A pesar de todo lo avanzado, Alonso de Grimón pensó que, irónicamente, quien necesitaba una cabeza parlante era él, para que pudiera decirle en dónde buscar el Speculum cordis. Estaba satisfecho con los progresos, pero comenzaba a sentirse impaciente, con una agobiante sensación de lentitud en la investigación, y muy cansado por la falta de sueño.
La noche anterior, cuando se disponía a hacer oración, le flageló, inmisericorde, la imagen del coche de fray Juan despeñándose, y la muerte del cochero. Otro más para la negra lista, que crecía de inesperada manera. ¿El cochero estaba casado? ¿Tenía chiquillería en casa? ¿Sabrían explicarles que su padre murió tirado junto a un miserable camino? ¿Había, realmente, una razón tan poderosa como para que quedara ese rosario de ilusiones rotas?
Esa mañana, Alonso salió del Colegio buscando el griterío y la vida que se adueñaban de la ciudad. Caminó, taciturno, sin una dirección, hasta toparse con San Ginés, que llamaba a misa de nueve. Se había dejado llevar hasta ahí inconscientemente. Alzó la vista buscando las campanas, pero fue a fijarse en la ventana enrejada del cuarto de Ángeles.
Decidió acercarse al emparedamiento. Recordó que en su visita anterior instó a la joven para que rezara, y le ayudara a desentrañar la clave del criptograma que don Diego dejó en la cubierta de El caballero de Olmedo. ¡Cómo habían cambiado las tornas! El valorado médico de la Compañía de Jesús, consuelo de enfermos del cuerpo y del alma, volvía, por segunda vez, en busca de aquella chiquilla, con la disimulada intención de ser ayudado.
—Sabía que vendría hoy, padre Alonso. Bueno, lo he imaginado. No se asuste —le dijo ella, sonriendo.
—¿Qué tal El caballero de Olmedo?
—Ya la leí, le dije que lo haría en tres días. Me la prestó el 21.
—Tienes razón. Veremos cuál será la próxima.
—Si es divertida mejor. Puede ser el Quijote. Aunque tardaré más.
—El Quijote… —dijo Alonso, para sí.
—Se le ve cansado a Su Paternidad.
—Preocupado.
—Pero estoy segura de que durmiendo se le pasará.
—Hoy pareces tú el médico.
Era un falso reproche, al jesuita le dio vergüenza reconocer que necesitaba, anhelaba, ser auxiliado, aunque en la casa todos le notaron desanimado y algo ausente. Doña Ana fue con él más amable que de costumbre. Se empeñó en que se sentara para comer algo. El cura no hizo ascos al almuerzo, pero estuvo callado durante todo ese tiempo, mientras la directora le ponía al corriente sobre los progresos de la joven. Tampoco perdió ocasión para comentar, entristecida, el accidente sufrido por fray Juan, a quien habían enviado una caja de dulces, «algo que no es mucho, pero yo entiendo que se lo hará más pasajero», decía la mujer. Probablemente, eso era lo que necesitaba Alonso. Que le hablaran, que le contaran cualquier nimiedad, para salir de sí propio, de sus libros y los muertos, esos muertos que comenzaban a pesar tanto en su corazón.
A su regreso al Colegio, pese a que su clase de anatomía la impartía uno de los profesores suplentes, optó por darla él. No era porque le apeteciera hablar de aquello, sino por el contacto con la muchachada. Los alumnos, que siempre tenían esa especial habilidad para enterarse de lo que no debían, rabiaban por preguntarle acerca del curso de sus investigaciones, de manera que alguno se las ingenió para arrancarle elogios hacia Vesalio y desviar el tema hacia la latroquímica, tan en boga. De ahí, pasaron a preguntarle por la fase de fermentación y putrefacción de los cuerpos. Insistieron para que hablara de la tarea desempeñada por el padre Atanasio Kircher —también jesuita— y sus observaciones al microscopio sobre la materia en descomposición. En resumen, si no quiso caldo, allí encontró tres tazas, porque toda el aula le rogó que se adentrara en lo que él denominaba «nueva medicina criminal» (que no «criminal medicina», como le bromeaban algunos alumnos) y en las consideraciones que todo galeno debía hacer ante el hallazgo de un cadáver con una aparente muerte violenta.
Los alumnos quedaron fascinados y él, en el fondo, se descargó un tanto, exteriorizando, de manera velada, dudas y miedos acerca de su investigación.
Al atardecer, intentó centrar sus ideas. Pero fue incapaz de pensar algo a derechas. No tanto por el quehacer de la jornada como por la carga emocional de tan acelerada e inacabable investigación, y la urgencia que sentía para detener ese reguero de muertes. El asunto que más le agobiaba no era encontrar a los asesinos, sino hallar el Speculum cordis, porque encontrándolo, suponía que, aunque el propio libro no ayudaría a revelar quiénes eran los causantes de tanto mal, sí se mostrarían ellos mismos para intentar quitárselo, y así podría detenérseles.
El Speculum le trajo a las mientes otros libros enigmáticos que había conocido. Uno de los más notables fue el de los Addenda, incorporados a la Sphera de Ivan de Sacrobosco, publicada en Madrid por Juan de Herrera en 1599[41]. Estos Addenda, aparecidos dos años después de la edición de la Sphera, hacían mención a los satélites jupiterianos antes de que los descubriera Galileo. Pero el libro desapareció de los anaqueles de la Biblioteca Escurialense a finales de 1654.
O la Perfetta Màcchina, del español Arias Montano. Obrita fechada en 1558 (predilecta del protestante Melanchthon), donde se argumentaba que había seres intermedios entre los ángeles y los hombres (alegándose que «natura non facit saltum»).
El jesuita se había quedado profundamente dormido, y tal era su expresión de cansancio que, cuando el padre Ignacio entró en su cuarto para devolverle los libros que se había llevado a su despacho, decidió no decirle nada y dejar que reposara. Ordenó que, con sigilo, le subieran alguna discreta colación, por si despertaba tarde.
Alonso de Grimón soñó que se encontraba en un oscuro pasadizo, húmedo e incómodo. Caminaba tropezando, porque apenas se filtraba algún rayo de luz por el techo de lo que parecía la galería de una cueva. Poco después de hallarse en tal tesitura, habiendo andado un buen tramo, oyó un suspiro, leve, en absoluto inquietante, pero se acercó interesado y sorprendido, al ver que en aquellas soledades había otro ser humano.
En el suelo descansaba un hombre, ya entrado en los cincuenta, aunque avejentado, muy delgado y de rostro gastado. Le llamó la atención su manera de vestir: un largo camisón de dormir y una cofia anudada al cuello por toda indumentaria. Aunque la prenda de la cabeza era de mujer, Alonso tuvo la certeza de que la utilizaba como los caballeros para ajustar un yelmo sobre ella. Su apariencia se hacía más desconcertante por unos estigmas que padecía en las palmas de las manos y en la frente, por lo que la cofia se hallaba con manchas de sangre fresca y seca.
Viendo que una de las palmas le sangraba, quiso ayudarle y pensó en despertarle. Con suavidad lo zarandeó. En esto, el desconocido abrió los ojos bruscamente, se incorporó muy deprisa y, acercándole mucho el rostro, con expresión de estar fuera de sí, le dijo, malhumorado, «durmiendo se me pasará». Alonso se despertó sobresaltado.
Ya era de madrugada. Se acercó a la ventana para despejarse. En la calle, los corchetes —que hablaban en voz baja, haciendo la ronda al Colegio— le hicieron un gesto de cabeza, a modo de saludo, e inmediatamente bajaron la voz, interpretando que la conversación le había despertado. Él les devolvió el saludo con la mano, y se quedó mirando la calle vacía. Hacía frío y Madrid le pareció una ciudad triste. Entornó la ventana.
Desvelado, vio la cena que le habían subido. Un cuenco de sopa que, pese a que había perdido todo su calor, comenzó a beber, mientras reflexionaba sobre el sueño.
Le resultó muy obvio que el sujeto que aparecía era un don Quijote, aunque con vestimenta poco adecuada para un caballero. Pero no le extrañó, porque parte del exotismo del personaje literario se hallaba en su patético disfraz, ¿qué hacía paseándose por Castilla con una bacía, en vez de un auténtico yelmo? Este Quijote, el que la imaginación de Alonso había pergeñado, tenía cofia de mujer y estigmas, como Ángeles de Nuestra Señora. Extraña fusión, pero razonable. Alonso se acordó de aquella máxima leída en su época de estudiante:
Quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur.
Era decir que quien producía unas imágenes mentales, también actuaba amoldándolas a sus entendederas. En su caso, fundir los dos personajes era lógico, porque se encontraba investigando en la obra cervantina y, además, conocía y visitaba a Ángeles. En distinto orden de cosas, tanto uno como otra, eran objeto de su preocupación y estudio. A eso achacó la simbiosis.
El cuenco de sopa, que era bastante, le indujo a pensar en la alimentación de la muchacha, así como en su recuperación. Y esto a recordar cómo, esa misma mañana, había sido ella quien le recomendó dormir, «durmiendo se le pasará», le dijo. Y le habló del Quijote.
Dejó el recipiente sobre su escritorio. El olor de la comida y la madera de los muebles le evocó otros olores familiares, lejanos y distintos, los de su misión en Nueva España. El hospital recién fundado y la gente, siempre agolpada junto a una de las puertas del patio, esperando un plato de comida caliente de los padresitos, como decían.
Cerró los ojos. Volvía a vencerle el sueño y se dejó llevar. Fue, otra vez, en ese extraño y fascinante estado de ensoñación, cuando su mente le apuntó en la dirección indicada, recordando la frase que durante la visita anterior le había dicho Ángeles:
Aunque la investigación parece llevarle por una cueva oscura, ahí tiene la luz.
Y se dio cuenta. ¡Había soñado con don Quijote en la cueva de Montesinos!
Encendió el velón y buscó con ansiedad los capítulos del libro relativos al asunto. Eran el veintidós y veintitrés de la segunda parte. Incluso, cuando —en el propio sueño— intentó despertar a ese Quijote, lo hacía sacudiéndole como acontecía en el libro.
(…) y sacándole del todo, vieron que traía cerrados los ojos, con muestra de estar dormido. Tendiéronle en el suelo y desliáronle, y, con todo esto, no despertaba; pero tanto le volvieron y revolvieron, sacudieron y menearon…[42]
El episodio se desarrollaba en una gruta, muy próxima a la localidad de Ossa de Montiel, en Ciudad Real, junto a una de las lagunas de Ruidera. Destino subterráneo que escogió el hidalgo para distraer su tiempo, haciéndose acompañar de cierto estudiante, el Primo, ofrecido por un licenciado en las —llamadas por el común— «Bodas de Camacho el Rico» (que no fueron tales, sino las de Basilio el Pobre y Quiteria la Hermosa).
Don Quijote y Sancho, en compañía de tan oportuno guía, emprendieron el camino hacia la aventura más extraña y mágica del libro, acercándose a un lugar real del que Cervantes daba señas, localizándolo cerca de una ermita y una hospedería.
—No lejos de aquí —respondió el Primo—, está una ermita, donde hace su habitación un ermitaño, que dicen ha sido soldado y está en opinión de ser un buen cristiano, y muy discreto, y caritativo además. Junto con la ermita tiene una pequeña casa, que él ha labrado a su costa; pero, con todo, aunque chica, es capaz de recibir huéspedes[43].
El hidalgo fue bajado a la cueva con la ayuda de un muy preocupado Sancho y de esa especie de loco de las humanidades que era el Primo, capaz de escribir un inútil catálogo de setecientas tres libreas para escoger en días de fiesta; o su más onírico libro Metamorfóseos o de las transformaciones, ejemplo perfecto de una ciencia mal encaminada y una hacienda sin provecho.
Soltaron cuerda al caballero, a partes iguales entre oraciones e inquietudes, y estuvo cosa de una hora mal dormido (y con peor despertar, a lo que leyó Alonso), porque así se quedó cuando encontró algún acomodo en aquella oscuridad, donde soñó la aventura que insistió en haber vivido y haber dormido al mismo tiempo, distorsionando tiempos e inventando lugares que no fueron, ni podían hallarse.
Pero, Alonso, que tenía mucha familiaridad con la obra, no pudo menos que detenerse en el juego de aparentes equívocos en los horarios. Cervantes hacía llegar a los personajes pasado el mediodía:
(…) y otro día a las dos de la tarde llegaron a la cueva…[44]
Inmediatamente, prepararon a don Quijote para que bajara. Él, con la cuerda atada al jubón de armar, imploró a Dios y a Dulcinea. Viendo que la entrada estaba dificultada por la maleza, desbrozó con la espada y, cuando la tuvo limpia de matorrales, lo descolgaron echándole soga. Dejaron de oírle después de haber soltado cien brazas de ésta y quedaron muy preocupados. Aguardaron media hora y decidieron subirle. Iban tirando sin sentir el peso del cuerpo ni verlo. Por fin, «a poco más de las ochenta brazas», sintieron el peso.
Finalmente, a las diez vieron distintamente a don Quijote…[45]
«¿A las diez?» —se preguntó el padre Alonso.
Sin duda, debían de ser las diez brazas, pero Cervantes omitía la palabra, provocando que, en una lectura rápida, pareciera la hora de subida de don Quijote. Y, por lo tanto, un error. Aunque, obviamente, no había tal descuido. Bien que podía creerse tal cosa, pues también se decía que después de despertar al hidalgo —ya que lo subían dormido—:
(…) merendaron y cenaron, todo junto[46].
Se aclaraba el malentendido en el siguiente capítulo, donde Sancho y el Primo iban a oír de primera mano una extraordinaria aventura subterránea, mientras reposaban durante la sobremesa.
Las cuatro de la tarde serían…[47]
Al contar tanta cosa vivida en aquella oscuridad, Sancho, con buen juicio, dudó acerca de la veracidad de la aventura, ¿cómo le dio tiempo a todo aquello? El hidalgo se molestó:
—¿Cuánto ha que bajé? —preguntó don Quijote.
—Poco más de una hora —respondió Sancho.[48]
Don Quijote, por el contrario, creía haber estado tres días y tres noches, dejando ver a sus compañeros que, todo lo acontecido, lo había soñado. Realidad y fantasía quedaban oscurecidas en su mente, incluso para distinguir el paso del tiempo.
Alonso recordó que, para colmo, al inicio del siguiente capítulo, muy pocas páginas adelante, Cervantes ponía en boca de Cide Hamete Benengeli —el supuesto narrador de las aventuras— una sorprendente afirmación: antes de morir, el hidalgo manchego se desdijo de lo referido a la cueva de Montesinos, negando haber vivido aquella mágica aventura. Lo que equivalía a decir que el autor de la novela mostraba una voluntad expresa de que nada de lo escrito fuera tenido en cuenta. Como si esos capítulos no tuvieran verdadero interés en la narración.
Alonso se preguntó por qué una parte de la novela que parecía tan importante, después, era puesta en entredicho por su autor. ¿Y si lo que Cervantes pretendía era una ocultación? Cubrir la verdad con el velo del equívoco y la ambigüedad, para que el lector no iniciado, aquel que no debía hallar el Speculum, no supiera verlo.
No era una suposición gratuita. Cervantes había usado muy conscientemente la idea de la gruta porque en los libros de caballerías el topos[49] de la cueva tenía gran importancia, y el Quijote era una parodia de estos libros. El jesuita recordó las aventuras de Belinflor en las Cinco Cuevas, o la del caballero Celindo de Carpentas, quien, según narraba el Florambel, descendió a una gruta en el Pavoroso Valle. Las cavernas, además de probar al héroe, también encerraban tesoros, como era el del conocimiento, que se obtenía matando al dragón y extrayendo una piedra (la denominada draguntia lapis) de su frente, según narraba Thomas de Cantimpré. La idea de la cueva ocultadora de tesoros —fueran éstos el conocimiento o la sabiduría misma— llevó al padre Alonso a rememorar su estancia en Nueva España, donde había oído relatos populares acerca de los chaneques, seres mágicos que habitaban bajo tierra y guardaban riquezas, que a veces donaban a los hombres.
Don Quijote regresó transformado de su estancia con Montesinos y cuando lo despertaron, se quejó por haber vuelto de aquel mundo a la futilidad de la vida:
—Dios os lo perdone amigos; que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado. En efecto, ahora acabo de conocer que todos los contentos desta vida pasan como sombra y sueño, o se marchitan como la flor del campo[50].
El sacerdote, viendo que el hidalgo quedaba como transformado —tan importante era lo que vivió bajo tierra—, abundó en la certeza de que poner como falsa la aventura no era otra cosa que enmascararla, para que no se hallara la verdad que escondía la novela.
Andaba en lo leído, cuando reparó en una de las frases del Primo del licenciado, aconsejando a don Quijote, a punto de adentrarse en aquel abismo:
—Suplico a vuesa merced, señor don Quijote, que mire bien y especule con cien ojos lo que hay allá dentro: quizá habrá cosas que las ponga yo en el libro de mis «Transformaciones».[51]
¿Era un guiño? ¿Un aviso para que el lector elegido —aquel que buscara y estuviera destinado a dar con la clave de la obra— anduviera atento?
… mire bien y especule…
Del latín speculor, la misma raíz que Speculum. «Especular» significaba observar con detenimiento, pero también tenía otro sentido, el de hacer suposiciones, hacer cábalas… ¿Quizá estaba induciendo al lector avisado para que descubriera, además del contenido aparente, otro disimulado en esas páginas referidas a Montesinos?
La galería de personajes que se desgranaban en aquel lugar resultaba extrañamente enigmática. Si aquéllos se referían, de alguna manera, al Speculum cordis (una obra templaria), ¿cabía la posibilidad de que fueran trasuntos de los miembros de la Orden del Temple?
El sacerdote, cada vez más atrapado por su propio juego de suposiciones, intentó releer, buscando analogías entre lo que escribió Cervantes y lo sucedido con la desaparecida institución.
Aquel encierro subterráneo era un artificio de Merlín, y así se lo explicó el propio Montesinos a don Quijote:
(…) Merlín, aquel francés encantador que dicen que fue hijo dél diablo, y lo que yo creo es que no fue hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto más que el diablo.[52]
Alonso, a quien la necesidad hacía ser tan perspicaz como el hambre hacía osado al cazador, inmediatamente, captó un error en el texto. Sí, esta vez no sólo lo parecía. Cervantes se había equivocado.
Merlín no era francés.
El poderoso mago de la leyenda artúrica era de la legendaria tierra del Amadís: Gaula, no Galia. Es decir, del País de Gales.
Merlín era inglés.
El jesuita se hizo, pues, la pregunta que pedía el sentido común: ¿era razonable imaginar que Miguel de Cervantes, de probada erudición, se equivocara con esa gran ingenuidad? O planteada de otra manera: siendo el Amadís de Gaula una obra tan principal y leída del elenco de literaturas de caballerías, ¿creía Cervantes que Gaula era un lugar francés? ¿No leyó el Amadís?
Ni lo uno, ni lo otro. Era impensable que Cervantes no hubiera leído nada referente al País de Gales, porque ese texto, en cuatro libros, abría unas de las más señaladas lecturas de caballerías. Los cuatro libros de Amadís de Gaula (muy citados en el Quijote) eran cabecera de todo un ciclo de obras: el Lisuarte, el Rorisel, el Silves de la Selva y otros, que se arropaban bajo su nombre. Al igual que era prácticamente imposible que una pluma afinada como la suya pudiera confundir el origen de Merlín, siendo este señor tan primero entre los mayores artífices de hechicerías y mentado en tantas obras de caballerías.
Tales pensamientos llevaron al padre Alonso a una única y clara conclusión, y era que el autor del Quijote, deliberadamente, llamó francés al mago porque, acaso, se refería a otro personaje.
El promotor de la detención y los asesinatos en la hoguera de Jacques de Molay y sus compañeros fue el francés Felipe IV el Hermoso.
Máximo responsable de todas las calamidades de la Orden, porque, incluso, decidió qué Papa sustituiría al efímero Benedicto XI, y llevó a la Iglesia a la cautividad con el pontificado de Bertrand de Got, Clemente V, en Avignon.
La estrategia del Rey galo para aniquilar al Temple podía ser definida como una acción mefistofélica. Su fin último era hacerse con los bienes de los caballeros (aunque el Papa, a pesar de su tibieza, intentó pasar una parte a los Hospitalarios de San Juan y a otras órdenes).
Visto lo cual, la ironía cervantina plasmada en la afirmación de que el encantador supo «un punto más que el diablo» podía aludir a Felipe IV, quien orquestó el entramado de acusaciones y difamaciones contra la Orden para aniquilarla.
Ahora, después de identificar al Merlín francés del Quijote con el expoliador del Temple, Alonso se detuvo en la descripción de Montesinos. Cervantes la había hecho cuando éste se acercaba al hidalgo, tras abrirse las grandes puertas del palacio de cristal que había en la gruta:
(…) hacia mí se venía un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada, que por el suelo le arrastraba; ceñíale los hombros y los pechos una beca de colegial, de raso verde; cubríale la cabeza una gorra milanesa negra, y la barba, canísima, le pasaba de la cintura; no traía arma ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces, asimismo como huevos medianos de avestruz; el continente, el paso, la gravedad y la anchísima presencia, cada cosa de por sí y todas juntas, me suspendieron y admiraron.[53]
La dignidad con la que aparecía el personaje sugería la de un alto y respetabilísimo señor, cuya apariencia de sabiduría la recibía de unas barbas canas y luengas. Los ropajes resultaron inconfundibles para el padre Alonso, pues aunque eran antiguos, correspondían a los de un profesor de teología, lo que unido al excesivo rosario de grandísimas cuentas (las del Padrenuestro eran «como huevos medianos de avestruz», releyó el jesuita) hacía suponer que se estaba identificando a una muy elevada personalidad religiosa. ¿El Papa Clemente V que vivía en Avignon bajo el poder de ese Merlín francés? Al menos, parecía coincidir.
Alonso tomó un velón y se acercó a la biblioteca de profesores. Fue cuando notó que ya amanecía, aunque no se hubiera dado cuenta hasta ese momento, al pasar las horas de la madrugada como el hidalgo manchego, tan enfrascado en asuntos de caballerías.
Suponía que, en esa alternancia de analogías, al falso Merlín le correspondía un falso Montesinos y, por lo tanto, la descripción dada de este religioso personaje en la cueva no era la de aquel legendario caballero. Es decir que el verdadero Montesinos no era ningún religioso. Pero quiso cerciorarse, buscando lo que hubiera acerca de aquél en la biblioteca del Colegio. Lo halló en el Cancionero de Romances, editado un siglo antes. Ahí figuraba el verdadero Montesinos como compañero de Durandarte en la corte de Carlomagno. Francés —como el Papa Bertrand de Got y los demás, pensó Alonso—, y con una ardiente y apasionada Rocaflorida, quien reclamaba a Montesinos, enviándole cartas de amor desde España.
En cambio, en el Quijote, el personaje aparecía absolutamente clericalizado, lo que ratificaba esa clara intención de señalar no al Montesinos de la literatura, sino a un personaje religioso.
Fue el Papa Clemente V quien, cargado de miedo y debilidad, toleró el expolio templario y, en este sentido, quien literalmente arrancó el corazón al Gran Maestre del Temple, Jacques de Molay, destruyendo lo más querido para él (su Orden), además de arrebatarle la vida.
Completar el cuadro le resultó fácil al padre Alonso porque en aquel subterráneo de cristal descrito en la novela yacía sobre un sepulcro de mármol otro francés (como también lo era Jacques de Molay), un descorazonado Durandarte —trasunto del Gran Maestre, pensó Alonso—, acerca del cual sostenía la leyenda que, una vez fallecido en la batalla de Roncesvalles, su primo Montesinos le arrancó el corazón para llevárselo a Belerma, la amada del caballero muerto.
El jesuita encontró un toque de humor en la elección de los dos personajes, pues si ambos eran primos, la idea del parentesco también apoyaba la analogía, ya que se encontraba otra cierta relación de parentesco, por así decirlo, entre un gran maestre de una orden religiosa como era el Temple y el pontífice de la Iglesia.
Pero se topó, definitivamente, con la clave cuando Montesinos daba referencia del caballero yacente.
—Éste es mi amigo Durandarte, flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo; tiende aquí encantado, como me tiene a mí y a otros muchos y muchas, Merlín, aquel francés encantador[54]…
Ahí estaba lo más ansiado.
… flor y espejo…
¡El Speculum! Y siendo espejo, el del corazón arrancado (su corazón es el asunto central del capítulo del Quijote), aquello parecía la aclaración definitiva, es decir, que ahí estaba enterrado el Espejo del corazón, y que el sepulcro sobre el que yacía Durandarte era la otra parte de la clave.
… tiénele aquí…
Todo lo pronosticaba, la obra buscada podía hallarse oculta en aquella cueva. Por esa razón, se explicaría el interés del escritor en dar datos, reales y muy precisos, acerca de la ubicación de la ermita y la pequeña hospedería, próxima al escondite subterráneo, a la vez que disfrazaba la verdad de lo que allí podía encontrarse, diciendo don Quijote que todo aquel viaje era falso.
El jesuita, convencido del hallazgo, soltó el libro y, salió de su cuarto en busca del director, dejando la puerta abierta. Se encontró a Tomás en el pasillo, seguido por un grupo de alumnos que volvían de misa.
—No le hemos visto en la capilla —dijo el joven, con ánimo de pincharle.
Alonso se detuvo, ajeno totalmente al comentario.
—Tomás, por favor, que me ensillen una montura y me preparen algo para varios días. ¿Está el padre Ignacio? —preguntó mientras descendía la escalera hacia la planta baja.
—En el Noviciado, o no sé dónde. Lo que tarde en volver. Salió muy temprano, decía la misa ahí. A lo mejor, ya está por abajo.
—¿El Noviciado? Acabas de darme una idea. Acércate ahí y que me tengan preparada una montura y comida.
El padre Ignacio aún no había regresado, pero el tiempo en que Alonso se entretuvo hablando con Tomás fue suficiente para el padre Nithard, que salía de una de las aulas. El alemán miró hacia el fondo del pasillo y vio abierto el cuarto de Alonso, con varios libros sobre la mesa. Su habitual sigilo le permitió entrar, y observar sus papeles y notas. Nada más hacerlo, pidió un coche y salió del Colegio.