, que unía al pueblo con la aldea vecina de Pedro Muñoz.

La estratagema le hizo perder tiempo, pero ganó en seguridad. Pese a hallarse en campo abierto, la mucha agua dificultaba la visión en la lejanía y, por lo tanto, impedía que lo reconocieran, además de evitar que se levantara una nube de polvo con la galopada. Un recurso muchas veces utilizado por los correos militares.

Así, se alejó del lugar más soñado por el hidalgo manchego, la tierra de Aldonza, Aldonza, la dulce, Dulcinea.

Lo cierto era que sus perseguidores se habían esfumado. En cambio, cuanto más cerca estaba de su destino, más oscuros eran los pensamientos que le acechaban y el temor a un fatal desenlace en esa desconocida gruta de las lagunas de Ruidera.

Calado hasta los huesos por culpa de la persistente lluvia, para colmo, comenzó a sentir una fuerte calentura contra la que no llevaba remedio alguno, que no fuera el descanso y la ropa seca. Pero, a pesar de la necesidad, que era mucha, no se detuvo en ninguno de los cobertizos que encontró de camino, junto a los campos de cereales. Tampoco lo hizo en la aldea de Tomelloso, por miedo a que lo hallaran, y se fuera al traste tanto desvelo para descubrir el secreto del Inquisidor y la razón de los horrendos crímenes.

Pensaba que podían torturarlo para que confesara hacia dónde se dirigía, e incluso llevarlo con violencia hasta el lugar. Posibilidades que no estaba dispuesto a facilitar, pero que la fiebre y el cansancio, que arrastraba de tantos días de tensión y esfuerzos, aumentaban en su imaginación.

En Tomelloso, únicamente, preguntó acerca de la hospedería y el ermitaño que vivía junto a una de las lagunas. Los más ancianos dijeron que lo recordaban, pero que había muerto, aunque alguien ocupó la casa junto a la ermita y daba el mismo servicio, muy próximo a la laguna que llamaban de San Pedro.

Como la indicación parecía buena, evitó Argamasilla de Alba, que era el camino natural, pero lo alejaba de la zona, y salió galopando hacia el castillo de Peñarroya, aunque se mantuvo a prudente distancia porque aquélla era zona de órdenes militares; la de Santiago dominaba el Alto Guadiana, en donde ahora se encontraba, y temía un encontronazo con los caballeros. Una vez rebasado el castillo y el santuario de la Virgen de Peñarroya, el plan del padre Alonso era, ladeando el Guadiana, llegar hasta el pueblo de Ruidera.

Dio con el lugar cuando apenas quedaba luz y una densa niebla cubría todo. Alonso detuvo su montura e intentó situarse. Lo acuciaba la necesidad de buscar cobijo, cambiarse de ropa y tomar algo caliente.

El caballo relinchó inquieto, chapoteando sobre un húmedo y triste silencio. Sin bajarse de él, el jesuita quiso distinguir las viviendas próximas, que por hallarse blanqueadas pasaban aún más inadvertidas. ¡Qué bien le habría venido la ayuda de un personaje como el Primo del licenciado! Ahora, en ese lluvioso atardecer, podría darle posada y cobijo a su caballo.

En otras condiciones habría advertido cómo se acercaba un grupo de hombres que comenzaron a rodearlo. Por fin, cuando los tuvo encima, vio el farol y algunas de las siluetas.

—A la paz de Dios. ¿Se ha perdido vuesa merced? —preguntó un joven, el más inmediato al que portaba la lámpara.

Por las ropas que llevaban, pensó que eran campesinos, pese a que su interlocutor disimulaba una vieja espada, escondiéndola tras la pierna y los greguescos.

—Soy…, soy sacerdo… —repuso, cayendo en tierra, antes de acabar la palabra.

Quiso la fortuna que aquéllos fueran buenos cristianos y el padre Alonso dijera a tiempo —aunque a medias— su condición religiosa. Porque despertó sobre un camastro de paja improvisado junto al fogón de una cocina, al lado del cual se secaban sus ropas. Le habían puesto un raído camisón, viejo, pero limpio y seco. Intentó moverse y sintió un tremendo dolor en el costado; el fuerte golpe de la caída le produjo tal molimiento, que el daño recibido por don Quijote con la tunda de los yangüeses, frente a lo suyo, parecía cosa de aficionados.

—Su Paternidad debería estar muy quieto —le habló alguien que por las ropas y una envejecida teja parecía el párroco del lugar.

—Ya… —repuso Alonso, dominado por el cansancio y la calentura.

—Y convendría que guardara reposo varios días —apuntó otro, que imaginó que era barbero o boticario.

—Hoy sí…, pero mañana… —dijo, pensando en la necesidad de llegar a la cueva cuanto antes.

—Ya es mañana, padre —intervino el joven que había visto junto al farol en la niebla.

—¿Cuánto he dormido?

—Perdió el conocimiento al atardecer y pronto amanecerá —le explicó el mismo.

—Está en mi casa —añadió otro de los que rodeaban el camastro, un hombre algo mayor, el que había llevado el farol, y ahora le ofrecía un tazón de sopa y un trozo de queso.

—Muchas gracias…, llevo dinero en el morral.

—¡Quiá! —negó su anfitrión—. Somos gente de bien, padre. Ahora beba este caldo y coma algo.

Comió con voracidad ante la atenta mirada de los cuatro y un crío que se sumó al grupo. Alonso sintió la obligación de decir algo creíble acerca de su viaje, de manera que tuvo que inventarlo.

—Voy a Ossa de Montiel a través de los humedales porque soy profesor del colegio de la Compañía de Jesús en la Corte y estoy estudiando… la orografía del lugar.

—Ah… Pues para cosa de oraciones nadie mejor que don Damián —dijo el que pasaba por barbero, mientras señalaba al cura, que sonrió agradecido por el cumplido, aunque algo desconcertado, porque no conocía la calidad de esa teología.

—Estudio las montañas, el suelo —aclaró Alonso—. Pero debo marchar mañana.

—Tendría que descansar —insistió el párroco con amabilidad— y, siendo una persona tan principal, yo podría hospedarlo en mi casa.

Alonso volvió a encontrarse en aprietos y, como hizo en El Toboso, no tuvo más remedio que engordar el embuste.

—En realidad, padre, aprovecho el viaje para estudiar la orografía, pero la razón última es una promesa a la Virgen Nuestra Señora. Cuando amanezca debo partir hacia la ermita que hay junto a la laguna de San Pedro. Una promesa, padre, que he de cumplir con el alba.

—Si es así, no se hable más —asintió el tal don Damián.

El jesuita, a pesar de la fiebre, consciente de sus embustes y picardías, se acordó del bueno de Tomás y de cómo habría disfrutado oyéndole improvisar de aquella manera.

Durmió otro rato, hasta el amanecer, cuando le despertó el zagal para que tomara otro caldo y algo de cecina. Comió a modo y, con el cuerpo medio recompuesto, se dispuso para marchar, con la expectación de todas las casas, aquélla y las circundantes, de donde se arremolinó todo un gentío, poco dado a novedades y ansioso de cualquier bureo.

Antes de subir a la montura (no sin algo de ayuda), su anfitrión sentenció:

—Le acompañará el niño y le indicará dónde está esa ermita. Aún hay niebla y volvería a perderse.

Y apareció el crío en una mula, cubierto con un capote para combatir la humedad y el frío.

La niebla tardó mucho en levantar, lo que ponía en situación ventajosa al religioso, temeroso de que sus perseguidores le dieran alcance. Bordearon los juncales, teniendo siempre las lagunas a la derecha, la del Rey, la Colgada, Batana…

Los humedales eran una amplia zona que daba cabida a un inesperado rosario de acuíferos en el Campo de Montiel. Con abundancia de juncos, pero circundados por bosques mediterráneos y una muy rica fauna, entre la que destacaba una gran cantidad de aves.

El crío, que no tendría más de once años, pese a que en un primer momento pareció tímido, se reveló muy parlanchín, aunque desordenado en su exposición acerca del paisaje. Resultaba pródigo en datos y en observaciones. A pesar de la niebla, era capaz de hacer el camino a tientas y dar razón de todo: aquí un enebro, ahí un salto de agua, un pato colorado o una focha, y así. A lo que el padre Alonso respondía con un amable «ya veo, ya veo», por decir algo, porque no adivinaba más que la sombra de la mula y el cuerpecillo del niño gesticulando con el brazo.

Comenzó a aclararse la mañana cuando llegaron a la laguna de San Pedro, y Alonso, al ver la ermita próxima, sonsacó al chaval dónde se hallaba la gruta, alegando que quizá necesitaría algún otro lugar para mayor recogimiento. Pero no hizo falta mucho circunloquio, porque, nada más preguntarle, complaciente, lo llevó hasta la misma boca, lo que el sacerdote agradeció abriendo su bolsa —que era espléndida— y poniendo en su mano unas monedas. Entusiasmado, porque ni él, ni su padre, ni sus vecinos habían visto tantos dineros juntos, salió con la mula al trote, muy agradecido, pero casi sin tiempo para mostrarlo. Y zurró tanto al animal que llegaría despavorido al pueblo, si antes no acababa de cabeza en un charco.

Para el padre Alonso había llegado el momento más esperado del viaje.

Distinguía la entrada de la cueva una cierta y escasa irregularidad del terreno, que formaba un pequeño promontorio. En él se abría la tierra con un corte horizontal de varios metros y suficiente altura para un hombre. Junto a ésta, había restos de una construcción antigua, un horno que, al parecer, era fábrica de romanos.

Nada más entrar en la caverna, Alonso encendió la mecha de la linterna. Buscó una gran roca y ató un extremo de la soga en torno a su pecho y el otro a la piedra. Llevaba cerca de cincuenta metros porque había tenido buen cuidado en seguir las instrucciones del Quijote que portaba en el morral.

A obra de doce o catorce estados de la profundidad desta mazmorra[55]

Según calculó, don Quijote se descolgó a través de ese espacio por la sima próxima a la entrada. Como un «estado» equivalía a la altura de un hombre, es decir, aproximadamente, uno con setenta, Alonso estimó que necesitaría más de veinte metros de cuerda para bajar. Cervantes no precisaba si eran doce o catorce estados, esto es, que el descenso podía ser incluso de unos veinticinco metros; a lo que Alonso añadió las dos vueltas de cuerda a su cuerpo, y el nudo a su cintura, más otras tantas vueltas a la roca más próxima. Además de la previsible distancia de ésta a la sima.

Con medida dificultad, encajó la luminaria en su bonete de clérigo, pasándole una cinta de cuero por una argolla de sujeción que llevaba; cinta que ató a su cabeza, como quien se sujeta un sombrero, y cargando una pequeña azada en el cinturón y el Quijote entre el jubón y la ropilla, emprendió el incómodo descenso por una húmeda pared de caliza.

Una vez abajo, con el mismo cuidado con que se la puso, quitó la linterna de su cabeza y la dejó sobre una roca. Se desembarazó de la cuerda que rodeaba su cintura, sacó el Quijote del pecho y releyó el texto:

(…) a la derecha mano se hace una concavidad y espacio capaz de poder caber en ella un gran carro con sus mulas[56].

En efecto, como decía el libro, aquello era una bóveda espaciosa, cuyas paredes se difuminaban en una húmeda y negra oscuridad. El silencio sólo lo rompía el lento y persistente goteo del agua, que se deslizaba por las estalactitas hasta perderse en una sonora profundidad entre los peligrosos huecos del suelo.

Ahora, Alonso debía elegir el sitio para cavar. Un segundo vistazo al lugar y la negrura del espacio, le hizo retomar la novela. Si Miguel de Cervantes había ocultado la obra en el subterráneo de Ruidera, también habría detallado el sitio donde lo hizo.

Leyó la página alusiva al descenso, cuando don Quijote estaba siendo descolgado y, ya en la bóveda, vio una pequeña luz.

Éntrale una pequeña luz por unos resquicios o agujeros, que lejos le responden, abiertos en la superficie de la tierra. Esta concavidad y espacio vi yo a tiempo cuando ya iba cansado y mohíno de verme, pendiente y colgado de la soga, caminar por aquella escura región abajo sin llevar cierto ni determinado camino, y así, determiné entrarme en ella y descansar un poco[57].

El hidalgo —según comprendió Alonso— recogió toda la soga que le habían ido dando y, en aquella zona de débil luz, hizo una rosca con la cuerda y se sentó. Fue en ese lugar donde le asaltó el sueño y vivió su aventura con Montesinos y Durandarte.

Ahí decidió excavar el jesuita, si bien, como el espacio era anchuroso, temía no acertar con el escondite del libro. Aunque, por otra parte, no podía dilatar la búsqueda, a riesgo de que lo hubieran seguido y acabara su viaje en aquella triste fosa.

Sospechó que, si Miguel de Cervantes se hubiese descolgado por esa escocia como él había hecho —y así debió de ser, porque en el Quijote daba las medidas de cuerda necesarias y describía su interior sin error—, era previsible que hubiera escondido el libro en un lugar reconocible. Como buen pesquisidor, el padre Alonso sabía que toda ocultación solía arroparse de signos identificables para facilitar la recuperación de lo escondido. En cambio, no había nada que distinguiera alguna parte del suelo, excepto aquella débil fuente de luz que, procedente de los resquicios del techo, se filtraba alumbrando una reducida zona. Ahí comenzó a excavar.

No hubo de profundizar más de veinte centímetros, en una tierra blanda y húmeda, cuando notó que acababa de golpear en hueco. Se detuvo, prescindió del azadón y, con mucho cuidado, usando únicamente las manos, fue limpiando lo que parecía una tapa de madera, hasta liberar un pequeño cofre del agujero. Lo sacó y colocó junto a la linterna.

En su interior, había un pliego de papel lacrado y un reducido volumen envuelto en piel. Con mano temblorosa, que tanto podría atribuirse a la fiebre y a la fatiga como a la emoción incontenible de ver confirmadas sus especulaciones, asió fuertemente el objeto que, al tacto, parecía un libro, y lo acercó a su pecho.

Respiró profundamente, satisfecho y exhausto.

Luego, con delicadeza, desplegó el envoltorio y, mientras lo hacía, recordó cómo tan trágica historia principiaba cuando él desenvolvía el Coloquio de los perros, cinco semanas antes.

En tinta oscura, sobre la piel de la cubierta de un pequeño códice, podía leerse:

SPECULUM CORDIS

O res mirabilis[58] —musitó, emocionado, en la lengua de la Iglesia.

Pero, al levantar la vista hacia la tímida fuente de luz del techo, vio algo inesperado. Al fondo de la gruta, a su lado izquierdo, unos ojos penetrantes lo vigilaban.

De manera instintiva, quiso reaccionar, incorporarse y dar un paso atrás. Pero sintió el frío de un acero en su cuello. Tras él, otro hombre punzaba con el filo de una vizcaína.

No se movió. La figura del fondo, cubierta con una capucha que aún la hacía más tétrica e irreconocible, avanzó lenta hacia él. Alonso le veía brillar la dentadura, que dejaba mostrar una sonrisa despectiva, afeada por la falta de algunos dientes.

—Bueno, bueno… Supongo que ha valido la pena tan larga espera, ¿verdad, padre Alonso? —dijo con parsimonia el desconocido.

Alonso creyó reconocer en él a uno de los sicarios que le siguieron en su viaje para estudiar la copia del sudario de Cristo.

—¡Torres de la Alameda! —exclamó el jesuita.

—He oído que tienen párroco nuevo —replicó con sorna el mismo sujeto.

—¡Asesinos! —repuso indignado.

Mientras, un tercero que surgió a su espalda se agachó para arrancarle el Speculum de las manos.

—Hay un tiempo para investigar, otro para buscar… y otro para morir. Digamos que, consumado el segundo, nos preparamos para el tercero —añadió el mismo sicario con ironía—. Pero somos gente caritativa, después de tan agitado viaje, no le obligaremos a cavar su propia tumba. Ya que uno va a morir, que lo haga descansado. Además, ¿qué mejor panteón que esta cueva? Ah…, puede utilizar sus latines para poner su alma en paz. Por nosotros, que no quede.

Apenas había acabado de decir esto, cuando, tras un suave silbido y un impacto, se desplomó quien lo enfilaba con la vizcaína, que en la caída hacia delante hirió levemente el cuello del sacerdote, lo que hizo que éste se apartara bruscamente.

Tanto el cura como los bandidos no supieron qué estaba pasando y tampoco tuvieron tiempo para percibir la pequeña saeta clavada en la sien del malhechor muerto. Un segundo y rápido tiro de ballesta quiso dar al que tenía el libro, quien esquivó el disparo y soltó rápidamente la obra, echando mano de la espada. En un momento, se habían descolgado por la sima varios hombres armados. Con tan poca luz, sólo los diferenciaba de los bandidos el no ir encapuchados. El sicario del fondo se abalanzó hacia ellos con la espada. Alonso se hizo a un lado ante la embestida y todos los intrusos descargaron sus golpes sobre el bandido, que cayó herido a los pies del jesuita.

El tercero, con la tibieza de los cobardes, retrocedía de espaldas, sin atreverse a atacar ni a soltar el arma. Inmediatamente, todos los hombres que lo rodeaban dejaron de mirarle para fijarse en sus pies.

Ocurrió lo inesperado.

El sicario retrocedió y, con el talón de su pie derecho, involuntariamente, golpeó el pequeño códice que estaba en el suelo, lanzándolo a una oquedad. Tras varios segundos de tensa espera, se oyó que tocaba en lo más profundo de la caverna, rebotando hasta dejar de oírse.

Fue tal la rabia e impotencia que mostraron los hombres de armas, que el bandido comprendió la gravedad de su situación, soltó la espada y negó con la cabeza, como queriendo dar a entender que no era su voluntad perder el libro.

En la gruta quedó el cofre vacío.

La mañana había clareado. El grupo subió hasta la boca de la caverna con el bandido preso y el otro moribundo, y Alonso cumplió con su obligación de sacerdote, dando la extremaunción al malherido.

A la luz del día el jesuita reconoció en las capas de aquellos intrusos —sus salvadores— la cruz patada de los caballeros del Priorato de San Juan.

—Llegamos lo más rápido que pudimos, padre, pero la niebla no ayudó —rompió el silencio uno de los freiles.

—¿Cómo sabían adonde venía?

—Cumplimos órdenes. Pero, rectifíqueme si me equivoco, porque lo sé de oídas, ¿puede ser un tal… padre Everardo? —quien hablaba ahora parecía el capitán del grupo.

—¿El padre Everardo Nithard? ¿El confesor de la Reina?

—Eso es —añadió el capitán.

—Pero él… —arguyó Alonso dubitativo.

—Él no, nuestro señor, el Rey don Felipe, encomendó a don Juan José que lo protegiéramos y que, después de dejarle leer el Speculum cordis, pues no pretendíamos arrebatárselo, nos lo entregara en custodia. Estaba previsto que se conservara en Consuegra. La única manera de que no cayera en manos innobles.

—Supongo que se refieren a los asesinos de don Diego —observó el jesuita.

—Éste tendrá que dar algunas explicaciones —dijo el freile, mirando al arrestado—. Fueron astutos tomándonos la delantera. Los criminales poseen un instinto natural para anticiparse y hacer el mal. A pesar de ello, intentamos disuadirles en El Toboso.

—Ahora comprendo ese alarde de caballerías la otra noche, llegó a preocuparme y hube de montar una escena en la posada para confundir al pobre posadero —comentó Alonso, aún con algo de humor para sonreír.

—Lo sabemos, y también que Su Paternidad preguntó por la cueva en Tomelloso.

—Una imprudencia necesaria —repuso Alonso.

—Y ellos preguntaron por usted, y llegaron antes.