Madrid, 24 de noviembre de 1658

Alonso recibió un recado del Tribunal de Corte, lo traía fray Jerónimo. Le comunicó que fray Juan Martínez deseaba hablar con él, pero que le era imposible desplazarse.

—¿Está enfermo? —preguntó interesándose el padre Alonso.

—Su coche tuvo un percance al regresar de Valladolid, y él quedó contusionado.

—¿Algo serio?

—Sobre todo, el susto —replicó fray Jerónimo.

El padre Alonso no demoró la visita. Y aunque fue citado en el Tribunal, desde allí, un novicio lo llevó por el largo pasillo que comunicaba con el convento, en la inmediata plaza de Santo Domingo. Era una excelente oportunidad para atar cabos y comprobar que, a través de esa galería, de los pasillos y del pasadizo tras la despensa del Tribunal podía llegarse al Alcázar, sin ser visto desde el exterior. Sentía curiosidad por saber si ése era un recorrido habitual del confesor del monarca.

El dominico, que estaba postrado en cama, le narró una aventura que, aunque al jesuita le pareció muy peligrosa, sobre todo, le resultó sorprendente. De regreso de Valladolid, su coche fue abordado por unos jinetes. Al cochero le pareció que eran salteadores, arreó a las mulas e, intentando ganar el pueblo de Olmedo, éstas cayeron por un barranco, y todos fueron detrás. El cochero falleció, y él sólo quedó magullado, pero, viendo que se acercaba uno de los jinetes —espada en mano— para reconocer los cuerpos, se hizo el muerto. Oyó cómo hablaban entre ellos, y cómo el jinete que descendió y revisaba los cadáveres llamó «frey» a otro.

—¿No oiría mal? ¿Está seguro? —preguntó Alonso.

—Lo tenía encima cuando habló. «Frey Andrés, está muerto, no hay nada que hacer».

—¿«Está» o «están»? —volvió a preguntar el jesuita.

—«Está», iban por mí. Y vi algo que confirmó mis sospechas. Pese a que sus ropas no tenían distintivos, la empuñadura del arma de quien se acercó llevaba en el pomo la cruz patada del Priorato de San Juan.

—Es extraño, sí.

Al padre Alonso le vinieron a la mente los elogios que, apenas dos días antes, había leído en el Quijote:

(…) una orden santísima que llaman de San Juan.

«Herederos del Temple», pensó. Aunque no alcanzaba a comprender la intención del ataque al confesor del Rey.

El dominico prosiguió.

—He llamado a Su Paternidad, porque hace mucho que no hablamos, desde antes de que ocurriera la tragedia de fray Nicolás y el hermano portero. ¡Y me ha asustado tanto lo que ahora me ha pasado!

—Por lo que se ve —apuntó Alonso— no querían robar.

—No sé si pretendían acabar conmigo. Tampoco estoy muy seguro.

—No hay nada que hacer —dijo en alto el jesuita, queriendo encontrar el sentido a la frase de los asaltantes—. Más parece una expresión de lamento, como si se les hubiera desbaratado un plan. Fray Juan, ¿piensa que quienes le atacaron tienen que ver con los crímenes?

—Estoy algo desconcertado.

—¿Qué le desconcierta?

Pero el fraile, tras hacer un gesto de confusión, levantando los hombros, quiso dar un quiebro a la conversación:

—No sé… ¿Y nuestra joven mística? ¿Se recupera?

—La veo mejor —respondió.

—Cuídese, padre. ¿Le han servido los corchetes que vigilan el Colegio?

—¿Ya se enteró?

Fray Juan le sonrió y lo bendijo en señal de despedida.

Algunas cosas no le encajaban al padre Alonso. Lo primero y más chocante era que el consejero de la Suprema no viajara con escolta, sino con un simple cochero, sabiendo lo que estaba pasando en su entorno más inmediato. Otro aspecto extraño era que tampoco había alguaciles que vigilaran la entrada a su celda, pese al ataque que dijo haber sufrido y los recientes crímenes acaecidos dentro de aquel edificio. A tales interrogantes, se unía la presencia de los freiles de la Orden de San Juan.

Al regresar al Colegio le esperaba una grata sorpresa. El padre Ignacio y Tomás habían proseguido la investigación acerca de los posibles aspectos templarios del Quijote. Cuando Alonso se acercó al despacho del Superior, los encontró rodeados de libros. Tomás se acababa un tazón de chocolate.

—¡Hombre, tú! Veo que el padre Ignacio te ha reclutado.

—Y con acierto —añadió el Superior.

—Pues ya me contarás —dijo Alonso al novicio.

—¿Se acuerda de la cabeza de san Gregorio? —respondió éste limpiándose la boca.

—¿Qué cabeza?

El novicio dio otro sorbo de chocolate y, a continuación, respondió.

—La de Sorlada. Íbamos a visitar Loyola y, de regreso, estuvimos viéndola. Se hallaba en un relicario de plata que era un busto. Los campesinos la sacan en procesión para beneficiar las cosechas.

—Ya, ya…

—El padre director y yo estuvimos hablando; no sé cómo salió relacionarla con el bafomet. Ya sabe, con las cabezas a las que daban culto los caballeros templarios, y que parece que, en el juicio para desmantelar la Orden, se dijo que eran cabezas del diablo, imágenes de éste, que servían para comunicarse con él. Aunque los defensores arguyeron que simplemente eran relicarios y tallas de san Juan.

—Te veo muy puesto —afirmó Alonso, sonriente.

—Mis lecturas —repuso ufano.

—Ya imagino, ¿y qué…?

—Que en el Quijote aparece una cabeza parlante.

El padre Alonso quiso hacer memoria.

—Padre Ignacio, corríjame si me equivoco: ¿hace años, el fallecido papa Urbano VIII no había ordenado la destrucción de muchas de esas cabezas?

—En el 27 o 28, lo recuerdo porque yo iba a profesar. Aun así, he oído que quedan varias, como la de la ermita de San Frutos, en Segovia; la de San Saturio, en Soria; o la trifaz, de Tomar en Portugal, donde se halla la sede de los caballeros de la Orden de Cristo.

—¿En Tomar? ¿Donde los de la Orden de Cristo? ¿No son herederos del Temple?

Tomás le acercó un Quijote, abierto por el capítulo en el que aparecía la cabeza parlante. La aventura acontecía en Barcelona. El anfitrión del hidalgo, don Antonio Moreno, mostraba a todos sus invitados una cabeza de bronce, que tenía la virtud de responder a cuantas preguntas le hicieran. Tras las muchas repuestas dadas por la cabeza, todos quedaron maravillados, menos dos amigos cómplices del anfitrión, que conocían el engaño.

Con esto se acabaron las preguntas y las respuestas; pero no se acabó la admiración en que todos quedaron, excepto los dos amigos de Don Antonio, que el caso sabían. El cual quiso Cide Hamete Benengeli declarar luego, por no tener suspenso al mundo, creyendo que algún hechicero y extraordinario misterio en la tal cabeza se encerraba, y así, dice que Don Antonio Moreno, a imitación de otra cabeza que vio en Madrid, fabricada por un estampero, hizo ésta en su casa para entretenerse y suspender a los ignorantes; y la fábrica era de esta suerte: la tabla de la mesa era de palo, pintada y barnizada como jaspe, y el pie sobre que se sostenía era de lo mesmo, con cuatro garras de águila que dél salían, para mayor firmeza dél peso. La cabeza, que parecía medalla y figura de emperador romano, y de color de bronce, estaba toda hueca, y ni más ni menos la tabla de la mesa, en que se encajaba tan justamente, que ninguna señal de juntura se parecía. El pie de la tabla era asimesmo hueco, que respondía a la garganta y pechos de la cabeza, y todo esto venía a responder a otro aposento que debajo de la estancia de la cabeza estaba. Por todo este hueco de pie, mesa, garganta y pechos de la medalla y figura referida se encaminaba un cañón de hoja de lata, muy justo, que de nadie podía ser visto. En el aposento de abajo correspondiente al de arriba se ponía el que había de responder, pegaba la boca con el mesmo cañón, de modo que, a modo de cerbatana, iba la voz de arriba abajo y de abajo arriba, en palabras articuladas y claras, y de esta manera, no era posible conocer el embuste[38].

—¿Qué piensa de esta mala cabeza, padre Ignacio? —preguntó Alonso, malicioso.

—¿Se refiere a Tomás? Supongo.

—¿A quién si no?

—Promete como pesquisidor. Aunque esos falsos bigotes que le ha dejado el tazón de chocolate, dicen poco de él como miembro de la Compañía de Jesús.

El muchacho, que había querido sentirse halagado, se limpió con un rápido manotazo.

Mientras el padre Ignacio y el novicio seguían tomando notas y buscando nueva información, Alonso se sentó en uno de los sillones del despacho y consultó un Quijote para ponderar el contenido del capítulo. Pensaba que el bafomet templario, probablemente, quisiera representar el conocimiento en su sentido más profundo; ésta era una posibilidad coherente, de acuerdo con el espíritu de la Orden del Temple. Y venía a coincidir con el comportamiento de la cabeza de bronce en el Quijote.

El ingenio construido por don Antonio Moreno respondía con excelente cordura a todas las preguntas, y daba como respuesta aquello que podía saberse sin necesidad de preguntar. A pesar de ser un engaño, parecía actuar simbolizando ese auténtico conocimiento, para el que no hay otro camino más que el de la introspección, ya que todas las verdades y respuestas trascendentales están en el alma humana.

—Querría saber, cabeza, si mi marido me quiere bien o no.

Y respondiéronle:

—Mira las obras que te hace y echarlo has de ver[39].

—¿Quién soy yo?

Y fuele respondido:

Tú lo sabes[40].